XXII

LOS burros, con la carga sobre el lomo, esperaban una patada de Dobbs como Señal para emprender el camino. De vez en cuando volvían la cabeza hacia donde aquél se encontraba, esperando que les diera el puñado de maíz al que estaban acostumbrados desde que dejaran la mina. Sin duda cavilaban acerca de por qué Dobbs no les habría dado la voz de mando que solían escuchar en cuanto sentían la carga sobre el lomo.

Dobbs había tropezado al cargarlos con mayores dificultades de las que supusiera. No era fácil cargar a las bestias sin la ayuda de otro hombre, pues uno solo no podía encargarse de los dos lados. Después de muchas patadas y empujones logró sus propósitos, pero había perdido mucho tiempo y ya era cerca de mediodía.

En el preciso momento de emprender la marcha recordó a Curtin. Por supuesto, había pensado en él veintenas de veces durante la mañana, aun cuando no lo recordaba como a una persona muerta. Habían estado juntos tanto tiempo que pensaba en él como si se hallara ausente en una cacería o buscando provisiones en el pueblo. Por primera vez en aquel momento pensó en que estaba muerto. La idea le asaltó repentinamente, como un choque. De no haber estado solo con sus pensamientos, habría podido olvidarse completamente de Curtin en unas cuantas horas. Pero aislado en aquellos parajes se le figuraba a cada instante oír su voz y su risa.

Titubeó un rato y al fin le pareció mejor dejar el cuerpo donde se encontraba, pues aun cuando algunos nativos acertaran a pasar por aquel lugar, el cadáver estaba tan cubierto por la maleza que no sería posible que lo descubrieran.

Otro pensamiento le pasó por la mente. Si enterraba el cuerpo, bien podía ocurrir que un leñador o un carbonero o algún perro lo encontraran y aquello podría ser evidencia de que lo que él decía no era cierto. Y concluyó por dejar el cuerpo sin enterrar para que apareciera como si Curtin hubiera sido muerto por bandidos o se hubiera suicidado. Además, si dejaba el cuerpo a la intemperie, los gatos monteses, los tigres, leones, jabalíes, zopilotes, gusanos y hormigas, acabarían con él tan pronto que en el plazo de un mes sería imposible precisar de quién eran los huesos que blanqueaban en la maleza. Pero las ropas y los objetos que Curtin llevaba en los bolsillos serían una prueba concluyente de su identidad.

De pronto Dobbs se dio cuenta de que lo rodeaba un gran silencio. Nunca se había percatado de que la naturaleza en los trópicos, cuando el mediodía se aproxima, sufre una profunda somnolencia y acaba por dormir. Las aves cesan de cantar y de volar, los insectos se aquietan y van a esconderse bajo las hojas en busca de sombras; las ardillas se esconden y los animales grandes parecen huir como perseguidos por alguien. Hasta el viento duerme y deja de susurrar entre las hojas.

Dobbs sintió aquel silencio creciente como algo extraño que ocurriera en el mundo entero. Le parecía que los árboles y las plantas se habían petrificado, que de verdes se habían tornado grises y polvorientas. El aire estaba en extremo pesado y la atmósfera parecía haberse convertido en lava gaseosa.

Podía ver muy poco del cielo debido al espeso follaje que lo cubría, y el aire parecía tan denso que difícilmente podía respirar. La masa formada por la baja maleza y los troncos de los árboles parecía cerrarse sobre él y robarle la mínima cantidad de aire que le era necesario aspirar. Todo lo que le rodeaba estaba penetrado de tristeza.

Gruesas gotas de sudor le cubrieron el cuerpo, y tuvo la sensación de que él también quedaría petrificado si no se movía instantáneamente. El temor lo invadió. Los burros estaban inmóviles como piedras. Acostumbrados a obedecer órdenes, las esperaban. Con sus grandes ojos oscuros miraban a Dobbs sin pestañear.

Él se dio cuenta de que los ojos de los burros no se apartaban de su cara, y los animales le infundieron miedo. Por un momento lo atormentó la idea de que aquellas bestias fueran seres humanos encantados, quienes podían comprender perfectamente lo que había hecho, y eran capaces de condenarlo, de saltar sobre él y matarlo. Trató de desembarazarse de aquella idea y de sonreír, pero no pudo.

Se aproximó a los burros y empezó a arreglar mejor las cargas apretando una cuerda aquí, asegurando alguna correa allá. Dio algunos empujones a los animales y apretó los puños sobre su carne para convencerse de que estaban vivos, después de lo cual se sintió un poco mejor.

Aquel alivio le duró muy poco. Cuando sorprendía la mirada de alguno de los burros pensaba en Curtin, que podría mirarlo en aquella misma forma.

«De cualquier modo, creo que resulta más seguro enterrarlo, pero no me será posible mirarle a los ojos, porque nunca podría olvidarlo. No comprendo por qué pienso así. Bueno, tendré que enterrarlo; no cabe otro recurso.»

