—COMO os he dicho varias veces, chiquitines, el llegar sanos y salvos a Durango con lo nuestro y acreditarlo en la cuenta de un banco es tan fácil como ensartar chaquira —Howard abordaba el problema nuevamente. Parecía que no le era posible pensar en nada más, y que la preocupación se había hecho más honda desde que decidieron cerrar la mina y dirigirse al puerto. Le era imposible desechar de su mente el pensamiento de las dificultades que tendrían que vencer durante la marcha. Y prosiguió—: ¿No habéis escuchado nunca la historia de la mujer cargada de tesoros, de la muy honorable y distinguida doña Catalina María de Rodríguez? Estoy seguro de que no, porque somos muy pocas personas en el mundo las que la conocemos. Digo, la historia verdadera. Para aquella persona el problema no era sacar el oro y la plata, sino transportarlos a su casa, en donde podría haberlos empleado de la mejor manera. Repito una vez más: el oro no tiene valor alguno si no se encuentra en donde se necesita.
—Parece que en la Villa de Guadalupe —continuó— hay una imagen de Nuestra Señora de este nombre, Santa Patrona de México y de todos los mexicanos. El pueblecito es un suburbio de la ciudad de México al que puede llegarse en tren eléctrico. Para los mestizos e indios mexicanos, esta imagen tiene gran importancia porque quienquiera que se halla en dificultades, emprende una peregrinación hasta su altar con la seguridad de que la Santísima Virgen le ayudará a vencerlas, sean ellas cuales fueren. Nuestra Señora de Guadalupe tiene un gran corazón y conoce profundamente el alma humana. Se le supone capaz hasta de ayudar a un campesino a quedarse con un pedazo de tierra perteneciente a su vecino, y de auxiliar a una muchacha evitándole las consecuencias naturales de un mal paso. De cualquier forma, los mexicanos saben aprovechar sus facultades en beneficio propio, y lo mismo hacen las santas personas que están al cuidado de Nuestra Señora y que se encargan de todo lo referente a ella, hasta del cobro de las limosnas.
—Eso es solo una superstición. ¡Al diablo con la gente que explota la superstición de los ignorantes! —interrumpió Curtin.
—Tal vez —dijo Howard—. Es necesario creer para sentir alivio. Lo mismo ocurre con el Señor: si crees en Él, existe; si no, Dios no existirá para ti, a nadie le atribuirás la existencia de la luz de las estrellas ni la dirección del tránsito celeste. Pero no discutamos sobre esos detalles, vayamos al punto. Os contaré la historia de acuerdo con los hechos:
«Por la época en que tuvo lugar la revolución americana, vivía en la vecindad de Huacal, en la región septentrional de la República, un campesino rico, quien de hecho era jefe de los indios Chiricahua. Estos indios eran pacíficos y se establecieron en ese lugar muchos siglos antes, porque encontraron más placer y riqueza en el cultivo de los campos que en el pillaje acostumbrado por sus vecinos.
»El jefe, al parecer colmado de bendiciones, tenía una gran pena que ensombrecía su vida. Su único hijo y heredero era ciego. En tiempos más remotos el niño habría sido suprimido al nacer, pero bajo la influencia de la nueva religión, los indios se habían vuelto más generosos en algunas cosas, y como la criatura viniera al mundo normal en lo demás, se le permitió vivir. Era fuerte y saludable, hermoso y bien formado. Crecía no solo en tamaño sino en inteligencia. Y cuanto más aspecto de hombre tenía, mayor era la tristeza de su padre.
»Un día acertó a pasar por allí un monje, una de esas santas personas que saben cómo vivir a expensas de los indios sin darles en cambio más que el relato de algunos hechos ocurridos hace dos o tres mil años a gentes enteramente diferentes a ellos. Aquél llegó a la conclusión de que debía valerse de alguna maña si quería seguir viviendo sin arar ni segar y si quería conseguir el dinero en efectivo que necesitaba para algunas cosas. Así, pues, empezó a rondar al jefe y a decirle que, por cierta especial consideración, él podría aconsejarlo para que ganara la gracia de la Santísima Virgen, la que podía hacer lo que muchos doctores no habían logrado: volver la luz a los ojos de su hijo. El monje era listo para dar buenos consejos a los afligidos; lo habían entrenado para ello.
»—Desde luego —explicó al jefe—, la gracia celestial de Nuestra Señora de Guadalupe no se gana tan fácilmente; es una gran dama a la que no se le puede tratar como a cualquiera. Así, pues, no ahorres los ricos presentes, pues tanto ella como sus sagrados servidores siempre se hallan en la mejor disposición de recibir dinero y joyas.
»El monje esperaba su inmediata recompensa por el consejo, como suele ocurrir, no obstante su grado de santidad, con quienes esperan vivir del maná que una vez lloviera pero que jamás volverá. Una vez que el monje recibió su paga, bendijo al jefe, a su mujer y a su hijo y se encaminó hacia otro pueblo en donde se le quisiera sostener a cambio del relato de algunas historias milagrosas.
»El jefe dejó a su tío encargado de todas sus posesiones, juntó el dinero y las joyas que poseía y emprendió su larga peregrinación hacia la Villa de Guadalupe. No podía hacer uso de burros ni caballos en su largo y penoso viaje. Acompañado de su esposa, su hijo y tres criados hizo a pie el recorrido de dos mil trescientos kilómetros. En cada iglesia que encontrara en el camino tenía que arrodillarse y rezar cierto número de avemarías, ofrecer determinada cantidad de cera, un ojo de plata y dinero. El monje debe haber tenido sus buenas razones como cristiano para hacer que aquel viaje se prolongara por el mayor tiempo posible.
»El jefe llegó por fin a la ciudad de México. Después de hacer sus ofrendas en la catedral, de confesarse y orar durante todo un día y de recibir las bendiciones de los curas, emprendió la parte final de su gran peregrinación.
»De la catedral a la Villa de Guadalupe hay más o menos cinco kilómetros, que él, su mujer, su hijo y los criados debían recorrer de rodillas llevando una vela encendida en la mano, la que debía impedirse a todo trance que dejara de arder, sin tomar en cuenta los cambios atmosféricos. Cuando una se consumía, inmediatamente se reemplazaba por otra. Como las velas habían sido bendecidas en la catedral, su costo era bastante elevado. Además, siempre que se encendía una nueva, era necesario rezar cien avemarías, y debo agregar que el avemaría era casi la única oración que el jefe y su familia conocían.
»Así, pues, recorrieron el camino cantando, orando y recibiendo las bendiciones de los creyentes con quienes se cruzaban.
