—Nada —le dijo Emmanuel a Shabalala cuando el agente zulú se unió a la búsqueda del arma asesina diez minutos más tarde—. Esta zona está limpia. Solo queda por registrar esa cornisa de ahí arriba.
Treparon por una ladera escarpada hasta la retorcida higuera de gruesas raíces blancas que se incrustaban en la superficie de basalto. Desde la cornisa tenían una vista despejada de la majestuosa espina dorsal de la cordillera de los Drakensberg. El aire parecía más luminoso y nítido que abajo en el valle.
—Un momento, oficial. —Shabalala recogió un higo a medio comer y examinó el rabo. Se dirigió a un extremo de la superficie rocosa y se inclinó sobre unos matojos de hierba recién crecida—. El hombre pequeño estuvo aquí —dijo—. Comió el fruto del árbol y luego hizo un retrete en la arena.
El retrete era un hoyo pulcramente excavado, lleno de tierra y cubierto por un montículo de hojas de higuera secas.
—Un africano o un europeo que sabe desenvolverse en el monte —dijo Emmanuel, y contempló la ancha franja de tierra que se desplegaba a los pies de las montañas—. En un lugar como el valle de Kamberg hay hombres de ambas clases a montones.
—¿Un hombre blanco sin zapatos que ahuyenta a los animales salvajes con un palo y además come el fruto de una higuera? —Shabalala se mostraba escéptico—. ¿Un hombre que además hace un retrete igual que el de un zulú?
—Tienes razón. Lo más probable es que nuestro sospechoso sea un hombre nativo que conocía a Amahle. —Emmanuel se asomó sobre la cornisa rocosa hacia la ladera cubierta de hierba—. Si todo eso es cierto, la manta de cuadros está fuera de lugar.
Los zulúes utilizaban como almohadas un reposacabezas de madera tallada.
—La manta es un misterio. Ninguna de las madres la había visto antes. No pertenece a la muchacha ni a nadie del kraal[1].
—Puede que la dejara allí la persona que encontró el cadáver. —Emmanuel sabía que era una posibilidad remota. ¿Por qué dejar un objeto caro bajo la cabeza de una muchacha muerta? ¿Quién dedicaría tiempo y esfuerzo a poner más cómoda a una muchacha muerta si no tenía un fuerte vínculo personal con ella?—. Pero ¿quién la encontró? —preguntó.
—Un hombre que bajaba hacia el río para asistir a un bautismo encontró a Amahle esta mañana. —Shabalala volvió a la cornisa, junto a Emmanuel—. Las madres piensan que todavía está a la orilla del río, pero no creo que la manta sea suya.
—¿Y qué hay de las flores? —preguntó Emmanuel.
—Los zulúes no llevan flores a los muertos. Eso no lo puedo explicar.
Se situaron al borde de la roca y observaron desde allí la escena del crimen. La primavera estaba en todas partes. En el aroma de la tierra húmeda calentada por el sol de la avanzada mañana y en el zumbido de las abejas. Era un día perfecto para que una hermosa chica zulú se tumbara al sol con su vestido de percal y escuchara el susurro de las hojas y el canto de los pájaros. En lugar de eso, un grupo de mujeres estaban sentadas bajo las ramas de un árbol espinoso, enmudecidas por el dolor, sin atreverse a perder de vista el cadáver. En las cercanías, varios hombres armados con lanzas y mazas custodiaban el lugar del crimen.
—Comprobaremos si la manta tiene etiqueta o algún nombre cuando la familia haya despejado el campo. No queremos que el impi saque conclusiones apresuradas y vaya a por el dueño —dijo Emmanuel.
Desde la ladera opuesta del monte surgió de pronto un joven con una rueda de bicicleta abollada encajada bajo el brazo, corriendo tan deprisa como para escapar de su propia sombra. Una nube de saltamontes marrones y naranjas se retiraron del camino a saltos y una paloma de alas verdes levantó el vuelo desde la hierba. El impi cerró filas, pero el joven los esquivó echándose a la izquierda y pasó de largo.
—Coged los escudos. Ya llega —dijo a voces.
Los guerreros formaron una barrera solapando los bordes de sus escudos de cuero de vaca y levantaron los ojos hacia la abrupta cumbre. Emmanuel y Shabalala hicieron lo propio, impulsados por una creciente sensación de peligro.