Sacó un pico de uno de los bultos, pero cuando lo tuvo entre las manos, quedó indeciso. ¿Enterraría el cuerpo? Aquello era perder el tiempo; más le valía apurar a los burros y tratar de llegar cuanto antes a la estación.

Volvió a guardar el pico y, una vez hecho esto, tuvo la curiosidad de ver si los zopilotes se habían lanzado ya sobre el cadáver. Saber aquello antes de abandonar el lugar le daría un sentimiento de seguridad. Volvió a sacar el pico, se lo echó al hombro y se dirigió decididamente hacia la maleza.

Caminó directamente hacia donde el cuerpo se hallaba. Podría haberlo localizado aun con los ojos cerrados. Tenía la seguridad de encontrarlo aun cuando transcurrieran cincuenta años. Pero cuando llegó, el sitio se hallaba vacío.

Pensó que había equivocado la dirección; la oscuridad de la noche y la luz incierta reflejada por la antorcha, sin duda no le había permitido identificar bien el lugar.

Presa de nerviosidad, empezó a buscar el cuerpo. Se arrastró por la maleza apartando las ramas, tratando de librarse del follaje, mirando a derecha e izquierda. Su nerviosidad era creciente, esperaba encontrarse con el cadáver de un momento a otro y sabía que no podría resistir aquel choque. Así, pues, decidió no seguir buscando, sino regresar a donde se encontraban los burros y emprender la marcha inmediatamente.

Cuando se hallaba a medio camino de regreso, sintió que nunca encontraría paz si no veía por última vez el cuerpo y se aseguraba de que su obra había sido completa.

Nuevamente emprendió la búsqueda. Recorrió la maleza de un lado a otro, y mientras más buscaba más se desconcertaba. Un ciento de veces regresó al lugar en donde había acampado la noche anterior e intentó hallar la dirección, sin que le fuera posible recordar hacia dónde había llevado a Curtin. Todo era inútil, no encontraba el cadáver. Descansó un minuto esperando que la mente se le aclarara para poder precisar la dirección. Temblaba de nerviosidad. El sol lanzaba sus rayos que penetraban verticalmente a través de las copas de los árboles. Sentía que se le abrasaba el cerebro y empezó a reprocharse y a maldecirse. Estaba bañado en sudor. Se aproximó al arroyito que corría cerca del campamento y se zambulló en él como un perro sediento. Arrodillado allí por algunos segundos sintió que sus pensamientos corrían furiosamente.

Otra vez buscó entre la maleza, arrastrándose por el suelo, volviendo la cabeza para todos lados. Trató de convencerse de que no era temor lo que le torturaba, sino el calor y el agotamiento. Sin alcanzar a pronunciar las palabras, se balbuceaba a sí mismo que no tenía miedo, que nada temía, que lo único que le ocurría era que estaba excitado por la inútil búsqueda.

«¡Por el diablo! Debía estar aquí, es imposible que haya volado», gritó, agotando el aliento. Y en el silencio que reinaba escuchó su voz como la de alguien escondido entre el follaje. Aquella voz lo asustó como jamás la voz de hombre alguno lo había asustado.

Los burros mostraban una inquietud creciente, y el que iba a la cabeza de ellos empezó a caminar. Pronto la recua se puso en marcha, tal vez habían husmeado alguna pastura buena que debía encontrarse más adelante.

Dobbs trató de detenerlos con un juramento que los asustara y confundiera. Empezaron a correr y él se vio obligado a correr cada vez con mayor rapidez para lograr adelantárseles y detenerlos.

Jadeante y a punto de desfallecer, obligó a los burros a que regresaran al campamento, en donde permanecieron en quietud algún tiempo husmeando el zacate.

De pronto sorprendió a dos de los animales mirándole quietamente con sus grandes ojos negros; tuvo la sensación de que trataban de penetrar sus pensamientos, y aquello le produjo un miedo atroz. Tuvo la idea de vendarles los ojos para salvarse de su mirada, pero sus pensamientos se desviaron antes de que intentara hacerlo.

«¡Por Cristo! ¿En dónde diablos estará ese maldito hombre?», dijo enjugándose la cara con la manga.

Una vez más buscó entre la maleza y por la centésima vez se convenció de estar en el sitio preciso en el que había dejado a Curtin. Encontró un pedazo quemado de la antorcha con que había iluminado el lugar la noche anterior cuando regresara al sitio en el que la víctima se encontraba, para dispararle un balazo más. Aquel pedazo de antorcha no le dejó lugar a duda de que aquél era el mismo sitio en el que había matado a Curtin. Se notaba algún desorden en el terreno, pero él mismo lo podía haber causado con su búsqueda. No había ninguna huella sangrienta.

«¿Dónde está el cuerpo?», se preguntó.

Tal vez un león o un jabalí lo haya arrastrado hasta el sitio en que le fuera posible devorarlo tranquilamente.

