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Emmanuel conducía con cuidado el Chevrolet negro de la policía por la pista de tierra que comunicaba la comisaría de Roselet con la casa del comisario, un pequeño edificio de arenisca con arbustos de lavanda plantados a ambos lados de la escalera de entrada. La calle principal estaba tranquila, pero no podía correr el riesgo de que algún peatón que volviera a casa desde la iglesia echase un vistazo al asiento de atrás y descubriera tumbada allí a una muchacha negra muerta.

—El comisario y su familia están en casa —comentó.

Delante de la casa de piedra había aparcada una rutilante furgoneta policial. Más allá, a la sombra de un sicomoro, dos niñas de cabello lustroso con faldas azules de peto, acuclilladas junto al pequeño montículo de un hormiguero, metían un palo por la entrada y disfrutaban del pánico de los insectos. Levantaron la vista a la vez al oír el coche y corrieron a la puerta trasera, diciendo a voces: «¡Ven deprisa, papá!» y «¡Tenemos visita!».

—Llevaremos a Amahle al médico del pueblo después de habernos presentado aquí. A ver qué nos puede decir sobre la herida de la espalda.

—Se lo voy a explicar —dijo Shabalala, y Emmanuel salió del coche y permaneció de pie, de espaldas al Chevrolet. La conversación entre Shabalala y Amahle le puso nervioso, le hizo pensar en los millones de víctimas de guerra a quienes se dejaba adentrarse a solas en el territorio de los muertos. Comprendía que aquellas conversaciones eran necesarias, puesto que a los zulúes les preocupaban los espíritus errantes; cuánto le habría gustado que los muertos le dijeran a Shabalala quién los había matado.

—Nos esperará aquí —dijo el policía zulú al apearse del coche—. Pero no le resulta fácil. Nomusa, su madre, está llamando a su espíritu para que vaya a casa.

—La llevaremos en cuanto podamos —dijo Emmanuel—. Pero antes hay que determinar la causa de la muerte.

Sin embargo, Shabalala y él sabían que si el reconocimiento médico no arrojaba resultados concluyentes, habría que transportar a Amahle al depósito de cadáveres más próximo para una autopsia en regla. Un retraso prolongado podría aumentar la tensión que habían presenciado en la montaña. Y también proporcionaría a la familia tiempo de sobra para imaginar el cuerpo de su amada muchacha desnudo sobre una fría mesa, y los órganos que le habían extraído en cubos de acero.

—Vamos a presentarnos al comisario y seguimos con el plan —dijo.

La puerta mosquitera de la casa de arenisca se abrió de golpe y las niñas que habían estado atormentando a las hormigas en el jardín de atrás corrieron hasta la baranda del porche. Plantaron los codos en el barandal de madera y examinaron a los recién llegados. Con su piel pálida, sus rizos y sus ojos color de avellana, podrían ser un par de duendes fisgones, pensó Emmanuel.

—¿Ves? —chilló la niña mayor por encima del hombro—. Te lo habíamos dicho. Visita.

—Allí. —La hermana pequeña apuntó con el dedo—. En el jardín.

—Gracias, tesoritos. —Un robusto hombre blanco con traje de domingo de color verde salió de la casa detrás de las chiquillas y les alborotó el pelo con la mano.

De unos treinta y cinco años, tenía los hombros anchos, el pelo rojo muy corto y ese tipo de piel que en lugar de broncearse se quema y se pela.

—¿En qué puedo servirles, caballeros? —preguntó, con un centelleo de interés en los ojos verdes. Su acento era del condado irlandés de Clare, suavizado por décadas de vida en Sudáfrica.

—¿Agente Bagley? —Emmanuel hizo una pausa para que el jefe de la comisaría tuviera tiempo de acostumbrarse a la visión de dos desconocidos en su jardín…, uno de ellos un zulú de más de metro ochenta, vestido con un traje hecho a medida—. Soy el oficial Emmanuel Cooper, del Departamento de Investigación Criminal de West Street, Durban. Y este es el agente Samuel Shabalala, de la policía judicial nativa.

Yebo, inkosi —Shabalala saludó al comisario a la antigua usanza, quitándose el sombrero y llevándoselo al pecho en señal de respeto. Roselet era una población agrícola de blancos y sus ciudadanos debían de tener la imagen tradicional de los negros: que trabajaban duro, hablaban poco y respetaban el orden de las cosas.

