III

«¿NO conocéis la historia, la verdadera historia, de la mina de Agua Verde?… ¿No?… Bueno os la voy a contar para ver qué sacáis de ella. Yo se la oí a Harry Tilton, uno de los que se enriquecieron explotándola.

»Los indios, sus dueños legítimos, fueron desposeídos por unos monjes que se aproximaron a ellos con dulces sermones en los que les prometían la salvación del alma y un pasaje seguro para el cielo. Esto ocurrió en el siglo XVI. La Iglesia tomó posesión de la mina, pero, al poco tiempo, el virrey de la Nueva España, haciendo en cambio fuertes concesiones territoriales, la obtuvo en nombre del rey.

»Era una mina increíblemente rica, se hallaba abierta y en ella se encontraban vetas portentosas. Estaba situada en una región montañosa en el norte de la República y cercano a ella había un lago de aguas cristalinas de color esmeralda, reposando entre las rocas. A él se debía el hermoso nombre de la mina.

»Algo ciertamente extraño ocurría. Los españoles comisionados por el gobierno para trabajarla, solían vivir poco tiempo. Raramente alguno de ellos podía regresar a España y muchos ni a la capital llegaban. Eran perseguidos por toda clase de infortunios; algunos eran mordidos por serpientes, otros sufrían la picadura de alacranes y arañas venenosas; otros contraían raras enfermedades cuya naturaleza y origen nadie, ni sus doctores, podían determinar, y, como si ello no fuera suficiente, los que podían escapar de las mordeduras y picaduras de animales venenosos y del misterioso mal, eran atacados por las diferentes fiebres que allí abundaban.

»Era evidente que los indios habían maldecido la mina para vengarse de las torturas que para lograr su posesión les habían infligido los invasores. En aquella época cualquier cosa que no podía explicarse era considerada como brujería.

»Habían sido enviados curas y hasta obispos para que bendijeran la mina, se celebraron cientos de misas por ella; todas las galerías y los túneles habían sido bendecidos por separado, así como todas las maquinarias, las herramientas y los hornos.

»Pero parecía que la maldición de los indios tenía mucha más fuerza que todas las oraciones y bendiciones de los dignatarios de la Iglesia Romana. Las condiciones cada día empeoraban. Los comisionados duraban cuando mucho un año, al cabo del cual morían o desaparecían durante alguna cacería.

»Los hombres, sean judíos o cristianos, mahometanos o comunistas, son tan codiciosos o tan audaces cuando de oro se trata que, a pesar de las vidas que ello pueda costar, mientras el metal exista, mientras no desaparezca, arriesgarán la vida, la salud y la mente y desafiarán todo peligro y riesgo concebible para retener el precioso metal.

»La maldición, o aquello a lo que los invasores llamaban maldición, llegó a tomar enormes proporciones, pero nada tenía que ver con las misteriosas maquinaciones de los indios y de sus jefes.

»Todo el trabajo efectivo de la mina era hecho por indios. Al principio, cuando los monjes poseían la mina, obtenían la mano de obra gracias a un ingenioso plan. Los indios eran bautizados y como pago por la salvación de su alma tenían que trabajar para su nuevo Señor, que se hallaba en los cielos, ya que eran considerados como sus amados hijos, estableciéndose como ley que esos indios debían trabajar para los monjes en cualquier momento en que fueran requeridos, por lo que recibían, en cambio, algunas chucherías. Pero más tarde, una de las razones por las cuales la Iglesia accedió a vender la mina al gobierno fue porque el problema del trabajo había llegado a ser extremadamente complicado. Los indios descubrieron el juego de los frailes, al percatarse de que aquellos hombres blancos que les mostraban al nuevo dios se preocupaban menos por el bienestar terrenal de sus hijos que por las riquezas que acumulaban.