»Para hacer el recorrido de rodillas se necesitaba muchísimo tiempo. Ellos emplearon la tarde y toda la noche. El niño se quedaba dormido a cada instante, pero una y otra vez era despertado. Lloriqueaba y pedía agua y una tortilla, pero le estaba prohibido comer y beber durante la peregrinación.
»No todos los que pasaban los bendecían; algunas personas se estremecían de horror, pensando en los terribles pecados que aquel grupo debía haber cometido para que la Iglesia le ordenara semejante penitencia.
»Completamente agotados llegaron al pie del Cerrito del Tepeyac. Fue en aquel lugar donde en el año de Nuestro Señor, 1531, la Virgen Santísima en persona se apareció a Juan Diego, un indio guauhtlatohua, en cuyo ayate quedó grabada la santa imagen. Nadie se enteró de la aparición cuando ocurrió, y hasta cien años después no se hizo del conocimiento de los fieles el hecho, señalando como día preciso el 12 de diciembre de 1531. Y allí está la imagen encuadrada en un costoso marco de oro y expuesta a la contemplación de los fieles, habiendo producido y produciendo a la Iglesia más dinero del que cualquier comedia con éxito en Broadway puede dar a sus productores.
»La historia de la imagen, real o no, carecía de importancia para el jefe, embargado por el dolor, y nunca había parecido trascendental a quienes con fe se acercaban al altar implorando la ayuda de la Virgen.
»Durante tres días y tres noches, el jefe, su familia y sus criados oraron arrodillados ante el altar. No bebían, no comían, no dormían y ponían en juego toda su energía para no caer de sueño. Sin embargo, nada ocurrió.
»El jefe había ofrecido a la Iglesia todo su ganado y la cosecha de un año si Nuestra Señora volvía la luz a los ojos de su amado hijo.
»Al séptimo día, y como la Virgen se negara aún a hacer el milagro que esperaban y por el que habían pagado adelantado, el jefe, acuciado por el cura encargado, ofreció todos sus bienes terrenales a la Virgen, incluyendo su gran rancho, a cambio de la vista de su niño.
»Pero viendo que el milagro no se realizaba, el jefe empezó a dudar seriamente del poder de la Virgen. Los dioses de su raza habrían hecho más en las mismas circunstancias.
»El niño se había debilitado de tal manera con los rezos constantes, las abstinencias y el sufrimiento que sus padres le causaban no dejándolo dormir, que, finalmente, la madre se decidió a sacarlo de la iglesia con o sin el consentimiento de la Virgen, y se dedicó a atenderlo, pues dijo que prefería a su niño vivo, aun cuando fuera ciego, que muerto.
»El jefe, desesperado, dijo abiertamente a los curas que no creía en la Virgen, y que prefería volver al hogar y requerir los servicios de los curanderos de su tribu para que trataran nuevamente de sanar a su hijo. Los curas lo acusaron de blasfemia y le dijeron que de no ser un indio ignorante lo llevarían ante la Santa Inquisición para que lo torturaran y le hicieran renegar de sus falsos dioses y lo despojaran de cuanto él y su familia poseyeran, y que debía sentirse agradecido de que le ahorraran el destino de otros muchos infieles, quienes habían sido quemados vivos en la Alameda.
»Deseosos los curas de no perder a toda la tribu de la que aquel indio era jefe, trataron de explicarle por qué la Virgen Santísima le había negado su ayuda. Tal vez no había rezado las trescientas avemarías en cada una de las iglesias que hallara en su camino; tal vez en algunos sitios diría sólo doscientas ochenta y hasta podía haber pasado por alto algunos templos en su prisa por llegar al altar. La Virgen se había enterado de eso porque a ella no se le podía engañar como a otros dioses incapaces de ver más allá de la cumbre de la más cercana montaña. También podía haber ocurrido que bebiera agua en la mañana antes de persignarse y orar. O tal vez no cumpliría bien con el requisito de las velas en la última etapa de su peregrinación.
»El jefe tuvo que admitir que posiblemente se había equivocado en el número de avemarías. Pero él no tenía la culpa porque no estaba acostumbrado a contar cantidades tan altas y podía haber olvidado algunas. Luego recordó haber bebido agua ansiosamente antes de persignarse, porque hacía mucho calor y su sed era intensa, y una vez que había terminado de beber el agua, había brindado jícaras llenas a su mujer y a su hijo, quienes morían con el calor. Los padres le dijeron que en esas circunstancias él no debía culpar a la Virgen inmaculada, sino culparse a sí mismo, ya que era un gran pecador y no un asceta del cristianismo, y que más le valía regresar a casa y repetir la peregrinación seis meses después. Que entonces, con toda seguridad, la Virgen le concedería lo que pidiera con fe y como buen creyente.
»El jefe, sin embargo, había perdido su fe en el poder de la Virgen, porque como indio perteneciente a una tribu que siempre recibía la lluvia debido a las oraciones y canciones de sus sacerdotes, consideraba que una diosa que no podía ayudar al hombre en caso de necesidad no convenía a los indios.
»En compañía de su familia regresó a la ciudad de México, en donde comieron y bebieron abundantemente, y volvió a sentirse feliz. Hasta volvió a tomar a su esposa entre sus brazos, cosa de la que había prescindido desde que abandonaran su hogar, porque el monje le había dicho que si cometía semejante pecado perdería la gracia de la Virgen Santísima.
»Durante su estancia en la ciudad, se dio a buscar a algún médico a quien pudiera consultar y le fue recomendado don Manuel Rodríguez, doctor español famoso por haber curado la vista a la esposa del prefecto de la ciudad. Antes de su éxito en aquella operación solo se le había considerado como un médico de mediana habilidad. Después de examinar cuidadosamente al chico, dijo que él estaba seguro de curarlo, de hacer que el niño recobrara totalmente la vista. «La cuestión principal —agregó—, es cuánto podrás pagarme.»
»El jefe, astuto como todos los de su raza, no aparentó poder pagar tanto como el prefecto. Dijo que poseía un buen rancho y ganado. «Ése no es dinero efectivo —contestó don Manuel secamente—, lo que quiero y necesito es dinero, ¿sabes?; montones de duros. Quiero regresar a España, a un país civilizado; ya no puedo permanecer por más tiempo en esta tierra olvidada de Dios, y quiero regresar rico, muy rico. Tu rancho y tu dinero no me interesan, quiero algo bien pesado. Oro, por ejemplo.»
