5

Dos escuálidos perros marrones con el pellejo colgando de los huesos y un anciano que fumaba una pipa de mazorca de maíz flanqueaban el acceso al kraal de la familia Matebula. Detrás del viejo, una empalizada de ramas secas de espino rodeaba un grupo de chozas con forma de colmena y techo de paja.

Al ver a la entrada a dos hombres de la ciudad sudorosos y jadeantes, el anciano forcejeó para levantarse.

—Siéntese —dijo Emmanuel—. ¿Está el jefe Matebula?

Los perros levantaron la cabeza y gruñeron, pero volvieron a adormilarse en su franja de sol.

Yebo, inkosi. —De la boca del hombre salió humo mientras hablaba—. Pero no se puede molestar al gran jefe.

—Hará una excepción con nosotros. —Emmanuel enfiló el camino de tierra que conducía al interior. Ante él estaba el corazón del kraal familiar, un polvoriento corral con un enorme árbol hediondo en el centro. El camino se bifurcaba hacia ambos lados del recinto.

—Por aquí, oficial. —Shabalala indicó el camino de la derecha—. La cabaña del jefe siempre está detrás del aprisco.

Pasaron de largo junto a cabañas achaparradas parecidas a colmenas con esteras extendidas sobre la entrada. Una nidada de pollos picoteaba la tierra en busca de alimento y un enjambre de moscas se había posado en el borde de un puchero destapado. El único sonido humano era el susurro de voces detrás de las paredes de las cabañas. No había rastro de Mandla ni de sus hombres. Era como si todo el kraal estuviera conteniendo el aliento y esperando.

—Todo el mundo está bajo arresto domiciliario —dijo en voz baja Emmanuel—. Me pregunto si el jefe teme una revuelta.

Del rincón nororiental del recinto llegó el crujido de un objeto de madera haciéndose astillas y los bramidos en zulú de una voz masculina. Los perros que sesteaban se despertaron y empezaron a ladrar al cielo.

Emmanuel y Shabalala pasaron junto a una gran cabaña con cuernos de búfalo a la entrada y continuaron hasta un amplio patio con un árbol umdoni en el centro. Acuclillada sobre una estera, Nomusa inclinaba la cabeza en pose suplicante. Una chiquilla estaba acurrucada a su lado, rodeándole la cintura con sus escuálidos brazos. Por el amplio patio había desperdigadas prendas de ropa y una cajita de cartón con la tapa arrancada.

Cuando se aproximaron los detectives, un zulú gigantesco partió una rama de árbol sobre su rodilla y levantó el palo tan alto como para arrojar sombra sobre Nomusa y la trémula niña.

—Suelte eso —dijo Emmanuel en zulú, y con cuatro pasos cruzó el círculo de tierra, levantando una polvareda. Sorprendido, el hombre se volvió. Debía de medir un metro noventa y en su día había sido apuesto, pero ahora tenía un rulo de grasa en el vientre y otro bajo la barbilla. Su cabello había raleado con la mediana edad y su rostro abotagado y sus ojos enrojecidos por los bordes delataban los excesos de una vida cómoda.

—Soy el gran jefe… —dijo, con la sangre todavía caliente—. En mi kraal, nadie, ni siquiera un hombre blanco, me dice lo que tengo que hacer.

—Somos policías, por eso podemos decírselo —replicó Emmanuel. El jefe le había caído mal nada más verlo—. Ahora, suelte el palo.

Shabalala se situó a la derecha de Nomusa, preparado para repeler un ataque. El jefe arrojó el palo contra el cercado y la estrepitosa sacudida de las ramas de espino hizo que un zorzal levantara el vuelo asustado. Enfrentadas a la cólera de Matebula, Nomusa y la niña permanecieron encorvadas.

—¿Ha descubierto quién mató a mi hija? —exigió saber el jefe—. Quien haya contraído una deuda por quitarle la vida, tendrá que pagarla.

