Emmanuel se vistió al amanecer bajo un haz de pálida luz amarilla. Nubes de color de tinta china entrecortaban las crestas de los lejanos montes. En las ramas de los jacarandás del jardín del hotel cantaban los pájaros, demasiado tarde para despertarlo.
Dejó la chaqueta colgada en el ropero de pino teñido con bolas de alcanfor apiladas en los rincones y bajó las escaleras hacia una salida lateral. Un vigilante nocturno con un abrigo largo y botas de goma barrió con la luz de su linterna el jardín y el patio. Emmanuel aflojó el paso y dejó que lo alumbrara. Saludó levantando la mano y el vigilante le respondió con un «Buenos días, ma’ baas».
Emmanuel pensó en Shabalala, alojado esa noche y durante el tiempo que durase la investigación cinco kilómetros al norte del pueblo, en la zona de los negros. Probablemente ya habría salido de la habitación del fondo de la vivienda de bloques de cemento, con una sola ventana y un aseo exterior, y estaría dirigiéndose a Roselet. Para ser de la zona negra, la casa del propietario de la tienda del pueblo donde se hospedaba Shabalala era de lujo, aunque no estaba ni de lejos a la altura de la pensión «Solo para europeos» de Roselet y del hotel seudotudor de ocho habitaciones.
Shabalala no se quejaba. Le había dado las gracias a Emmanuel cuando lo dejó allí al atardecer del día anterior y había declinado su ofrecimiento de recogerlo por la mañana. ¿Cuántas palabras y pensamientos quedarían tras los labios sellados del policía zulú porque todo lo que se requería en presencia de la mayoría de los blancos era un «Sí, ma’ baas», «No, ma’ baas» y un «Gracias, ma’ baas»?
Un camino de gravilla atravesaba el jardín francés de detrás del hotel y conducía a una senda más estrecha, señalizada como ruta panorámica. La senda iba rodeando los límites del pueblo y terminaba a la entrada de Greyling Street. «Para los huéspedes aficionados a dar un paseo rápido después del desayuno o antes de comer», le había explicado el recepcionista gordinflón sobre el mapa del terreno del hotel y una lista exhaustiva de «cosas que hacer mientras se está en Roselet». Investigar el asesinato de una muchacha zulú no figuraba entre las actividades recomendadas.
La familia Reed no estaba en casa cuando Shabalala y él se presentaron en Little Flint Farm el día antes. Los datos esenciales de la investigación —hora de la muerte, última vez que se había visto con vida a la víctima, sospechosos y móvil— aún seguían sin confirmar. Pero otras preocupaciones, menos obvias que el rompecabezas del asesinato, habían desvelado a Emmanuel en la habitación del hotel en plena noche.
El rocío centelleaba en los macizos de proteas de ambos lados de la senda y el aire era frío. A Emmanuel se le puso la piel de gallina y el nudo caliente que tenía en el centro del pecho se deshizo poco a poco. Era agradable pasar frío y haber despertado de aquellos sueños enmarañados, llenos de imágenes inconexas que aparecían un instante y enseguida se desvanecían en el vacío.
Ocho años sin vestir el uniforme de infantería y había logrado aprender, aunque no del todo, a vencer a los muertos que lo visitaban en sueños. Despertarse, encender la luz, respirar hondo y nombrar el lugar donde su cuerpo descansaba envuelto en una colcha de retales: Roselet. En las proximidades de los montes Drakensberg. Sudáfrica.
La noche anterior había sido distinta. Su sueño no fue interrumpido por tormentas de fuego, ni misiles, ni ríos crecidos que arrastraban a los muertos hasta el mar. En lugar de eso, recordó Sophiatown. La chabola de su familia, con el tejado de hierro ondulado sujeto con piedras. Su hermana Olivia jugando en la calle de tierra con Indira, la hija de la tendera india, el fuego de las hogueras de invierno cubriendo por completo el cielo sobre sus cabezas. Y sus padres, sentados a la puerta de la casucha medio desmoronada riéndose de una broma que él no había oído. Se les veía relajados y muy guapos, incluso a la polvorienta luz del suburbio.
Emmanuel siguió andando. Había desenterrado sin querer el recuerdo de su madre y su padre felices y enamorados.