»A ello el jefe contestó que podía hacer de don Manuel el hombre más rico de la Nueva España, si lograba que su hijo viera como cualquier ser humano. “¿Cómo podría hacer aquello?”, preguntó el doctor. El jefe contestó que conocía una mina de oro y plata riquísima y que se la enseñaría el día que llegara a su hogar y el niño hubiera recuperado la vista.
»No fue fácil convencer a don Manuel, quien lo obligó a que hicieran un contrato durísimo en el que se estipulaba que el médico tendría derecho a cegar nuevamente al niño, sin que se le persiguiera por ello, si la mina que debía dársele no existía, pertenecía a otro o estaba agotada.
»Don Manuel trabajó tan afanosamente como nunca lo había hecho. Operó al niño y lo trató durante dos meses con tanto cuidado y atención que olvidó a sus otros pacientes, incluyendo a altos personajes. El hecho fue que llegó a interesarse profesionalmente en el caso, sin olvidar ni por una hora la recompensa que por su trabajo esperaba. Al cabo de diez semanas, don Manuel llamó al jefe y le dijo que podía llevarse al niño. La alegría del padre no tuvo límites cuando se enteró de que su hijo veía tan bien como un aguilucho y de que la cura sería permanente, cosa que el tiempo demostró.
»Con la gratitud de la que solo un indio es capaz, el jefe dijo a don Manuel: “Ahora le probaré a usted cómo mi palabra es tan buena como la suya. La mina que le voy a mostrar, y que ahora le pertenece, fue propiedad de mi familia. Cuando llegaron los españoles a nuestra región, mis antepasados la destruyeron. Ellos los odiaban a causa de los crímenes y crueldades que cometían contra nuestra raza en este país que nuestros dioses nos dieron. Los blancos amaban el oro y la plata más que a su propio Dios. Los españoles, torturando a muchos hombres de nuestra tribu, se enteraron de la existencia de la mina. Llegaron y arrancaron la lengua de todos los miembros de mi familia a quienes pudieron capturar y después los fueron quemando vivos poco a poco tratando de hacerles revelar el lugar donde la mina se hallaba. Pero mis antepasados se rieron de ellos en su cara, aun en los momentos en que sufrían las penas más severas. No había tortura lo suficientemente cruel para hacer que nuestros hombres revelaran el lugar en que la mina se encontraba. Mientras mayores torturas les infligían los conquistadores, mayor era el odio de mis antepasados para ellos, y fue ese odio el que los indujo a soportar cualquier crueldad antes que hablar. El mandato de mis abuelos, que pasando de generación en generación ha llegado hasta nosotros, es el siguiente: Si nuestra familia o nuestra tribu recibe algún beneficio que ni nuestro dios coronado de plumas ni el extraño dios coronado de sangre y espinas hayan sido capaces de concedernos o nos hayan negado, el tesoro de la mina será entregado al hombre a quien sea debido el beneficio. Y ahora, don Manuel, el mandato se cumple. Usted ha devuelto la vista a mi hijo y heredero, quien me sucederá como jefe de la tribu. Usted ha hecho lo que la madre del Dios de los blancos no pudo o no quiso hacer no obstante mis sufrimientos, plegarias y humillaciones. La mina le pertenece por derecho. Dentro de tres meses, sígame por el camino que le describiré, pero no le hable a nadie de lo que voy a entregarle y, como se lo prometí, lo haré el hombre más rico de la Nueva España.”
»Don Manuel liquidó sus asuntos en la ciudad de México, y tres meses después emprendió su largo y difícil viaje a Huacal para tomar posesión de su propiedad. Llevó consigo a doña María, su esposa, que se había negado a vivir en la ciudad quietamente mientras su marido llevaba a cabo aquel arriesgado viaje. Las mujeres de los colonizadores españoles no eran menos valerosas y decididas que las de los norteamericanos.
»Don Manuel encontró al jefe, quien lo recibió con la cordialidad con que hubiera recibido a su propio hermano. No solo la familia de éste, sino toda la tribu, mostró su admiración y gratitud por el doctor, a quien se trató como a huésped de honor.
»—Cuando me dirigía hacia acá —dijo don Manuel al jefe— reflexioné en lo extraño del hecho de que tú, Águila Brava, no explotes la mina. Bien podías haber sacado cien mil florines con los que hubieras podido pagar mi trabajo, y con tal suma yo habría quedado satisfecho.
»El jefe sonrió.
»—No deseo oro ni necesito plata. Siempre me sobra qué comer. Tengo una mujer joven y bonita a quien amo profundamente y quien me ama y honra. Tengo, además, un hijo fuerte y muy sano, que ahora, gracias a la habilidad de usted, puede ver, y se encuentra, por lo tanto, en inmejorables condiciones. Poseo campos y ganado, soy jefe, juez y podría decir amigo verdadero y honesto de mi tribu, la que respeta y obedece mis órdenes, pues sabe que son dictadas para su bien. El suelo nos produce ricos frutos cada año. El ganado se multiplica. Sobre nosotros brilla un sol de oro y por las noches una luna de plata, y en nuestra tierra reina la paz. Así, pues, ¿qué puede significar el oro para mí? El oro y la plata no traen consigo bendiciones. ¿Las trae para ustedes? Ustedes, los blancos, matan, roban, engañan y traicionan por él. Se odian entre sí a causa del oro. Jamás podrán comprar amor con él. Solo les acarreará discordia y envidia. Ustedes, los blancos, suelen estropear la belleza de la vida en su deseo de poseerlo. El oro es hermoso y se conserva bello, por eso lo empleamos para adornar a nuestros dioses y a nuestras mujeres. Es una fiesta para los ojos la vista de brazaletes, anillos y collares hechos con él. Pero siempre hemos sido amos de nuestro oro, no esclavos suyos. Lo vemos y gozamos, pero considerando que no es comestible, carece para nosotros de un valor real. Nuestro pueblo ha combatido, pero nunca por la posesión del oro. Peleamos por tierras, por ríos, por los depósitos de sal, por los lagos y sobre todo para defendernos de las tribus salvajes que trataron, y de vez en cuando tratan todavía, de robar nuestras tierras y sus productos. Si yo o mi mujer tenemos hambre, ¿en qué puede ayudarnos el oró si carecemos de maíz y de agua? Yo no puedo tragar el oro para satisfacer mi hambre. El oro es hermoso como una flor y poético como las voces dulces de los pájaros en los bosques. Pero la flor perderá su hermosura si me la como y no podré gozar más de la canción de un pájaro si lo pongo en una sartén.
»—Quizá la cosa sea así como tú la interpretas —dijo don Manuel, bromeando—. Mas yo no quiero echarme el pájaro al coleto, te lo aseguro, Águila Brava; ya sabré cómo aprovechar el oro, no te preocupes.
