VII

AQUELLOS tres hombres se habían reunido con el único propósito de enriquecerse, sin que entre ellos mediara amistad alguna. Sus relaciones eran puramente comerciales, y el hecho de haber reunido su cerebro, su esfuerzo y sus recursos para obtener buenas utilidades, era precisamente lo que había impedido que llegaran a ser verdaderos amigos.

La situación parecía ventajosa para el desarrollo de su trabajo. Ocurre a menudo que amigos, verdaderos buenos amigos, obligados a trabajar juntos y forzados unos por otros, alejados del resto de las gentes, suelen convertirse en enemigos encarnizados.

Ni siquiera eran camaradas. Cada uno de ellos iba tan solo en pos de sus utilidades y si algún grano de oro que le pertenecía era tomado por otro, inmediatamente se iniciaba una batalla sin cuartel.

Las preocupaciones comunes, el trabajo, las inquietudes, las esperanzas, los habían convertido en compañeros de campaña. Más de una vez alguno de ellos había salvado la vida a otro. Varias veces Dobbs había arriesgado su propia seguridad para rescatar al viejo o a Curtin cuando rodaban por un precipicio, caían en alguna grieta o se veían atrapados entre la maleza espinosa de un empinado risco. También Dobbs había sido auxiliado por los otros en situaciones peligrosas. Sin embargo, ninguno de ellos tuvo jamás la creencia de que la ayuda dada o los sacrificios hechos respondían a un sentimiento generoso. Todos sentían que aquel servicio era prestado porque, de haber muerto alguno, los otros dos no habrían podido trabajar. Ocurría lo mismo que con los soldados extraños entre sí, pero pertenecientes a una misma nacionalidad o a ejércitos aliados, quienes ayudan a sus compañeros no solo por patriotismo, sino en atención a otras muchas razones, frecuentemente difíciles de explicar en detalle.

En esas circunstancias, los servicios mutuos suelen producir amistades duraderas, pero ello no ocurría entre estos tres hombres.

Un día, Dobbs se encontraba en un túnel del que extraía tierra, y de pronto, al derrumbarse, quedó sepultado. Howard, que cavaba en el lado opuesto, no se enteró de lo que ocurría.

En aquel momento, Curtin regresaba de acarrear agua del arroyo con ayuda de los burros. Cuando miró al túnel le extrañó no oír a Dobbs ni ver un solo rayo de luz de la linterna que usaba. Inmediatamente comprendió lo que pasaba y ni siquiera perdió tiempo avisando a Howard, pues consideró que no había un minuto que perder. Penetró en el túnel, aun cuando la bóveda se hallaba en tal estado que en cualquier momento podría caer y sepultar al salvador. Logró sacar a Dobbs, y entonces llamó al viejo, porque el primero estaba inconsciente y Howard sabía bien lo que había necesidad de hacer en esos casos.

Cuando Dobbs volvió en sí se dio cuenta de lo que Curtin había hecho por él y del peligro que había corrido para rescatarlo.

—Gracias, muchacho —dijo sonriendo—. Si hubieras perdido el tiempo siquiera en escupirte las manos, todo habría terminado para mí. Creedme, oí claramente las arpas celestiales.

Después volvieron al trabajo.

Aquella misma noche, mientras se hallaban sentados ante la hoguera en que cocinaban su cena, Dobbs empezó a meditar. Cuando terminaron de cenar, se quedó mirando con sospecha a sus socios.

—¿Qué miras? —preguntó Curtin.

—Estoy pensando, ¿por qué demonios me sacasteis de aquel agujero? Vuestras ganancias hubieran aumentado considerablemente si me hubieseis dejado allí sólo cinco minutos más —contestó Dobbs apretando los ojos mientras hablaba.

—Me parece que todavía estás oyendo música angelical y viendo blancas túnicas —dijo Howard tratando de ridiculizarlo.

—Vosotros nunca me atraparéis dormido —contestó Dobbs—, no me creáis tan estúpido como vosotros dos. Yo tengo mis ideas y me aferro a ellas; tenedlo muy presente, ladrones con mente sucia, porque eso es lo que sois y lo que seréis siempre.

—Sigue cacareando así y te rompo el hocico, ¡maldito! —dijo Curtin acremente.

