II

—OYE, viejo, ¿por qué vives en el Hotel Roosevelt? —preguntó Dobbs a Curtin cuando pasaron por el Hotel Southern—. Por lo menos debes pagar cinco pesos diarios.

—Siete —contestó Curtin.

—Deberías venirte conmigo al Oso Negro; allí solo cuesta cincuenta centavos el catre.

—No soporto la suciedad, no puedo vivir en medio de aquellos vagos y malvivientes.

—Bueno, presidente; como quieras. Algún hermoso día, cuando tu plata se haya agotado, tendrás que aterrizar allí, te lo apuesto. Por ahora, yo también podría pagar un alojamiento decente, pero he aprendido la lección y prefiero guardar mis pesitos. ¿Quién puede decirnos cuándo, en alguno de los cuatro siglos próximos, volveremos a encontrar trabajo? La cosa se pone peor cada día. Hace cuatro o cinco años, te rogaban para que aceptaras un trabajo y tú ponías el precio, pero ahora es diferente, y me parece que la situación no cambiará en algunos años. Por eso, aun cuando no lo creas, todavía como en un café de chinos por un tostón y no me importa, porque sé que nadie me dará ni un quinto cuando haya gastado hasta mi último centavo.

Llegaron a la esquina de la plaza en la que se hallaba la gran joyería La Perla. En los cuatro grandes escaparates se exhibía una profusión de oro y de diamantes que difícilmente podría verse en Broadway. Había una diadema valuada en 24.000 pesos. En aquel puerto jamás se presentaba la oportunidad para que una dama luciera joya semejante. Ésta no era para llevarse en aquel lugar como bien lo sabía cualquiera que la comprara; pero ocurría que allí había unos cuantos hombres que hacían dinero tan fácilmente, con tal rapidez y con tan poco sudor, que no sabían qué hacer con él. No era posible comprar carros lujosos, porque no existían carreteras para ellos y la mayoría de las calles se hallaban en condiciones tales, que solo carretones podían transitarlas. Aquellos hombres estaban en posibilidad de invertir su dinero y lo hacían, pero mientras más dinero invertían más ganaban y volvían a encontrarse con la misma pregunta, solo que más urgente. ¿Qué haré con el dinero? Los propietarios de La Perla sabían lo que hacían al exhibir aquellas joyas. Cualquiera de ellas que pareciera bonita a un nuevo rico petrolero y que tuviera un precio fantástico, permanecía escasamente tres días en el aparador, pues al cabo de ellos algún hombre penetraría en la tienda mirando como cualquier holgazán, en mangas de camisa, cubierto de petróleo, y diría «Envuélvamela pronto, porque tengo mucha prisa», y arrojando el dinero sobre el mostrador se guardaría la elegante caja en la bolsa del pantalón, como si se tratara de una simple cajita de jabón, para salir después sin dar las gracias ni despedirse.

Dobbs y Curtin se quedaron mirando aquellos tesoros que bien podían valer cien mil dólares y una multitud de pensamientos les llenaron la mente, pero entre ellos ni por un momento se contó el de robar alguna de ellas. Durante todos los años que durara el auge, prácticamente ningún banco había sido asaltado, ningún almacén robado en el puerto. En el único asalto a un banco que había ocurrido, todos los asaltantes habían sido muertos y el que los esperaba afuera en un carro, herido y transportado al hospital, en donde se había hecho lo indecible por que no sobreviviera. Aquellas joyas exhibidas tras los aparadores se hallaban tan seguras como en una caja fuerte, y ello no se debía a que la gente de allí fuera mejor que la de cualquier otro sitio. No, por todo el puerto había carteristas, y eran los americanos quienes, por supuesto, llevaban la batuta. Pero los bancos y las joyerías se hallaban a salvo de los bandidos. No les era posible huir, porque no había carreteras por las que pudieran transitar automóviles. Solo dos trenes salían diariamente del puerto, y éstos podían ser vigilados con éxito aun por detectives de tercer orden. Lo mismo ocurría con los barcos de pasajeros y los de carga. El puerto se hallaba protegido de un lado por el mar y de otro por el río, los pantanos y la selva y los dos o tres malos caminos que existían se encontraban vigilados por policía montada. Los bandidos mexicanos podrían haber logrado su intento escondiéndose, pero les faltaba habilidad para llevar a cabo un robo de esa categoría. Los bandidos americanos no podían esconderse en parte alguna, ya que todos sabían que si un bandido era aprehendido, nunca llegaba vivo a la jefatura de policía; por ello la gente, aun los niños, podían atravesar las calles cargando sacos llenos de oro y sin nadie que los acompañara, con la seguridad de llegar a salvo y con su carga tal y como si fueran en un carro blindado.

