El joven pastor zulú caminaba velozmente senda arriba, inclinando su huesudo cuerpo para hacer frente a la empinada ladera de la montaña. El rítmico golpeteo de sus pies desnudos desprendía piedras del escabroso terreno y levantaba una polvareda.
—Más arriba, ma’ baas. —Temiendo agotar la paciencia del policía blanco de impecable traje de chaqueta azul y sombrero negro encasquetado sobre la frente para protegerse de la luz, el chiquillo trataba de congraciarse con él—. Tenemos que subir más arriba.
—Voy pisándote los talones —dijo Emmanuel—. Sigue adelante.
Aquel avance sostenido no era nada comparado con el entrenamiento militar o los tres años pasados en combate, marchando de un campo de batalla a otro durante la guerra en Europa. El agente Samuel Shabalala, de la policía judicial nativa, iba justo detrás de él, y el cercano ritmo de su respiración era un estímulo para continuar avanzando.
—Pronto, ma’ baas —prometió el chico—. Pronto.
—Sigo pegado a ti —dijo Emmanuel. Los muertos eran pacientes. Para ellos, la eternidad era flexible y el tiempo no significaba nada. Sin embargo, el tiempo lo era todo para los investigadores de la policía. Cuanto antes se localizara y se estudiara en detalle la escena del crimen, mayores posibilidades habría de atrapar al asesino.
El pastor se detuvo bruscamente y a continuación se introdujo en el exuberante herbazal que flanqueaba la senda.
—Allí, ma’ baas. —Señaló hacia lo alto con un dedo esquelético. La senda rodeaba un peñasco de arenisca incrustado en la hierba—. Hay que pasar esa roca y continuar subiendo.
El chico no quería tener nada que ver con lo que les aguardaba más allá.
—Gracias —dijo Emmanuel, y se volvió a mirar hacia atrás. Vio la senda que habían recorrido desde el fondo del valle de Kamberg y los montes que se elevaban al otro lado, en la lejanía. Las nubes se apilaban unas sobre otras detrás de los picos. Las broncíneas cimas de las montañas, algunas salpicadas de nieve, parecían fortalezas de los dioses. En ningún lugar del mundo había nada comparable a los montes Drakensberg.
—¿Hacia dónde, oficial? —preguntó Shabalala al dar alcance a Emmanuel.
—Después de la curva —dijo Emmanuel—. Nuestro guía nos ha abandonado.
Continuaron adelante y rodearon lentamente el peñasco. Tres zulúes que vestían los tradicionales pellejos de vaca sobre telas estampadas bloqueaban el paso, plantados hombro con hombro en el estrecho sendero. Iban armados con duras mazas de madera y assegais, lanzas de caza forradas de cuero sin curtir y con puntas afiladas. Entre los tres formaban un impi, una unidad de combate. El más alto de ellos estaba en el centro.
—¿Alguna sugerencia? —preguntó Emmanuel a Shabalala.
A juzgar por su actitud, los zulúes no tenían intención de retirarse del camino. La derrota militar a manos del ejército británico y de los comandos bóers no los había amilanado. Su porte era tal como debió de ser hacía cien años el de sus antepasados: el de intrépidos dueños y señores de su propia tierra.
—¿Y si esperamos a la policía local? —preguntó Shabalala.
Mucho más abajo, al otro lado de la extensión verde esmeralda del valle, estaba la pequeña población de Roselet, la fuente más próxima de refuerzos policiales.
—Pueden pasar horas antes de que el comisario reciba el mensaje —dijo Emmanuel, refiriéndose a la nota escrita a mano que había dejado clavada en la puerta cerrada de la comisaría hacía una hora. También habían encontrado vacío el pequeño bungaló de arenisca adyacente a la comisaría—. No quiero perder más tiempo.
—Entonces debemos avanzar a la vez. Despacio. Con las manos abiertas, así. —Shabalala levantó ambas manos y mostró las palmas vacías a los zulúes. Era un gesto sencillo, universal. Quería decir: «No vamos armados. No queremos hacer daño».