»—Supongo que usted lo sabe, que usted debe saberlo mejor que yo. No quiero aconsejarle lo que debe hacer. Yo trabajaré mis campos, no trataré de extraer oro porque entonces no tendría maíz que comer y mi esposa, mi hijo, mi padre y mis criados, todos los que dependen de mí, sufrirían hambre, y eso yo no podría soportarlo. De cualquier modo, mi amigo, creo que usted no entiende lo que hablo y lo que quiero significar con ello, y por mi parte creo no entender lo que usted dice. Nuestros corazones son distintos y su alma no es como la mía. Dios nos ha hecho así. Sin embargo, no importa lo que pueda ocurrir, yo siempre seré su amigo.
»Seis días emplearon el jefe, el doctor y dos lugartenientes del jefe buscando la mina a través de la maleza. Cavaron por uno y por otro lado. Don Manuel empezaba a dudar del indio. Pensó que trataba de evadir el cumplimiento de su trato en una u otra forma y que en realidad la mina era un mito. Sin embargo, cuando vio el cuidado y la lógica empleada por el jefe y sus ayudantes en la búsqueda, siguiendo una línea determinada, buscando las sombras que se producían por las diversas posiciones del sol y comparándolas con picos y rocas, se convenció de que sabía lo que hacía y de que tenía la seguridad de encontrar lo que buscaba.
»—No es tan fácil como usted cree —explicó el jefe a don Manuel una noche en que se hallaban alrededor del fuego en el campamento—. Debe usted comprender que ha habido terremotos, deslaves, lluvias torrenciales, cambios en el curso de los ríos; algunos arroyos han desaparecido y otros se han formado, los arbustos se han convertido en árboles gigantes y los gigantes han caducado. Todas esas señales que hacían posible la localización de la mina ya no existen. Por eso tengo que guiarme por indicios y todavía puede transcurrir una semana más antes de que la encontremos. Pero tenga paciencia, amigo, ella no puede haber huido como un ciervo espantado.
»La búsqueda duró más de una semana. Por fin una noche el jefe dijo:
»—Mañana, amigo, le entregaré la mina, porque mañana mis ojos la habrán visto.
»Don Manuel quiso saber por qué no podían llegar al lugar inmediatamente para asegurarse. Estaba impaciente.
»—Podríamos ir ahora mismo, amigo —contestó el jefe—, pero ello no nos sería muy útil. Habrá usted visto que durante todos estos días la posición del sol no ha producido las sombras necesarias. Mañana el sol apuntará directamente al sitio señalado. Hace días que tengo identificados alrededores y mañana encontraré la mina.
»Y así fue. A la mañana siguiente la localizaron en un barranco.
»—Vea usted —explicó el jefe—, allí se desprendió una roca y cubrió todo el terreno cercano. Por eso me fue tan difícil precisar el sitio. Muchos cambios han ocurrido durante los últimos doscientos años. Allí está la mina que le pertenece. Ahora le ruego que abandone mi casa y mi tierra.
»—¿Por qué? —preguntó don Manuel.
»—Mi casa dejará de ser amable para usted. Ahora posee la rica mina, y la felicidad no volverá a ser suya.
»Y dicho esto, el jefe le tendió la mano para que se la estrechara.
»—Espera —dijo don Manuel—, quiero preguntarte algo.
»—Diga, amigo.
»—Si yo te hubiera pedido doscientos mil florines por la curación de tu hijo, ¿habrías abierto la mina para obtenerlos?
»—Sin duda, pues deseaba que mi hijo viera y no lo habría dejado ciego si podía evitarlo. Pero después de haber tomado el oro necesario, la habría cerrado nuevamente, porque el oro no hace feliz a nadie. Además, podía haber ocurrido que los gobernantes —me refiero a los españoles— se hubieran enterado de su existencia y para apoderarse de ella nos hubieran asesinado a mí y a todos los míos. Desde cualquier punto que se mire, con ella no hay felicidad posible y la felicidad es lo único que cuenta. ¿Para qué vivimos? Oiga mi consejo, amigo, cuídese de que no lo asesinen en cuanto su propia gente se entere de que posee usted la mina. Si los hombres saben que usted no posee más que su pan, tortillas y frijoles, nadie lo asesinará. Y ahora, me voy. Seguiré siendo su amigo mientras viva, pero tengo que dejarlo.
»Águila Brava regresó a su hogar, que se hallaba a un día de distancia de la mina, y don Manuel se apresuró a establecer su campamento.
»Antes de dejar la capital había arreglado con las autoridades lo necesario para que se le permitiera explorar y se le reconociera como propietario de las minas que descubriera, conviniendo en pagar contribuciones sobre cada embarque que hiciera.
»Volvió al pueblo en el que había dejado a su esposa y compró herramientas, alguna maquinaria y pólvora. Contrató a algunos jornaleros y compró bestias de carga. Acompañado de su esposa, regresó a la mina y comenzó a abrirla.
»Resultó tan rica en plata que su producción sobrepasaba a la de todas sus semejantes. Producía especialmente ese metal, pero también una buena cantidad de oro.
»La experiencia de otros poseedores de minas le había enseñado a hablar poco de su hallazgo. Los bandidos resultaban menos temibles que los gobernantes y altos dignatarios de la Iglesia. Esas encumbradas personas sabían bien cómo privar a un individuo de sus propiedades cuando éstas valían la pena. El propietario solía desaparecer repentinamente sin que nadie volviera a saber de él. Nunca se encontraba testamento y sus bienes eran declarados propiedad de la Iglesia o de la corona. Además, en la América hispana, donde la inquisición oficiaba con sin igual crueldad, el Santo Oficio actuó por más tiempo que en España.
»Los de la Nueva España eran súbditos de Su Majestad el Rey de España. Contra tal poder ¿que podía un pobre burgués? Bastaba que un cardenal o un obispo se enterara de que alguien poseía una rica mina para que se presentaran testigos a jurar que el propietario dudaba de la pureza y de la virginidad de la Madre del Señor o que ponía en duda los milagros de Nuestra Señora de Guadalupe o que acostumbraba blasfemar o asegurar que Lutero tenía tanta razón como el Papa. Si negaba el cargo, era torturado no solo hasta que admitía que los testigos estaban en lo cierto, sino hasta que al dicho de aquéllos agregaba algo más. Se le condenaba y podía considerarse feliz si se le concedía la merced de ser ahorcado antes de ser quemado, pues a menudo se les condenaba a morir a fuego lento. De acuerdo con las leyes de la Santa Inquisición, todas las propiedades de un hombre condenado por ella, así como las propiedades de su esposa, hijos, socios y de muchos de sus parientes, les eran confiscadas por la Iglesia. De acuerdo con las mismas reglas, un pequeño porcentaje era entregado a los delatores y a los testigos que en aquellos tiempos, como hoy, jamás trabajaban únicamente por el amor de Dios.
