Unos cuarenta feligreses de la Iglesia Cristiana de Sión, conocidos como sionís, estaban reunidos junto al ancho río. Daban palmas y se balanceaban rítmicamente en la arenosa ribera a la vez que cantaban «Ven Espíritu Santo, Paloma Divina». En medio del río, una muchacha vestida con una túnica ribeteada de verde se levantó de las aguas, recién bautizada, entre gritos de «amén» y «aleluya». Otro grupo de sionís, apiñados en torno a una hoguera, extendían las manos hacia el fuego mientras el agua chorreaba por sus hábitos y formaba charcos a sus pies.
—¿Cuál de ellos será? —preguntó Emmanuel.
—Las madres sentadas junto a Amahle dijeron que baba Kaleni era el jefe de la congregación de israelitas verdaderos —dijo Shabalala—. Como no reconozco los símbolos de sus túnicas, tendremos que preguntar.
Mirando a su alrededor mientras avanzaban por el camino de tierra compacta, Emmanuel distinguió media docena de túnicas distintas, con los ribetes de color negro o verde musgo. Sentadas en una peña, un grupo de mujeres con túnicas azul pálido y cuellos azul marino compartían una naranja. Dos hombres cuyos hábitos estaban ribeteados con piel de leopardo apilaban biblias en una carretilla para llevarlas de vuelta a la iglesia.
—Las distintas congregaciones usan túnicas diferentes —dijo Emmanuel, y le extrañó no haberse fijado antes en esa forma de distinguirlas. Quizá no había prestado suficiente atención.
—Yebo, oficial. Mi iglesia utiliza túnicas verdes con una cruz blanca.
Shabalala era una caja de sorpresas. La Iglesia de Sión mezclaba las creencias cristianas con las africanas tradicionales. Los hombres como Shabalala, que se movían en el mundo de los blancos, no solían reconocer ninguna relación con una iglesia que permitía la poligamia y practicaba el sacrificio de animales.
—Creía que eras anglicano —dijo Emmanuel. Recordaba haber visto al agente zulú ante una iglesia de tejado rojo en la población de Jacob’s Rest.
Shabalala se aproximó al grupo acurrucado en torno al fuego.
—También pertenezco a la Iglesia anglicana —dijo.
—Apuestas por los dos bandos. —Emmanuel no pudo resistirse a la oportunidad de tomarle el pelo al agente zulú—. Eso es hacer trampa, amigo.
—Dios en Su infinita sabiduría comprende todo y todo lo perdona, oficial —respondió Shabalala con una sonrisa—. Eso es lo que Lo hace grande.
—Y yo que te tenía por un hombre del Antiguo Testamento.
Desde que había vuelto de la guerra, Emmanuel se había mantenido prácticamente aislado, salvo por la amistad a tres bandas entablada con Shabalala y Zweigman, el médico judío. A los dos los había conocido hacía un año durante la investigación del asesinato de un oficial corrupto de la policía afrikáner. Juntos habían plantado cara a la violencia y a una muerte casi segura y, una vez archivado y olvidado el caso, habían seguido en estrecho contacto.
Solo por un instante, mientras caminaban y trabajaban junto al río, Emmanuel se permitió fantasear con que Shabalala y él no eran más que dos policías normales y corrientes sin barreras de rango y raza entre ellos.
—Ahora comprendo que eres estrictamente del Nuevo Testamento —prosiguió—. Con un Dios que te permite deslizarte por la puerta trasera de la iglesia y correr descalzo por el veld como un pagano. No sé si sigo confiando en ti, agente.
—Dos iglesias son mejores que ninguna —dijo Shabalala.
Ese comentario socarrón hizo reír a Emmanuel, y su risa rompió la repentina quietud. Los sionís recién bautizados se apiñaban en silencio alrededor del fuego como una bandada de pájaros blancos antes de la tormenta. Algún día, suponía Emmanuel, llegaría a acostumbrarse a los hombros encorvados y a las miradas esquivas de las personas de otra raza ante un inminente interrogatorio policial, pero de momento aún le hacían sentirse incómodo.
Captó la atención de un hombre que había levantado la vista de las llamas.
—Baba Kaleni —dijo Emmanuel—. ¿Dónde está?