—¿Quién habló de romper el hocico? —preguntó Dobbs poniéndose en pie.

—Estaos quietos, nenes; a nada conduce que os rompáis los huesos y os estropeéis las quijadas; las necesitamos y mucho —intervino Howard en tono paternal, para apaciguarlos. Y puso el dedo en la llaga, pues nada era tan valioso para aquellos hombres como la conservación de sus energías para el trabajo, y recordarles aquello era el mejor recurso empleado por el viejo para evitar sus riñas.

—Claro está que tú, bisabuelo apolillado, eres lo bastante cobarde para pelear. Te echas a temblar hasta cuando ves reñir a dos machos, te desmayarías si vieras una nariz sangrante —dijo Dobbs aún en pie, olvidándose de Curtin y volviéndose contra el viejo—. Siempre me he puesto a cavilar en cuál es la razón por la cual te gusta hacer el papel de padrino entre nosotros. Algún día lo sabré y entonces os saldrá caro a los dos.

Cuando Dobbs se puso en pie, Curtin no se movió, solamente adoptó una actitud defensiva.

—No le hagas caso —dijo a Howard—. No lo debes tomar en consideración. ¿No te has dado cuenta de que está chiflado?

—Tal vez —gruñó Dobbs—. Tal vez esté chiflado, pero yo sé por qué y a causa de quién estoy chiflado. Y ahora me voy y os dejo discutiendo sobre la forma de hacerme estirar la pata, pero tal vez la cosa resulte a la inversa.

Cuando se hubo metido en la tienda, Howard dijo a Curtin:

—Parece que nada nuevo ocurre bajo las estrellas. He visto repetirse esta escena tan a menudo y tan innecesariamente, que me pregunto cómo ha tardado tanto en ocurrir entre nosotros. Y no pienses tú, Curtin, que estás tan libre de ese mal como crees. Hay muy pocos inmunes a la infección. Bueno, yo también me voy a acostar. Buenas noches.

Todas las noches se calculaban cuidadosamente las ganancias del día con la presencia de los tres socios. Hecho esto, se dividían y a cada uno se le entregaba su parte. Aquel sistema de pagar dividendos no era muy inteligente, pues algunas veces las ganancias del día eran tan cortas que se hubiera necesitado un matemático experto para que determinara la forma de dividirlas justamente.

Aquel sistema se había adoptado accidentalmente y casi desde el primer día en que obtuvieron alguna utilidad.

Curtin lo había sugerido durante la segunda semana y cuando los productos empezaban a acumularse.

—Yo estoy de acuerdo —dijo Howard sin discutir—. Para mí, mejor; así no tendré que hacer de dragón para cuidar vuestros centavos. Nunca me gustó serviros de caja fuerte.

—¿Quién te ha nombrado nuestro banquero? Nunca te hemos pedido que cuides de nuestros bien ganados pesos.

—Lo que significa, en buenas palabras, que no confiáis en mí.

—Eso es exactamente lo que queremos decir —agregó Dobbs, sin dejar lugar a duda sobre la forma en que juzgaba a su socio.

—Muy bien —dijo Howard sonriendo—. Lo único que puedo aseguraros es que de los tres yo soy el único en quien se puede confiar.

—¿Tú? ¿Cómo? —dijo Dobbs acremente.

Howard no dejó de sonreír; había tenido muchas experiencias similares para sentirse ofendido.

—Posiblemente ahora me preguntarás en qué penitenciaria me criaron. Bueno, te diré que todavía no he estado en ninguna y espero que lo creas. Además, el hecho de no haber estado nunca en la cárcel no garantiza nuestra honestidad. Aquí carece de sentido el mentirnos unos a los otros; al cabo de unas semanas nos conoceremos mejor de lo que podríamos lograr valiéndonos de un record policiaco o del reporte de un celador de presidio. En nuestra situación no valen triquiñuelas ni importa lo listo que se haya sido en la ciudad. Aquí podemos mentir o hablar con verdad tanto como nos dé la gana; todo se aclarará tarde o temprano. Así, pues, no importa lo que penséis de mí, pero lo que sí os aseguro es que de los tres soy el único en quien se puede fiar. En cuanto a quién es el más honesto, nadie podría determinarlo.

