A la mañana siguiente, mientras estaban sentados en la plaza, Dobbs relató a Curtin la historia.
Curtin escuchó con ansiedad hasta el final. Cuando Dobbs terminó, le dijo:
—Quizá la historia sea verdadera.
—Ya lo creo que lo es —dijo Dobbs—. ¿Qué puede hacerte creer que se trata de una historia de suplemento dominical?
Se sorprendía de que alguien pudiera dudar de la veracidad de aquel relato que le parecía uno de los más hermosos que pudieran escucharse. Sin embargo, aquella reflexión hecha por Curtin en tono de duda produjo un extraño efecto sobre la mente de Dobbs. La noche anterior, cuando Howard había relatado este cuento con su voz calmada y convincente, Dobbs sentía estarlo viviendo; no encontraba nada ilógico en ello, todo parecía tan claro y sencillo como la historia de cualquier zapatero afortunado. Pero aquella ligera duda de Curtin había hecho aparecer la historia como un cuento de aventuras.
Dobbs nunca había pensado que las exploraciones en busca de oro tuvieran necesariamente que estar ligadas a algún misterio. Las exploraciones en busca de oro no eran sino uno de tantos trabajos encaminados a ganarse la vida. No podía haber en ello más misterio del que pudiera encontrarse en la excavación para hacer un abrevadero en un rancho de ganado o en las practicadas en alguna mina de arena. Pero aun cuando el resto del relato pareciera fantástico, había un incidente en la historia contada por el viejo aquel que parecía tan claro como la luz del día, y era el hecho de que los tres socios del primer grupo de la expedición hubieran tratado de traicionar al resto en cuanto descubrieron la mina.
Dobbs agregó, haciendo un signo de asentimiento:
—Eso es exactamente lo que yo digo. Es la eterna maldición del oro que transforma en un instante el alma del hombre.
En el momento de decir aquello se dio cuenta de que había hablado de algo que nunca antes había tenido cabida en su mente. Jamás se le ocurrió pensar que el oro traía consigo una maldición. Tuvo la sensación de que no era él sino alguien que habitaba en su interior, y de cuya existencia nunca se había percatado, quien había hablado por su boca. Se sintió incómodo al percatarse de que en el interior de su mente habitaba una segunda persona a quien por primera vez acababa de conocer.
—¿Que hay una maldición en el oro? —a Curtin no pareció impresionarle la idea—. Yo no veo cuál puede ser ni en dónde puede estar. Eso parece chismorreo de viejas. Nada de eso. El oro trae consigo mayor cantidad de bendiciones que de maldiciones. Ello depende de quien lo posee, pues, en final de cuentas, es la mala o buena condición de su poseedor lo que determina las bendiciones o maldiciones. Dale a un canalla una bolsa llena de piedras o una llena de oro y le verás emplear una u otra en la satisfacción de sus deseos criminales. Y de paso, lo que mucha gente ignora es que el oro en sí mismo carece de importancia. Supongamos que yo fuera capaz de hacer creer a la gente que era poseedor de montañas de oro. Lograría los mismos propósitos que si realmente las poseyera. No es el oro lo que transforma al hombre, es el poder que él confiere lo que cambia su alma. Ese poder, sin embargo, es imaginario, pues si no es reconocido por otros hombres deja de existir.
Dobbs, escuchando a medias lo que Curtin decía, se balanceó en el banco y miró hacia los techos de las casas sobre los que unos hombres trabajaban colocando alambres de teléfono. Los había observado el día anterior y los observaba entonces esperando que algo les ocurriera. Se hallaban en posturas tan difíciles que no acertaba a comprender cómo podían trabajar.
—Y todo eso —decía—, por cuatro cincuenta diarios, con la posibilidad de caer y romperse el cuello. La vida de los trabajadores es vida de perro, eso es. ¡Por el diablo, hablemos de algo más divertido!… Volviendo a la historia, me pongo a cavilar si tú serías capaz de traicionar a tus compañeros para quedarte con todo el oro.
