CURTIN había ido al pueblo en busca de provisiones, que deberían durarles hasta el día de la partida.
—¿En dónde diablos has estado todo este tiempo? —preguntó Howard a Curtin cuando llegó—. Estaba a punto de ensillar mi burro para ir a buscarte. Temíamos que algo te hubiera ocurrido. Debías haber estado aquí desde el mediodía.
—Sí, debía —dijo Curtin con voz cansada mientras desmontaba lentamente del burro y empezaba a descargar las otras bestias con ayuda del viejo.
Dobbs se hallaba en una especie de balcón que había en un pico de la roca, desde el que podía verse el valle y se dominaban todos los caminos que conducían a la base de la montaña.
Curtin había sido encargado de comprar las provisiones y del acarreo del agua porque sabía conducir los burros, pero aquellos viajes al pueblo estaban muy lejos de ser una vacación. Resultaban más cansados que el trabajo en la mina. Llevaba a cabo una especie de canje con el tendero del pueblo para despistar respecto a lo que realmente hacían; por ello Curtin llevaba siempre algunas pieles a cambio de las cuales recibía casi nada, porque el tendero alegaba que no tenía compradores, y así, la mayor parte de lo que compraban tenía que pagarlo en efectivo.
Cualquiera habría pensado que Curtin, a su retorno del pueblo, traería noticias de lo que en el mundo pasaba, pero nunca lo hizo, porque nadie en aquel pueblecito de campesinos indígenas leía los diarios. Difícilmente había entre todos, incluyendo al tendero, cuatro personas que supieran leer. Si por casualidad llegaba al pueblo algún periódico, era sirviendo de envoltura a las mercancías de la tienda y generalmente databa de diez meses atrás. El tendero nunca envolvía las cosas que se le compraban, porque carecía de papel para hacerlo. Sus clientes tenían que encontrar la manera de transportar las mercancías a su casa, y aquello no le importaba al tendero, porque no tenía competidores y porque, además, siendo alcalde, era rey, ley, juez y ejecutor al mismo tiempo.
Pero toda vez que los periódicos estaban escritos en castellano y no hallándose los socios muy familiarizados con el idioma, poco habrían comprendido de lo que en ellos se decía. Claro que Curtin habría podido conversar con el tendero o con alguna persona del pueblo, pero aquéllos solo estaban enterados de lo que ocurría en su pequeña comunidad: de los asesinatos ocasionales, de las mujeres golpeadas, de la misteriosa desaparición de una vaca o una cabra y de la extraña sequía de la estación; del incendio del jacal de don Paulino, del tigre que había entrado al corral de la viuda de don Celerino, de la muerte de los niños de don Gonzalo, a quienes había picado un alacrán, y de la parálisis de don Antonio a consecuencia de la mordedura de una serpiente venenosa.
Aquellas noticias carecían de interés para los socios, y si alguna vez Curtin las mencionaba era solo por decir algo de lo que había escuchado, sin que Howard y Dobbs le prestaran atención. Poco se habrían excitado también con la noticia del nombramiento del candidato presidencial por la convención de demócratas y por el G. O. P. Cualquier interés en los asuntos del mundo hubiera ejercido una mala influencia sobre su trabajo. Por entonces no podían pensar en nada más que en terminarlo satisfactoriamente. Su única preocupación, pues, era la forma de hacer dinero y, una vez conseguido éste, la forma de emplearlo.
Howard fue en busca de Dobbs.
Curtin abrió los costales y las bolsas y sacó los víveres que había traído. La noche estaba próxima y decidieron dar por terminados sus trabajos de aquel día, cocinar su cena y tener una larga y perezosa plática después, fumando sus pipas cargadas con tabaco fresco y tomando algunos tragos del mezcal traído por Curtin.
—¿Qué te pasa, Curtin? —preguntó Howard viendo que Curtin no decía una palabra desde hacía media hora.
—Tuve que dar un rodeo de veinte mil demonios para poder llegar aquí.
—¿Por qué?