—Ah… —El comisario parecía sorprendido. Se inclinó y le dijo a la niña mayor—: Entrad y decidle a mamá que tengo trabajo, pero no tardaré nada. ¿De acuerdo, cielo?

Ja, de acuerdo, papi.

Las niñas se retiraron despacio, a todas luces fascinadas por Shabalala. Su mundo conocido era el de su pueblo: padres europeos, amigos europeos, sirvientes negros y un puñado de chiquillos morenos e indios con los que no se les permitía hablar ni jugar. Qué raro y emocionante ver a un zulú vestido de traje de chaqueta hombro con hombro con un blanco.

—Agente Desmond Bagley, comisario de policía de Roselet. —Bagley descendió de la galería y le dio a Emmanuel un apretón de manos fuerte y breve. A Shabalala le dirigió una cortés inclinación de cabeza—. Están muy lejos de su ciudad. ¿Qué los ha traído por aquí, oficial?

—No ha recibido el mensaje —dijo Emmanuel, mirando hacia la entrada de la comisaría. La nota escrita a mano seguía clavada en la puerta. Lo cual suponía que tendría que decirle cara a cara a Bagley que se había cometido un asesinato en su jurisdicción.

—Por lo general uno de mis hombres se encarga de abrir la comisaría y de traerme los mensajes, pero los dos se han ido a un bautizo en el valle —dijo Bagley—. Yo mismo acabo de llegar de la iglesia. ¿Ha ocurrido algo que debiera saber?

—Un asesinato en el valle de Kamberg —dijo Emmanuel, confiando en que la sensación de ineptitud de Bagley por ser el último en enterarse se disipara con el tiempo.

—Dios mío… —El rostro del comisario se tiñó de rubor—. ¿Quién?

—Amahle Matebula —dijo Emmanuel—. Una joven zulú.

—Amahle… —Bagley frunció el ceño y desvió la vista hacia la comisaría. Una vena de su frente palpitaba ostensiblemente—. Me suena el nombre.

—El sábado por la mañana fue comunicada su desaparición —dijo Emmanuel—. Por su familia.

—Vamos a ver… —Bagley sacó un paquete de Dunhill Cubas del bolsillo de su chaqueta y perforó con la uña el papel de aluminio de la base superior. Las palpitaciones de la vena delatora se intensificaron—. El viernes por la noche hubo una pelea en la zona nativa, dos arrestos. El sábado hubo un robo de ganado en la granja Dovecote y después forzaron la entrada de Dawson’s General Store. Mis hombres y yo no dábamos abasto.

—Ya veo. —La ola de delitos que se había abatido sobre Roselet no impresionó a Emmanuel. Bagley estaba soltando una sarta de excusas por no haber actuado en el intrascendente asunto de una joven negra desaparecida—. ¿Está registrada en el libro de incidencias de la comisaría la desaparición de Amahle Matebula, comisario?

«Olvidarse» de registrar una denuncia formal era el método más sencillo de archivar una investigación molesta.

Bagley sacó un cigarrillo y golpeó la punta contra su muñeca.

—Estoy intentando recordar los detalles.

—Tómese su tiempo —dijo Emmanuel, y esperó en silencio. La negligencia en el trabajo policial, fuera cual fuese el caso, era inexcusable. Bagley no obtendría su ayuda para encubrir un incumplimiento del deber.

—Es verdad. —El comisario buscó a tientas en su bolsillo una caja de cerillas, rascó una contra el rascador y encendió el cigarrillo—. El sábado por la mañana vino un chico zulú, dijo que la tal Amahle no había vuelto a casa del trabajo el viernes. Los detalles están en el libro de incidencias.

—¿A qué hora se presentó el chico? —preguntó Emmanuel.

Pese a los esfuerzos de Bagley por aparentar despreocupación, la vena de su frente indicaba algo muy distinto.

—Sobre las siete de la mañana. —Arrojó la ceniza sobre un arriate del jardín y sonrió, como disculpándose—. Voy a serle sincero, oficial. No pensé ni por un instante que fuera algo grave. Las chicas desaparecidas suelen volver al cabo de unos días.

—¿Conocía la policía a Amahle? —preguntó Emmanuel. Las jóvenes negras guapas con una vena rebelde aparecían inevitablemente en los archivos policiales locales en relación con infracciones de consumo de alcohol por menores de edad o investigaciones sobre comercio carnal—. Una lista de delitos previos sería un buen punto de partida para la búsqueda de sospechosos.