Dobbs y Curtin se concretaron a sonreír. A Howard pareció no importarle.

—Podéis reíros de lo que digo; no por ello será menos cierto. ¿Por qué? Porque aquí solo los hechos cuentan. Supongamos que te encargamos a ti, Dobbs, de cuidar nuestros bienes mientras yo me encuentro entre la maleza buscando leña y Curtin ha ido al pueblo a comprar provisiones, ¿no sería esa una buena oportunidad para que te largaras y nos dejaras con un palmo de narices?

—Solo un ladrón como tú puede pensar que yo sería capaz de semejante cosa —dijo Dobbs ofendido.

—Puede ser un ladrón quien como yo diga eso, pero más ladrón es quien tiene pensamientos semejantes y no lo reconoce. Tú serías el primer tipo a quien yo podría imaginar abrigando la idea de robar en cuanto se le presentara la mínima oportunidad. Quedarte con cuanto poseemos parecería fuera de aquí una mala acción en contra de tus socios, pero aquí resultaría la cosa más natural. Tú piensas y has pensado muchas veces en hacerlo. Por ahora no te convendría, solo tienes ideas vagas sobre ello, pero algún día esas ideas se fijarán con mayor claridad en tu cerebro. Yo conozco a mis compañeros, vosotros no; en eso está la diferencia. Si un bello día me cogen, me amarran contra un árbol, toman cuanto poseo y se marchan abandonándome a mi destino en estos parajes, no me sorprenderé en lo más mínimo, porque sé lo que el oro suele hacer a los hombres.

—¿Y respecto a ti, presuntuoso? —preguntó Curtin.

—Conmigo la cosa es diferente; ya no tengo ligereza en los pies, no podría hacerlo por más que me afanara. Me atraparíais en un instante y me colgaríais. Yo no puedo escapar, dependo de vosotros en más de un caso. No me es posible correr con rapidez y ahí tenéis claramente expresada la razón por la cual se puede confiar en mí.

—Juzgándolo desde ese punto de vista, creo que tienes razón —dijo Curtin—. De cualquier forma y tal vez por tu propio bien, Howy, será mejor dividir las ganancias todas las noches para que cada socio se haga responsable de lo suyo. Así cada cual gozará de mayor libertad y podrá marcharse cuando quiera.

—De acuerdo —contestó el viejo—, solo que entonces cada cual deberá cuidar de que los otros no se enteren del lugar en que guarda su tesoro.

—¡Por el diablo! ¡Qué mente más sucia tienes, canalla! —dijo Dobbs.

—No sucia, nene; no sucia. Solo sé con quién estoy sentado aquí, ante el fuego, y qué clase de ideas, hasta supongo que gentes decentes, pueden tener en la cabeza cuando hay oro de por medio. La mayoría de la gente teme únicamente al hecho de ser atrapado, y eso las hace no mejores, pero sí más cuidadosas e hipócritas; y su malicia suele afinarse a tal grado que resulta imposible atraparlas una vez que han huido. Aquí no tiene utilidad ser hipócrita ni mentir. En los poblados es diferente. Allí puedes poner en juego cuantas triquiñuelas existen sin que ni tu propia madre las descubra. Aquí hay un solo obstáculo: la vida de tu socio. Y fácil como puede parecer acabar con ese obstáculo, en final de cuentas suele resultar costoso.

—La policía podrá encontrarlo tarde o temprano, ¿no es eso lo que quieres decir? —preguntó Dobbs.

—No pensaba en la policía. La policía y los jueces no podrán enterarse nunca, de hecho jamás se enterarían. En cambio, si los actos torcidos no molestaran la conciencia del hombre, su mente y su alma nunca le dejarían olvidarlos. El crimen cometido no le atormentaría tal vez, pero el recuerdo de los hechos que le precedieran convertirían su vida en un infierno sobre la tierra y lo privarían de toda la felicidad que soñara adquirir con su mal proceder. En fin, ¿para qué hablar de esto? Hagamos lo que queráis, partamos las ganancias todas las noches y que cada cual esconda lo suyo lo mejor que pueda. Será duro de cualquier modo cargar la bolsa colgada al cuello tan pronto como hayamos hecho doscientas onzas.