El calor que sentía en el pecho estaba en el lugar exacto donde baba Kaleni le había puesto las manos. El anciano le había hecho un agujero por donde ahora trepaban los fantasmas y los secretos que tenía dentro. El pasado se infiltraba en el presente. Recordó su difícil adolescencia. Cuando una sólida y devota familia afrikáner los adoptó a su hermana y a él, se esforzó en portarse bien durante seis meses. No pelearse con los chicos que a él lo llamaban guarro y a su difunta madre, puta; no responder a los brutales profesores del Internado Fountain of Light; no cuestionar la superioridad de los blancos sobre los negros pese a que conocía a muchos británicos y afrikáneres que eran auténticos zoquetes.
Era una tarea agotadora. Al cabo de seis meses, su voluntad comenzó a flaquear. Para entonces, ya había aprendido a vengarse empleando la astucia y la malicia.
«Ahora no». Emmanuel se negó a que el pasado siguiera abriendo una brecha en los muros perforados por baba Kaleni. El daño ya estaba hecho, las heridas y magulladuras habían sanado. Lo único que importaba era el presente.
Las estrellas se difuminaron y, medio kilómetro más adelante, la silueta de las casas se perfiló con mayor claridad. Emmanuel bordeó la periferia de Roselet. Amplios jardines y vallas de madera rodeaban bonitas casas de campo y un arroyo plateado señalaba la frontera entre la población y el campo. Reconoció el tejado de paja y las paredes enjalbegadas de la casa de la doctora Daglish.
Al dejar atrás dos parcelas más, el conjunto de edificios de la comisaría apareció ante él. En el patio brillaba una luz amarilla.
Con curiosidad por saber de dónde procedía aquel resplandor, Emmanuel saltó el arroyo. Fue siguiendo la pared posterior de la comisaría, con cuidado de no pisar palos ni piedras sueltas, y dobló la esquina.
El comisario Bagley fumaba un cigarrillo a la luz de una lámpara de parafina, sentado en la escalera trasera de su casa. Estaba acurrucado para protegerse del frío, con el pelo rojo revuelto y de punta, y el vaho de su respiración se mezclaba con el humo que exhalaba. Si había dormido algo la noche anterior, no se le notaba. El suelo estaba cubierto de colillas.
Un movimiento borroso en la ventana de atrás llamó la atención a Emmanuel. Entrecerró los ojos y distinguió una figura femenina vestida con un camisón blanco de pie tras el cristal. Bagley no tenía ni idea de que ella estaba allí, observando cómo sus tormentos nocturnos se prolongaban hasta el amanecer.
Emmanuel oyó una pisada y se volvió a mirar el talud que descendía hacia el arroyo. Shabangu, el mayor de los policías nativos de Roselet, tan sorprendido como él, titubeaba en el camino de la comisaría. Se apresuró a apartarse para franquear el paso al policía de la ciudad, y luego se quedó inmóvil, con la cabeza vuelta de lado y los ojos fijos en el suelo. Cuestionar los actos de un blanco pillado espiando al alba sería una imprudencia. La opción más segura era representar el papel de nativo silencioso y sumiso.
Emmanuel se deslizó junto al policía zulú y continuó andando en dirección a Greyling Street. Llegó al principio de la calle principal y fue siguiendo la hilera de tiendas sin iluminar y de casitas de campo. Las próximas veinticuatro horas eran críticas para la investigación. Shabalala y él tenían que conseguir una lista de sospechosos antes de que el rastro se enfriara.
El aparcamiento, vacío; el patio, vacío; la comisaría, vacía. La única señal de vida en el centro de mando de la policía de Roselet eran los susurros de un sicomoro gigante.
—Menos mal que iban a hacer «todo lo que fuera necesario para ayudarme» —dijo Emmanuel, echando un vistazo a la desierta comisaría. Nada había cambiado desde la tarde del día anterior, salvo la posición del teléfono sobre el escritorio del comisario. Bagley había hecho o recibido una llamada en algún momento.
—Puede haberse producido una emergencia, oficial. —Shabalala se detuvo a examinar el mapamundi que colgaba de un clavo en la pared. La mancha rosada del Imperio británico se extendía por varios continentes.
—¿Qué tipo de incidente requiere la presencia de tres hombres hechos y derechos para controlarlo, agente? ¿Un robo múltiple de ganado o un gato que no puede bajar de un jacarandá?