—El sábado por la mañana fue la primera vez que el nombre de esa chica apareció en el registro —dijo Bagley—. Y no es de extrañar, los nativos del valle de Kamberg son muy tradicionales y reservados.

Cierto. Pero no tener antecedentes policiales no significaba necesariamente que Amahle fuera una chica sin historia. Solo los integrantes de la comunidad zulú estarían en condiciones de proporcionarles un retrato detallado de cómo había sido en vida.

—¿Tendrán los policías nativos alguna idea sobre lo que puede haberle sucedido? —preguntó Emmanuel. Las comunidades negra y blanca se solapaban en lugares de trabajo específicos: la cocina, el jardín, la granja y el cuarto de los niños. Las leyes de segregación las mantenían separadas en los bares y los dormitorios.

—Ya se lo he dicho. —Bagley inhaló a fondo la nicotina y enfocó la vista hacia la nota que ondeaba en la puerta principal de la comisaría—. Hemos estado muy ocupados estos dos últimos días.

No se había realizado ni una sola llamada telefónica ni se había hecho pregunta alguna sobre la desaparición de Amahle Matebula. Las personas desaparecidas eran una pesadilla para la policía, pero a Emmanuel no le cabía duda de que las cosas habrían cambiado mucho si Amahle hubiera sido una chica rubia con ojos azules, pecas y una nariz respingona. Al menos Bagley tenía la delicadeza de parecer incómodo por su negligencia.

—Reconozco que debería haberla buscado, oficial. Pero ya comprende usted cómo funcionan las cosas…

Emmanuel comprendía perfectamente cómo funcionaban las cosas. Y le entristecía.

Inkosi Bagley. Inkosi Bagley… —gritó una voz desde la pradera que había detrás de la comisaría. Dos negros vestidos con las inconfundibles túnicas blancas que usaban los adeptos de la Iglesia Nativa de Sión corrían hacia ellos, sudando y jadeando.

—Agentes —dijo Bagley cuando los dos policías nativos se pararon en seco al ver a Shabalala, que en esos momentos estaba junto al Chevrolet, con las manos apoyadas en el capó. Un gesto protector extraño, considerando que la pasajera del coche ya estaba muerta.

—¿Qué pasa, Shabangu? Suéltalo. Estos hombres también son de la policía —le dijo Bagley a un hombre demacrado con entradas en el pelo; su túnica, que le llegaba al tobillo, estaba salpicada de barro y manchada de sudor.

—Un asesinato en el valle —dijo Shabangu, que se dirigía a la tierra que había a los pies de Bagley—. Esta mañana han encontrado a la hija del jefe Matebula junto a Little Flint Farm. Baba Kaleni la vio con sus propios ojos.

—¿Dónde está ahora Kaleni? —preguntó Emmanuel a Shabangu—. Nos gustaría hablar con él.

—Está en el río, en el bautismo, inkosi. Cojan el camino que sale seis kilómetros y medio más allá del letrero de Little Flint Farm. Junto a una peña con forma de cabeza de perro.

—Gracias —dijo Emmanuel, y se volvió hacia Bagley—. Tenemos que ir a ver al médico del pueblo. Si lo hay.

Hospital no habría. Roselet era demasiado pequeño.

—Se llama Daglish y vive aquí al lado, en Greyling Street. —Bagley señaló la calle que discurría en paralelo a la comisaría—. ¿Para qué necesitan un médico?

—Para que examine el cadáver. —Emmanuel se dirigió al Chevrolet—. ¿Cómo reconoceremos su casa?

—Giren a la izquierda en Greyling. Es la sexta casa de la izquierda. Tiene una valla amarilla y un peral a la entrada. —Bagley atravesó el jardín mientras hablaba, atraído hacia el Chevrolet negro por lo que las palabras de Emmanuel le habían dado a entender. Miró con atención la silueta del cuerpo de Amahle bajo la manta de cuadros a través de la ventanilla lateral trasera—. Es una casa muy bonita. No tiene pérdida.

Emmanuel hizo una pausa antes de subir al coche.

—Necesitaré usar el teléfono de la comisaría cuando regresemos. Tendré que llamar a Durban.