»En consecuencia, cada día disponían de menor número de hombres deseosos de trabajar a cambio de la gracia del Señor. Y toda vez que los frailes estaban más acostumbrados a vivir con facilidad que a caminar por caminos rocosos y llenos de maleza espinosa y a trabajar la mina sin ayuda de los inocentes hijos de la tierra, concluyeron que la explotación de ella constituía un pecado para la Iglesia y que al Señor le parecería mejor aceptar la buena proposición de compra hecha por el gobierno. Convenían más a la Iglesia las grandes concesiones para explotar tierras, ya que una mina tarde o temprano se agotaría, en tanto que la tierra podría ser siempre explotada. Además, había otro punto de gran importancia y era que los monjes no podían transportar lo que obtenían de la mina sin la ayuda del gobierno, que proporcionaba la escolta necesaria, y, siempre que era solicitada, el virrey se excusaba diciendo que no podía distraer del servicio ni a uno solo de sus soldados, pues necesitaba de todos para sofocar un brote de rebelión en algún sitio. No hay oro que tenga valor si no es posible transportarlo a los sitios en los que la gente lo necesita. Los monjes sabían que si ellos tomaban una escolta por su cuenta, los soldados nunca llegarían a la capital y el cargamento caería en manos extrañas, tal vez en las del gobernador de alguna de las provincias que la caravana cruzara.

»Una vez que el gobierno estuvo en posesión de la mina, trató de obtener de ella lo más posible en el menor tiempo. Los recursos empleados por los frailes para conseguir mano de obra, ya no daban resultado, y la mina, sin el trabajo de los nativos, carecía de valor. Durante algún tiempo el gobierno trató de trabajarla valiéndose de prisioneros. Pero mucho antes de que la caravana llegara a la mina no restaba ya ni uno de ellos, todos se habían evadido, y para atraparlos el gobierno habría necesitado todo un regimiento.

»Los nativos fueron inducidos a trabajar con la añagaza de víveres, joyas falsas, cuentas de vidrio de colores vivos y otras chucherías. Al cabo de algunos meses reclamaron su salario, pero ya fuera que la mercancía prometida no hubiera llegado o que los comisionados hubieran comerciado con ella, el caso es que nada se les dio y los indios, al verse engañados, abandonaron la mina. Los comisionados trataron de evitarlo valiéndose de todos los procedimientos indebidos imaginables y de severos castigos, pero los nativos, conocedores del terreno, fueron escapando uno a uno o en pequeños grupos.

»Entonces los comisionados se armaron y recorrieron los pueblos de los alrededores conduciendo a la mina a todos los hombres a quienes habían podido capturar. No era posible encadenar a los prisioneros, pues no se disponía de cadenas ya que todo el material de hierro era necesario para los trabajos de la mina. Y hubiera sido una gran locura transportar aquel pesado material teniendo que hacer un recorrido de tres mil kilómetros cuando había necesidad de transportar tantas cosas indispensables, y, además, sobre todas las precauciones que se tomaran, al cabo de un corto tiempo no quedaría ni un solo hombre trabajando. Así, pues, era necesario volver a los pueblos y capturar más hombres, pero cuando lo intentaron se encontraron las villas quemadas y desiertas.

»Entonces se vieron obligados a recorrer distancias mayores para encontrar pueblos en los que poder lograr material humano.

»Para evitar nuevas deserciones, los españoles penetraban en los pueblos de los desertores y, si no les era posible capturarlos, aprehendían a algunas mujeres, ancianos y niños y los ahorcaban a manera de represalia.

»Procedimientos semejantes pueden emplearse por largo tiempo entre los africanos, pero no con los indios de América. Una vez, cuando la cuadrilla que hacía las levas había dejado la mina, llegó a ella una partida de guerreros que acabaron con todos los blancos que en ella se encontraban, después de lo cual incendiaron el lugar. Luego se emboscaron entre la maleza y en cuanto distinguieron a la cuadrilla que traía a los nativos cautivos, se lanzaron sobre ella y, ayudados por los prisioneros, acabaron con todos sus hombres. Ni un solo español sobrevivió o pudo escapar.