—¿Quién cree que es el culpable de la muerte de su hija? —Emmanuel rodeó al mastodóntico Matebula y le llegó un olorcillo a cerveza de maíz amargo y humo de dagga. Echó un vistazo a Nomusa y a la niña, que aparentaba unos once años y llevaba la falda corta adornada con cuentas de las mujeres solteras.

—La culpable de que haya muerto Amahle es su madre. —Matebula señaló a Nomusa—. Dejó vagabundear a mi hija por el valle y la mandó a trabajar en casa del granjero blanco en lugar de retenerla en el kraal.

—Me refería a una persona que pueda haber matado materialmente a Amahle. Un novio o un antiguo enemigo, quizá.

Emmanuel tendió el brazo para ayudar a Nomusa a ponerse en pie, pero advirtió el rápido ademán de Shabalala. Un movimiento brusco y breve de la mano con el que le decía: «No toque a la mujer, oficial». Dejó caer el brazo.

—Mi hija era buena —susurró Nomusa. Mantenía la cabeza girada para ocultar un ojo hinchado y un tajo en la mejilla izquierda—. Amahle no tenía novios. Ni enemigos.

—Mentiras. —El jefe Matebula cogió la caja de cartón y la volcó. Sobre la estera se desparramaron un cepillo de dientes, un pintalabios, un esmalte de uñas rosa chicle y dos lápices—. ¡Explícame esto! ¿De dónde han salido estas cosas si se suponía que la paga de tu hija debía llegar íntegra a mí, a su padre?

—Cállese y siéntese. —Emmanuel ya estaba harto del bocazas de Matebula—. Allí. Contra la cerca.

—Un jefe no se sienta en el suelo. —Matebula gritó una orden en zulú a alguien que estaba oculto en la cabaña más grande y esperó con las manos plegadas sobre el pecho desnudo.

Emmanuel le concedió esa pequeña victoria. Había preocupaciones más inmediatas que la conservación del ego de Matebula. Se acuclilló al borde de la estera y trató de entablar contacto visual con Nomusa. Ella lo esquivó y miró por encima del cercado a los montes envueltos en nubes. Las mujeres zulúes tradicionales, y sobre todo las casadas con un jefe arrogante, no hablaban con desconocidos sin permiso de su marido.

—Oficial. —Shabalala le indicó con la cabeza el estrecho corredor que unía el patio circular con el resto del kraal. Era otra señal.

—Vete —dijo Emmanuel—. Lleva a Nomusa y a la niña a su cabaña y vuelve cuando las hayas dejado instaladas.

—Eso haré. —El agente zulú reunió los accesorios de belleza desperdigados por la estera y los volvió a guardar en la caja de cartón. Emmanuel se preguntó si Amahle habría adquirido aquellos pequeños lujos mediante regalos o comprándolos, o si se los habría robado a sus jefes de Little Flint Farm. Aparte de que era una belleza deslumbrante, no sabía nada de su vida ni de su personalidad. ¿Qué suceso desconocido la habría colocado a tiro del peligro?

—Suéltame, mamá. —La pequeña se quitó de encima a Nomusa y recogió cuatro vestidos de algodón y un jersey azul tejido a mano de la estera donde estaban tirados. La bravía chiquilla los apretó contra sí. Tenía unos grandes ojos castaños moteados de dorado, el pelo negro dividido en trenzas pegadas al cuero cabelludo y un delicado rostro ovalado que algún día llegaría a ser tan hermoso como el de su hermana asesinada. Un collar de dos vueltas de cuentas azules y plateadas y un brazalete de cuentas de cristal indicaban su elevada posición social en un valle donde no existían los productos manufacturados.

—Vengan. —Shabalala condujo a Nomusa y a su hija hacia el pasaje. Se cruzaron con una mujer de proporciones exuberantes que salió de la cabaña grande cargada con un taburete de madera labrada y un pellejo de vaca enrollado. El pelo tiznado de ocre de la recién llegada estaba recogido en alto, formando una rígida corona, y adornado con conchas y púas de puercoespín.

