AQUELLA noche acamparon no lejos del pueblo de Amapuli. Un indio que habían encontrado por el camino, les aseguró que la próxima agua estaba bastante lejos y que no podrían llegar a ella antes del anochecer, por lo que decidieron pasar la noche cerca del arroyo cercano, aun cuando la tarde no estaba avanzada.
Cuando cocinaban su cena los sorprendió la presencia de cuatro hombres que a caballo se aproximaban al campamento. Los visitantes los saludaron cortésmente y les pidieron licencia para sentarse cerca de la hoguera y descansar un rato.
—¿Cómo no? —contestó Howard—. Su compañía será agradable. No, no es ninguna molestia, están en su casa. ¿Quieren un poco de café?
Aceptaron y bebieron todos de la misma taza que Curtin les tendió. Dobbs les ofreció tabaco de su bolsa de cuero y también lo aceptaron. Cada uno tomó un poco y con él y hojas de maíz se hicieron cigarrillos.
Silenciosamente observaron a Howard y a Dobbs asar trozos del puerco y cocinar el arroz. Curtin atendió a los burros.
Por fin, después de larga espera, uno de los visitantes pareció decidirse a manifestar el objeto de su visita. Los indios consideran poco cortés ir inmediatamente al asunto.
—Presumo —dijo el que habló— que ustedes vienen desde un país muy lejano y que han caminado ya mucho por el nuestro. Mis compañeros y yo pensamos que son muy inteligentes y bien educados.
—Medianamente —contestó Howard—; podemos leer libros y periódicos, enterarnos de las noticias, escribir cartas, contar y escribir cifras.
—¿Cifras?
—Sí, cifras —repitió Howard—. Para ser más claro, cinco, veinte; esas son cifras.
—Sí, pero decir diez y veinte no está bien; debe decirse diez qué y veinte qué, cabras, centavos o caballos. Diez a secas no significa nada —corrigió sonriendo uno de los indios.
—Tal vez —repuso Howard, que nunca había considerado la cosa desde ese punto de vista.
Durante un cuarto de hora más, los visitantes observaron a los socios cocinando su cena.
El hombre volvió a hablar:
—Miren ustedes, amigos, ocurre esto; mi muchacho se cayó al río, lo sacamos y parece no estar muerto, muerto del todo, pero el caso es que no vuelve en sí. No puede moverse, ni despertar, ahí está el mal. Ustedes han de haber leído muchos libros en los que debe estar escrito todo lo que los doctores saben, y hemos venido a preguntarles si alguno de ustedes, que han leído tantos libros escritos por grandes hombres, sabe lo que ocurre a mi muchacho. Cayó al río, el río no es muy ancho, pero sí es profundo.
—¿Cuando cayó el muchacho al agua? ¿Ayer?
—No, señor; ahora, ahora en la tarde, pero no ha despertado. Cuando ya no sabíamos qué hacer, llegó don Filiberto, mi amigo y vecino. Ustedes deben recordarlo, es el hombre con quien se cruzaron en el camino, y pensamos que tal vez ustedes sabrían cómo hacer volver a mi hijo a la vida.
Howard miró a los campesinos, después vio la cena ya lista y dijo:
—Iré con ustedes, amigos, para ver al muchacho. No sé si podré hacer algo, pero pondré toda mi voluntad.
Los indígenas se levantaron, se despidieron cortésmente de los dos socios que se quedaban y, llevando a Howard en medio, se dirigieron al pueblecito. A Howard se le ofreció un caballo, en tanto que el hombre dueño de éste montó en las ancas de uno de los otros.
Entraron en una humilde casita de adobe. Sobre la única mesa de la casa habían extendido un petate y en él yacía el muchacho.
Howard lo examinó cuidadosamente, le abrió los ojos tirando de los párpados y colocó una cerilla encendida enfrente de ellos. Después puso el oído derecho sobre su corazón y con la mano palpó la parte superior del cráneo para ver si conservaba algún calor. Luego presionó los dedos de los pies y de las manos del muchacho para ver si las huellas se teñían de rojo nuevamente.
Todos los reunidos en la casa parecían esperar que el americano hiciera un gran milagro, tal como lograr que el muerto se levantara con solo pronunciar algunas palabras. Howard se detuvo a meditar cuál tratamiento intentaría primero, y finalmente dijo:
—Veré si puedo hacerlo volver.