—Ocurre que en aquel maldito poblado indígena había un individuo merodeando con intenciones de interceptar mi paso. Dijo que era de Arizona.
—Podría ser —admitió Howard.
Dobbs empezó a sospechar.
—¿Qué andará buscando por aquí?
—Eso es lo que yo quisiera saber. Pero cerró bien el hocico. Los nativos me dijeron que se había hospedado en una fonda en la que suelen hospedarse los arrieros, y todo el mundo, porque no hay otra. Desde hace una semana se encuentra allí sin hacer daño a nadie. Habla bastante castellano y parece llevarse bien con los del pueblo. No bebe y además no tiene apariencia de pistolero o de andar huyendo de la policía. No, por el contrario, tiene tipo de persona decente.
—No te desvíes —interrumpió Dobbs nervioso.
—Eso quisiera pero no puedo, ahí está la dificultad; no veo claro, pero el caso es que preguntó a los nativos si habría por los alrededores minas de plata o de oro.
—¡Por el diablo! ¿Conque eso preguntó? —dijo Howard sobresaltado al oír la noticia.
—Los del pueblo contestaron que no podía haber oro o plata por aquí, pues de haberlo, ellos, que vivían en estos sitios desde la creación del mundo, lo sabrían, y que les gustaría, porque apenas sacaban para vivir de su trabajo y que si no obtuvieran algo extra manufacturando petates, sombreros, canastas, jarros y cazuelas para llevarlas a vender a otros pueblos, se verían obligados a vivir como salvajes sin que les fuera posible siquiera cubrir sus desnudeces.
Dobbs miró en rededor como en busca de algo.
—¿Quieres que te apedree, demonio de hablador? Dinos lo que pretende y lo que ha hecho.
—Bueno, anda al pueblo, dile que eres periodista y pídele una información exacta y por escrito para publicarla en la prensa —aconsejó Curtin irónicamente.
—¡Por el amor de Cristo, Dobby, no interrumpas! Déjalo que nos cuente las cosas a su manera. Bueno, Curty, prosigue: ¿Qué hay en todo eso?
—Todo habría resultado bien de no ser por ese diablo hablador de tendero, a quien en realidad nosotros hemos hecho millonario, que le dijo que en esta montaña había un americano cazando tigres y leones, y el muy animal le dijo también que el gringo tal por cual iba al pueblo en busca de provisiones, que llegaría en uno de estos días y que si él estaba pendiente podría hablar con ese compatriota suyo, a lo que contestó que le gustaría esperar y hablar conmigo.
—Así es que lo que pretendes decir es que te estaba esperando, ¿no es eso? —Dobbs parecía cada vez más excitado.
—Creo que me oíste, ¿o es que estabas dormido mientras yo hablaba? Bueno, pues ese diablo de Arizona me esperó y en el momento preciso en que yo entraba en la tienda, se aproximó. Era enteramente desconocido para mí, nunca lo había visto antes por este rumbo. Me abordó diciendo: «¿Qué tal, forastero? ¿Cómo estás?» Traté de esquivarlo mostrándome indiferente y solo le contesté: «¿Cómo estás?», alejándome en seguida y dedicando toda mi atención al tendero. Pero a él no le importó mi indiferencia; empezó a hablar diciéndome que creía que en las montañas debía haber un cargamento de bienes y para que yo pudiera comprender lo que trataba de expresar con aquello, me explicó que se refería, por supuesto, a la buena pasta, a las piedrecitas amarillas y relumbrantes.
—¡Diablos! —exclamó Howard—. La cosa me parece complicada. Algo se le debe haber metido en la cabeza cuando el tendero le dijo de tu larga estancia por estos sitios en busca solo de caza.
—¿Qué le contestaste cuando puso el dedo en la llaga? —preguntó Dobbs.
—Le dije que no me tomara por bobo, que hacía tiempo que yo vivía aquí y que conocía bien el suelo y que de haber un solo grano de oro podría estar seguro de que yo lo sabría; pero que le aseguraba que no existían ni rastros, no ya de oro, ni siquiera de cobre, porque yo no me había enterado de su existencia.