»Don Manuel era muy listo para dejarse coger fácilmente. Los cargamentos que había enviado a México eran pocos y pobres, tanto que movían a compasión al que los veía y se enteraba de lo duramente que tenía que trabajar para obtener tan escasas ganancias. Embarcaba solamente aquello que podía proporcionarle mejores herramientas, provisiones y dinero para los salarios.
»Fue en la mina en donde empezó a acumular sus ricos beneficios, escondiéndolos y esperando la oportunidad de hacer un solo y gran cargamento para dejar la mina a quien quisiera explotarla.
»Aun cuando su explotación le produjo grandes riquezas, trataba a sus trabajadores peor que a esclavos. Difícilmente les pagaba lo necesario para vivir y los hacía trabajar tan duramente que a menudo perecían. Hacía uso del látigo o de la escopeta cuando lo juzgaba necesario. Los indios, particularmente los del norte, no pueden ser tratados por mucho tiempo en esa forma; por lo tanto, nada raro resultó el hecho de que un día se rebelaran en la mina de don Manuel. La esposa pudo escapar, pero él fue asesinado y la mina semidestruida, después de lo cual los trabajadores huyeron.
»Doña María tuvo noticia de que la mina había sido abandonada por los indígenas y que todo parecía haber vuelto a la calma. Regresó y se encontró con el tesoro intacto y escondido en los mismos lugares en que lo habían dejado. Enterró a su esposo y pensó en seguir explotando la mina.
»Debía haberse sentido satisfecha por el resto de su vida con el oro y la plata amontonados durante los últimos años, bajo la dirección de don Manuel, pero al contemplar toda aquella riqueza ante ella, se vio asaltada por una manía de grandeza. Miembro de una humilde familia provinciana española, imaginó el retorno a su país en calidad de la mujer más rica del mundo. Aún era joven y tenía buena presencia, y cuando llegara a España disponiendo de riquezas incontables, compraría el más antiguo y bello de los castillos y elegiría por esposo a algún noble, tal vez hasta un duque, convirtiéndose en miembro de la corte del poderoso rey de España y tal vez hasta en dama de su majestad la reina. Demostraría a sus parientes y amigos la forma en que una pobre muchacha puede, si es inteligente, alcanzar éxito en la vida. ¿Por qué si hijos de grandes de España habían casado con princesas aztecas, tarascas e incas no había de casar ella, española de pura sangre, con un marqués castellano?
»Un cambio completo se operó en ella desde el momento en que aquellas ideas la poseyeron. Un dormido instinto comercial la obligó a hacer cosas que antes ni siquiera había soñado. Se dio a pensar cuánto costaría un par de castillos en España, cuánto podría gastar un duque en su vida, cuánto costaría el sostenimiento de los castillos incluyendo un ejército de criados, buenos caballos, carruajes elegantes. Qué cantidad se necesitaba para sostener una vida cortesana haciendo viajes a Francia e Italia y qué fortuna era necesaria para subvenir a las necesidades de una mujer noble y elegante casada con un duque o marqués. Todo aquello alcanzaba una suma fantástica. En sus cálculos incluía las contribuciones y donativos especiales a la Iglesia, a fin de que la poderosa institución la dejara vivir en paz. También pensó en la construcción, cerca de la mina, de una catedral, en la que enterraría los restos de su esposo. Después de hacer la suma, decidió contar el doble a fin de estar a salvo de algún mal cálculo que pudiera haber hecho. La cifra resultante ocupaba, al ser escrita, cerca de un pie de largo, pero ello no la desconcertó, pues sabía que podría conseguirla y que solo era cuestión de tiempo, ya que la mina parecía contener riqueza sin límite.
»Vinieron duros años de lucha para alcanzar la meta que se había fijado. Alejada de toda civilización, privada hasta del mínimo confort, se mantuvo en su puesto día y noche, sin sentir fatiga, sin pensar en el descanso. Cuando se sentía desfallecer le bastaba pensar en el duque y en los castillos para recuperar todas sus fuerzas. Era indudable que tenía una visión más clara de los hechos que su marido. Conquistó a los jornaleros sin pagarles salarios más altos que él. Era enérgica tenaz y parecía usar de una especie de hipnotismo para obtener de los trabajadores lo que quería. Si esas virtudes no le daban resultado, ensayaba otros medios diplomáticos y ganaba su voluntad. Sabía reír como un carretero borracho, lloraba en forma conmovedora y juraba como un arriero. Si esos resortes le fallaban, sabía rogar con tanta maestría que hubiera sido capaz de convencer hasta a los frailes mendicantes para que le entregaran cuanto poseían.
»Pagaba a sus hombres siempre un poquito más de lo que necesitaban, y así los retenía.
»Y no era solo el problema de la mano de obra lo que tenía que resolver. La mina se veía amenazada constantemente por pandillas de bandoleros y ladrones compuestas de presidiarios evadidos, asesinos, desertores del ejército y toda clase de aventureros. El país estaba acosado por hordas de bandoleros antes nunca vistas y compuestas por mestizos, indios, criollos y blancos descastados. Era la época en que, debido a la revolución americana y a la francesa, el poder de España en el continente americano empezaba a vacilar, y en consecuencia la política zozobraba a causa de los cambios económicos.
»Para alejar de su tesoro a las hordas de gente fuera de la ley, doña María tenía que usar de toda clase de triquiñuelas y disimulos. Muchas veces, cuando se enteraba de que se aproximaban, aparentaba ser una miserable criatura obligada a trabajar como esclava, no para su provecho, sino como penitencia por un horrible pecado cometido contra la Iglesia, de la que quería obtener el perdón trabajando duramente a fin de construir la catedral más lujosa y costosa del mundo.
»Pero llegó el día en que doña María sintió la nostalgia de su tierra, la llamada de la civilización, el deseo de un hogar limpio, de una cocina bonita, de una alcoba coqueta con un lecho suave para compartirlo con un hombre, y de un lugar en el que los mosquitos, la fiebre, el agua infectada, las culebras, los alacranes y otros horrores que sabía no podría soportar más, no existieran. Concluyó que debía partir en seguida o se volvería loca. Quería ver caras de cristianos y olvidar las de los indios, quienes frecuentemente la asustaban, pues le ocurría lo que a un hombre a quien repentinamente su perro le infunde terror. Deseaba ardientemente hablar con gentes cultas, de su misma raza y en su lengua no corrompida; necesitaba de las caricias de algún ser amado; quería vestir como debían hacerlo las mujeres en la ciudad.