Del cuerpo manaba una corta cantidad de agua. El viejo intentó la respiración artificial, algo que los indios nunca habían visto. El tratamiento hizo una profunda impresión y ayudó a la creencia de que Howard era un gran médico, quizá hasta un mago. Se miraban entre sí, aprobando y convenciéndose una vez más de que los malditos gringos podían hacer cosas de las que ellos solo a Dios creían capaz.
Después de trabajar quince minutos, Howard volvió a examinar al muchacho y tuvo la segundad de que daba ligeras señales de vida. Pidió un espejito, y cuando lo colocó frente a la boca del niño creyó ver que se empañaba levemente. Hizo que las mujeres le llevaran toda el agua caliente que hubiera en la casa y en las de los vecinos y que la hicieran hervir cuanto fuera posible. Con algunos trapos arregló compresas calientes, las colocó en el vientre del muchacho y después le dio masaje en los pies y en las manos. En seguida le abrió la boca y tiró de la lengua lo más que pudo, dándole una cucharada de aguardiente. Acto seguido comenzó a friccionarle la región cordial. Cuando volvió a colocar el oído cerca del corazón, empezó a escuchar que latía, débilmente, pero con claridad. El niño tosió.
La mitad de aquellos procedimientos eran inútiles, pero Howard quiso impresionar con su gran sabiduría a los indios que atisbaban todos sus movimientos. Admitía que el muchacho tal vez habría vuelto por sí solo, pero no podía determinar hasta dónde había sido útil su ayuda. Tenía la impresión de que mientras más actuara más ganaría en el respeto y admiración de aquellas gentes; lo que no se explicaba era por qué anhelaba el respeto de aquellos pobres hombres.
Todos los presentes consideraban que había hecho un milagro. Cuando el muchacho empezó a reconocer a sus padres y a los que lo rodeaban, todos parecían bajo el influjo de un encanto. Nadie se atrevía a decir palabra y se concretaban a mirar al muchacho y a Howard.
Cuando Howard se aseguró de que el chamaco estaba bien y de que ninguna mala reacción se presentaría, tomó su sombrero, se dirigió hacia la puerta, y dijo:
—Buenas noches.
El padre del niño lo siguió, le estrechó la mano y murmuró:
—¡Muchas gracias, señor; mil gracias! —y regresó a la mesa en la que su hijo trataba de ponerse en pie.
La noche era cerrada. Howard tuvo alguna dificultad para regresar. Nadie lo acompañó y sólo pudo guiarse por la débil luz de la hoguera que ardía en el campamento, y que podía ver de vez en cuando.
—Bueno, ¿qué tal lo hizo el gran doctor? —preguntó Dobbs cuando el viejo regresó.
—Nada notable; respiración artificial y algunas otras mañas usadas por los boy-scouts dieron un gran resultado. Creo que el choque le produjo el desmayo, porque agua tragó muy poca. Tal vez se aturdió con el golpe. ¿Dónde está mi cena? ¿Me guardasteis carne?
—Bastante, no te preocupes —dijo Curtin riendo y tendiéndole el plato.
Al amanecer, los socios emprendieron la marcha. Querían llegar a Tominil, desde donde tratarían de cruzar el paso más alto en esa región de la Sierra Madre.
A mediodía hicieron un alto para descansar y permitir descansar a las bestias, porque hacía un calor despiadado.
Estaban listos para empacar nuevamente, cuando Curtin exclamó:
—Ahora ¿quién diablos viene? Parece que nos pisan los talones. Miren.
—¿Adónde? —preguntó Dobbs, y en el mismo momento descubrió un grupo de indios a caballo.
No tardaron en alcanzar a los socios, quienes reconocieron a los cuatro hombres que habían ido la noche anterior a pedirles ayuda y a otros dos a quienes Howard había visto en la casa cuando atendía al niño.
Los indios saludaron a los viajeros, y uno de ellos dijo:
—Señores, ¿por qué nos dejan tan pronto?
Howard rió.
—No es que huyamos, señores; el caso es que queremos llegar a Durango para atender un negocio muy importante.