—Mi quinta esposa —dijo Matebula mientras la mujer cruzaba el círculo de tierra, descalza, sigilosa, con un movimiento de caderas que habría bastado para derribar a un niño. La hermana pequeña de Amahle se abrazó a los vestidos con más fuerza y entornó los ojos como una gata dispuesta a sacar las uñas. Nomusa dirigió una mirada fría a la mujer. Las esposas de Matebula eran rivales, no amigas.

—Gran jefe… —La quinta esposa desenrolló el pellejo blanco y negro a la sombra del árbol umdoni y colocó el taburete justo en el centro. Una hoja seca revoloteó por el aire y fue a posarse sobre el cuero, ella la apartó con la mano.

—Dígame, policía de la ciudad… —El jefe se instaló en el taburete, con los pies separados, sacando pecho como un palomo—. ¿Cómo me resarcirá de la pérdida de mi hija?

—La policía y los tribunales exigirán una retribución por el crimen —dijo Emmanuel—. Quien la ha matado será detenido y castigado.

—Los tribunales están lejos, en Pietermaritzburgo y Durban —rezongó Matebula—. No pueden conocer la profundidad de mi tristeza.

Las palabras del jefe no contenían ni un ápice de auténtica emoción. Estaba hablando de dinero. Una hermosa hija en edad casadera había sido asesinada antes de que le pagaran el lobola, el precio de la novia.

La quinta esposa manifestó su aprobación con un gorgorito a los pies del jefe, donde se había dejado caer de rodillas. Hervía de indignación por su marido. Aún era lo bastante joven como para disfrutar de su posición de favorita y todavía no comprendía que otra muchacha núbil la reemplazaría con el tiempo. Matebula se plantó una mano en la rodilla y empezó a masajearse la carne que abarcaba con la palma.

—¿Cuánto valía Amahle? —preguntó Emmanuel, con curiosidad por sondear la profundidad de la dureza del corazón de Matebula.

—El jefe Mashanini de Umkomazi me ofreció veinte vacas. No de las corrientes. Un rebaño bien cebado, de cuernos largos y piel moteada.

—¿Aceptó su oferta?

—Claro que sí. Amahle estaba haciéndose mayor y era un precio justo. —El jefe hizo un mohín con los labios—. Ahora no me darán nada.

Su esposa expresó su apoyo con un sonido inarticulado y una sacudida de cabeza.

Aquella mezcla de autocompasión y codicia fascinaba a Emmanuel. Para Matebula no había más mundo que el que abarcaban sus brazos.

—¿Estaba contenta Amahle con la idea de casarse y trasladarse a Umkomazi? —preguntó. No muy lejos del kraal, los misioneros enseñaban a las chicas a leer, escribir y sumar, a la vez que preparaban sus almas para el cielo y sus mentes para la vida en el siglo XX. El matrimonio había dejado de ser la única opción para las muchachas zulúes.

—¿Contenta? —Matebula se esforzó en entender la pertinencia de aquel adjetivo—. Estaba satisfecha de cumplir con su deber para con su padre.

Tal vez, pensó Emmanuel. El matrimonio como vía de escape era algo común en todos los grupos raciales; de hecho, muchas veces había sospechado que su exmujer, Angela, lo había escogido como el medio más rápido de liberarse de un padre autoritario y una madre frustrada. La vida de esposa de policía no era el refugio apacible que Angela buscaba. Se divorciaron cuando ambos comprendieron con claridad que su matrimonio era una estación de paso, no un lugar donde cobijarse.

Shabalala regresó y se colocó silenciosamente a la izquierda de Emmanuel.

—¿No tenía pretendientes su hija? ¿No se había peleado con nadie? —preguntó Emmanuel.

El jefe exhaló un profundo suspiro, aburrido por la pregunta.