»Aquellos deseos la poseyeron tan rápidamente que no tuvo tiempo de reflexionar y de analizar sus sentimientos como lo hacía antes; no tenía fuerzas para dominarlos. Comprendió que si no partía, sería capaz de cometer insensateces. Tal vez se habría entregado a alguno de los indios, o se habría matado o intentaría matar a todos los hombres o quizá hasta sacar todo el metal acumulado y regarlo por todas partes.
»Hizo un balance del tesoro y encontró que poseía bastante para vivir como le placiera y en España. Resolvió quedarse una semana más para planear cuidadosamente su viaje.
»Doña María había contratado recientemente a dos soldados españoles que pasaron por allí, probablemente desertores ambos o expulsados del ejército. Con su ayuda formó una escolta de mestizos y de indios medianamente armados. Aquella guardia se había hecho necesaria debido al incremento que el bandidaje había tomado. Uno de los soldados españoles mandaba durante el día y el otro por la noche.
»La guardia había dado resultado y doña María decidió levantar el campamento, empaquetar sus riquezas y transportarlas a la ciudad de México y de allí a la vieja y buena España. El transporte habría sido prácticamente imposible sin escolta.
»El metal, del cual una sexta parte era oro y el resto plata, había sido fundido en barras y en esa forma se había acomodado en cajas, cuévanos y hasta canastas fabricadas por los indios. Podía calcularse la magnitud del tesoro tomando en cuenta que fueron necesarias ciento treinta fuertes mulas para hacer el acarreo solo del metal, cosa que más tarde fue plenamente comprobada por investigaciones oficiales.
»La caravana, compuesta por treinta y cinco hombres de los cuales veinte iban bien armados, se puso en camino. Tenían que recorrer cerca de dos mil trescientos kilómetros para llegar a la capital, atravesando desiertos, ríos y barrancos y trepando cerca de tres mil metros por los elevados senderos de la Sierra Madre, salvando espesas selvas y bosques vírgenes. Pasaron por los distritos tropicales más bajos del país, subieron a las cumbres heladas de las altas cordilleras de la Sierra Madre para descender nuevamente al trópico. En las alturas de la Sierra, la caravana fue azotada por fuertes tormentas y huracanes, mientras que al atravesar desiertos y tierras bajas tropicales y rocosas, hombres y bestias casi morían de sed y de calor.
»El transporte resultó animadísimo. Doña María se mostraba siempre excitada. Las mulas cargadas solían escapar y era necesario alcanzarlas, otras caían y se les tenía que ayudar para que se levantaran; unas veces tiraban la carga y otras había que sacar bestia y carga de las profundidades de una barranca; otras bestias se ahogaban y era necesario extraer la carga de entre las aguas del río. No pasaba un solo día sin que algo ocurriera para hacer la vida menos aburrida.
»Una tarde doña María se dio cuenta de que entre la gente reinaba cierta agitación. Investigó y supo que uno de los capitanes españoles se dedicaba a crear dificultades. Al fin, encarándose con doña María, el capitán dijo:
»—Escuche, y escuche con cuidado, señora. ¿Se casará usted conmigo o no? Piense en lo que puede resultarle mejor.
»—¡Casarme yo contigo; contigo, carretero apestoso; hijo de puta! ¡Casarme yo contigo!
»—Está bien —contestó el hombre—, fácilmente puedo conseguirme una gran belleza y mucho más joven. En adelante yo manejaré los asuntos, cosa que puedo hacer muy bien sin necesidad de su consentimiento, aparte de que jamás ha sido usted agradable para un macho como yo.
»—¿Qué dices que puedes hacer sin mi consentimiento? ¡Cabrón, coyote apestoso!
»—Lo que quiero decir es que no necesito casarme contigo para quedarme con todo lo que los bultos guardan.
»—¡Ah! ¿Conque te crees capaz? ¡Te agradezco que hayas hablado claro!
»El español sonrió y, señalando con la mano, hizo que doña María fijara su atención en los hombres que se hallaban en el campamento.
»—Contempla aquello, bella dama. Tal vez después te decidas a ir conmigo a la iglesia y luego a la cama, o a la inversa si te parece, querida. Te doy una hora para que te convenzas de que estás enamorada de mí. Yo no te necesito, ¿sabes?, y si te tomo es solo por lástima y compasión; soy muy sentimental, no puedo ver a una hembra llorar.
»—¿Por qué esperar una hora? No estoy acostumbrada a esperar —doña María no había perdido su sangre fría—. Buena faena has hecho, perro; lo reconozco y admiro tu valor. Me gustan los tipos como tú.
»Miró hacia el campo y vio al otro capitán atado a un árbol y a todos los indios amarrados y en el suelo. Solo los mestizos se hallaban libres y era a éstos a quienes el español se había ganado prometiéndoles una buena tajada del botín. Doña María repitió:
»—Sí, magnífica faena, excelente trabajo el tuyo.
»—Eso quiere decir que has entrado en razón, hermosa; supongo que no querrás esperar más.
»—Tienes razón, diablo maldito; no quiero esperar más.
»Doña María hablaba con frialdad. Se aproximó a una de las monturas que se hallaban en el campo y con un movimiento rápido cogió uno de los pesados látigos que servían para arrear a las mulas. Antes de que el español se diera cuenta de lo que iba a hacer, ella le asestó un latigazo terrible en la cara y le hizo caer y cubrirse el rostro con las manos, lamentándose. Con la rapidez de un relámpago le propinó media docena más de despiadados latigazos en la cara, haciendo que se encogiera cegado por el dolor. Después él se arrastró, cubriéndose la cara con un brazo y ayudándose con el otro para huir de los golpes.
»Aquello fue solo el principio. Los mestizos estaban tan asombrados que ninguno se atrevió a huir. Antes de que tuvieran tiempo de reflexionar, el látigo empezó a cruzarles las caras. Los que no caían echaban a correr cubriéndose con los brazos. Ni por un instante se les ocurrió atacar a la rabiosa mujer. Cuando se sintieron a salvo y capaces de regresar, doña María ya había desatado al otro español y le había dado un cuchillo para que libertara a los indios que habían permanecido fieles a su patrona.
»Los liberados no perdieron tiempo, montaron sus caballos y empezaron a lazar a los mestizos que trataban de huir.
»Doña María los hizo colocar en fila, poniendo al frente de ellos al español rebelde.