Emmanuel hizo lo propio.
—Ahora solo queda esperar —dijo Shabalala—. No les quite ojo, oficial.
El sol centelleaba en las afiladas puntas de lanza de los guerreros. Las armas no eran polvorientas antigüedades sacadas de la choza del abuelo. Y tampoco los hombres eran reliquias. Eran altos y musculosos. Emmanuel supuso que toda una vida corriendo por el monte y cazando los había mantenido letales.
—Ni por un instante he pensado hacerlo —dijo.
—¿Quiénes sois? —preguntó en zulú el hombre de en medio. Era el mayor de los tres.
—Sawubona, inkosi. Soy el agente Samuel Shabalala, de la policía judicial nativa. Y él es el oficial Cooper, el jefe de los investigadores de Durban.
—Yebo, sawubona —saludó Emmanuel, a la manera tradicional. Dio por bueno el ascenso instantáneo a jefe supremo. Si Shabalala pensaba que necesitaban algo más de categoría para seguir adelante, probablemente era así.
—Cooper. Shabalala. Os vemos —el hombre de más edad saludó con una inclinación de cabeza, pero no sonrió—. Venid. El primogénito de la hermana de mi padre está esperando.
Emmanuel no se esforzó en desentrañar el parentesco. Los zulúes no tenían árboles genealógicos, sino redes genealógicas. Los hombres giraron en redondo y echaron a correr cuesta arriba en formación, sujetando relajadamente las armas con unas manos que estaban acostumbradas a su peso.
—Tú primero —le dijo Emmanuel a Shabalala. El agente zulú llevaba el uniforme estándar de la policía judicial: traje de chaqueta, zapatos de cuero bien abrillantados y un sombrero de fieltro negro, pero las montañas y el agreste veld habían sido su patio de recreo en la infancia. Conocía la tierra y a sus gentes.
Ascendieron por la pronunciada pendiente durante un par de minutos más. Un sobrecogedor lamento grave fue creciendo como una ola hasta cubrir las copas de los árboles y luego se desvaneció poco a poco.
—¿Qué es eso? —preguntó Emmanuel, sin aflojar el paso.
—Las mujeres. —Una respuesta concisa, despojada, pero no por ello menos cargada de tristeza. No era la primera vez que Shabalala oía ese sonido.
Los zulúes se detuvieron y señalaron con sus assegais una higuera de roca que se proyectaba casi horizontalmente desde una escarpada cornisa. El sonido se había vuelto más claro: eran voces femeninas que se lamentaban y gemían a gritos entre los matorrales.
—Están esperando —dijo el zulú de más edad.
Emmanuel cedió de nuevo la delantera a Shabalala. La hierba alta y los matorrales clareaban a unos metros del sendero y un grupo de mujeres se hizo visible. Estaban sentadas en círculo, balanceándose adelante y atrás. La higuera de roca extendía sus ramas sobre ellas como un centinela. Emmanuel vaciló. Un paso más y la tristeza lo engulliría y lo arrastraría hacia una época y un lugar de su vida que prefería olvidar.
—Oficial —lo azuzó suavemente Shabalala, y Emmanuel siguió andando. Había escogido vivir entre los heridos y los muertos. Tratar con los vivos era un ingrediente necesario del trabajo.
—Está aquí, inkosi. —Una de las mujeres se arrastró hacia un lado para abrir un hueco en el círculo por el que Emmanuel pudiera aproximarse al cadáver.
La chica negra yacía sobre la mullida hierba de primavera, contemplando el plácido cielo azul y las siluetas de los pájaros que cruzaban el aire como flechas. Su cabeza reposaba en una manta de cuadros enrollada y había florecitas rojas y amarillas esparcidas por el suelo. Tres o cuatro flores se le habían colado en la boca, que estaba entreabierta.