—¿Negocio? —preguntó el padre del niño rescatado—. ¿Qué son los negocios después de todo sino prisa y preocupación? Ellos pueden esperar, ningún negocio del mundo debe ser urgente, señores. La urgencia en éstos se reduce a pura imaginación. La muerte suele terminar con el negocio más urgente en un segundo. ¿Y entonces qué? Tenemos por delante muchos días mientras el sol brille en el espacio, y muchos de ellos pueden dedicarse a los negocios. ¿Por qué ha de ser ahora? Siempre hay un mañana tan bueno como un ahora. ¿Qué diferencia existe entre ahora y mañana? Solo imaginaria. Ustedes no pueden irse, no pueden dejarme así como así. No, señor; no quiero estar en deuda con ustedes. Usted rescató a mi hijo de la muerte. Merecería ser maldecido y quemado en los infiernos si después de haberme hecho ese gran favor, permitiera que ustedes marcharan sin demostrarles mi hondo agradecimiento. Todos los de mi pueblo me considerarían un pecador, un demonio, si no lo recompensara dignamente por lo que ha hecho por mí y por los míos.
—Me parece esta una historia semejante a la que el viejo nos contó el otro día respecto al doctor que devolvió la vista al hijo del jefe indio —dijo Dobbs en voz baja, picándole a Curtin las costillas—; ahora nosotros obtendremos la recompensa. Te apuesto que este hombre sabe de alguna mina de oro y nos la va a ofrecer.
—Estate quieto y deja oír.
El indio continuó su discurso:
—Verán, señores; la única forma en que puedo mostrarles mi gratitud es invitándolos para que sean mis huéspedes por lo menos durante dos semanas.
Dobbs frunció el ceño.
—No, señores; que sean seis semanas; así será mejor. Tengo buenas milpas, gran cantidad de maíz, muchas cabras y un buen número de ovejas. No soy tan pobre como parezco. Diariamente daré a ustedes un guajolote asado y toda la leche de cabra, huevos y cabrito que deseen. Además mi mujer les hará por lo menos tres veces a la semana los mejores tamales que sepa hacer. Ella empezó a trabajar duro desde antes que amaneciera preparándoles una gran fiesta, y no pueden dejarla con todo listo; moriría de vergüenza pensando que la juzgaban mala cocinera cuando en realidad es la mejor en muchas leguas a la redonda.
—Agradezco mucho su bondad, muchísimo —repuso Howard, impresionado con el discurso—. Pero, a decir verdad, no podemos quedarnos. Necesitamos llegar a Durango, en donde debemos estar antes de una semana si no queremos perder nuestro negocio.
—Se equivoca, amigo; no perderá usted su negocio, y de ocurrir eso, ya se presentaría otro. La prisa no tiene caso, lo único que puedo decirle es que usted no se marchará; necesito pagarle por la curación, y como no tengo dinero, todo lo que puedo ofrecerle es mi casa y mi más sincera hospitalidad. Lo siento, amigo; pero insistiré para que se quede usted cuando menos seis semanas. Le prestaré un buen caballo para que lo monte, podrá salir de caza y conseguir más pieles; usted no tiene suficientes. Además, contrataré a unos músicos para que todos los sábados en la noche hagamos baile, podrá usted bailar con las muchachas más bonitas, ya que es mi huésped. ¿Por qué preocuparse por su negocio? El único negocio importante es vivir y vivir feliz. Felicidad es lo mejor que podemos pedir a la vida.
—Lo siento muchísimo, señor; pero no puedo quedarme —Howard no tenía palabras para explicar a aquellos hombres sencillos que el negocio es lo único que vale la pena en esta vida y que constituye el cielo, el paraíso y toda la felicidad de un buen rotario. Aquellos indios vivían aún en un estado semisalvaje con pocas esperanzas de mejorarlo por lo menos en cien años—. Honradamente, no puedo aceptar su hospitalidad aun cuando me sería muy grata.
—Entiendan, caballeros; no podemos quedarnos; de ninguna manera podemos hacerlo; es sencillamente imposible —terció Dobbs.
—Mejor no intervenga usted, joven —dijo el indio haciendo poco caso de Dobbs y de sus opiniones, y dirigiéndose nuevamente a Howard—. No puede usted rehusar, amigo. Nosotros aceptamos su ayuda, recibimos sin titubear lo que usted quiso brindarnos; así, pues, usted no puede negarse a aceptar lo que nosotros le ofrecemos en cambio.
No daría resultado enojarse. No había escapatoria. Ante ellos estaban seis indios decididos a obtener lo que querían con el firme propósito de mostrar su gratitud, y lo harían aun cuando tuvieran que llevarlos al pueblo en calidad de prisioneros.
Entonces Curtin intervino:
—Oigan, amigos; quisiéramos discutir entre nosotros el asunto. ¿Tienen inconveniente en dejarnos solos un rato?