—Cómo no, oficial. Mis hombres y yo haremos todo lo que sea necesario para ayudarlo. Basta con que me lo haga saber.

—Muy agradecido. Vamos a ver si encontramos alguna pista y enseguida los incorporaremos a la investigación a usted y a los agentes nativos.

—Ya sabe dónde encontrarnos cuando le haga falta. —Bagley se retiró hacia la escalera de entrada, con el cigarrillo consumido hasta el filtro—. La comisaría está a su disposición.

Emmanuel imaginó un titular en la portada de la revista mensual de la policía: «La policía local dispensa una cálida acogida a la policía judicial de la ciudad y le ofrece su ayuda».

Debería haberle agradado que no hubiera rivalidades interdepartamentales, pero en lugar de eso le irritó. El orgullo y la fidelidad a tu pueblo y a tu gente exigían algo más que un pasivo: «Ya sabe dónde encontrarnos cuando le haga falta». Bagley cedía sin la menor resistencia el control de un caso de asesinato cometido en su propio territorio. Solo un policía que fuera el colmo de la holgazanería actuaría así.

Emmanuel condujo marcha atrás hasta Greyling Street. La principal vía pública de Roselet era una ancha calle de tierra con tiendas para los granjeros blancos y los turistas que huían de la humedad de la ciudad. Además había un almacén de material agrícola, un pequeño café decorado con cortinas de guingán azules y blancas, y un almacén general con el nombre dawson’s pintado en pan de oro en el escaparate.

—La madre tenía razón —dijo Shabalala cuando perdieron de vista la comisaría—. El comisario no buscó a Amahle.

—Ni por un segundo. —Emmanuel echó un vistazo a las casas de la izquierda de la calle—. Comparada con un robo en el almacén general, la desaparición de una muchacha negra era fácil de olvidar. No estoy diciendo que esté bien, pero ya sabes cómo funcionan las cosas.

—Comprendo muy bien cómo son las cosas. —Shabalala señaló una valla amarilla delante de una amplia parcela que se extendía en declive desde la calle—. Es aquí, oficial.

—¿Le has notado algo especial a Bagley aparte de la vena de su frente? —Emmanuel enfiló la entrada de vehículos y aparcó.

—Sí. Miraba hacia la comisaría, al cigarrillo, al jardín, pero nunca a nosotros.

—O estaba avergonzado por no haber hecho nada o estaba mintiendo sobre algo. Habla mañana con los agentes nativos y averigua lo que puedas sobre Bagley. De sus asuntos confidenciales.

Yebo —dijo Shabalala a la vez que se apeaba del coche.

En el aire flotaba la fragancia de las rosas y el sol brillaba sobre las paredes enjalbegadas de la casita de campo del médico. El jardín estaba en flor y plagado de abejas. A lo largo de la linde del fondo de la propiedad serpenteaba un arroyo, y al otro lado se extendía un fértil valle hasta las distantes montañas coronadas de nubes.

—Segunda ronda de presentaciones —dijo Emmanuel mientras se dirigían a la puerta principal por un estrecho sendero de piedra. Pulsó un timbre dorado que había en la fachada y aguardó. No acudió nadie—. Es domingo. El doctor tal vez esté en la iglesia —dijo, y volvió a llamar.

Se oyeron crujir las tablas del suelo y Emmanuel echó mano a su carné policial automáticamente. Comprobó que era el correcto. Por motivos que ni él mismo lograba explicarse, aún llevaba encima la pequeña tarjeta verde de identificación racial estampada con la palabra «mestizo». Presionado por el Departamento de Seguridad, y para proteger la identidad blanca de su hermana, Emmanuel había optado por aceptar en secreto la reclasificación racial como «mestizo» y la expulsión del Departamento de Investigación Criminal de Johannesburgo. Una vez reclasificado, se trasladó a Durban, consiguió trabajo en el muelle de carga del puerto y procuró no llamar la atención de la policía. Podría haber pasado el resto de su vida empuñando un martillo y arrastrando mercancías de no ser por el inspector Van Niekerk, que lo reincorporó a la policía judicial como recompensa por haber resuelto un brutal asesinato triple. Con sus dos nuevos trozos de papel, volvía a ser blanco y policía.