—Amahle pasaba mucho tiempo con los blancos, en la granja, pero aquí, en el kraal, era modesta y callada —dijo.

La quinta esposa se inclinó hacia atrás, con el hombro prácticamente pegado al muslo de Matebula, y le susurró algo en zulú.

—Sí, había un hombre de esos —dijo el jefe, siguiendo la indicación de su esposa—. Philani Dlamini. Es el jardinero de la granja donde trabajaba mi hija. Les dijo a muchas personas que estaba comprometido con Amahle.

—¿Lo estaba? —Emmanuel escribió el nombre en una página en blanco. De momento, el primer y único sospechoso de la investigación.

—Qué va —respondió desdeñosamente Matebula—. Ese hombre tiene un rebaño de cinco vacas y no es un jefe.

—¿Dónde vive Philani? —preguntó Emmanuel.

Otro susurro apremiante de la quinta esposa, que mantenía los ojos bajos, fijos en la piel de vaca, como una esposa zulú modélica.

—Cerca de la granja del afrikáner. —El jefe señaló, por encima de la cerca de espinos, un monte salpicado de flores naranjas de aloe. De una ojeada, Shabalala tomó nota de la dirección y la longitud del trayecto—. Pero Dlamini no está allí. Su madre lleva dos días sin verlo.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Emmanuel.

Un golpecito de su hombro contra el muslo del jefe sirvió a la quinta esposa para aconsejarle que fuera cauto. Matebula se encogió de hombros y permaneció en silencio.

—¿Dónde está Mandla? —preguntó Emmanuel—. Nos gustaría hablar con él y con su impi.

Matebula se enderezó sobre el taburete.

—Mi hijo no tiene un impi. Todo lo que hay en el kraal me pertenece a mí.

—Discúlpenos, gran jefe. —Shabalala dio un paso adelante, encogiéndose de hombros para empequeñecer su tamaño y su presencia—. Solo queremos advertir a su hijo y a sus hombres que buscar al asesino de Amahle es una labor de la policía, exclusiva de la policía.

—¿Por qué iban a retirarse mis hombres si la policía está en la ciudad y nunca pone un pie en estas tierras? —preguntó Matebula.

—Porque si el impi continúa amenazando a los testigos —dijo Emmanuel—, el jefe de la policía enviará más agentes a este valle, tantos que superarán en número a las rocas y podrán aplastar a pisotones los campos de maíz.

—Se ha dicho la verdad —dijo Shabalala para dar mayor énfasis a la afirmación. La violencia entre los negros rara vez recibía la atención de las autoridades, pero si los problemas salpicaban a las granjas de los blancos, Matebula podía contar con que su mundo y su autoridad se verían amenazados.

—Hablaré con mis hombres cuando regresen —dijo, remiso, Matebula.

Después de haberte pegado un revolcón con tu quinta esposa, de haber echado la siesta y de haber fumado otro cigarrillo de marihuana, pensó Emmanuel. Había llegado el momento de seguir adelante basándose en la información que habían obtenido. Se guardó la libreta en el bolsillo, satisfecho de tener anotado un nombre.

—Quédese bien, gran jefe —dijo Shabalala, haciéndose cargo de los buenos modales mientras Emmanuel daba media vuelta para irse.

Una bandada de minúsculos pájaros rojos voló sobre ellos y se posó en las ramas del umdoni que daba sombra al jefe. A Emmanuel le llamó la atención aquel fogonazo encarnado y se volvió a mirar por encima del hombro.

La quinta esposa continuaba acurrucada junto al muslo del jefe, pero ya no tenía los ojos puestos en el pellejo de vaca, sino en los dos policías que salían del patio. Desvió la mirada, pero no fue tan rápida como para ocultar la expresión calculadora de su llamativo rostro. No era tan ingenua, entonces; y debía de ser mil veces más lista que su marido. Sin embargo, Matebula se iría a la tumba convencido de que ella era dulce, complaciente y había nacido para agradar.