—Tenemos que acercarnos más —le dijo Emmanuel a Shabalala, y el agente zulú transmitió la petición en voz baja. Las mujeres rompieron el círculo, pero se reagruparon de nuevo bajo las ramas de una cercana acacia espinosa. Sus lamentos amainaron y los sustituyó el sonido apagado del llanto contenido.
—Hibo… —susurró Shabalala cuando ya estaban acuclillados a ambos lados de la chica.
Aquello no era un apuñalamiento hecho de cualquier forma ni una discusión doméstica que había llegado demasiado lejos, como se habían imaginado cuando el inspector Van Niekerk puso personalmente en sus manos el caso.
—Y que lo digas.
Emmanuel examinó a la víctima. Era joven, de unos diecisiete años, y muy guapa. Los pómulos marcados, las cejas delicadamente arqueadas y los labios carnosos eran rasgos que habría conservado hasta la vejez. Pero ya no. Tan solo quedaba un vislumbre de lo que podría haber sido.
—No hay señales de lucha —dijo Emmanuel. Las uñas de la muchacha, bien arregladas, no estaban rotas. La piel de las muñecas, del cuello y de los brazos no tenía marcas—. Si tuviera los ojos cerrados, diría que estaba dormida.
—Sí —asintió Shabalala—. Pero no ha llegado andando. La han traído hasta aquí. Mírele los pies, oficial.
Emmanuel se agachó más para observarla mejor. Tenía tierra y tallos rotos de hierba pegados a los ásperos talones y a los esbeltos tobillos.
—La han arrastrado hasta aquí y la han colocado así.
—Eso creo —dijo Shabalala.
En circunstancias normales, con la zona acordonada y unos cuantos policías uniformados de guardia, Emmanuel habría tirado del escote del vestido de la chica para comprobar si tenía magulladuras en los hombros o en las axilas. El pudor nunca había preocupado a los muertos. La presencia del grupo de mujeres zulúes le paró las manos, y sacó una libreta y un bolígrafo del bolsillo de su chaqueta.
—No la tiraron al suelo ni la escondieron bajo las ramas —le dijo a Shabalala.
Escribió R. I. P. en la primera página. Descanse en paz. Quienquiera que hubiese llevado a la víctima a aquel lugar deseaba que reposara en un rincón apacible, con la higuera de roca encima y el ancho valle debajo.
—Y las flores. —Shabalala se levantó e inspeccionó la ladera del monte. La extensión verde estaba salpicada de masas de flores escarlatas y amarillas—. Crecen por todas partes, pero dudo que el viento las haya arrastrado hasta aquí.
—Se diría que las han esparcido sobre ella a propósito —dijo Emmanuel, recogiendo una florecilla roja del pliegue del brazo de la joven. Comprendía esa necesidad de dejar una señal visible de respeto a los caídos. Incluso en el caos absoluto de la guerra, los pequeños gestos lo decían todo: colocarle el casco sobre el pecho o cubrirle el rostro con un capote a un soldado muerto era lo más parecido a un elogio fúnebre o a una despedida que podía hacerse en esas circunstancias.
En la siguiente página en blanco, Emmanuel escribió amada. Era la primera vez que surgía esa palabra en la escena de un crimen. No cabía duda de que la muchacha había sido amada y aún lo era. Incluso entonces, ya muerta, la velaban un corrillo de mujeres dolientes y un grupo de hombres armados.
—¿Cuánto tiempo crees que lleva aquí? —le preguntó a Shabalala. Imaginaba que como máximo doce horas. Los buitres y los gatos salvajes aún no habían comenzado a descuartizar su cuerpo.
—Un día y medio. —Shabalala recorrió el perímetro de la escena del crimen, examinando los palitos rotos y la hierba aplastada—. Las huellas de las mujeres son de esta mañana, pero las marcas profundas de los talones de la muchacha son anteriores.
Emmanuel se levantó y se dirigió adonde Shabalala estaba inclinado, sobre unas hojas aplastadas.
—¿Estás seguro de que lleva tanto tiempo a la intemperie?
—Sí, oficial. Así es.