El sentido común le decía que debería quemar sus viejos documentos y olvidar los ocho meses pasados en el lado equivocado de la frontera del color. Pero no podía. Tal vez la documentación contradictoria de «europeo» y «mestizo» reflejaba el enrevesado camino que había seguido su vida hasta entonces. Se crio como un kaffir blanco en Sophiatown, un suburbio de los arrabales de Jo’burgo, se convirtió en un adolescente marginado y perdido en el veld, entre el pueblo «elegido» afrikáner, después fue a la guerra de Europa y regresó con medallas por haber matado a gente. Ahora poseía un carné de la policía sudafricana y vivía en una sociedad esquizofrénica en la que creía que nunca llegaría a encajar.

El pomo de la puerta giró. Emmanuel levantó su tarjeta de identificación y sonrió. Era lo mínimo que podía hacer. Estaba a punto de estropear al médico su perfecta tarde de domingo.

—Policía.

Una mujer alta de nebulosos ojos azules y cabello oscuro cortado casi al rape mantenía la puerta entreabierta con el codo. Era hermosa a esa manera de las inglesas de rostro caballuno que usaban vestidos estampados con flores, pamelas y guantes de algodón.

—¿Ha vuelto Jim a estrellarse con el coche?

—No se trata de un accidente de coche —dijo Emmanuel, disgustado por la posibilidad de que el médico local fuera un loco de la velocidad con todo un historial de trayectos truncados—. Querríamos hablar un momento con el doctor Daglish, si está en casa.

—La doctora Daglish soy yo, oficial. Margaret Daglish. —No parecía molesta porque Emmanuel hubiera dado por sentado que el médico del pueblo tenía que ser un hombre—. ¿Qué desea?

Emmanuel hizo las presentaciones pertinentes, dándose tiempo para recuperarse del bochorno. Pensar que las palabras mujer y médico no casaban era tan provinciano como machista.

—Tenemos el cadáver de una adolescente que requiere un reconocimiento médico para determinar la hora y la causa de la muerte. Es urgente.

—¿Quién es? —Las oscuras cejas se le dispararon hacia arriba.

—Una chica zulú. Amahle Matebula —dijo Emmanuel, y una emoción indeterminada asomó por un instante al rostro de la doctora. ¿Inquietud? ¿Miedo? Y también otro sentimiento menos intenso que tampoco era capaz de identificar. ¿Pena?—. ¿La conocía?

—No. —Margaret Daglish levantó la mano izquierda para mostrarle la muñeca vendada—. Me temo que no voy a poder ayudarle, agente Cooper. Me caí hace una semana. No puedo ni pensar en manipular el instrumental. Me faltan fuerzas para realizar un reconocimiento como es debido. Con el que pudiera quedarme satisfecha.

—¿Es incapaz de llevar a cabo un reconocimiento? —dijo Emmanuel, sosteniéndole la mirada. Detrás de aquella negativa había algo más que una muñeca dislocada.

—Un reconocimiento completo y a fondo no puedo hacerlo. Sería imposible. —La doctora Daglish se inclinó hacia él y añadió con un tono de preocupación—: Debe buscar a otro médico. Uno que no sea de esta región.

—Ya veo. ¿Dónde me sugiere que lo busque?

—En Pietermaritzburgo o Durban —fue la respuesta inmediata—. Un médico cualificado que pueda pasar unos días en Roselet y marcharse una vez cumplido su cometido.

Emmanuel reflexionó sobre lo que en realidad le estaba diciendo Daglish: Amahle debía ser reconocida por un forastero objetivo sin lazos con la comunidad local, que firmase los resultados médicos y se marchase del pueblo antes de que los trapos sucios comenzasen a salir.

—Lo del médico de fuera se puede arreglar —dijo Emmanuel.

—Será lo mejor —dijo Daglish con una sonrisa tensa—. Con mucho gusto proporcionaré al médico que venga el material necesario.

Que esquivase el reconocimiento era una cosa, y otra muy distinta que Emmanuel permitiera a la médica del pueblo desentenderse por completo del caso.

—El médico de apoyo tardará en llegar y hasta entonces necesitamos conservar el cuerpo en algún sitio. ¿Nos puede ayudar?

Margarte Daglish miró hacia donde el Chevrolet que hacía las veces de coche fúnebre estaba aparcado, entre las flores del jardín. Sus mejillas empalidecieron y sus ojos delataron sus remordimientos: una reacción provocada bien por la muerte de la muchacha, bien por su propia cobardía al negarse a realizar el reconocimiento, no había forma de saberlo.