Cuando se retiraron, Dobbs sugirió:
—Mira, Howy; yo creo que no podemos escapar de esto; ellos nos llevarían a la fuerza si nos negáramos a hacerlo, pero la cosa es que solo se interesan por ti, no por nosotros. Eso se ve claramente.
—Parece.
—Bueno; entonces propongo que te quedes algunos días y que nosotros sigamos, puedes encontrarnos más tarde en Durango.
—¿Y mis cosas?
—Te las llevarás después —repuso Curtin.
Dobbs no estuvo de acuerdo:
—Eso sería necio, podrían registrarlas por pura curiosidad y al descubrir su contenido, robarte; tal vez hasta matarte. No hay que confiar nunca en los indios. Además, ningún camino será seguro para ti si lo haces solo. Tú lo sabes, viejo.
—Bueno, entonces ¿qué puedo hacer? Decid.
—Sugiero que nos llevemos también lo tuyo y que te esperemos en Durango. Y si te ves obligado a permanecer aquí por más tiempo, nos iremos al puerto y allí depositaremos en el banco, si quieres, a tu nombre, lo tuyo.
Después de discutir un rato, decidieron que la proposición de Dobbs era la mejor, tomando en consideración las circunstancias.
Curtin y Dobbs firmaron un recibo a favor del viejo por cierto número de bolsas con un peso aproximado de tanto más cuanto.
—No creo necesario el cambio de recibos entre nosotros; sin embargo, algo puede ocurrir a alguno; en viajes semejantes no se tiene la seguridad de llegar a la meta. Si no podemos esperarte en el puerto, este recibo te dará derecho a reclamar lo que te corresponde y que habremos de depositar en el banco. Ya sabes, en el que está en los bajos del Southern Hotel. Diremos al gerente que tú tienes el recibo, y le dejaremos nuestras firmas para que las confronte con éstas. ¿Te parece bien?
—Creo que es lo mejor que podemos hacer —contestó Howard—. Podéis llevaros todos los burros, porque estos muchachos me prestarán sin duda un caballo para que me vaya a Durango, y si corro con suerte, tal vez volvamos a reunimos antes de lo que esperáis.
—Eso sería magnífico; me desagrada que nos separemos en esta forma —dijo Curtin, tendiéndole la mano y agregando—: Buena suerte y apresúrate a reunirte con nosotros.
—Así será.
—Adiós, viejo pícaro —dijo Dobbs estrechándole la mano—. Procura levantar el vuelo cuanto antes. Dejándote, me sentiré solo en cierto modo, echaré de menos tus sermones paternales y tus cuentos. Bueno, te diré lo que una vieja seca me dijo un día en la escuela dominical: algunas veces en esta triste vida tenemos que tragarnos las contrariedades, nadie puede evitarlo. ¡Adiós viejo, good luck!
—Ahí va un consejo que puede servirte, Howy —dijo Curtin, riendo—. No te vayas a enredar con alguna de esas muchachas indias; a menudo son muy listas y las hay muy lindas. ¡Bien lo sabes, viejo corrido! Y no vaya a resultar que te casaste con alguna de ellas. Muchos lo hacen y parecen encantados, pero más tarde no digas que no te lo advertí, viejo pícaro —y le dio algunos golpecitos en la espalda para ayudarlo en un acceso de tos.
Tosiendo aún, repuso:
—Tal vez consiga alguna de esas guapas, bronceadas y ardientes. No podría asegurar lo contrario. Son finas, realmente finas; ya sabes lo que quiero decir. Y con ellas no hay preocupaciones ni trabajos; son fáciles de alimentar y de contentar. No hay necesidad de llevarlas todas las noches al maldito cine, ni a jugar bridge en donde las señoras suelen perder los centavos que tan duramente ganan sus esposos. Tampoco buscan camorra. Lo pensaré, Curty; tal vez cambie el aspecto de mi vida. Bueno, que tengáis buen viaje, chamaquitos lindos.
Los burros se hallaban inquietos, Dobbs y Curtin los siguieron y la caravana se puso en marcha.
Howard se quedó mirando cómo se alejaban sus compañeros; cuando se volvió a los indios, que esperaban pacientemente, tenía los ojos húmedos.
Le dieron un caballo y marcharon gritando alegremente. Howard fue llevado en triunfo hasta el pueblo, en donde todos, viejos y jóvenes, lo esperaban para saludarlo como a un gran rey que regresara triunfante a su pueblo después de una victoria rápida en tierra extranjera.