Curtin no contestó inmediatamente. Al fin dijo:
—Creo que nadie puede decir lo que haría si tuviera la oportunidad de obtener mayores rendimientos valiéndose de una triquiñuela o de algún engaño. Estoy seguro de que todos los hombres obran en distinta forma a la que suponen en cuanto se encuentran frente a un montón de dinero o ante la oportunidad de embolsarse un cuarto de millón con solo mover una mano.
—Yo creo que habría de obrar en la forma en que lo hizo Harry Tilton —dijo Dobbs—; es el camino más seguro. Sin duda que me satisfaría determinada cantidad, con ella me establecería en algún pueblo bonito y dejaría que los demás disputaran.
Después de bañarse en el río y de caminar cuatro kilómetros para ahorrar los quince centavos que costaba el pasaje en autobús de regreso al pueblo, los dos volvieron a hablar de exploraciones.
No era oro lo único que deseaban. Estaban cansados de vagar esperando una nueva oportunidad de trabajar o corriendo tras los contratistas a quienes había necesidad de sonreír y de reír sus gracias para conservar su amistad. Lo que más necesitaban era un cambio. Aquel correr en pos de trabajo no podía durar siempre, debía haber algo más que aquella noria enloquecedora. ¡Era tan tonto aquello de pararse junto a las ventanas del banco y estorbar el paso de quienquiera que por allí cruzara, mirando en cada uno a un posible contratista en busca de gente para trabajar en los campos!
Había transcurrido media semana sin que se presentara ni la más remota esperanza de conseguir trabajo. Parecía más que nunca que todo el negocio petrolero hubiera muerto en la República y sin duda en aquella región del país.
Muchas compañías habían comenzado a parar los trabajos en un gran número de campos y otras hacían preparativos para retirarse definitivamente de la República. Algunos hombres, que desde hacía cinco años trabajaban invariablemente, volvían al puerto para reunirse a los sin trabajo. Dobbs, en un arranque de desesperación, dijo:
—Todo parece muerto, muchos de los que tienen para comprar pasajes se han marchado a Venezuela, en donde parece que habrá auge próximamente. Creo que aquí todo ha terminado. Lo que es yo, me largo ahora mismo en busca de oro, de plomo o de lo que sea, aunque tenga que ir solo. Estoy harto de este pueblo y de esta vida. Si he de verme en la necesidad de alimentarme con polvo, igual puedo hacerlo en este maldito lugar agonizante que entre los indios de la Sierra Madre. Eso es lo que pienso y eso haré.
—Tú lo has dicho —dijo Curtin—, y puedes contar conmigo; estoy listo hasta para robar caballos o ganado.
—Así quería oírte hablar. ¿Qué oportunidades esperas tener, después de, digamos, cuatro semanas? —preguntó Dobbs—. Bolsear al prójimo y después las Islas Marías. Por mí, gracias; no es eso lo que quiero. Si el bolseo te falla y alguien te echa el guante, no son muy gratas las vacaciones que se pasan en esas islas. ¿Sabes por qué todos los cromos de la Virgen la representan con un cuchillo clavado en el corazón? Ese puñal debe haberlo clavado en su pecho alguien que regresó vivo de aquellas islas. En ellas hay muy pocos guardias, porque están vigiladas por millones de feroces tiburones.
—Hermoso lugar —dijo Curtin riendo—. Así, pues, el bolseo queda descartado. ¿A quién le gusta que lo custodien tiburones?
—Eso mismo pienso yo. Entonces, mañana nos largamos. Cuanto antes, mejor. Aquí estamos gastando nuestro dinero inútilmente; lo empezaremos a invertir con provecho en cuanto nos pongamos en camino. Esta noche hablaré de nuestros proyectos con el viejo Howard.
—¿Con él? —preguntó Curtin—. ¿Para qué? ¿Piensas llevarlo con nosotros? Es muy viejo; a lo mejor tenemos que cargar con él a cuestas.