—Detrás de la casa hay un sótano —dijo—. Es oscuro y fresco. Allí estará segura.

—¿Podemos trasladarla ahora mismo?

—Cómo no. —La doctora pestañeó con fuerza y señaló el lateral de la casa—. Vayan por ese caminito a la parte de atrás. El terreno desciende hasta una puerta que da directamente al sótano. Voy a abrir y a prepararlo.

Emmanuel se encaminó al Chevrolet acompañado de Shabalala. Segura. Amada. Hermosa. Protegida. Las palabras de su libreta le danzaban en la cabeza. Amahle había sido una privilegiada, pero cada privilegio tenía una cara oscura. Envidiada. Odiada. Temida. Atacada. También esas palabras podían aplicarse a la muchacha muerta.

—El comisario no la buscó y ahora la doctora no quiere examinarla. —Era como si Shabalala le hubiera leído el pensamiento a Emmanuel—. ¿Qué se puede temer de una chica zulú?

—Crees que la doctora Daglish ha mentido con respecto a su muñeca —dijo Emmanuel. Fuera de los tradicionales kraals y de las zonas nativas, las mujeres negras carecían de poder e influencia. El nombre de Amahle, su existencia misma, no deberían provocar la menor molestia a una profesional blanca de la medicina.

—Está lesionada. Pero no es para tanto.

—A mí también me ha dado esa impresión. —Emmanuel abrió la puerta del copiloto—. La doctora no quiere que su nombre figure en el informe médico ni en el certificado de defunción. Tal vez le da miedo lo que pueda encontrar.

—La chica solo tiene una herida.

—Me refiero a las heridas que no se ven. —Un pie manchado de tierra se salió de la manta de cuadros y Emmanuel volvió a taparlo—. Un hueso roto en el pasado y soldado hace ya mucho. Lesiones internas. Una violación. Un embarazo. El reconocimiento puede desvelar algo que nadie quiere saber.

—La mala fortuna de Amahle no es responsabilidad de la doctora —dijo Shabalala—. No tiene nada que temer.

—Pues algo le asusta. O alguien.

Y ese alguien probablemente era europeo. La violencia entre negros se consideraba normal y se aceptaba. Un asesino blanco introduciría un elemento nuevo y peligroso en el mundo de la doctora Daglish.

Emmanuel se apartó y Shabalala levantó a la muchacha en brazos con la fuerza con que un río arrastra una hoja.

—Vamos a dejársela a la doctora y a regresar a la comisaría. Van Niekerk querrá que lo pongamos al días. —Emmanuel empezó a descender por el camino hacia la parte trasera de la casa—. Después buscaremos algún sitio donde instalarnos durante un par de días.

El sonido de la voz de Shabalala a sus espaldas, hablándole en susurros a la muchacha muerta, ralentizó los pasos de Emmanuel. Aunque no era supersticioso ni religioso, afloró en él una antigua sensación, surgida en combate y compartida con todos los que luchaban en primera línea. El tiempo era finito. Fútil. Se acababa. El destino o el dios en el que no creías podía tirar del enchufe y quedarse tan tranquilo.

En la guerra, había combatido por un mundo donde las niñas se convertían en mujeres y después en ancianas rodeadas de nietos. Emmanuel se tomaba como un insulto personal que la vida de Amahle se hubiera malogrado con tanta facilidad en tiempos de paz.

Al tercer intento, la telefonista encontró una línea libre entre la comisaría de Roselet y el despacho del inspector Van Niekerk en Durban.

—¿Qué has descubierto, Cooper? —El inspector afrikáner prescindió de las formalidades. Se conocían demasiado bien para andarse con rodeos.

—Una muchacha zulú. Hija de un jefe de la región. —Emmanuel estaba sentado tras el pulcro escritorio de Bagley, frente a los prados verdes y los montes distantes.

—¡Coño! —exclamó Van Niekerk—. Confiaba en encargaros a Shabalala y a ti un caso más importante.

El desencanto de Van Niekerk por el color de la piel de Amahle reflejaba la dura realidad: nadie se labraba una reputación resolviendo homicidios de negros.

—Nos contentamos con estar fuera de la ciudad y trabajar en un caso de asesinato —dijo Emmanuel.