»Para hacer el transporte de los productos de la mina a la capital, se necesitaban, de acuerdo con la estación, entre dos o tres meses. Cuando la matanza ocurrió acababa de salir un transporte para la capital; así, pues, el gobierno no se enteró de lo acontecido sino hasta seis meses más tarde. Se envió una expedición para recobrar la mina y aquélla llegó más o menos un año después de ocurrida la matanza. El jefe de la expedición envió al gobierno un extraño informe diciendo que, después de varias semanas de tediosa búsqueda, no había podido ser localizada la mina, y aún más, ni siquiera se podía determinar el sitio en el que había estado, pues no se encontraba lago, ni cueva, ni cosa semejante que indicara el lugar en el que podía haberse hallado. Era indudable que los indios habían destruido la mina totalmente haciendo desaparecer todo signo o marca que pudiera descubrirla; no satisfechos con ello, disfrazaron el terreno, para lo que plantaron árboles y yerbas, transportaron trozos de roca, borraron y desviaron caminos y veredas. Transcurrido un año, el clima había cooperado a cambiar el aspecto del terreno en forma tal que aun cuando hubiera quedado allí alguno de los comisionados que trabajaran con anterioridad, habría encontrado dificultades para localizar la mina.

»En los veinte años siguientes fueron hechas cuatro expediciones más, de las que formaban parte ingenieros provistos de mapas y de toda clase de instrumentos. Todo fue en vano. Ahora bien, muchachos, para no cansaros os diré que la mina jamás volvió a ser descubierta.»

Aquí daba Howard por terminada su historia cuando uno de los jóvenes oyentes dijo:

—No creo que aquella mina no haya podido ser encontrada, y estoy seguro de que aun ahora podría lograrse su localización.

—Tal vez ni siquiera existió y lo único que queda es la leyenda, sin pruebas verdaderas —agregó un segundo.

El otro muchacho dijo:

—Tienes razón; eso ocurrió hace ciento cincuenta años. ¿Qué sabemos de aquellos tiempos? Yo pienso lo mismo, no hay pruebas y nunca las habrá.

Howard repuso con calma:

—Estáis equivocados, muchachos; sí que hay pruebas, de lo contrario no os habría relatado la historia. Hay pruebas y bastantes. La mina existió y se encuentra en el sitio incendiado por los indios, pues fue localizada no hace mucho tiempo.

—¡Cómo! Cuéntenos, por favor —dijeron a un tiempo los muchachos con excitación.

Howard reanudó su relato en los términos siguientes:

«Fácilmente, muchachos, os relataré el resto de la historia, porque en ella aparece de vez en cuando mi antiguo compañero Harry Tilton.

»La matanza de que os he hablado ocurrió hace mucho tiempo, en 1762, pero la mina nunca se borró de la memoria de aquellos a quienes el oro y la plata interesan, aun cuando estos metales se hallen ocultos.

»Veintenas de hombres han enloquecido tratando de localizar la mina, que de hecho nunca ha quedado abandonada; es decir, siempre ha habido aventureros, durante estos ciento y pico de años, que han sacrificado su dinero, su salud y su vida al afán de localizarla.

»El afán se acentuó cuando Arizona fue anexado a los Estados Unidos. Cientos de aventureros intentaron descubrirla. Muchos jamás regresaron, murieron en el desierto o se despeñaron por los riscos; algunos fueron encontrados enloquecidos por la sed; otros regresaron a su tierra enfermos o en completa bancarrota.

»La suerte suele ser bondadosa con los no iniciados y con aquellos que nunca imaginan tenerla, por lo menos así parece y yo he tenido cientos de pruebas de ello.

»Fue unos años después de nuestra guerra civil cuando tres estudiantes emprendieron un largo viaje de recreo para conocer a fondo el país. Vagando por Arizona, llegaron una noche a un pueblecito, y como no hallaran alojamiento, el cura del lugar les brindó hospitalidad. Aquel pueblo estaba habitado principalmente por “pochos”.

»El cura simpatizó con los muchachos y les pidió que permanecieran allí por algunos días más para que conocieran los alrededores, que eran pintorescos.