Mientras atravesaban el kraal, Emmanuel le preguntó a Shabalala:

—¿Qué te ha parecido el gran jefe?

—No se merece ese título.

—¿Podrá controlar a Mandla?

—Qué va.

—Eso mismo pensaba yo.

Emmanuel se detuvo al lado de una choza y vio a Nomusa y a su hija sentadas en el patio delantero. Estaban encorvadas sobre un cuenco de lentejas marrones, limpiándolas de piedrecillas y otras impurezas. Nomusa alzó la cabeza como un impala al ventear el olor de un predador y vio a Emmanuel y a Shabalala junto a las lindes de su casa.

—Váyanse —les dijo y, arrastrando los pies, llevó a la niña al interior de la choza—. Váyanse de aquí, por favor.

Emmanuel se dirigió a una pequeña abertura en la cerca de palos. No le gustaba la idea de dejar allí a Nomusa, triste y maltratada. Una mano le tocó el hombro.

—Oficial —dijo Shabalala—, no debe traspasar la valla. Si lo hace, las cosas se pondrán peor para la esposa del jefe. No es el kraal de su familia. Es el de su marido y su clan.

Shabalala tenía razón. Nomusa seguiría allí, viviendo a la sombra del gran jefe, mucho después de que el asesinato de Amahle se resumiera en un expediente para entregárselo a un juez con toga y peluca.

Emmanuel dio media vuelta y se alejó. Recordaba a su madre, herida y escondida en la oscuridad. Rechazó ese recuerdo. A ella tampoco había sido capaz de salvarla.

A cinco minutos del kraal de Matebula, mientras Shabalala abría camino por el pedregoso terreno cubierto de aloes de montaña, Emmanuel notó que los seguían. Una figura menuda corría de una roca a otra y se deslizaba tras los matorrales de artemisa intentando pasar inadvertida.

—Es la hermana pequeña —dijo Shabalala sin volverse—. Nos viene acompañando desde que salimos del kraal del jefe.

—Vamos a sentarnos a descansar un momento —dijo Emmanuel—. Le daremos la oportunidad de darnos alcance y hablar.

Incluso con Shabalala como único testigo, Nomusa no había añadido nada a lo que había dicho en el patio de la cabaña de Matebula. Amahle era una buena chica. La gente la quería. No tenía novios ni enemigos. La caja de cartón con el pintalabios había sido una sorpresa para su madre.

Shabalala se detuvo en una pradera entre dos grandes peñascos. Se sentaron y esperaron. La brisa traía el aroma de las rocas húmedas del fondo del valle. Emmanuel se quitó el sombrero y lo dejó en el suelo para refrescarse.

De la roca que había a espaldas de los policías se desprendieron unos guijarros y una voz de niña dijo:

—No vayan al kraal de Dlamini. Philani no está allí.

Emmanuel se dio la vuelta despacio y vio a la hermana pequeña de Amahle agazapada en el pedregal como un duende.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

Ella sacudió la cabeza, negándose a dar esa información: una reacción muy inteligente viniendo de una niña.

—¿Cómo sabes que el jardinero no está en casa? —preguntó.

—Su madre vino a ver al jefe ayer por la mañana y dijo que su hijo no había vuelto del trabajo en Little Flint Farm el viernes por la noche. No saben dónde está.

Shabalala levantó una piedra de la hierba y la examinó con detenimiento.

—¿Es posible que la madre de Philani no haya dicho la verdad para proteger a su hijo?

—Mi hermano y el impi fueron al kraal de la madre. —La chiquilla no paraba de dar vueltas a los brazaletes que llevaba en la muñeca; era su manera de dar rienda suelta a los nervios—. Destrozaron la cabaña y soltaron las cabras y las gallinas, pero no encontraron a Philani.