»—¡Ahora, puerco cabrón, ve a moler a tu abuela! —le gritó—. ¿Qué me dijiste? Creo que me propusiste matrimonio; lo que no sabías es que estarías en el infierno antes de que yo lo pensara siquiera. ¡Cuelguen a esta culebra! Su hermano el diablo ya está esperándolo para saludarlo. Así, muchachos, así; muy bien hecho.
»Mientras el rebelde se balanceaba en el árbol, doña María gritó a los inmovilizados mestizos:
»—Y ustedes, ¡perros apestosos!, bien me gustaría verlos a todos colgados también. ¿Qué haré con ustedes? Mandaré que los amarren a la cola de los caballos y que les den una vuelta antes de colgarlos. El virrey me recompensará por hacer el trabajo que el verdugo no pudo hacer por falta de tiempo. Bueno, canallas; tendré piedad de ustedes para que la Virgen Santísima la tenga conmigo el día de mi muerte. Les daré oportunidad de escapar, aunque tarde o temprano caigan en manos del verdugo; eso es seguro y no debe preocuparles. No quiero mermarle las ganancias; tal vez tenga una familia grande a quien mantener. Pero tengan cuidado, porque el primero que encuentre tratando de traicionarme habrá de preferir caer en manos de la Santa Inquisición y no en las mías. Ahora, a trabajar. ¡Hey!, esperen un minuto. No crean que los necesito, pero si se largan no habrá paga. A los que quieran quedarse les daré el caballo que montan, la pistola y la montura y tal vez (digo tal vez) una gratificación además de su salario. Y ahora a trabajar, a reparar las monturas y a curar a las mulas. ¡Aprisa!
»Los hombres pusiéronse al trabajo inmediatamente.
»—¡No se atrevan a bajar a ese demonio ahorcado! —gritó doña María a dos de la pandilla que deseaban bajar el cadáver—. Dejen su bagazo a los zopilotes, que su alma ya debe estar en el infierno.
»Mientras los mestizos se afanaban reparando las monturas, curando a las mulas, arreglando los paquetes, colocando zacate sobre las sillas y cocinando, doña María llamó al español que le había sido fiel. Ella no podía saber si le sería fiel un día o una semana más. Pero aquella escena debía habérsele metido por los ojos y ya sabría evitar las torpezas cometidas por el otro. Éste era escasamente mejor que el capitán ahorcado y sabía que en aquella ocasión había perdido solo su oportunidad.
»La mano férrea con que doña María había sofocado el motín, sin duda le había impresionado profundamente. Pero como se trataba de una mujer, podría creer fácil correr la aventura y tener éxito ahora que conocía sus mañas, y tenía, además, a los indios de su parte.
»Doña María previó la situación y supo que no podría confiar en él. Sus buenas razones tenía para tratar de reconciliarse con los mestizos, haciéndoles promesas de regalos que aquéllos nunca habían esperado. Y el mejor apoyo de su diplomacia consistía en crear dos partidos que se odiaran entre sí. En aquella forma siempre tendría a alguno de los bandos de su parte y en pugna con el otro. Empezó a pensar en el mestizo a quien podría nombrar capitán de su grupo para poderlo manejar mejor. En aquellas condiciones, se necesitaba el cerebro de un gran conductor más que de un gran diplomático para hacer llegar el tesoro a su destino.
»Llamó al capitán leal y le preguntó:
»—¿Cómo se llama, hombre?
»—Pedro Padilla, doña María; Pedro Padilla, su humilde servidor.
»—Bien, don Pedro —dijo doña María, apoyando la voz en el “don” y conquistándolo con aquello. Él y su colega ahorcado jamás habían sido llamados por doña María más que “hombre”. “¡Hey, hombre! ¡Tú, ven acá!” Por ello se sintió como un soldado condecorado ante sus compañeros incapaces de merecer semejante honor.
»—Bien, don Pedro —repitió doña María—, no crea usted que no me he fijado en sus cualidades. Se portó usted noblemente, como todo un valiente caballero, como real y verdadero protector de una mujer indefensa. Lo admiro por su comportamiento —y acompañó sus palabras de una sonrisa.
»El caso era que nada de particular había hecho; el otro capitán lo había sorprendido y mandado a dos mestizos que lo ataran a un árbol, le dieran de patadas en las costillas y le dejaran ver cuanto ocurría en el campo. De no haber sido por el valor de doña María, habría tenido que servir a su antiguo compañero, quien tal vez lo habría mandado colgar.
»Doña María sabía aquello muy bien, pero se desentendió de la verdad y le hizo creer que estaba segura de haberle visto pelear como un león para protegerla, lo que le halagó profundamente.
»Ella había empezado a poner en juego su táctica para lograr seguridad durante la marcha.
»—Como decía yo, don Pedro, se ha portado usted como un verdadero noble hispano y, en cuanto lleguemos a la capital, le recompensaré como se merece. Le daré… —y estuvo a punto de decir una mula con todo su cargamento, pero reparó a tiempo en su excesiva generosidad y continuó—: le daré la mitad de la carga de esa mula y repartiremos entre los indios de la escolta la otra mitad. Y esos malditos y apestosos mestizos, si se portan bien de ahora en adelante, recibirán una bonificación correspondiente a la cuarta parte de lo que los indios fieles tendrán. Además, don Pedro, el caballo, la pistola y el rifle serán de usted. También daré a los indios sus bestias y sus pistolas.
»—Muchas gracias, doña María; a los pies de usted —contestó Pedro, besándole la mano y agregó—: Y ahora permita usted que me retire para volver al trabajo.
»—Es usted guapo, don Pedro; nunca me había percatado de ello —dijo doña María con una sonrisa de lo más femenina—. Sí, es usted guapo y muy fuerte; es extraño que nunca lo hubiera notado antes, Pedro —y volvió a sonreír—. Ya hablaremos de ello cuando estemos en la capital; ahora no es tiempo, ni estamos en lugar muy a propósito para hablar de estas cosas.
»Pedro se irguió, tomando la apariencia de un pavo en el momento de hacer la rueda.
»—Vaya usted a vigilar que los hombres cumplan con su deber, don Pedro; ahora es usted el jefe y encargado de todo, ya que solo en usted puedo confiar.
»—Sí, doña María, por la Santísima Virgen, tenga usted confianza, y ahora mil gracias por sus bondades.
»Doña María se volvió y se dirigió a su tienda.
»“¡Qué cerebro el de los hombres!”, pensó para sí.