»Un día, curioseando en los anaqueles de la biblioteca del sacerdote, encontraron una serie de viejos mapas de aquella parte del país y del norte de Sonora. En uno de ellos se hallaba señalada una mina llamada Mina de Agua Verde. Cuando interrogaron al cura respecto a ella, les relató la historia de la mina. Dijo que aquella era de las más ricas que se habían descubierto, pero que sobre ella pesaba la maldición bien de sus antiguos poseedores los indios o del Todopoderoso; el caso era que quienquiera que se aproximara a ella se veía acosado por el infortunio. Por esa razón no aconsejaba a nadie que tratara de encontrarla y él sería el último en intentarlo, ya que no abrigaba ningún propósito mundano.

»Al día siguiente el sacerdote tenía que atender un funeral y, mientras estuvo fuera, los muchachos copiaron cuidadosamente el mapa, con la seguridad de localizar la mina con la misma facilidad con la que podrían localizar el edificio de su escuela.

»Cuando regresaron a su casa se pusieron en contacto con hombres más experimentados y que contaban con los medios necesarios para costear la expedición, los cuales se mostraron entusiasmados con el proyecto.

»La expedición, compuesta de quince hombres, se puso en marcha. Los más jóvenes eran los estudiantes, entre el resto había hombres desde veinticinco hasta cincuenta años de edad.

»El mapa estaba perfectamente trazado; siguiéndolo no era posible incurrir en errores, pero resultó que al llegar al sitio preciso en que la mina debía hallarse, todo aparecía diferente a las especificaciones que en él se encontraban. Allí estaban los tres picachos de forma peculiar, también se veía claramente la cumbre de una montaña señalada en el mapa y que formaba ángulo recto con los otros tres picos para dar la posición exacta de un sitio determinado. Pero no se encontraban los grandes árboles y rocas que precisaban la posición exacta.

»Perforaron profundamente y en una extensión considerable. Volaron con dinamita todas las rocas que les parecieron sospechosas. Hubo un sitio en el que excavaron a veinte metros de profundidad porque uno de los miembros de la expedición pensó que los indios habían cubierto el lugar con montañas de tierra y que excavando en el sitio señalado encontrarían el laguito. Pero estos cálculos fallaron como otros muchos.

»No podía decirse que habían emprendido la búsqueda sin planearla bien. Después de trabajar unos veinte días todos juntos, cambiaron de planes y formaron cinco grupos de tres miembros cada uno. Todos partieron en dirección distinta, llevando consigo una copia del mapa. Después de tres días de trabajo, todos los grupos se reunieron por la tarde del último para pasar juntos la noche discutiendo sobre los datos que cada cual aportara, sacados de sus experiencias, a fin de formular nuevos planes.

»Pasaron semanas, las provisiones se iban agotando, el trabajo parecía más duro cada vez, el sol era enloquecedor. La situación era desesperante, desconsoladora. Sin embargo, los hombres no desmayaban, nadie se daba por vencido. No porque tuvieran fe en los resultados, sino por temor o envidia. Todos temían irse y que, tan pronto como se hubieran apartado, los otros tuvieran fortuna. Nada quedaba que hacer más que perseverar.

»Un día, ya entrada la tarde, uno de los grupos se hallaba sentado alrededor de la hoguera en la que sus miembros cocinaban la cena. El café no podía hervir porque una ráfaga de viento se llevaba la llama para otro lado; así, pues, uno de los muchachos decidió cavar a mayor profundidad para que el fuego quedara mejor defendido de la corriente de aire.

»Cuando había cavado cerca de medio metro, tropezó con un hueso. Lo sacó y casi sin verlo lo arrojó lejos. Una vez acomodado el fuego apropiadamente, consiguieron que la cena estuviera lista.

»Empezaron a comer despreocupadamente y por casualidad Brawny, uno de los muchachos, fijó la vista en el hueso; lo recogió y empezó a dibujar con él sobre la arena.

»Otro de los muchachos, llamado Stud, dijo de pronto:

»—Déjame ver eso que tienes ahí.