Así, pues, no fue la idea de robar la tienda lo que ocupó las mentes de Dobbs y Curtin.

Todos los que vivían y trabajaban en el puerto por aquel entonces, solo pensaban en petróleo. Hasta en los momentos de comer o de cenar se hallaban rodeados por una atmósfera que olía a petróleo. Bien podía mirarse a una dama perfumada y elegantemente vestida, con la seguridad de que en alguna parte de sus ropas o de su piel había una mancha de petróleo. En el vestido, en los zapatos blancos, en la sombrilla, en la bolsa de mano, en cualquier parte podía distinguirse la huella.

Pero entonces, al mirar todo aquel oro en el aparador, Dobbs y Curtin pensaron por primera vez en el metal, olvidando por un minuto el petróleo.

Después, apoyados de espaldas contra el edificio de Correos, miraron a través de la plaza los mástiles de los barcos que se hartaban en el muelle. Solo la parte superior de aquéllos era visible desde el sitio en que se encontraban. La vista de los mástiles les trajo a la memoria el recuerdo de viajes por lejanos países y pensaron en otros sitios del mundo y en otras posibilidades de hacer dinero. ¿Por qué ha de ser siempre el petróleo? ¿Es que no hay otra cosa en la tierra? Digamos, por ejemplo, oro, para referirnos a algo más.

—Dime, Curtin, ¿qué piensas? —preguntó Dobbs—; quiero decir, ¿qué opinas de todo esto? De este vagar de un lado para otro en tanto se consigue trabajo por unas semanas o unos meses, para después del auge esperar la nueva quiebra y quedar otra vez a merced del buen o mal humor del contratista, quien puede o no tomarte mientras el dinero se va evaporando hasta terminarse. Después, la quiebra, el abordar a las gentes por diez centavos, el dormir en carros de carga o bajo los árboles o donde sea posible. Ya estoy cansado de esto, harto del petróleo, eso es, ¡harto del petróleo! Quiero ver algo distinto, quiero oír hablar a las gentes de otra cosa.

—Pues a mí me ocurre exactamente igual; ahora mismo pensaba, por la tercera vez, marcharme de aquí. Sé perfectamente lo que pasa cuando se tiene trabajo y cuando se carece de él. Ya no quiero lustrar la pared de las oficinas del banco en el Southern en espera de alguien que quiera contratarme por algunos meses. ¿Por qué no intentar la búsqueda de oro?

—Tú lo has dicho, manito —repuso Dobbs, haciendo un signo de asentimiento—; en eso pensaba justamente cuando nos detuvimos ante aquel montón de oro y de diamantes. Explorar… ¡eso es la vida! Pensemos en ello; no es ni más ni menos arriesgado que el esperar aquí nuestra nueva quiebra. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar, viejo, que éste es el país en el que los montones de oro y de plata están esperando a que se les ayude a salir de las entrañas de la tierra, para convertirse en resplandecientes monedas, para brillar en los dedos y cuellos de las mujeres elegantes? Pues bien, ya ves que hemos atinado.

—Sentémonos en aquel banco —sugirió Curtin—, tenemos que reflexionar sobre esto, es una magnífica idea. Tenemos que hacer algunos planes; vamos pensando en el asunto.

Después de haberse sentado, Curtin continuó:

—Te diré un secreto: yo no vine a este país por petróleo, porque ya en San Antonio, en el viejo Texas, tenía la nariz llena de él. Vine aquí por oro y nada más que por eso. Tenía pensado trabajar en los campos petroleros uno o dos años para juntar dinero suficiente para comprar un equipo decente e internarme en la sierra hacia el oeste y allí dedicarme a buscar, pero nunca conseguí el dinero. Cuando tenía quinientos pesos y todo preparado para hacerme de otros quinientos, no encontraba trabajo en muchos meses, y el dinero se me iba volando.