—Pero prácticamente está perfecta. —Echó una ojeada a la chica. Sus esbeltas piernas estaban separadas por la misma distancia que sus hombros, la rodilla izquierda ligeramente doblada como si estuviera a punto de incorporarse y saludar con la mano. El dobladillo del vestido blanco de percal revoloteaba sobre la parte alta de sus muslos…, imposible saber si se lo había levantado el viento o una mano humana. Una marca del tamaño de un guisante rompía la tersura de la cara interna de su muslo izquierdo—. Ningún animal ha estado enredando con su cuerpo. Y no hay señales de lesiones salvo esa magulladura.
—Eso también lo veo yo —dijo Shabalala, e hizo una pausa, remiso a continuar.
Algunos agentes quemaban oxígeno lanzando teorías a medio pergeñar y detalladas explicaciones de los «cómos» y «porqués» de un asesinato, pero no Shabalala. Él no hablaba a menos que estuviera seguro de los hechos. Había aprendido a adoptar esa actitud cautelosa. Los agentes negros rara vez añadían comentarios espontáneos o participaban en la cháchara competitiva que bullía en torno a un cadáver. Ellos eran subalternos, cuya presencia en un caso solo se requería cuando era necesario un conocimiento especial de la «situación nativa».
—Cuéntamelo —dijo Emmanuel—. No hace falta que tenga sentido.
Las teorías absurdas sacadas de la nada tenían su utilidad.
—Lo que veo es extraño —dijo Shabalala.
—Cuéntamelo de todas formas.
El policía zulú señaló un rastro de tierra removida y un grueso palo tirado en la hierba.
—Creo que los animales no se acercaron porque quien trajo a la chica a este lugar los mantuvo a raya.
—Tienes que explicármelo —dijo Emmanuel. Las marcas en el suelo no le decían nada, y el palo no tenía restos de sangre ni otros indicios de haber sido utilizado.
—Un hombre… —el agente zulú titubeó y se desplazó a la derecha para examinar otra zona donde la tierra estaba revuelta—. Aquí ha estado un hombre pequeño. Corrió desde donde está la muchacha hasta aquí con el palo. ¿Ve esto, oficial?
La pista de un gato salvaje resultaba identificable incluso para los ojos no experimentados de Emmanuel.
—Se alejó de ella para defender el cadáver de los predadores. Lo que significa que debió de quedarse a su lado.
—Yebo. Eso es lo que creo.
Emmanuel subrayó la palabra amada y añadió protegida.
—¿Era un predador humano y esta chica, su presa? —aventuró en voz alta. Muchas veces, las personas mataban a su ser más querido.
Shabalala, frustrado por no poder hacerse una idea de conjunto de la situación, sacudió la cabeza.
—No puedo decir si este fue el hombre que la mató. Han venido varias personas y han dado vueltas por todas partes. Algunas mujeres han cogido puñados de tierra y se han revolcado en el suelo. Se han perdido muchas huellas. Un hombre la trajo aquí y mantuvo a los animales a raya. Es todo lo que veo.
—Sabemos mucho más de lo que tenemos delante —dijo Emmanuel—. Vamos a echar otro vistazo al cuerpo y luego hablaremos con las mujeres, a ver qué nos cuentan de la víctima.
—Yebo —asintió Shabalala, y volvieron al lugar donde yacía la muchacha. Un saltamontes amarillo se había posado en el arco de su cuello y estaba atareado limpiándose las alas y las largas antenas.
—No hay lesiones visibles —dijo Emmanuel, y espantó con la mano al saltamontes. Todavía no se podían descartar las causas naturales—. Tenemos que darle la vuelta para ver lo que está oculto.
Giraron el cuerpo de lado para dejar la espalda a la vista. Las mujeres reunidas bajo la acacia emitieron un grito ahogado. La muchacha era suya y en sus pensamientos aún seguía viva. Les afectó mucho ver la facilidad con que se les había escapado de sus brazos protectores para ir a parar a manos de unos desconocidos.