»Lo examinó y exclamó:

»—¡Mal rayo! Esto es un hueso humano, el hueso de un brazo. ¿De dónde lo sacaste?

»—De aquí mismo, de donde cavé el hoyo.

»Stud meditó y dijo:

»—Bueno, acostémonos; el día ha sido pesado.

»La noche había caído, se envolvieron en sus sarapes y se tendieron.

»A la mañana siguiente, mientras desayunaban, Stud dijo:

»—El hueso que encontramos anoche me ha hecho pensar. ¿Por qué se encontrará aquí?

»—No te preocupes —contestó un tercero llamado Bill—, sin duda es de alguien a quien asesinaron o que murió de hambre o sed.

»—Puede que tengas razón —admitió Stud—. Muchos han rondado por aquí, pero lo que no comprendo es por qué habían de morir o de ser asesinados precisamente en este lugar. Debe haber alguna razón o una justificación. Se me ocurre que ya que ninguno de los españoles fue hallado muerto o vivo, es posible que toda la mina, con los que en ella se encontraban, haya sido cubierta en un momento por alguna tempestad de arena o por el derrumbamiento de una montaña o debido a algún terremoto. Nuestro mapa está correcto, así, pues, yo creo que la apariencia del terreno cambió debido a una catástrofe de la naturaleza. Las montañas pudieron haber desaparecido o bien haber sido divididas en dos.

»Brawny intervino:

»—Justo; yo sé algo de geología. Cosas como esa suelen ocurrir con mayor frecuencia de lo que las gentes desearan creer.

»—Bien —continuó Stud—, esto establece el hecho de que los españoles que se hallaban cerca de la mina no pudieron evaporarse por obra de milagro y que sus huesos deben estar aún cerca de donde la mina se encontraba. Desde luego que tratándose de un solo hueso, éste bien pudo haber sido transportado por algún zopilote o por otro animal, pero veamos si podemos encontrar el resto del esqueleto. Si lo hallamos, buscaremos otro cerca. Si encontramos dos, podemos presumir que hay más, y si seguimos el rastro de los esqueletos quizá demos con la mina o por lo menos con el sitio en que se encontró. Mi idea quizá no dé resultado, pero creo que vale la pena probar.

»Stud tenía razón. Cavaron y encontraron el esqueleto al cual pertenecía el hueso, y, cavando en círculo, pronto tropezaron con otro; siguieron buscando y encontraron más; también tropezaron con toda clase de herramientas.

»Un ciento y pico de metros más adelante, se hallaron con un filón tan rico que contenía más metal que piedra.

»—Bueno —dijo Stud—. Creo que hemos dado en el clavo. ¿Qué os parece?

»—Llamemos a los otros —dijo Bill.

»Brawny lo miró y repuso:

»—Ya sabía yo que eras un jumento, pero nunca imaginé que fueras tan borrico como eres. ¿Qué crees tú que hubieran hecho los otros en nuestro caso? No los creerás tan tontos como para venir a invitarte al festín. Yo los conozco mucho mejor, te hubieran engañado. Si nosotros tuvimos la idea, si tuvimos los sesos suficientes es solo a nosotros a quienes corresponde la ganancia. Además, ¿no fue este español muerto quien nos invitó a sacar la canela? Fue precisamente para invitarnos para lo que sacó su brazo; si él hubiera deseado que los otros realizaran el hallazgo hubiera actuado de muy diferente modo. Así, pues, cerremos la boca, regresemos a casa con los otros y dentro de dos meses vendremos a coger lo nuestro. ¿Entendido?

»Todos convinieron en ello. Recogieron unos trocitos de mineral que hallaron sueltos y los guardaron en sus mochilas con la idea de comprar herramientas y provisiones para su segunda expedición. Cubrieron cuidadosamente lo que habían cavado para hacer imposible que la mina fuera descubierta por otros.