Un enjuto zulú apareció en la cúspide armado con una lanza corta. Reconoció el terreno y divisó a los guerreros que defendían el camino. Levantó la lanza y golpeó el escudo con el mango de madera, emitiendo una nota baja como un latido de corazón. En la cumbre aparecieron cuatro zulúes más, todos batiendo sus escudos con las lanzas, hasta que el ruido reverberó por toda la ladera.
—Habrá combate. Tenemos que hacer algo. Ya. Antes de que se enfrenten los dos grupos. —Shabalala echó a correr cuesta abajo, resbalando, con los brazos extendidos para mantener el equilibrio. Los golpes de tambor se iban haciendo más rápidos e intensos; ese corazón humano estaba hinchado de adrenalina.
Emmanuel corrió a la misma velocidad que Shabalala. No era experto en táctica militar zulú, pero suponía que los hombres del monte se precipitarían camino abajo empuñando las lanzas tan pronto como cesara el batir de tambores. Se desvió a la derecha, dirigiéndose al tramo de camino que había entre ambos grupos de zulúes.
Cuatro golpes más fuertes de las lanzas contra el cuero y, después, el silencio. Se elevó un grito y los hombres del monte se lanzaron a todo correr hacia el impi que montaba guardia en el camino. La distancia que los separaba se acortó.
—Oficial —dijo, jadeante, Shabalala—. El arbusto de artemisa.
Emmanuel lo vio, una retorcida masa vegetal que crecía en el camino pocos metros por delante del impi. Ese era su objetivo, el último punto del camino al que Shabalala y él podían acceder para formar un amortiguador humano entre los oponentes zulúes.
El estrépito de las pisadas se acercó mientras una polvareda se levantaba tras el impi atacante. Shabalala y Emmanuel aceleraron al máximo la carrera y llegaron al camino justo al lado de la artemisa que les servía de guía.
—Ocúpate del impi de atrás. —Emmanuel sacó su carné policial y desabrochó la funda de su revólver—. Yo me ocuparé de los atacantes.
Los policías se colocaron espalda con espalda, sacando pecho, dando una imagen de confianza que ninguno de los dos sentía. El impi que avanzaba hacia ellos se aproximó más, con las lanzas centelleando bajo el sol.
—¡Alto! ¡Policía! —Emmanuel levantó su tarjeta de identificación, una especie de escudo respaldado por el poder del gobierno blanco. Fue a echar mano al revólver Webley, bien ajustado en su funda de cuero, pero se lo pensó mejor. No quería provocar una escalada de violencia—. Tiren las armas. ¡Ahora mismo!
El jefe del grupo atacante continuó acercándose, impertérrito ante el trozo de papel plastificado de Emmanuel. Era alto, con un rostro de una belleza austera, de ángulos pronunciados y piel tersa. Grandes cicatrices, plateadas bajo el sol, le cruzaban el pecho y los hombros de lado a lado. Los hombres que lo seguían aflojaron el paso, pero tampoco ellos se detuvieron.
Emmanuel empezó a hablar en zulú.
—Dos pasos atrás. Ahora mismo. —Avanzó para reforzar sus palabras desafiantes, extendiendo el dedo índice y hablando alto, con un siniestro tono amenazador, tal como se indicaba en los manuales de entrenamiento de las Fuerzas Policiales sudafricanas—. No voy a repetirlo.
Shabalala se dio la vuelta y se pegó al hombro derecho de Emmanuel, confiriendo mayor contundencia a la orden policial.
El líder del impi recién llegado se detuvo y pareció sopesar los riesgos de seguir adelante con el ataque.
—Habla muy bien el zulú para ser europeo —dijo en inglés, y dejó que se deslizaran hasta el suelo su lanza corta y su escudo.
Emmanuel se aproximó más.
—Las manos en alto, donde pueda verlas —dijo—. Sus hombres también.
Los cuatro guerreros zulúes continuaron blandiendo sus armas y escudos, renuentes a actuar sin haber recibido órdenes directas de su jefe.
—¿Qué va a pasar? —preguntó Emmanuel—. ¿Vamos a hablar o a combatir? Yo estoy dispuesto a las dos cosas.
El hombre sonrió.
—Solo un loco usa lanzas para luchar con un policía con pistola.
Indicó por señas a sus hombres que dejaran las armas sobre la hierba. Acataron su orden.