—Ah… —El hombre escurrió la manga de su túnica empapada, ganando tiempo—. Ah…
—Yo soy Kaleni. —Las palabras procedían del extremo derecho de la hoguera. El hombre zulú se enfundó en una túnica seca con ayuda de una muchacha. Tenía una deslumbrante barba blanca, pero era imposible calcular su edad. El hombro derecho hundido y los dedos artríticos delataban largos años vividos en condiciones duras, pero los claros ojos castaños y el terso rostro redondeado eran como los de un niño—. Son de la policía —dijo baba Kaleni, y los saludó con una sonrisa.
—Así es —Emmanuel hizo las presentaciones, desconcertado por la radiante expresión de Kaleni. En la ciudad, solo los gánsteres, las prostitutas y los pardillos sonreían a la policía.
Kaleni señaló una peña que sobresalía del veld a unos cien metros de distancia.
—En ese lugar tranquilo podremos sentarnos a hablar.
Dieron la espalda a la margen del río y la trémula congregación de israelitas verdaderos se arracimó en torno a las llamas. Todos los hombres y mujeres que estaban secando sus túnicas habían perfeccionado el sutil arte africano de mirar hacia otra parte mientras se enteraban de todo.
—Usted primero —dijo Emmanuel.
—Yebo, inkosi. —Baba Kaleni echó a andar por la pradera con pausada lentitud y el hombro derecho colgando. La chiquilla que le había ayudado a ponerse la túnica se acercó corriendo y le tendió una desastrada biblia, como si fuera un escudo y el anciano estuviera preparándose para una terrible batalla.
—Ngiyabonga, Sisana. Eres una gran chica. —Kaleni dio unas palmaditas en el cabello trenzado de la niña y agarró torpemente con la mano izquierda el Buen Libro—. Puedes irte. Todo va bien.
La chiquilla volvió al abrigo de los israelitas verdaderos y se metió en el corro entre dos robustas mujeres. Kaleni reemprendió la marcha hacia el peñasco sin volver la vista atrás.
—Caminaré con usted —dijo Shabalala, y se colocó al lado del predicador. Emmanuel se detuvo para dejar que los dos zulúes se adelantasen. El espacio que los separaba debía ser suficientemente grande como para que Kaleni estuviera seguro de que el policía europeo no estaba oyendo la conversación. El poli blanco y el poli negro eran la particular versión sudafricana de la rutina del poli bueno y el poli malo que empleaba la policía del mundo entero, y resultaba igual de efectiva.
Mientras caminaban por aquel terreno llano, de vez en cuando la brisa arrastraba hasta Emmanuel retazos sueltos de la conversación. Distinguió las palabras zulúes «agua», «pan» y «sangre», pero no trató de relacionarlas. Después, Shabalala le informaría de lo que habían hablado. Unos metros más adelante, una roca plana que formaba una plataforma natural sobresalía de la tierra rojiza.
—Siéntense, por favor. —Baba Kaleni les indicó la roca igual que un próspero granjero ofrecería asiento a un invitado en la cocina de su casa.
Shabalala trepó el primero y encontró acomodo en la parte de atrás de la roca caliente. Se acuclilló agarrándose las corvas con sus grandes manos y se echó el sombrero de fieltro sobre los ojos. Era la señal para que Emmanuel llevara la voz cantante.
—Póngase a la sombra —le dijo Emmanuel a Kaleni en zulú—. Yo voy protegido contra el sol.
El anciano se encogió a la sombra de una acacia espinosa y apoyó el brazo derecho en su regazo. El río se veía como una fina cinta plateada en el horizonte y los feligreses congregados en sus lejanas márgenes, como manchas blancas, azules y verdes.
—Cuénteme todo lo que recuerde de esta mañana. Desde antes de encontrar a Amahle hasta lo que hizo después —continuó Emmanuel en zulú.
—Sucedió de esta manera. Me desperté antes que el sol y me vestí. La cabaña estaba oscura, pero mi mujer es muy ordenada y mi sombrero para la iglesia, mis hábitos y mi biblia estaban en su sitio. Mi esposa siempre ha sido mi mano derecha y una gran ayuda.
—Una bendición… —murmuró Shabalala antes de que el predicador reanudase la narración, describiendo con todo lujo de detalles lo fría que estaba el agua del cubo para lavarse que había en la cabaña y la textura de las gachas del desayuno, que se tomó frías y sin leche.