»Antes de que hubieran terminado de hacer aquello, otro de los grupos apareció inesperadamente. Todos miraron con desconfianza en rededor y uno de ellos dijo:

»—¡Hey, muchachos! ¿Qué es esto? ¿Estáis escondiéndoos de nosotros? ¡Nada de triquiñuelas! ¡Jugar limpio!

»Los acusados negaron estar traicionando a los demás y dijeron que nada de importancia habían hallado.

»Como las voces que proferían al disputar llegaron hasta un tercer grupo, éste apareció pronto en escena y en el momento preciso en que los dos primeros estaban a punto de llegar a un acuerdo, y sin duda hubieran llegado a él con el tercero si una hora más tarde no hubiera aparecido un cuarto grupo, pero cuando el segundo y el tercero lo vieron, olvidaron todo arreglo posible y arremetieron, sobre todo el segundo, contra el primero, acusándolo de actuar suciamente. Uno de los hombres fue enviado en busca del quinto a fin de que todos los miembros de la expedición se encontraran reunidos para aplicar la ley marcial al traidor primer grupo»

»No se deliberó largo tiempo, pronto sentenciaron a Bill, Stud y Brawny a la horca. El veredicto fue unánime por la sencilla razón de que colgando a los acusados las partes de la mina que les correspondían serían divididas entre los caballeros que formaban el jurado, quienes, si hubieran tenido la más leve oportunidad, habrían obrado exactamente en la misma forma que los acusados.

»La mina fue totalmente descubierta y trabajada con el avaricioso celo de que son capaces los humanos. El filón era increíblemente rico y sus explotadores tenían la creencia de que aún no llegaban a las vetas más ricas.

»Las provisiones se iban consumiendo y eran necesarias nuevas herramientas. Entonces fueron enviados cinco hombres para que, con las ganancias, obtuvieran todo lo necesario para proseguir la explotación.

»Harry Tilton, quien después relató la historia, se hallaba satisfecho con lo que había ganado y decidió partir con los cinco hombres y no regresar. Recibió su parte y se fue. Un banco de Phoenix le pagó sesenta mil dólares por su cargamento. Prometió a sus socios no decir nada acerca de la mina. Guardó su promesa, compró un rancho en Kansas, de donde era nativo, y allí se estableció.

»Los cinco hombres llevaban instrucciones de comprar provisiones, caballos, ropas, herramientas y alimentos para largo tiempo. Una vez cumplida su comisión y después de registrar en debida forma sus derechos, regresaron a la mina.

»Cuando regresaron, se encontraron el campo destruido por un incendio. Seis de los socios yacían muertos, sin duda por los indios, como podía deducirse por la forma en que habían sido asesinados.

»El oro estaba intacto, así como todas las herramientas.

»Por el aspecto que el campo presentaba dedujeron que se había librado un encarnizado combate antes de que sus socios fueran derrotados.

»Lo único que quedaba que hacer era enterrar a los muertos y ponerse a trabajar nuevamente.

»Apenas transcurrida una semana, los indios regresaron; eran cerca de cien hombres fuertes, los que, sin cruzar palabra con sus enemigos ni hacerles advertencia de ninguna índole, los atacaron con tal rapidez que aquéllos no tuvieron tiempo siquiera de tomar un rifle para defenderse. Una vez terminada la matanza, los indios partieron sin tomar ni un grano de oro.

»Uno de los exploradores, gravemente herido y a quien los indios habían dejado por muerto, pudo arrastrarse una vez que aquéllos partieron y ni él mismo pudo determinar cuánto tiempo, tal vez días o semanas, se había arrastrado a través del desierto hasta ser rescatado por un ranchero que había salido de caza. El ranchero vivía absolutamente solo en una barraca solitaria situada a cincuenta kilómetros del pueblo más cercano. El herido le relató su historia. El ranchero no pudo llevarlo al pueblo porque comprendió que sus heridas eran tan graves que podía perecer en el camino. Algunos días después el hombre murió.

»El ranchero dio aviso del caso cuando cinco meses después visitó el pueblo, pero nadie, ni siquiera el sheriff, tomó en serio su relato. Consideraron aquel cuento como una prueba de que el hombre estaba desequilibrado, como lo habían sospechado cuando lo vieron establecerse en aquel lejano punto del desierto.