—Allí —dijo Emmanuel. Un pequeño orificio, del tamaño de una cabeza de chincheta, traspasaba el vestido blanco de percal justo encima de la cintura. La tela estaba moteada de sangre—. Podría ser la herida de entrada de una bala.
—O también de un cuchillo. —Shabalala presionó el suelo donde había estado tendida la chica con las yemas de los dedos y se las miró—. La sangre ha humedecido la tierra y la hierba, sin llegar a empaparlas.
—No murió desangrada. Pero no es buen momento para examinar la herida de entrada. —Con palpable inquietud, las dolientes se habían ido acercando poco a poco a la escena del crimen—. El cirujano del distrito estará en condiciones de explicarnos las cosas dentro de unos días. Hasta entonces, solo podemos hacer conjeturas sobre la causa de la herida. Vamos a ponerla de espaldas y a averiguar quién es.
Giraron el cuerpo de la muchacha hasta su posición original y Shabalala le puso la manta de cuadros bajo la cabeza, como si fuera a estar incómoda sin ese apoyo.
—¿Quieres ocuparte tú de los interrogatorios? —preguntó Emmanuel.
Él hablaba zulú, había tratado con chicos y chicas zulúes, e incluso se había movido libremente por sus casas hasta que, a raíz de los violentos sucesos en su adolescencia, su hermana y él fueron desterrados a una remota granja ganadera y después a un internado solo para blancos. Esta situación era distinta.
—Debe empezar usted —dijo Shabalala—. Si se hace cargo un policía blanco, sabrán que la cosa va en serio.
Era una opinión sensata. A los agentes nativos de a pie o de la policía judicial se los armaba con palos y se les entregaban bicicletas para sus desplazamientos. Tenían prohibido conducir vehículos policiales. El poder de las armas de fuego, de los vehículos de motor y de la propia ley estaba en manos de los europeos. Shabalala lo sabía. Las mujeres del campo que esperaban bajo el árbol también lo sabían.
—Hable en zulú —sugirió Shabalala en voz baja—. Y deles las gracias por haber cuidado de la muchacha hasta que hemos llegado.
—Lo haré —dijo Emmanuel—. Si mi zulú no está a la altura de las circunstancias, tendrás que sustituirme tú.
Se aproximó a las dolientes. Eran seis, descalzas y vestidas con gruesas faldas negras que les llegaban por debajo de la rodilla. Unos pellejos de vaca finos y flexibles les cubrían el pecho y todas llevaban delicados tocados negros decorados con púas de puercoespín para indicar que eran mujeres casadas, madres del clan.
—La acompaño en el sentimiento —dijo Emmanuel en zulú, dirigiéndose a la mujer que encabezaba el grupo y a la que sujetaban por los codos para evitar que se desplomase. Poseía la misma belleza que la muchacha tendida en la hierba. Tenía que ser la madre o una tía de la víctima—. Gracias por mantenerla a salvo hasta que hemos llegado. Estamos muy agradecidos.
—Amahle Matebula —dijo la mujer—. Así se llama mi hija.
Amahle significaba «la hermosa». Emmanuel había callejeado por Sophiatown con una gruesa chiquilla zulú del mismo nombre. Era más despiadada e implacable que la mayoría de los chavales de la calle y se enorgullecía de ello. Estaba especializada en robar en las tiendas; vendía la mercancía a cambio de un pequeño beneficio y de un beso de los chicos a los que otorgaba sus favores. Emmanuel había recurrido alguna que otra vez a sus servicios para escoger entre los objetos de su botín los regalos de Navidad de última hora.
—Le dio un nombre acertado a su hija. —Emmanuel hizo las presentaciones antes de volver a sacar la libreta y el bolígrafo—. ¿Cómo quiere que la llame a usted?
—Nomusa.
Madre de la gracia. Otro nombre perfecto. Emmanuel significaba «Dios con nosotros». No le cabía duda de que su madre le había puesto ese nombre en unos de los momentos en que estaba de ese humor radiante y arrebatador que se apoderaba de ella cada pocos meses, haciéndola resplandecer como una fogata.