—Te equivocas acerca del viejo; es quizá más duro y resistente que nosotros dos juntos. Esos viejos son como las buenas pieles, y hay algo más importante: a decir verdad yo nada sé de exploraciones. Francamente, ni siquiera sé qué apariencia tiene el oro en la arena. Puedes tenerlo enfrente de ti y no reconocerlo, pensando que es alguna especie de roca, de polvo de cal o de algo por el estilo. Así, pues, de nada nos servirá trabajar como burros y prodigar nuestro sudor si en fin de cuentas no sabemos distinguir entre los desechos y el metal. El viejo es veterano en el asunto y sin duda sabrá cuándo se encuentra en presencia de oro y cómo es posible sacarlo. Por eso lo necesitamos, necesitamos de su experiencia. La cuestión es que él se decida a reunirse a este par de cachorros; si lo logramos, ya podremos felicitarnos de ello.
—Tienes razón, en realidad nunca se me había ocurrido eso; vayamos a preguntarle ahora mismo —dijo Curtin sin hacer más objeciones.
Cuando llegaron al Oso Negro, encontraron a Howard tumbando en su catre leyendo cuentos de gangsters.
—¿Yo? —dijo inmediatamente— ¿Yo? ¡Qué pregunta! Claro que iré cualquier día, a cualquier hora; lo único que esperaba era uno o dos tipos que quisieran acompañarme. Para ir en busca de oro, siempre estoy listo. Me arriesgo y hago la inversión. Veamos, ¿cuánto tenemos?
Tomó un lápiz y empezó a anotar al margen de un periódico y a sumar.
—Yo tengo trescientos dólares en el banco y estoy dispuesto a invertir doscientos. Es lo último que me queda en el mundo. Cuando se me haya acabado habré terminado yo también. Pero si no se arriesga, no se gana.
Curtin y Dobbs empezaron también a calcular sus bienes, que consistían en lo que les restaba del salario pagado por Pat. No sumaba mucho; juntando cuanto ambos tenían no llegaron a la cantidad que invertiría el viejo.
—Bueno, me temo que no nos alcanzará.
Howard hizo una lista de las provisiones y herramientas más indispensables y encontró que ni siquiera podían subvenir a aquellas modestas necesidades.
Dobbs tomó aliento al recordar su billete de lotería.
—No seas supersticioso —le advirtió Curtin—, hasta ahora yo nunca he sabido de nadie que gane algo con la lotería.
—Nada me costará mirar la lista —dijo Dobbs levantándose de su catre.
Curtin rió de todo corazón diciendo:
—Voy contigo, no quiero perderme de ver la carota que pondrás cuando veas tu número y te encuentres con que ni siquiera reintegro lograste. Bueno, andando que quiero mi función gratis.
En todos lados había listas. Se hallaban colgadas a las puertas de todas las dulcerías y de las tabaquerías, para dar facilidades a las gentes que desearan examinarlas. Muchas estaban impresas en calicó, pues eran examinadas con tanta frecuencia y tan nerviosamente que las impresas en papel eran rápidamente destruidas, y había necesidad de que duraran todo un año, ya que los billetes eran pagaderos dentro de los doce meses siguientes al sorteo.
En la tabaquería del Hotel Bristol había una lista.
—Acaba de llegar, caballeros —dijo la muchacha que estaba en el mostrador.
—¿Y ahora qué? ¿Qué dices ahora de las supersticiones, borrico? —dijo Dobbs, golpeando la lista cariñosamente—. Échale un vistazo a este lindo numerito, a este encantador numerito al que daría un beso porque es el mío. ¿Sabes lo que representa en dinero contante y sonante? A mi vigésimo le corresponden cien pesotes. ¡Bienvenidos, dulces soldaditos!
—Bueno, ganaste; pero fue una excepción y me mantengo en la idea de que solo los idiotas ganan.
—Puede que tengas razón —concedió Dobbs, pues se sentía superior en posesión de sus cien pesos—. Posiblemente solo los idiotas hagan dinero, pero no importa, lo esencial es tener plata, y, además, se necesita buena mano para elegir el billete. ¿Cómo ha de saber un idiota cuál es el número acertado? Contéstame. Yo elegí el número acertado ¿verdad?
Mientras sostenían aquella conversación llegaron a la agencia en la que pagaban los billetes. El suyo fue cuidadosamente examinado, porque algunos vivos solían cambiar los números impresos con tal maestría que aun los pagadores experimentados eran a veces engañados. Pero el billete fue aceptado y Dobbs recibió su dinero.