Emmanuel aspiraba el aroma de la tierra y de la hierba aplastada y esperaba a que la reconstrucción del día de Kaleni llegara al lugar del crimen.
—Después de caminar muchos kilómetros, se me cansaron las piernas y me paré a descansar. Fue entonces cuando me salí del camino. —Kaleni pasó el dedo sobre una lágrima caída en la desgastada cubierta de la biblia—. Y fue entonces cuando la vi. A la hija del jefe.
—¿Dónde la vio?
—Debajo de la higuera. Yo… —Sacudió la cabeza con vergüenza—. Pensé que la hija del jefe tal vez estuviera durmiendo. Aunque las hojas estaban húmedas de rocío y empezaba a romper el alba.
—¿Vio a alguien más en la zona? —Emmanuel confiaba en que su paciencia fuera recompensada con un nombre o una descripción física del hombre que había protegido el cuerpo de Amahle.
Se produjo una pausa, apenas un latido del corazón, antes de que baba Kaleni dijese:
—No vi a nadie, inkosi.
—¿Está totalmente seguro?
—La hija del jefe estaba sola. —Restregada por las yemas de los dedos del anciano, la lágrima se agrandó sobre la cubierta de la biblia—. De eso estoy seguro.
—¿Así que solo usted y ella estaban en la montaña? —Emmanuel se inclinó más hacia él y lo miró a los ojos. Era el momento de presionar en un interrogatorio. Hacer saber al testigo que no estaba engañando a nadie, y mucho menos a un policía de la ciudad que había oído a algunos de los embusteros más consumados del mundo ejercitándose a fondo. La mirada directa a los ojos también insinuaba una amenaza. No era más que una táctica, pero valía la pena probarla.
—La hija del jefe estaba sola —repitió Kaleni—. De eso estoy seguro.
—De acuerdo. —Emmanuel lo dejó pasar. El viejo tenía su versión de la historia y se atenía a ella—. Describa el lugar donde yacía Amahle.
—Bajo la higuera, toda rodeada de flores. Había una manta roja enrollada debajo de su cabeza.
—¿Se la puso usted? —Emmanuel había inspeccionado la manta de cuadros antes de abandonar la escena del crimen. Era de pura lana y estaba confeccionada por Papworth’s Fine Fabrics de Ciudad del Cabo. Ningún nombre identificaba a su dueño.
—No. —El anciano curvó los labios en una sonrisa apenas insinuada—. Pero ojalá tuviera una manta así. Me mantendría caliente en invierno. Y también a mi mujer.
Emmanuel sacó el bolígrafo y la libreta del bolsillo de su chaqueta.
—¿Y después de encontrarla? —le preguntó, incitándolo a continuar.
—Fui al kraal del jefe Matebula. Estaba dormido y no se le podía molestar. Le di la noticia a Nomusa, la madre de la muchacha.
—¿Por qué no fue a una granja donde hubiera teléfono?
Kaleni desvió la vista hacia un banco de nubes que iba formándose en el horizonte.
—Estaba amaneciendo, inkosi. No quería molestar a los granjeros ni a los vigilantes nocturnos que protegen sus casas.
Y tampoco habría querido despertar a sus perros. En el campo no había toque de queda, pero un negro merodeando antes del alba no habría sido bien recibido en una casa lo bastante acomodada como para tener teléfono. Había sido una pregunta estúpida, comprendió Emmanuel. Golpeteó la página con el bolígrafo, preocupado por una discordancia horaria.
—¿Estaba oscuro cuando llegó al kraal de Matebula? —preguntó.
—No. El sol estaba en la cima de los montes y los pájaros se habían despertado ya.
El inspector Van Niekerk le había asignado el caso a las cuatro menos cuarto de la mañana, antes de que Kaleni le llevase la mala noticia a Nomusa. La mujer que había dado el soplo anónimo por teléfono tenía que haberse enterado del asesinato de Amahle antes de que se descubriera su cadáver; quizá tuviera alguna relación con el hombre menudo cuyas huellas cubrían la escena del crimen. Emmanuel garrapateó en su libreta las horas desajustadas y prosiguió con el interrogatorio.
—¿Quién cree que mató a Amahle? —La paciencia no había rendido fruto y los policías con una lista de sospechosos en blanco no actuaban con sutileza.