—Quizá hayan pasado las dos cosas —repuso, socarrón, Shabalala, y Emmanuel sonrió.
Se dirigió a la ventana y contempló la inmensa pradera y los escarpados picos.
—Es extraño, ¿no te parece?… que un comisario se desentienda de un asesinato cometido en su jurisdicción. No somos del Departamento de Seguridad. No hemos exigido tomar el control de la investigación.
—Es extraño, sí. —Shabalala se volvió hacia la ventana y miró hacia fuera—. Quizá al comisario no le importe la muerte de una chica zulú.
—Un asesinato es un asesinato. Resolver un homicidio es lo que nos puede dar mayor prestigio. Hay que ser vago o estúpido para rechazar esa oportunidad.
—Entonces, estamos solos —dijo Shabalala.
—Como siempre. —Emmanuel echó un vistazo a su reloj. Las ocho y cuarto—. Comunicaremos a la doctora que su sustituto está en camino y luego volveremos a la granja de los Reed.
—Como usted diga, oficial.
Con el ala de los sombreros doblada para protegerse del sol, salieron al patio de tierra. Las hijas de Bagley se asomaron por la ventana de atrás y pegaron la nariz al cristal para verlos bien. La niña mayor golpeó el marco de madera con los nudillos, reclamando atención. Shabalala la saludó quitándose el sombrero. Las crías chillaron con regocijo y la mano de una persona a la que no veían las apartó de la ventana de un tirón.
—¿Doctora Daglish? —Emmanuel llamó por tercera vez a la puerta de la casita, con más fuerza, pero no obtuvo respuesta—. Somos la policía. Abra.
Shabalala se asomó por la ventana a la sala delantera. Las cortinas estaban abiertas para que entrara el sol y sobre la repisa de la chimenea había una lámpara de lectura encendida. En una mesa auxiliar de roble estaba abierta boca abajo una novela de bolsillo.
—Hay alguien en casa —dijo el policía zulú—. Pero ni un movimiento en el interior.
—Vamos a la parte de atrás. Puede que la doctora se haya largado del pueblo y las luces sean solo para disimular. —Emmanuel pasó por encima de los macizos de hortensias y apretó el paso. No tendría que haber dejado que la doctora se saliera con la suya con tanta facilidad la tarde anterior. Si la hubiera presionado un poco más, tal vez Daglish se habría prestado a hacer el reconocimiento sobre la marcha. Ahora podía estar en cualquier parte de la provincia de Natal.
Tomaron el camino que iba a la parte posterior de la casa y al sótano para guardar verduras donde el cadáver de Amahle yacía sobre una camilla en un rincón. La puerta del sótano está entreabierta, sujeta con una vieja máquina de escribir con las teclas oxidadas. Un chirrido metálico de instrumental quirúrgico se superpuso al canto de las aves y los insectos ocultos en el denso follaje del jardín.
—Doctora… —Realizar una autopsia improvisada de un cadáver cuando veinticuatro horas antes estaba demasiado asustada para hacerle un reconocimiento sobrepasaba los límites de lo posible—. ¿Doctora?
—Un momento, oficial Cooper. —Daglish no tardó en aparecer a la puerta del sótano, con el cabello oscuro recogido en una fina redecilla. Iba equipada con guantes y bata, lista para una intervención quirúrgica—. Este sótano es como un refugio antiaéreo y el sonido rebota en las paredes. No les he oído acercarse.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Emmanuel.
—Ayudar al cirujano de la policía —dijo Daglish—. Un coche lo ha dejado a la entrada hace quince minutos. No lo esperaba tan pronto.
—Tampoco yo. —Roselet estaba a cuatro horas de Durban: el médico debía de haber salido sobre las cuatro de la mañana—. El agente Shabalala y yo vamos a saludarle y luego nos iremos al valle.
—Pasen. —Daglish se retiró hacia el interior del sótano a la vez que se quitaba los guantes. El vendaje de la muñeca había desaparecido. Un moratón le oscurecía la piel pero, por lo demás, parecía haberse operado en ella una recuperación notable de la noche a la mañana.
Emmanuel y Shabalala se agacharon para esquivar los bajos aleros. El aire estaba helado en aquel cuarto excavado en la tierra y solo un par de bombillas peladas que colgaban del techo disipaban la penumbra. Varios tarros de cristal con frutas amarillas y rosadas añadían una franja de color a las paredes desnudas.