—¿Qué contestó?
—Se sonrió, poniendo de manifiesto que era lo suficientemente listo, y para que yo quedara bien enterado de ello dijo: «No te había juzgado tan estúpido, hermano. Créeme, cuando yo miro una colina desde un kilómetro de distancia sé si de ella puede sacarse una onza o todo un cargamento. Si tú nada has encontrado, yo iré contigo y te haré meter la nariz dentro de él. Aquí en el valle he encontrado un sinfín de indicios, y siguiendo las huellas hasta las rocas creo que la grava contiene trazas; debe haber sido arrastrada por las lluvias torrenciales del trópico.» «¡No me lo digas, viejo!», contesté, y él agregó: «Sí, créaselo o no.»
Howard interrumpió a Curtin:
—Lo único que puedo decir de ese tipo es que si por la apariencia del paisaje y por las trazas arrastradas por las lluvias puede determinar el contenido de las montañas, debe ser un gran hombre, un semidiós.
—Tal vez sea un geogista o como les llaman a los que saben conocer bien si en el terreno hay petróleo o solo tierra seca.
—Querrás decir geólogo, Dobby —corrigió Howard.
—Tal vez lo sea, pero quizá anda sacudiendo el zacate para obligar a salir de él a la liebre.
Dobbs tuvo una idea:
—¿No se os ocurre pensar que tal vez ese sea un espía, enviado por el gobierno o por el jefe de alguna horda de bandidos, para que esté pendiente de nuestro regreso y poder robarnos o confiscar cuanto hemos sacado? Es más, yo estoy casi seguro de que está relacionado con bandidos. Porque aun cuando no tengan seguridad de que llevamos algo bueno, podrían atacarnos solo por robar nuestros burros y ropas y por lo que es más valioso para ellos: nuestras escopetas y herramientas. Tenemos bastantes cosas, además de nuestro oro, que pueden despertar la codicia de los bandidos.
Curtin movió la cabeza diciendo:
—No lo creo; él no tiene apariencia de ser espía del gobierno o avanzado de algunos bandidos. Creo más bien que anda en pos de lo que dijo, que anda en busca de oro.
—¿Cómo puedes saber qué es lo que en realidad pretende? —preguntó Howard.
—Porque empacó sus cosas inmediatamente.
—¿Qué cosas empacó?
—Tiene dos mulas, en una de ellas monta y en la otra carga sus provisiones.
—¿Qué clase de provisiones?
—Parecen ser una tienda de campaña, sarapes, cacerolas y una cafetera.
—¿Ninguna herramienta?, es decir ¿ni palas ni picos ni nada de eso? —y el viejo agregó—: Porque si anda en pos de fortuna, no podrá cavar muy bien con sus garras. ¿No viste palas o algo por el estilo?
—La verdad es que no me puse a examinar sus bultos.
—Claro que no —dijo Howard pensativo. Luego agregó mirando a Curtin—: Tal vez traiga todas las cosas enrolladas en la tienda. ¿No te fijaste en si el envoltorio se veía como si encerrara las herramientas?
—Parecía muy pesado.
Estuvieron cavilando largo rato. Finalmente, Curtin rompió el silencio.
—Estoy casi seguro de que no se trata de un espía del gobierno ni de bandidos. Más bien me pareció un poquito chiflado.
—Bueno, dejémoslo en paz; ya estoy cansado de preocuparme por ese tipo —dijo Dobbs—. No hay por qué temer.
—De eso no estoy muy seguro —empezó a explicar Curtin—. Creo que sí debe preocuparnos porque el hecho es que me siguió. Primero me preguntó francamente si podría venir conmigo a mi campamento. Le contesté que no. Entonces empezó a seguirme. Durante tres kilómetros no me preocupó. Después me detuve y lo dejé aproximarse para decirle: «Mira, amiguito, no me fastidies, porque te puede costar caro. Yo no me ando metiendo en tus asuntos y más vale que tú saques la nariz de los míos si quieres que sigamos siendo amigos. Ahora, si quieres que te hable de otro modo, te diré que me es muy fácil derribar a cualquier tipo de tu tamaño; así, pues, si sabes lo que te es más saludable, márchate y déjame en paz.»