—¿Conocía Amahle a Philani Dlamini? —Emmanuel recondujo la conversación hacia la muchacha muerta. Que Mandla era un gran obstáculo para la investigación ya lo sabía.

—Los dos trabajaban para el baas Reed en Little Flint Farm. Philani cuidaba el jardín y Amahle cuidaba a la mujer blanca de la casa grande.

Shabalala la animó a seguir con una sonrisa.

—Philani y Amahle eran amigos.

La hermana pequeña dejó de dar vueltas a los brazaletes y dijo:

—Philani la seguía monte arriba y monte abajo, y ella no lo espantaba.

Andar juntos por los montes era amor según su mentalidad infantil. Emmanuel pensó que tal vez tenía razón. Sacó de su chaqueta la libreta y el bolígrafo y garrapateó la palabra flores junto al nombre de Philani. Los zulúes corrientes no llevaban flores a los muertos, pero un zulú empleado como jardinero por los blancos podría haber adoptado esa costumbre europea.

—Háblame de ese jefe de Umkomazi —dijo Shabalala. Emmanuel lo había puesto al corriente sobre el precio de la novia y el amargo desengaño del jefe—. Estoy seguro de que es rico y guapo.

—Es gordo, tonto y huele a boñiga de vaca —dijo la niña sin rodeos—. El gran jefe aceptó que se casaran porque es un avaro y no está en forma para trabajar en las minas de oro de Jo’burgo. Amahle no lo quería.

—Vaya… —Esa opinión contundente había impresionado a Shabalala. A sus once años, la edad que le calculaba, la niña ya era capaz de distinguir el grano de la paja, la plata de la hojalata. Su esposa también se daba cuenta de todo a primera vista—. ¿No habría otro al que Amahle quería sin decírselo al jefe ni a vuestra madre?

La niña apartó la mirada y empezó a girar los brazaletes alrededor de su delgada muñeca cada vez más deprisa. Emmanuel imitó a Shabalala y se concentró en las piedras que salpicaban el terreno. Daba la impresión de que cada uno de ellos estaba sentado a solas en la hierba, escuchando el canto de los grillos.

—Había otro —dijo la niña—. Un hombre con un nombre raro.

—Hum… —dijo Shabalala para mantener en marcha la conversación sin hacer una pregunta directa.

—El señor Póliza de Seguro —dijo la hermana pequeña en inglés.

Los africanos negros sacaban nombres de cualquier parte. Emmanuel conocía a un delincuente juvenil llamado Justicia, a una criada llamada Radio y a un limpiabotas con el evocador apodo de Midnight Express. Todos los nombres iban unidos a una historia real, a algún suceso que había dejado huella en la vida de la persona. ¿De dónde había salido Póliza de Seguro en un valle aislado y surcado por una red de caminos de tierra? Aquel bastión de riscos tornasolados y de ríos sinuosos era a buen seguro uno de los pocos lugares de la tierra donde no habrían penetrado los viajantes de seguros.

—¿Has visto alguna vez al señor Póliza de Seguro? —preguntó.

—No —dijo la niña a la vez que negaba con la cabeza—. Amahle habló de él una vez. Nunca más.

—¿Fue en invierno o ahora, en primavera, cuando habló de él? —preguntó Emmanuel. En el campo eran las estaciones las que marcaban el paso del tiempo. Con cada cambio de estación, los hombres que trabajaban en las minas de oro de Jo’burgo volvían a casa para arar los campos o repartir maravillas modernas como cacharros de cocina de aluminio, telas de algodón estampadas en colores vivos y dinero en efectivo.

—Fue el día que el granjero afrikáner quemó las lindes del campo pegadas al río. Recuerdo que mi hermana volvió a casa de noche y nuestra madre se enfadó con ella.

Los granjeros abrían cortafuegos en invierno. Emmanuel aún guardaba un vívido recuerdo del penetrante olor a humo y de la ceniza negra que le impregnaban la piel durante semanas enteras. Seis años labrando los campos y recogiendo las cosechas con su padre adoptivo destruyeron cualquier idea romántica que hubiera podido tener sobre vivir de la tierra.