—Ay, Jesús. —Emmanuel se llevó una sorpresa—. Usted.
Un hombre, que a primera vista parecía una mezcla de mago loco y sabio despistado, presionaba con dedos inquisitivos la nuca de Amahle, buscando los secretos que escondía la piel. Las gafas de montura dorada que descansaban al borde de su nariz desafiaban la ley de la gravedad.
—Está usted pensando en otro judío, crucificado hace dos mil años por los romanos —respondió el doctor Daniel Zweigman—. Como puede ver, yo estoy vivo y coleando.
—El inspector Van Niekerk dijo… —Emmanuel no se molestó en terminar la frase. No tendría que haberse fiado de la promesa de buscar otro médico que le había hecho el taimado holandés. Se la había sacado con mucha facilidad. Pero el inspector quería al viejo judío en el caso y el inspector siempre conseguía lo que quería.
—Yebo, sawubona —Shabalala saludó al médico alemán tocando el ala de su sombrero y sonriendo. Amahle no podría estar en mejores manos. En un momento de intimidad, cuando se quedara a solas con ella, le diría a la muchacha que permitiera a aquel hombre bueno y amable descubrir cosas que ante otros había mantenido ocultas.
—Shabalala. —Zweigman se subió las gafas al puente de la nariz—. Su mujer le manda recuerdos. Y la mía también.
Que las esposas no le mandaran saludos no inquietó a Emmanuel. Él era el soltero imprevisible que sacaba a rastras a sus maridos de su tranquilo mundo doméstico para lanzarlos a otro mundo violento y, a menudo, peligroso. Aunque Lilliana y Lizzie le tenían simpatía, Emmanuel sabía que no les importaría no volver a saber nada más de él.
—¿Ha utilizado Van Niekerk tácticas intimidatorias? —preguntó Emmanuel. No quería que presionaran a sus amigos para enrolarlos en la milicia privada del policía holandés.
—El inspector Van Niekerk es demasiado elegante para recurrir a amenazas —dijo Zweigman—. Me ha sobornado.
—El inspector no tiene nada que usted quiera —señaló Emmanuel. Después de pasar tres años en el campo de concentración de Buchenwald, a Zweigman habían dejado de interesarle el dinero, la posición social y las apariencias.
—Es verdad, pero Lilliana quiere poner en marcha otro taller de costura como el que dirigía en Jacob’s Rest. El inspector le ha encargado diez vestidos para su novia, que se confeccionarán cuando regresen de la luna de miel. El dinero lo guardaremos para los estudios de Dimitri.
Dimitri, un niño ruso de pelo rubio platino, había nacido en la clínica de los Zweigman durante una operación de contraespionaje fallida. Su padre era un general ruso achacoso que había sido capturado por la policía secreta sudafricana, y su madre, Natalya, una joven y hermosa actriz. Natalya repudió a Dimitri dos semanas después de darle a luz. Un niño habría sido un obstáculo para buscar a otro hombre, beber champán y conocer el mundo que había más allá de Moscú. Los Zweigman consideraron que el abandono de Dimitri en su clínica había sido obra de Dios. A sus tres hijos los habían matado en los campos de exterminio alemanes y el huérfano ruso les concedió la milagrosa oportunidad de volver a amar de esa forma. Dimitri se había convertido en su hijo adoptivo. La pareja alemana tenía memorizada una lista de las cualidades extraordinarias del niño y la repetía ad nauseam a quien tuviera la santa paciencia de escucharles.
—¿Cómo se había enterado Van Niekerk de los planes de Lilliana? —preguntó Emmanuel.
—Por el procedimiento habitual. Línea directa de comunicación con el diablo —respondió Zweigman con sarcasmo—. Qué más da, oficial Cooper. Mi mujer está contenta y yo estoy aquí. Con la ayuda de la doctora Daglish, el reconocimiento post mortem para establecer el momento y la causa de la muerte habrá concluido a la hora de comer.
—¿Algo interesante hasta ahora? —preguntó Emmanuel. La perforación en la espalda de Amahle y la escasa cantidad de sangre que había en la escena del crimen dificultaban la identificación del arma asesina.