—¿Y qué contestó él a eso? —preguntaron Howard y Dobbs al mismo tiempo.
—Dijo que no pretendía molestarme y que lo único que deseaba era la compañía de un paisano durante algunos días, porque hacía meses que no encontraba a ningún americano y estaba a punto de volverse loco a fuerza de rondar por la Sierra, encontrar solo indios y no oír más idioma que una corrupción del castellano. Que deseaba sentarse algunas noches ante el fuego, junto a algún ser civilizado, para fumar en su compañía y conversar un poco; que eso era todo. A ello contesté que no tenía deseos de soportar su charla y que quería estar solo. Creo que ignora que vivo acompañado, tiene la idea de que me encuentro solo en el campamento.
—¿Dónde crees que se encuentra ahora? —preguntó Dobbs—. ¿Crees que te haya seguido?
—Tuve buen cuidado de rodear por caminos accesibles a los burros. Me arrastré junto con los animales a lo largo de pasajes cubiertos de maleza para despistarlo, pero ¡diablo!, cada vez que volvía la vista y miraba desde alguna altura en las montañas, lo veía venir en dirección correcta. Parece tener buen olfato. Si yo hubiera venido solo lo habría podido despistar, pero trayendo tres burros era imposible. Es solo cuestión de tiempo, porque si trata de encontrarme, pronto lo logrará sin duda. Ahora solo resta preguntar…
—¿Qué? —interrumpió Dobbs.
—¿Qué haremos con él si se nos aparece uno de estos días? Ya no podríamos trabajar en la mina con un sabueso como él.
Howard atizó el fuego y contestó:
—Es difícil decir qué haríamos. Si fuera un indio del poblado o del valle, la cosa no tendría importancia. Un indio no se quedaría, regresaría al lado de su familia. Pero tratándose de este tipo, la cosa es distinta. Acabaría por descubrirnos; no será tan estúpido para dejar de preguntarse a sí mismo por qué razón tres blancos permanecen durante meses en este campamento. Imposible decirle que estamos aquí de vacaciones. Podríamos hacerle creer que hemos cometido un par de asesinatos y que tratamos de escondernos, pero supongamos que ello nos resulta contraproducente y que al cabo de algún tiempo regresa en compañía de un piquete de federales. Si ellos nos cogen y el oficial que los manda tiene prisa por regresar al lado de su querida, no tendrá empacho en ordenar que nos maten como a perros rabiosos. Nos matarán cuando tratemos de escapar. Será imposible probar que están equivocados, y nos enterrarán en el mismo sitio en que seamos muertos.
—Ahora tenemos otras cosas de que preocuparnos —interrumpió Dobbs—. Propongo que lo invitemos a largarse en el momento en que se presente, haciéndole entender claramente que si lo volvemos a ver rondar por aquí, le llenaremos la barriga de plomo.
Howard no estuvo de acuerdo con la proposición.
—Eso sería tonto. Él se haría el inocente, regresaría al pueblo y pondría a la policía montada tras de nuestra pista, y entonces, ¿qué? ¿Qué sabe la policía de nosotros? Bien podríamos ser penados evadidos o bandidos o rebeldes al gobierno. La policía estaría aquí con la rapidez del viento en cuanto ese tipo le dijera que poseíamos tesoros robados, y una vez que la policía estuviera aquí, no podríamos permanecer por más tiempo ni llevarnos lo que hemos conseguido.
—Bueno —dijo Dobbs—, entonces lo único que podemos hacer es despacharlo en el mismo instante en que se presente. También podríamos colgarlo y volver a quedar en paz.