—Ahora me toca a mí conseguir cien más para completar nuestro equipo —dijo Curtin, tratando de encontrar la manera de conseguir el dinero.
En aquel momento los vendedores voceaban por las calles llevando un rollo de periódicos bajo el brazo.
—¡San Antonio Express! ¡El Express! ¡Acaba de llegar El Express!
Uno de ellos se detuvo frente a Dobbs y Curtin y les ofreció el periódico. Apenas acababa Curtin de ver la primera página cuando dijo:
—He aquí la solución. ¿Ves este hombre? ¿Puedes ver cómo se llama? Pues me debe cien dólares y aquí dice que ha hecho mucho dinero y que acaba de comprar una esquina en la calle Commerce. Le cablegrafiaré; es buen pagador y me mandará el dinero.
Se dirigieron a las oficinas del Western Union y en unas cuantas palabras Curtin expresó a su viejo amigo lo que deseaba. Esa noche y por la misma vía recibió un cable por doscientos dólares en vez de cien.
—¿No te dije que era de fiar ese tío de San Antonio? A eso le llamo yo un amigo. Ése sabe atender al que tiene necesidad.
Curtin no se sentía entonces menos superior que Dobbs cuando hizo efectivo su billete de lotería.
—No perdamos más tiempo —dijo Howard cuando estuvo al corriente de todo—. Partamos mañana mismo.
Todos estuvieron de acuerdo y a la mañana siguiente abordaron el tren con rumbo a San Luis Potosí, de donde partieron para Aguascalientes con el fin de tomar la línea del norte. Cuatro días después se hallaban en Durango.
Allí emplearon dos días en estudiar mapas y tratar de obtener información de toda clase de gente conocedora de aquella parte de la República.
—Ved, pichones —dijo Howard—. Excluid cualquier parte en la que veáis rieles o carreteras, por malas que éstas sean, pues a esos sitios resulta inútil ir, ya que los constructores de ferrocarriles y carreteras suelen examinar hasta la última partícula del terreno en que construyen sus caminos. La cosa es natural y forma parte de su negocio; así, pues, resultaría una pérdida de tiempo buscar en sitios examinados de antemano por ingenieros.
—Me parece comprender lo que pretendes —dijo Dobbs, empezando a darse cuenta de los planes de Howard.
—No habrá dificultad después de que os explique claramente cuál es un suelo virgen y cuál no lo es —Howard empezó a señalar con un lápiz sobre el mapa que tenía enfrente, y agregó—: Debemos dirigirnos a algún sitio en el que tengamos la seguridad de que ningún agrimensor o conocedor de metales haya puesto el pie. Los mejores sitios son aquellos temidos por las gentes pagadas para trabajar en ellos y a los que no se han arriesgado a ir por considerar que su salario no compensa el peligro de llegar a ellos. Solo en esos lugares podremos tener alguna oportunidad de encontrar algo. Esas son las regiones que habremos de señalar en la carta.
Tiró algunas líneas sobre ciertas secciones del mapa e hizo algunas señales aquí y allá. Por algunos minutos se quedó mirando los signos, al parecer comparando los sitios entre sí. Después, con un gesto decidido, hizo un pequeño círculo en el mapa sobre determinado punto y dijo:
—Aquí es adonde nos dirigiremos. El sitio exacto no importa mucho, es decir, en detalle. Veámoslo de cerca y entonces decidiremos, porque aquí en el mapa resulta difícil determinar cuándo se trata de una montaña, un desierto, un pantano o algo por el estilo. Eso viene a demostrarnos que quienes confeccionaron el mapa ignoran lo que allí se encuentra. Una vez que nos hallemos en el lugar, todo lo que tendréis que hacer será abrir bien los ojos y mirar cuidadosamente. Yo conocí a un tipo que, creáislo o no, olía el oro cuando se encontraba cerca de él, lo mismo que los burros suelen olfatear el agua cuando tienen sed. Y esto me recuerda, muchachos, que tenemos que ir cerca de aquí en busca de burros, que nos serán necesarios para acarrear nuestras maletas y para otros trabajos en el campo.
Emplearon los tres días siguientes en comprar burros a los campesinos indios en pueblecitos de la vecindad.