—La hija del jefe era muy querida —dijo Kaleni—. Por todo el mundo.
Otra vez aquella pausa. Aquel espacio de tres segundos encerraba un significado oculto que Emmanuel no captaba. ¿A Amahle la querían a distancia o de una manera más física?
—¿La conocía usted? —preguntó Emmanuel.
—Poco. No pertenecía a mi iglesia.
Un pájaro negro con manchas amarillas se posó en la copa de la acacia y empezó a silbar una repetitiva sucesión de cuatro largas notas. Baba Kaleni ladeó la cabeza y miró al pájaro con deleite.
—¿Se ha cortado al afeitarse? —dijo Emmanuel, y señaló las gotas de sangre fresca que brotaban de una pequeña herida que el predicador tenía en la garganta.
El viejo encogió su hombro sano y dijo:
—Tengo mala vista y el camino del monte es empinado. Tropecé y me caí sobre unas piedras.
No había arañazos ni magulladuras en sus manos, y no hacía ni media hora que había divisado con su «mala» vista un lejano bloque de basalto que sobresalía del veld.
—Unas piedras afiladas —puntualizó Emmanuel.
—Tan afiladas como la punta de una lanza, inkosi —dijo baba Kaleni.
Shabalala alzó los ojos bajo el ala de su sombrero y Emmanuel lo comprendió: El anciano estaba contándoles exactamente lo que había pasado. Una lanza real le había perforado la garganta, no unos pedruscos.
—¿Se hizo daño en algún otro sitio al caerse?
—Yebo. —Baba Kaleni se tocó con delicadeza el hundido hombro derecho—. Aquí me golpeó otra piedra. Era redonda y dura como un knobkerrie.
El impi de Mandla iba armado con lanzas y unos garrotes de madera dura llamados knobkerries y se había adelantado a la investigación oficial de la policía, interrogando a los testigos y exigiéndoles respuestas con las armas.
—Esto es serio, oficial —dijo Shabalala—. Hay que detener a Mandla antes de que hiera a otras personas y las intimide para que no hablen con nosotros.
Emmanuel estaba de acuerdo. Había que pararles los pies a Mandla y a su impi.
—¿Dónde está el kraal de Matebula? —preguntó al predicador.
—El kraal está al otro lado del río, a una hora de camino. —Kaleni señaló una montaña cubierta de árboles y coronada por un peñasco—. Desde allí arriba se ve.
El tiempo zulú se medía con un reloj diferente al que utilizaba Emmanuel. Shabalala y él tardarían una hora en hacer el trayecto solo si iban corriendo hasta el kraal, lo cual no sería fácil vestidos de traje y con zapatos de cuero.
—¿Hay alguna forma de llegar al kraal en coche? —preguntó Emmanuel, aun cuando solo alcanzaba a ver pequeñas sendas atravesando los montes y sabía que la carretera de acceso a las granjas de los blancos estaba destrozada por los baches.
—No —dijo Kaleni—. Solo puede usar los pies para ir allá.
No había más remedio que trepar al monte. Emmanuel confiaba en que, manteniendo un buen ritmo, pudieran hacer el trayecto de ida y vuelta al poblado zulú a plena luz del día.
—¿Podrás llevarme hasta allí y de regreso al coche, Shabalala? —Emmanuel se quitó la corbata, la metió a presión en el bolsillo de su pantalón y, a continuación, se desabrochó los tres botones de arriba de la camisa.
—Encontraré el camino, oficial. —El agente zulú se quitó la chaqueta y se la ató a la cintura. Irían a un paso extenuante para tratar de compensar la delantera que les había sacado el impi de Mandla.
—Si tiene algo que añadir a su declaración, hágalo ahora, baba. —Emmanuel no esperaba nada nuevo del predicador y ya estaba pensando en los duros kilómetros que tenían por delante. Había que meter en cintura al jefe Matebula y a su hijo para evitar que hiriesen a más personas.
—Solo una cosa más, inkosi.
—¿Sí? —impaciente por emprender el camino, Emmanuel se volvió hacia baba Kaleni. El predicador trazó un remolino en el aire con la mano y le pegó una fuerte palmada en el pecho a Emmanuel. Ese contacto físico lo dejó literalmente sin aliento. Levantó a su vez la mano para defenderse y se echó atrás.