De una patada, Emmanuel apartó la lanza del alcance del enjuto zulú.
—Su nombre —dijo.
—Soy Mandla, el primogénito del gran jefe Matebula.
Mandla. Significaba «el fuerte».
—¿Y su madre? —preguntó Emmanuel. El parecido de la belleza física de Mandla y de Amahle era tan notable que podrían haber sido hermanos de padre y madre.
—Mi madre es La Matenjuwa. La primera esposa del gran jefe.
—Primogénito de la primera mujer —dijo Emmanuel. Mandla era un futuro jefe y hermano de Amahle por parte de padre—. ¿Qué ha venido a hacer?
—He venido a recoger a la hija del gran jefe. —Mandla se volvió hacia el impi que montaba guardia en el camino—. Su cuerpo pertenece al clan Matebula. No tenéis derecho a estar aquí.
—Has venido sin honor —gritó el hombre mayor del primer impi—. Con tu violencia, insultas a los muertos y a los antepasados.
Mandla echó la cabeza atrás con brusquedad y sus labios se afinaron.
—Los hijos pertenecen al padre, no a la madre. La muchacha debe regresar con nosotros al kraal de su padre tal como dicta la ley.
—Quien fertiliza el huevo pero no se ocupa del polluelo no es un padre, ni siquiera entre los zulúes —replicó el hombre mayor.
Shabalala contuvo el aliento al oír aquella acusación y volvió a girar en redondo para cubrir la espalda de Emmanuel.
—Apártense diez pasos —ordenó Emmanuel a las dos ramas de la familia de Amahle—. Las palmas hacia fuera donde podamos verlas.
Los hombres obedecieron de mala gana.
—Escúchenme con atención. —Emmanuel habló serenamente—: Somos los policías a cargo de investigar la muerte de Amahle. Es su hermana y su sobrina, pero de momento nos pertenece a nosotros. A la policía. Decidiremos cómo y adónde se desplazará. Sé que es difícil para todos ustedes, pero así deben ser las cosas.
Se volvió para mirar a los ojos al anciano que los había acompañado hasta el círculo de mujeres dolientes.
—¿Comprendido?
El hombre respiró hondo, todavía enfadado.
—Comprendido, ma’ baas —dijo.
Permitir que Amahle pasara a estar al cuidado de la policía sudafricana era peor que devolverla a casa de su padre, pero no había alternativa. La policía era más fuerte que todos los clanes del valle juntos.
Emmanuel se volvió hacia Mandla y dijo:
—¿Lo ha comprendido?
Mandla hizo una inclinación muy poco sumisa y contestó:
—Le escucho.
Plegarse a los deseos del policía proporcionaba a Mandla una retirada estratégica. Emmanuel sospechaba que Mandla se avendría a cualquier petición, se doblegaría ante cualquier amenaza, pero haría lo que le viniera en gana en cuanto la policía saliera del valle. Más allá de los vallados de las granjas de los blancos, Mandla y su padre, el gran jefe, eran la ley.
—No podemos dejar a la muchacha en medio del veld, ni siquiera bajo vigilancia —susurró Shabalala. El procedimiento oficial era dejar in situ a las víctimas de un asesinato hasta que llegase a recogerlas el furgón del depósito de cadáveres—. Tenemos que llevárnosla ahora, mientras sea de día.
—De acuerdo —dijo Emmanuel, e hizo señas a Mandla y a sus hombres—. Cojan los escudos y regresen al kraal de su padre. Dejen las lanzas al pie de esa roca hasta que nos hayamos ido.
No confiaba en que Mandla se retirase sin haber peleado. El heredero del gran jefe obviamente estaba acostumbrado a mandar y volver a casa de su padre sin el cuerpo de Amahle era un golpe a su autoridad.
—Como usted diga. —Mandla giró sobre sus talones y se dirigió velozmente a la cumbre del monte. Se detuvo en lo alto, donde había aparecido al principio, y se acuclilló en la hierba, flanqueado por sus hombres, retando a los policías a que lo echaran de allí.
—Hemos hecho un enemigo —dijo Shabalala.
—El primero de muchos —respondió Emmanuel.
Amahle no era una muchacha zulú común y corriente. Era la hija de un jefe, muy querida y disputada. ¿Qué peligrosas emociones habría despertado en los corazones de zulúes y europeos cuando aún vivía?