Y añadió en voz alta mirando en derredor: «Nada mejor podía ocurrir. Pronto no quedará ni un solo hueso. Como hecho a la medida. Parece demasiado bueno para ser verdad.»

Satisfecho, se encaminó al campamento. Los burros cargados se habían tumbado. Estaba tan calmado que pudo coger su pipa, llenarla y fumar.

Pensó en partir y cuando se alistaba para hacerlo volvió a sentir que un calosfrío le recorría la espalda; el sudor parecía congelársele sobre el cuerpo. Se abotonó la camisa casi hasta el cuello.

Hizo un movimiento para rehacerse, gritó a los burros para que se levantaran y la recua se puso en marcha.

El camino le resultaba más difícil de lo que había esperado. Si caminaba a la vanguardia, los burros de la retaguardia se extraviarían buscando pasto y se vería obligado a detener la recua para juntar a los que se retrasaban y se dispersaban. Si caminaba a la retaguardia, el animal que servía de guía se paraba, se salía del camino o se tumbaba. Tenía que correr de un lado para otro como hacen los perros pastores para juntar las ovejas. Trató de sujetar a los burros atándolos por el cuello con una cuerda común; en aquella forma los animales marcharon de uno en fondo porque el camino era angosto para dar cabida a dos. El hecho de haberlos sujetado no dio buen resultado, pues si uno de ellos se detenía, tiraba tan fuerte de la cuerda que los otros se veían obligados a hacer lo mismo. Trató de seguir el camino desembarazando a los animales de la cuerda y dejándolos que marcharan como les fuera posible, y encontró que ello le daba mejores resultados. Una vez encaminados lo único que tenía que hacer era llamarles la atención de vez en cuando para recordarles que estaba listo a golpearlos en cuanto se descarrilaran.

Sacó su pipa y fumó; caminaba perezosamente tras la recua.

En medio de aquella lenta marcha, volvió a pensar:

«Debía haber mirado en rededor con más cuidado. Y, ¡caramba!, pensándolo bien, no encontré la pistola que tiré cerca de él después del último tiro.» Se tocó la cadera. «Tengo mi propia pistola, sí, pero la suya no. A lo mejor no estaba del todo muerto, solo malamente herido. Tal vez volvió en sí y ahora se arrastra por la maleza avanzando cada vez más. Si llega a algún pueblo indígena, lo auxiliarán. ¿Y entonces qué? ¿Qué haré entonces?» Se volvió, deteniéndose, y escuchó. Imaginó que los indios habían encontrado a Curtin y que ya lo perseguían a caballo.

«Pero aunque haga lo que haga y tome el camino que tomare, no puede haber llegado aún a ningún poblado. El más cercano debe estar, por lo menos, a quince kilómetros del lugar, y no podría recorrer esa distancia en un solo día estando herido como está. Más vale que regrese y lo encuentre, cueste lo que cueste. Tengo que encontrarlo, de otro modo pasaré veinte años en las Islas Marías, y, según dicen, aquello es un infierno.»

Concluyó que no le quedaba otro recurso que regresar y buscar otra vez, en esta ocasión más cuidadosamente. Recordó que quedaba un trecho que no había recorrido enteramente, y tal vez allí se encontraba Curtin, muerto o vivo aún. Estaba seguro de encontrarlo allí.

Casi había oscurecido cuando Dobbs llegó de regreso al campamento. No se molestó en descargar a los burros inmediatamente, eso podía hacerlo cuando la noche cayera. Necesitaba de la última luz del día para su búsqueda, y la emprendió acto seguido.

Aun cuando en su camino de regreso se había hecho el propósito de buscar con menos precipitación de la que había demostrado durante la tarde, empezó a hacerlo nerviosamente como antes. No podía obligarse a llevar a cabo una exploración disciplinada.

Pronto cayó la noche, demasiado pronto para Dobbs. Tuvo que regresar al campamento. Descargó los burros y encendió la hoguera.

Estaba demasiado preocupado para cocinar. Lo único que pudo preparar fue un poco de café, y calentar, además, unas tortillas mohosas.

Volviendo a reflexionar, concluyó que no podía perder ni una hora más en la búsqueda del cuerpo. A la mañana siguiente saldría con el primer rayo de luz. Debía hacer todo lo posible por llegar a Durango en dos o tres días. Allí vendería los burros, las herramientas y las pieles por cualquier precio que le ofrecieran, a fin de hacerse con algún dinero. Entonces tomaría el tren y, en lugar de dirigirse al puerto, seguiría la ruta más corta para el norte y alcanzaría la línea internacional antes de que Howard se enterara de lo sucedido y telegrafiara una descripción suya a la frontera.

Recordó que ya se hallaba en la ladera este de la Sierra Madre, y que el día anterior él y Curtin, en pie sobre una gran roca desnuda, habían visto el humo de una máquina que corría muy lejos.