»El motín había sido aplastado. Durante el resto del camino no se registró ningún incidente semejante. Pedro se portó como doña María esperaba. Cualquier intento de rebeldía entre los hombres habría fracasado con la ayuda de él. Doña María nunca había pensado que los hombres que la servían pudieran rebelarse. Otros eran los problemas que ella había tomado en cuenta. A medida que se acercaban a las regiones pobladas, los caminos se hacían más peligrosos. Por todos lados se encontraban hordas de bandidos, desertores del ejército o de la marina y presidiarios evadidos. El poder de España en América se debilitaba cada vez más. Habiendo ejercido una tiranía absoluta, ocurría lo que siempre en cualquier tiempo cuando las dictaduras se acercan a su poco glorioso fin. Las dictaduras no permiten que los pueblos se guíen política o económicamente por sí mismos; éstos no se encuentran preparados para afrontar la evolución natural, y el resultado es el caos. Las autoridades se vieron tan duramente presionadas por todos lados que no pudieron sofocar la creciente inquietud del país.
»Doña María vivía con el temor constante de ser atacada, robada y asesinada. Cada mula con su carga tenía que ser cuidadosamente vigilada. Hubo días en que no fue posible avanzar más de quince kilómetros, por tropezar con dificultades al parecer insuperables.
»Aquel viaje fue para doña María una prueba todavía más dura que su estancia en la mina. No recordaba una sola hora de felicidad, siempre con el temor de perder su tesoro. Sus días transcurrían llenos de preocupaciones y sus noches pobladas de pesadillas terribles. No recordaba una sola noche tranquila y de agradable sueño. Sus días eran amargos y cargados de amenazas.
»Lo único que le había sostenido el ánimo durante aquellos años eran sus proyectos para el futuro. Soñaba verse del brazo de un duque, camino de la corte, en donde tendría el honor de besar el pesado anillo de Su Majestad.
»Por fin llegó el momento supremo. La caravana arribó a la ciudad de México sin haber perdido una sola barra del precioso metal.
»Apenas llegada doña María, la fama de sus riquezas corría por toda la ciudad. Hasta los oídos del virrey, el más alto dignatario de la Nueva España, llegó la nueva del arribo a la capital de la mujer más rica del imperio. Doña María fue invitada a concurrir a una audiencia privada con el virrey, la que con asombro general duró más de una hora.
»Su gratitud no tuvo límites cuando aquel alto personaje le prometió que su caudal sería bien guardado en las propias arcas del tesoro del rey, esto es, el sitio más seguro de la Nueva España, más seguro aún que las arcas del entonces Banco de Inglaterra, pues quedaba guardado por todo el ejército colonial y garantizado por el virrey. En aquellas arcas, sus tesoros podían reposar hasta ser transportados bajo vigilancia especial de las tropas del rey hasta el puerto de Veracruz para ser embarcados a España. Doña María, confundida por tanta generosidad, prometió al virrey un regalo en efectivo, espléndido hasta para un personaje de su alcurnia.
»Doña María recompensó a sus hombres más allá de lo que les había prometido por su fidelidad, y los despidió honrosamente.
»Una vez arreglado todo, se alojó con magnificencia en el mejor hotel de la capital.
»¡Por fin podría gozar de una buena comida al cabo de tantos años de penas y durezas! ¡Por fin podría sentarse a comer tranquila y gustosamente!
»Cuando hubo gozado de la deliciosa cena, descansó en el lecho dulce y mullido, por tantos años deseado. Al despertar ya pensaría en cosas más finas y delicadas, en cosas más femeninas y en el guapo duque o marqués.
»Pero ocurrió algo que doña María jamás había previsto.
»Sus tesoros no desaparecieron, no fueron robados de las arcas del rey; fue algo más lo que desapareció sin que nadie volviera a tener noticias suyas, ello fue la misma doña María. Ella se acostó en su lecho real, pero a partir de aquel instante nadie más volvió a verla. Desapareció misteriosamente sin que nadie supiera cuál había sido su fin.
»Mas si de ella nadie volvió a saber, toda la Nueva España se enteró de que sus tesoros no habían desaparecido y de que habían pasado a manos de alguien que sabría emplearlos mejor que aquella dama tan tonta que suponía a la nobleza casada con la honestidad.»
Cuando Howard terminó de contar la historia, agregó:
—Quise hacerles este relato para demostrarles que no todo está en encontrar oro y sacarlo de la tierra; hay que transportarlo, y esto representa un esfuerzo mayor que el de cavar y lavar. Es posible tener un montón de oro enfrente y no poder asegurar si nos será dado comprar con él una taza de café y una hamburguesa.
—¿No habría posibilidad de localizar aquella mina? —preguntó Curtin—. Porque aquella mujer no debe haber sacado todo lo que contenía.
—No lo hizo —contestó Howard, haciendo un gesto a Curtin—. Todavía queda mucho, solo que llegaste tarde como siempre, Curty; porque actualmente la mina es explotada por una compañía americana que ha obtenido diez veces más de lo que doña María pudo sacar. Puedes localizarla fácilmente, y parece inagotable; se llama Doña María Mine y se encuentra en la vecindad de Huacal. Si quieres, puedes solicitar trabajo en ella, tal vez lo consigas, si tienes suerte. Te pagarán cuarenta dólares a la semana.
Durante algún tiempo, los hombres permanecieron silenciosos alrededor del fuego, después se levantaron, estiraron los miembros y bostezaron con el sabroso placer con que lo hacen los jornaleros bien cansados.
—Eso ocurrió hace más de cien años —intervino Lacaud, rompiendo el silencio.
—¿Alguien ha dicho lo contrario? —repuso Dobbs.
—No —contestó Lacaud—, pero sé una historia acerca de otra rica mina de oro. Ocurrió hace apenas dos años, y es mejor.
—Cuéntasela a tu abuela —dijo Dobbs, bostezando con ostentación—. No queremos ninguna de tus historias; aunque se refieran a hechos recientes, cuando salen de tu boca ya son rancias. Más vale que te calles, tú, interno.
—¿Qué dices? —preguntó Lacaud asombrado.
—Nada, déjame en paz.
—No le hagas caso Lacky —dijo Howard tratando de calmar a Lacaud—. No debes tomar en serio lo que Dobby diga. ¿No ves que nació con el cerebro enrevesado y todavía no acaba de componerse? Ahí está la dificultad. Si se le obsequia con un buen pastel de manzana aderezado con crema, preguntará furioso por qué no se le ofrece de calabaza. Así es.
—¡Caramba, cómo me cargáis todos vosotros! —dijo Dobbs, haciendo un gesto indecente al tiempo que se dirigía a la tienda dejando a los otros cerca del fuego.