—De hecho —dijo Dobbs— el riesgo no es muy grande. Esperar aquí hasta que caiga otra chamba es igualmente duro. Si tienes suerte puedes hacerte de trescientos dólares en un mes; si no la tienes, puedes esperar doce meses sin poder conseguir ni siquiera trabajo de cargador. Y, además, ¿qué arriesgamos con esto? Si no encontramos oro podremos hallar plata; si no, bien puede ser cobre, plomo o piedras preciosas. Siempre hay algo de valor que encontrar. La vida es más barata a campo raso que aquí. El dinero nos durará más y cuanto más nos dure, más ocasión de buscar tendremos.

Cuando empezaron a planear en serio, se encontraron con que el dinero que tenían era insuficiente para hacer una prueba. Así, pues, su entusiasmo murió.

Una vez más ocurrió que hombres con buenas ideas tuvieron que desistir de ellas tan pronto como chocaron con el primer obstáculo. Esto ocurre a la mayoría de los hombres. No había uno solo en el puerto que no hubiera pensado varias veces en buscar alguna mina de oro escondida. Todas las minas que producen en el país alguna clase de metal fueron ya encontradas y excavadas por los primeros hombres que emprendieron la búsqueda del oro y quienes si no encontraban este metal, aun cuando fuera en pequeñas cantidades, se daban por satisfechos de hallar cobre, plomo, cinc y en último término hasta talco.

Dobbs y Curtin debieron no haber vuelto a pensar seriamente en la búsqueda de oro después de haber discutido el asunto. Era mucho más fácil sentarse a contemplar a un par de hombres que trabajaban en una posición bien peligrosa sobre un techo, tendiendo alambres de teléfono: ello representaba muchas menos dificultades que el hecho de ponerse a reflexionar o a esperar frente al banco a que ocurriera algo que viniera a cambiarlo todo. Siempre resulta más conveniente soñar.

Curtin decidió quedarse una noche más en el Roosevelt y mudarse al día siguiente al Oso Negro.

Cuando Dobbs regresó al hotel, se encontró en la misma barraca a otros tres americanos. El resto de los catres no se hallaba ocupado aún. Uno de los americanos era ya viejo y el cabello comenzaba a blanquearle.

Dobbs notó que en el momento de su aparición los tres hombres cesaban de hablar para reanudar su plática momentos después.

El viejo estaba tendido en su catre y los otros dos, medio desnudos, se hallaban sentados en los suyos.

Al principio Dobbs no comprendió de qué hablaban, pero no tardó mucho en darse cuenta de que el viejo conversaba con los jóvenes acerca de sus experiencias como explorador. Los jóvenes habían llegado a la República en busca de oro, porque las historias fantásticas que en su país habían escuchado acerca de la abundancia de ese metal habían despertado su ambición, y esperaban hacer millones.

—De cualquier modo —dijo Howard, el viejo—, el oro es algo endemoniado; créanme, chamacos. En primer lugar suele cambiar totalmente el carácter de los hombres. Cuando se ha conseguido, el alma no es la misma que antes de obtenerlo, y nadie escapa a esto. Puede llegar a amontonarse tanto que será imposible transportarlo, pero mientras más se tiene más se ambiciona y ocurre lo que cuando alguien se sienta ante la ruleta, que siempre piensa en una última vuelta. Así, el afán sigue indefinidamente. Se pierde la noción del bien y del mal, se olvida la diferencia entre lo honesto y lo deshonesto, se pierde la facultad de juzgar.

—No veo por qué —interrumpió uno de los jóvenes.

—Verás, cuando salgas, habrás de decir: quedaré satisfecho con cincuenta mil hermosos machacantes o su equivalente; ayúdame, Señor, a llevar a cabo mi propósito. Después de sudar un horror, de sufrir por la escasez de provisiones y cuando empieces a dudar de encontrar algo, rebajarás tu petición a cuarenta mil; después a treinta mil y así hasta que llegues a cinco mil, diciendo: si tan solo pudiera hacerme con cinco mil, sin duda te lo agradecería y nunca, nunca te pediría más en la vida.

—Cinco mil no estaría mal, después de todo —dijo el mismo joven.

—Basta —intervino su compañero—, ¿no puedes cerrar la boca, mientras alguien dice algo que vale la pena escuchar?