—Puede ser —fue lo único que dijo Howard. Sacó las papas del fuego para ver si ya estaban listas. Eran el mayor lujo que habían disfrutado desde que se encontraron allí, porque raramente se conseguían en el pueblo. En aquella ocasión, el tendero había pedido unos veinte kilos, porque sabía que Curtin las compraría.
Howard colocó de nuevo la olla en el fuego y dijo:
—No podemos matarlo. Descartemos eso. Puede ser un vagabundo, un tipo a quien guste rondar por este gran país sin propósito determinado, solo para dar gracias a Dios por haber creado estas hermosas montañas, y ése no es motivo para que lo matemos. Nada malo nos ha hecho y no podemos decir si realmente trata de entrometerse en nuestros asuntos. Algunos hombres trabajan hasta matarse en los campos petroleros o en las minas de cobre para poder vivir o para amontonar dinero, en tanto que otros prefieren hasta pasar hambre algunas veces antes que perder la oportunidad de contemplar las maravillas y bellezas de la naturaleza. No es ningún crimen visitar estas montañas con el corazón abierto y el alma llena de canciones, por lo menos no es un crimen en contra nuestra.
Dobbs no pareció convencido:
—¿Cómo podríamos saber si es uno de esos tipos chiflados o un ladrón?
—No podemos, tienes razón —dijo el viejo—. Pero debemos darle una oportunidad. Y además, si lo matamos, podrían descubrirnos.
—¿Cómo? —Dobbs no podía desechar su idea de matarlo—. Lo enterraremos y lo dejaremos allí. Supongamos que alguien lo viera venir, ¿y qué? Eso no sería evidencia de que nosotros lo habíamos matado. Si no queremos matarlo, podemos simplemente empujarlo desde alguna roca para que se rompa el pescuezo. Si su cuerpo es encontrado, todos juzgarían el hecho como un accidente lamentable.
—Sí, muy fácil —dijo Howard sonriendo—, tan fácil como empujar por las nalgas a una mula vieja. ¿Y quién lo va a matar o a empujar al precipicio? ¿Tú, Dobby?
—¿Por qué no? Echaremos un volado a ver a quién le toca.
—Sí, ¿verdad?; para que el que lo haga quede entre las manos de los que lo sepan durante toda su vida. Yo no, hazme a un lado. Me resultaría demasiado caro —Howard estaba en apariencia más preocupado por obtener un plato de sabrosas papas que por despachar a un chiflado al otro mundo.
Durante toda aquella larga discusión entre Howard y Dobbs, Curtin habían permanecido en silencio, bebiendo su café, atizando el fuego de vez en cuando y levantando la vista del suelo para mirar, preocupado, hacia la maleza que rodeaba el campo.
De pronto Howard se percató de que Curtin hacía mucho tiempo que no tomaba parte en la conversación y preguntó:
—¿Estás seguro de que te seguía?
—Absolutamente seguro.
—¿Cómo?
—Porque allí está —contestó haciendo con los hombros un ademán cansado y dirigiendo la vista hacia un claro de la maleza por el que se veía la vereda que conducía hacia abajo.
Dobbs y Howard se sorprendieron de tal modo que por un momento no les fue dado mirar en la dirección indicada por Curtin.
—¿Dónde? —preguntaron al mismo tiempo.
Curtin volvió la cabeza hacia el claro.
Finalmente Howard y Dobbs se volvieron y miraron. Allí, entre las profundas sombras de la noche, ligeramente iluminado por la hoguera del campamento, se hallaba parado el forastero, con sus dos mulas, a las que retenía con cuerdas.
Miraba asombrado a los tres hombres, pues había pensado encontrar solamente a Curtin.
No dio ninguna voz amistosa, permaneció en silencio, esperando a que lo llamaran, a que lo mataran o le dijeran maldiciones. Su actitud poco dejaba traslucir. Parecía esperar a que aquellos tres hombres rudos decidieran lo que habían de hacer con él. Al mismo tiempo denunciaba ser demasiado orgulloso para implorar o esperar alguna ayuda a la que no estaba en condiciones de corresponder.