—Un momento, oficial —dijo Shabalala—. No quiere hacerle daño.
El calor de la mano de Kaleni le había penetrado profundamente en la piel. Emmanuel nunca había sentido unas manos tan cargadas de energía. Los latidos de su corazón se ralentizaron y se amplificaron hasta sonar como estampidos. El tiempo se volvió más lento. Baba Kaleni se inclinó hacia él y Emmanuel percibió un olor a fango del río y a hierba.
—¿Dónde están los dos niños y la niña que prometiste darle a tu madre? —preguntó el predicador—. Son espíritus, todavía a la espera de nacer. Tú también eres un espíritu. Estás flotando en la tierra de los muertos.
Emmanuel intentó hablar y no lo logró. Se le congestionó la cabeza y empezaron a zumbarle los oídos, como cuando la onda expansiva de la explosión de un proyectil lo tiró al suelo a las afueras de un pueblo francés durante la guerra. Parpadeó. Volvía a ser un chico de doce años y estaba sentado en la cocina de Sophiatown: el viento sacudía ruidosamente las paredes de hierro ondulado y la lluvia azotaba las mugrientas ventanas. Desde fuera le llegaban los chillidos de los niños que chapoteaban en el barro y el sonido de unas pisadas que corrían hacia la puerta de la casa. Entonces llegó su madre, entró apresuradamente tarareando una canción, con el sedoso cabello revuelto por la lluvia y una bolsa de la compra en los brazos.
—Llegas temprano —dijo Emmanuel. Por lo general, volvía a casa después del anochecer, cuando las velas iluminaban las ventanas y los bares abrían sus puertas—. Y has estado bebiendo.
—Tres vasos de jerez no son un crimen, Emmanuel.
Dejó la bolsa de la compra sobre la mesa de la cocina, se sentó en una silla desvencijada y se quitó los zapatos de sendos puntapiés.
Emmanuel le preparó una infusión de rooibos, sin leche y con tres terrones de azúcar. Ella sonrió y lo miró fijamente por encima del borde de la taza. Él echó un vistazo a la puerta. Su padre no tardaría en llegar, borracho como una cuba y enfadado con los kaffirs, la gente de color, los indios y los ricos jefes ingleses. Y, sobre todo, se enfadaría con aquella mujer empapada por la lluvia, feliz y hermosa en una casucha con el suelo de tierra y un tejado lleno de goteras.
—Ven aquí, Emmanuel. —Su madre le cogió la mano y la extendió sobre la mesa de la cocina—. Te voy a leer la suerte.
—No quiero. —Ya sabía lo que le depararía el futuro. Una bronca, tazas y platos rotos que no podían permitirse reponer, un ojo morado para su madre y un labio partido para él.
—Estate quieto. —Su madre fue siguiendo cada una de las líneas de la palma de su mano con la yema del dedo índice y dijo—: Tendrás tres hijos: dos chicos fuertes y una muchacha de corazón de león. Los hijos saldrán a ti, pero la niña será distinta, más parecida a su madre. Tu vida no será fácil, pero tendrás un hogar y una familia bien avenida.
Emmanuel trató de zafarse, pero en lugar de soltarle la mano, su madre apretó más fuerte. Su cabello conservaba un aroma a especias, a cigarrillos y a los caramelos de menta que guardaban en un tarro del escaparate de Cape Trader General Store, la tienda donde trabajaba.
—Prométeme algo, Emmanuel —se había puesto muy seria—. Prométeme que tratarás de hacer realidad lo que he leído en tu mano.
—Te lo prometo —dijo él, y apartó la mirada del virulento amor de su madre, de la esperanza callada de que algún día él abandonaría el abarrotado suburbio de Sophiatown y se labraría una vida sin violencia ni miedo.
Tres golpes contundentes de los dedos de baba Kaleni contra el pecho de Emmanuel lo hicieron regresar a las amplias extensiones del valle de Kamberg. Aspiró hondo una bocanada de aire para intentar romper el sortilegio del predicador.