—Hábleme de Amahle —dijo Emmanuel—. ¿Cuándo la vio por última vez?
—El viernes por la mañana. Fuera aún estaba oscuro. Salió a trabajar y no volvió a casa. —A Nomusa le flaquearon las piernas y las mujeres que la sostenían no aguantaron más. La bajaron poco a poco al suelo y la mantuvieron erguida empujando con las manos y los hombros. Emmanuel y Shabalala se acuclillaron y esperaron a que las mujeres se acomodaran.
—¿Dónde trabajaba? —preguntó Emmanuel cuando Nomusa levantó la cabeza del pecho. Cinco minutos más y ni siquiera habría sido capaz hacer eso.
—En la granja de los Reed, inkosi. —La mujer de pelo gris que estaba a la derecha de Nomusa le susurró algo al oído y ella añadió—: En Little Flint Farm. Está aquí cerca. En el valle.
—¿A qué hora solía salir del trabajo Amahle?
Otras chicas más afortunadas habrían vuelto a casa de la escuela a primera hora de la tarde para rellenar los cuadernos de ejercicios con el vocabulario aprendido ese día.
—Al anochecer. Amahle conocía los caminos del monte y nunca se retrasaba. —En ese momento, espoleada por un repentino latigazo de rabia, Nomusa irguió la cabeza bien alta—. Esto se le comunicó al policía blanco el sábado por la mañana, ¡pero no vino! ¡No la buscó!
—¿Informaron de su desaparición al jefe de la comisaría de Roselet? —preguntó Emmanuel.
—Yebo. El agente Bagley. Él mismo —dijo Nomusa—. No se molestó en buscar a mi hija y ahora se la han llevado los antepasados.
—Tranquila, hermana. —Una de las mujeres le puso una mano en el hombro a Nomusa. Con criticar a la policía no se conseguía nada.
—Lo que digo es verdad. —Nomusa se sacudió de encima la mano y se inclinó más hacia Emmanuel. Sus ojos oscuros centelleaban de cólera—. El policía blanco es un mentiroso. Prometió ayudar pero se quedó cruzado de brazos. No le importan las hijas de nadie, solo las suyas.
—Por favor, hermana —dijo otra mujer—. Lo hecho, hecho está.
La irrevocabilidad de las palabras de la mujer pareció apagar la furia de Nomusa. Su expresión se suavizó y le dijo a Emmanuel:
—Desde el día en que nació, mi hija tuvo los ojos puestos en el horizonte y en lo que había más allá. No debería haber permitido que se alejara de mí, pero no le gustaba que la vigilasen. Ahora la he perdido…
Nomusa se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar. Una mujer la abrazó y la acunó como a una niña mientras ella sollozaba. Emmanuel guardó la libreta y se levantó. Insistir en obtener más información no le valdría de nada. El dolor había vuelto inabordable a Nomusa.
—Averigua quién descubrió el cadáver y mira a ver si las mujeres nos pueden facilitar una lista de personas con las que hablar —le dijo Emmanuel a Shabalala—. Yo registraré la zona por si está el arma asesina.
—Sí, oficial. —Arrastrando los pies, Shabalala se acercó más a las mujeres y quedó pacientemente a la espera de un momento oportuno para hablar.
Emmanuel se alejó. La tristeza y la desesperación formaban parte de su trabajo. Estaba acostumbrado. Pero había ocasiones, como aquella, en que los fantasmas de los muertos de su propio pasado trataban de aparecer a plena luz del día en lugar de aguardar a que cayera la noche.
Inspeccionó a fondo la hierba en busca de un cuchillo, un casquillo de bala o un palo afilado; cualquier cosa que hubiera podido causar la herida que Amahle tenía en la espalda. Por los muertos de la guerra no podía hacer nada. Pero sí podía hacer algo con respecto a esta muerte ocurrida en una ladera de Natal.