«Recoger la basura» era la expresión que empleaban los demás agentes blancos del Departamento de Investigación Criminal de West Street para referirse a los trabajos que le asignaban a Emmanuel. Cuatro suicidios, dos ahogados, tres carteristas, una anciana descompuesta después de cuatro semanas muerta y un ladrón en serie de medias con debilidad por el encaje…, ese era el desalentador recuento de sus casos en los últimos tres meses. La lista de casos de Shabalala resultaba igual de deprimente. Era el precio por haberse reincorporado a la policía judicial bajo la protección de un ambicioso inspector afrikáner que se negaba a desempeñar el papel de bóer bobalicón en unas fuerzas policiales predominantemente británicas.

—Por algo se empieza —reconoció Van Niekerk—. ¿Necesitas ayuda?

—La doctora del pueblo no ha querido saber nada del caso. Tenemos que conseguir que alguien de fuera de la región realice el reconocimiento.

—Que sea el viejo judío —Van Niekerk lo dijo como quien pide una bebida en un bar o exige que le recalienten un plato—. Está cualificado y vive a pocas horas de distancia.

—No —dijo Emmanuel automáticamente, y luego expresó su objeción con otras palabras—. Prefiero no implicar al doctor Zweigman en asuntos de la policía, inspector. Tiene obligaciones familiares y una clínica a su cargo.

El inspector holandés no estaba acostumbrado a escuchar la palabra «no», salvo, tal vez, de boca de su virginal prometida inglesa. Hubo un silencio crispado antes de que respondiera:

—Encontrar a otro médico no será mayor problema, Cooper. Voy a hacer unas cuantas llamadas.

—Muy agradecido. —Los dedos de Emmanuel se flexionaron alrededor del cable del teléfono. Una sugerencia de Van Niekerk equivalía a una orden de facto. Que hubiera renunciado sin la menor resistencia a que «el viejo judío» realizase el reconocimiento médico de Amahle no era propio de él. O quizá el inspector pensase que no valía la pena discutir por el examen del cadáver de una chica negra—. ¿Quién informó del caso, inspector? —preguntó con curiosidad Emmanuel.

—Fue un soplo anónimo de una mujer del pueblo. Una europea. El agente de guardia supuso que la víctima también era blanca.

—Entiendo. —Emmanuel se formó una imagen de conjunto. El asesinato de un europeo en el campo, que era lo que Van Niekerk había dado por sentado que había sucedido, habría sido la oportunidad perfecta para rehabilitar a Cooper y Shabalala ante la policía judicial europea y nativa. Con su característica paciencia, Van Niekerk había esperado hasta el momento oportuno para hacerles ascender a una posición más influyente.

Y Emmanuel había correspondido a su lealtad acostándose con Lana Rose. Un error excusable en un adolescente cargado de testosterona, pero no en un hombre adulto capaz de sopesar los riesgos y las consecuencias. Seguía lanzándose a los problemas de cabeza. A pesar de todo, si pudiera echar marcha atrás en el tiempo, no estaba seguro de que no volviera a pasar la noche con Lana.

—¿Todo bien, Cooper? —La voz de Van Niekerk se superponía al tenue zumbido de un ventilador de techo. En esa época del año había mucha humedad en Durban, el aire estaba tan cargado que se podría haber cortado en rebanadas con un cuchillo.

—Por aquí todo bien, señor —dijo Emmanuel—. Vamos a hablar con la familia y los amigos de la chica, y mañana por la tarde le informaré de cualquier novedad.

—Que sea a última hora. Voy al sastre a probarme el traje por la mañana, y además tengo programados la última reunión con el sacerdote y un ensayo del banquete de boda. —Ningún placer en todo ello, una mera lista de deberes que habían de soportarse hasta la recompensa de la noche de bodas.

—De acuerdo, inspector. —Emmanuel soltó el pesado auricular de baquelita sobre su soporte y empujó el teléfono hacia las muescas marcadas en la superficie de la mesa. Había advertido que Bagley tenía un sitio específico para cada bolígrafo y cada cuaderno.

En el horizonte iban formándose nubes blancas, iluminadas desde detrás por haces de luz del sol de primera hora de la tarde. Una mujer blanca había informado del asesinato. El origen más probable de la llamada era alguna de las granjas de europeas del Kamberg. El motivo de que hubieran dado el soplo a la policía judicial de Durban cuando el comisario Desmond Bagley de la policía de Roselet vivía a menos de ochenta kilómetros de la escena del crimen era un misterio.