—Escúchame, hijo mío. —El anciano no había terminado de arrancar a tirones las conexiones internas de Emmanuel—. El placer es fácil de encontrar entre las piernas de una mujer, pero la felicidad se construye con el tiempo y con mucho esfuerzo, como una cabaña. La mujer que comparta contigo esa cabaña te ayudará a llevar tus cargas, y tú a ella, las suyas. Aleja tu cuerpo de las camas ajenas y la noche te recompensará con unas estrellas tan brillantes que te guiarán por el camino. En el nombre del Padre y del Hijo. Amén.
—Amén —farfulló Shabalala, manteniendo la cara vuelta hacia el horizonte. El placer físico y las camas ajenas no eran cuestiones de las que nunca hubiera hablado con el oficial.
—Ve tranquilo —dijo baba, y se fue.
—Hamba khale, baba —se despidió Shabalala, a la manera tradicional. Emmanuel permaneció en silencio, oscilando entre la conmoción y la vergüenza ante la revelación de sus intimidades.
—Que te vaya bien a ti también, hijo mío —dijo Kaleni, y echó a andar con dificultad hacia los israelitas verdaderos. Por la ladera cubierta de hierba llegó el sonido de un cántico religioso y Emmanuel miró a su compañero, tratando de calibrar el efecto que habían tenido en él las palabras de Kaleni. Shabalala continuaba examinando con expresión ausente las nubes que surcaban el cielo. El mensaje del predicador había trastocado la relajada camaradería que compartían antes.
—Si tienes algo que decir, dilo. —Con movimientos airados, Emmanuel se quitó la chaqueta y se ató las mangas a la cintura, apretando bien.
—El anciano no busca hacer daño, oficial —dijo Shabalala—. Los espíritus de los antepasados envían mensajes a través de él y tiene que decirlos en voz alta.
—Bueno, pues los espíritus no tienen ni idea de lo que están hablando.
Le bastaban los dedos de una mano, y le sobraban, para contar las camas ajenas de las que se había levantado en el último año. Una fue la de Janice, la peluquera divorciada del London Styles Salon, con la nariz pecosa y un hoyito en la barbilla. Y luego estaba Lana Rose. No se podía decir que dos mujeres fueran un derroche de lujuria.
Davida Ellis, la joven de color por cuyo goce había infringido la ley, solo seguía viva en sus sueños. Había conocido a Davida en Jacob’s Rest, la aislada aldea en la que antes vivían Shabalala y el doctor Daniel Zweigman. Su investigación del asesinato del comisario Willem Pretorius destapó la doble vida secreta del policía afrikáner y puso en peligro a Davida. Cuando ella acudió a su habitación a media noche, dócil, vulnerable, para encontrar consuelo, Emmanuel olvidó su obligación profesional de proteger a los débiles. Aún recordaba el sabor que tenía y la sensación de sus piernas enrocadas en torno a él. Acostarse con Davida fue un error, una insensatez. Y, sin embargo, no podía librarse de la idea de que si los del Departamento de Seguridad no los hubieran sacado a rastras de la cama, podrían haber seguido uno en brazos del otro para siempre.
—Si usted dice que los espíritus se equivocan, así será. —Shabalala señaló el camino—. ¿Listo, oficial?
—Tú primero. Yo te sigo el ritmo. —Emmanuel se prometió no quedarse atrás aun a costa de echar el pulmón por la boca.
—Al río —dijo Shabalala, y echó a correr cuesta abajo a toda velocidad. Emmanuel lo siguió, aplastando la tierra rojiza con los pies. El sol le quemaba los hombros y la brisa le refrescaba la cara. Avanzaba con ímpetu hacia un espacio de puras sensaciones físicas. Cinco minutos más y el mundo se reduciría a sudor, respiración y músculos doloridos. Sentiría dolor, sí, pero en el templo de su cuerpo se sentía fuerte y a salvo.
Las palabras de baba Kaleni resonaban en la cabeza de Emmanuel. La promesa hecha a su madre era una herida que había criado costra, sanado y desaparecido. Pero con un golpe en el pecho, el pasado había vuelto estrepitosamente, tan vívido como si estuviera allí mismo, en el instante presente.
La agotadora ascensión al monte volvió a centrar sus pensamientos en el caso. Los hombres de Mandla tendrían que someterse a la ley o ser sometidos. Con ayuda de Shabalala, encontraría al asesino de Amahle y lo llevaría ante la justicia. Aún le quedaban muchas cosas pendientes en la vida, pero el trabajo de policía lo hacía bien.