—La herida que tiene la muchacha en la médula espinal es muy poco corriente. Nunca había visto algo así. —Zweigman se inclinó, aproximándose a Amahle, que estaba tumbada de lado y cubierta con una sábana blanca, como una niña dormida en una noche calurosa. Le tocó delicadamente la base del cráneo—. Además hay una mancha de color rojo púrpura que se extiende desde la herida hasta la raíz del pelo. Fascinante.
—Sí, desde luego. —Daglish se puso junto a Zweigman y ambos examinaron la piel afectada con el mismo entusiasmo que debía de alumbrar los rostros de los coleccionistas de sellos o los entusiastas de la pornografía cuando se topaban con algo distinto y especial, pensó Emmanuel.
—Dentro de unas horas —dijo Zweigman, todavía cavilando sobre el misterio que planteaba la herida—, podremos facilitarle algunas respuestas y algunas hipótesis fundadas, oficial.
—¿Qué necesita ahora, doctor Zweigman? —Margaret Daglish pasó la mano derecha por encima de la hilera de instrumentos de acero ordenados sobre una toalla de baño limpia con la que habían tapado un aparador.
—Algodón y el bisturí pequeño, por favor. Vamos a ver qué ha provocado esta decoloración de la piel. —Zweigman levantó los ojos de la camilla y pareció sorprendido de encontrar allí todavía a Emmanuel y a Shabalala—. Los veremos al mediodía —dijo, y volvió a examinar los músculos del cuello de Amahle, totalmente absorto en la tarea, con un alborozo extraño y sutil iluminándole el rostro. Emmanuel imaginó que dirigir una clínica en el Valle de los Mil Montes debía de resultar cansado, jornadas llenas de tos ferina, vacunas contra la viruela y extremidades fracturadas. Todas y cada una de sus actuaciones eran vitales para la salud en una comunidad rural aislada y pocas de ellas ponían en aprietos a un hombre del calibre intelectual de Zweigman.
—Por si surge cualquier cosa, estaremos en Little Flint Farm. ¿Tiene el número de teléfono, doctora Daglish?
—Sí, por supuesto. Le llamaré cuando hayamos terminado el reconocimiento.
Emmanuel se dirigió a la puerta del sótano y, al recordar algo, titubeó.
—¿Hay alguien en el pueblo que venda seguros, doctora Daglish?
La médica levantó la vista y frunció el ceño.
—Como trabajo permanente, no. Un corredor de Sun Life viene por aquí una vez al año. Normalmente a principios de enero. Pagamos las primas mensualmente en la oficina de Correos. ¿Por qué?
—Solo por curiosidad.
Emmanuel salió del sótano para almacenar verduras sin dar tiempo a que retirasen la sábana y dejaran al descubierto a Amahle yaciendo desnuda y vulnerable bajo la dura luz eléctrica. Shabalala y él echaron a andar hacia el coche. Ninguno de los dos quería imaginar la hoja del bisturí abriendo la piel de la muchacha negra y revelando los secretos ocultos en su sangre y sus músculos.
—La hermana pequeña dijo que el granjero afrikáner estaba quemando sus campos el día que Amahle conoció al señor Póliza de Seguro. —Emmanuel rebuscó las llaves del coche—. Es imposible que sea el corredor de seguros auténtico si este solo viene al pueblo una vez al año, en enero.
—En verano —dijo Shabalala por encima del capó—. Cuando los campos están sembrados y no se hacen hogueras.
—Exactamente. —Emmanuel abrió la puerta, se colocó detrás del volante y encendió el motor—. Cuando lleguemos a Little Flint, pregunta por ahí por el señor Póliza de Seguro, pero no le dediques mucho tiempo. Este hombre misterioso quizá no tenga ninguna relación con el asesinato. Lo que de verdad nos hace falta es una lista de amigos y enemigos de Amahle, y el nombre de la última persona que la vio con vida. Cualquier sugerencia sobre dónde puede haberse metido el jardinero Philani también nos vendría bien.
En eso consistía el trabajo. Hacer preguntas, verificar la información y seguir las pistas hasta que te condujeran a alguna parte o se perdieran en la arena. Realizar una investigación criminal aportaba calma, un sentido y una dirección con los que enfrentarse al caos provocado por un asesinato.
Sin la ley y la promesa de justicia para las víctimas, Zweigman no sería más que el matasanos de una morgue y Shabalala y él, meros enterradores.