—Comprendo —dijo Shabalala—. Tu hermana estaba con ese señor Póliza de Seguro y no se dio cuenta de que el sol se ponía. Por eso llegó tarde a casa.

—No, inkosi. —Los labios de la niña se fruncieron, formando un capullo de rosa perfecto—. Dejaron a Amahle olvidada en el pueblo y costó muchas horas encontrarla y llevarla al kraal. Esa noche no lograba dormirse y fue cuando susurró su nombre y dijo: «Él es al que he estado esperando…».

Emmanuel se inclinó unos centímetros más hacia la niña y la miró a los ojos.

—Cuéntame todo lo que Amahle dijo de ese hombre, hermana pequeña.

—Amahle no solía hablar de hombres. Decía que eran como las piedras del río sobre las que hay que saltar deprisa para cruzar al otro lado.

Un punto de vista muy cínico para ser de una adolescente; esa opinión podría haberla llevado a su prematura muerte. Que una joven belleza «saltara» por encima de ti era motivo suficiente para asesinarla en opinión de algunos hombres, según sabía Emmanuel.

—¿Te dijo tu hermana lo que la esperaba al otro lado de la corriente? —preguntó Shabalala.

—La vida —dijo la chiquilla.

Desde el camino rodaron unas piedras y se oyó un chasquido de palos cuando un ternero se detuvo a mordisquear la hierba. El sonido sobresaltó a la niña, que se levantó y salió como un cohete a campo traviesa antes de que Emmanuel pudiera decir «espera». Se puso en pie y observó cómo se abría paso zigzagueando entre los aloes de montaña como una pequeña gacela, hasta que su silueta se fundió con el paisaje. Aunque era muy rápida, no podría ir más deprisa que el futuro. Pasados tres o cuatro años, lo más probable era que la casaran a cambio de un rebaño de vacas de cuernos largos.

—Puedo atraparla, pero… —Shabalala carraspeó, molesto al tener que explicar por qué no había entrado en acción.

—Déjala. —Emmanuel ajustó el ribete de su sombrero—. Ha corrido un gran riesgo al salir del kraal sin permiso de sus padres. No quiero que la castiguen por ayudarnos.

Ni tampoco quería que la castigasen por tener un corazón de león, igual que la nieta que le había pedido su madre.

Dieron una vuelta por el kraal de Dlamini y encontraron una cabaña saqueada y dos cabras de pelaje blanco comiendo el maíz que se había derramado de una vasija de barro rota. En el patio correteaban las gallinas y un gato flaco sesteaba al sol de la tarde. Philani Dlamini y su madre se habían ido hacía mucho.

Emmanuel releyó sus notas en voz alta.

—La madre le dijo al jefe Matebula que Philani no había vuelto a casa del trabajo el viernes. Es la misma noche que desapareció Amahle. No puede ser una coincidencia.

—Tenemos que encontrar al jardinero antes que Mandla y el impi —dijo Shabalala—. Creen que este hombre es culpable y lo castigarán.

—¿Y si paga una multa de veinte vacas?

—Ya es demasiado tarde para intercambios de ganado, oficial —dijo Shabalala—. La sangre solo se limpia con sangre.

—Maravilloso —masculló Emmanuel. ¿Había un país, uno solo en la tierra, donde no se pagara la sangre con sangre? Antes de salir al camino que descendía hacia el río, se detuvo a estudiar el terreno. Un profundo valle discurría entre una imponente cadena de montañas cubierta de hierbas alpinas y bosque autóctono. El cielo se extendía, azul e interminable, sobre el inmenso jardín trasero de Mandla.

En aquel territorio inmenso, dos policías buscaban a un jardinero y ya estaban cansados. Emmanuel esperaba que Philani también estuviera empezando a cansarse.