»Por supuesto, Harry Tilton ignoraba cuanto había ocurrido después de su partida. Pensaba que sus socios habían regresado a sus respectivos hogares después de hacer fortuna. Él no era ningún parlanchín, consideraba que la exploración le había dado buenos rendimientos y lo demás no le importaba.

»Entonces la fiebre de oro invadió el mundo. Se hallaron depósitos en Australia, África del Sur y Alaska. La gente de todas partes enloqueció con un deseo de riqueza. Si todas las fábulas que se relataban en aquellos días hubieran resultado ciertas, a la fecha el mundo dispondría de más oro que plomo. Cuando un explorador entre diez mil lograba hacer cien mil dólares en seis meses, la noticia se extendía y las gentes creían que cada uno de los veinte mil exploradores que emprendían la búsqueda lograba hacer en cuatro semanas dos millones.

»Fueron aquellas historias exageradas las que recordaron a los hombres de espíritu aventurero que vivían en el mismo condado que Harry Tilton, trozos de la historia que Harry les había relatado.

»Se organizó una expedición y Harry, muy a su pesar, fue electo conductor de la misma. No tenía deseos de aventurarse nuevamente porque ya era viejo y, además, estaba satisfecho de su vida. Pero aquellos hombres lo presionaban, lo perseguían de día y de noche, le llamaban mal ciudadano, embustero, egoísta, y trataron de expulsarlo del condado, hasta que lo obligaron a partir con ellos a la vieja mina.

»Casi habían transcurrido treinta años desde que Harry estuviera allí y su memoria no era muy clara. Sin embargo, daba con facilidad la descripción de ciertas particularidades del terreno e hizo mapas que parecieron claros a todos los miembros de la expedición.

»Yo era miembro de la expedición. Había metido un buen pico en aquella aventura. Pero aunque ello parezca tonto, nunca encontramos el sitio a pesar de que trabajamos como locos. Por lo general dos veces al día, si no más a menudo, Harry aseguraba que la mina debía encontrarse en el lugar en que cavábamos, para decir dos horas después que se había equivocado y que debía hallarse tres kilómetros más lejos. Finalmente los hombres llegaron a pensar que él los extraviaba intencionalmente, cosa enteramente injusta. Él era honesto. ¿Qué interés podía haber tenido, siendo un viejo como era, en ocultar el lugar en donde se hallaba la mina? Si lo hubiera conocido, lo habría señalado.

»Los miembros de la expedición estaban furiosos. Una noche lo torturaron en la forma más cruel, creyendo que así lo obligarían a hablar, pero no podía precisar una cosa que él mismo ignoraba. Dos llegaron al grado de sugerir que se le matara como a una rata por haberlos traicionado. Pero, afortunadamente para él, la mayoría de los miembros conservaban algún sentido y se opusieron a aquella injusticia. Hubiera sido una verdadera jugarreta del destino que él también pereciera en el sitio en donde murieran sus antiguos socios.

»Una noche, después de su retorno al pueblo, los edificios de su rancho fueron incendiados; sin embargo él, hombre duro y de empresa, no se dio por vencido y comenzó a reedificar, pero apenas terminados los trabajos y hallándose ausente, los edificios volvieron a ser incendiados. Harry tuvo que vender su rancho por menos de la mitad de lo que le había costado, pues comprendió que ya no le sería posible seguir viviendo allí. Dejó el rancho y no he vuelto a saber de él.

»Ahí tenéis, muchachos, el final de otra historia acerca de esas empresas mineras formadas por un solo hombre. He visto a más de uno hacerse rico explorando, pero ninguno de ellos ha retenido sus ganancias. Mi viejo amigo Harry Tilton no fue una excepción y no cabe duda de que nadie como él trató de retener lo que había logrado.

»Bueno, por hoy, eso es todo; muy buenas noches, muchachos, que tengáis sueños agradables.»