—No es tan fácil como lo imagináis —dijo Howard insistiendo—; deberéis sentiros satisfechos si lográis cinco mil, pero si encontráis algo, no habrá poder humano que os aparte de allí, ni siquiera la amenaza de una muerte miserable podrá haceros desistir de conseguir diez mil más. Y si lográis cincuenta mil, querréis cien mil más, para aseguraros por el resto de la vida. Y ya obtenidos ciento cincuenta mil, desearéis doscientos mil para estar seguros, absolutamente seguros, de estar a salvo ocurra lo que ocurra.

Dobbs se hallaba excitado, y, para mostrar que tenía derecho a estar allí y a escuchar al hombre experimentado, dijo:

—Eso no me ocurriría a mí, lo juro; cogería veinte mil, empacaría mis cosas y regresaría. Lo haría aun cuando supiera que había medio millón en espera solo de que lo recogieran; lo haría porque veinte mil es cuanto necesito para sentirme bien y feliz.

Howard lo miró escudriñando, al parecer, hasta la última arruga de su rostro. Hizo aquello solo un instante y después contestó indirectamente, como si no hubiera sido interrumpido.

—Cualquiera que nunca ha ido en busca de oro no sabe de lo que habla cuando a ello se refiere. Sé bien que es más fácil dejar una mesa de juego cuando se está ganando que un buen filón. En este caso parecen lucir ante nuestra vista todos los tesoros de Aladino. No, señor; no es posible regresar ni aun teniendo en la mano el cable en que se nos comunica que nuestra abuela agoniza abandonada. Miren, yo cavé en Alaska y obtuve algo; también me uní a la multitud que invadió la Colombia Británica y logré allí por lo menos un salario regular. Estuve en Australia, de donde tuve que regresar a mi patria para curarme de una enfermedad del estómago que adquirí allá. Excavé en Montana y en Colorado y no sé en cuántos sitios más.

Uno de los jóvenes preguntó:

—Según dice usted, ha excavado prácticamente en todo el mundo. Entonces, ¿cómo ha llegado usted a hallarse aquí, sentado en este sucio rincón y en quiebra?

—El oro, joven; ha sido el oro. Eso es lo que hace de nosotros. En un tiempo mi cuenta en el banco llegó a ser de cien mil pesos en efectivo y de otros tantos en inversiones. Uno de los bancos se evaporó cantando la eterna canción, es decir, haciéndome saber que de mis dólares no restaba un solo centavo —después continuó—: Dos de las inversiones fracasaron completamente; me quedaron solo algunos derechos sobre una compañía fundidora. Después de emplear cuanto me restaba en pagar, todavía quedé con una deuda de dieciséis mil. Logré hacer aquí en el puerto sesenta mil con un pozo de petróleo. Los últimos cincuenta mil que tenía el propósito de no tocar se me fueron en tonterías, y ahora aquí me tenéis en el Oso Negro, y dedicado a detener en la calle a viejos amigos para pedirles cincuenta centavos para un catre en que pasar la noche. Ahora ya soy viejo, no cabe duda, pero no he perdido el espíritu, eso nunca. Estoy hecho para llevar al hombro pico y pala siempre que alguien esté dispuesto a hacer los gastos. Claro que preferiría hacerlo por mi propia cuenta, pero carezco de elementos para ello, pues, a decir verdad, lo mejor es marchar solo aunque, desde luego, se necesitan las energías suficientes para desafiar la soledad. Infinidad de hombres se trastornan cuando permanecen solos por largo tiempo. Por otra parte, marchar acompañado de uno o dos compañeros suele ser peligroso. Siempre hay asesinos al acecho, y los filones tienen que compartirse. Lo peor de todo es que difícilmente transcurre un día sin que haya riñas, originadas por las continuas acusaciones mutuas por faltas cometidas y por el eterno sospechar unos de otros por cuanto se hace, se dice y hasta se ve. Mientras nada se encuentra, la noble hermandad durará, pero cuando la veta se halla ¡horror!, entonces es cuando se conoce a los compañeros y se sabe lo que valen.

Ninguno de los dos jóvenes interrumpió al explorador. Tendidos sobre sus catres le escuchaban con mayor interés del que podía despertar en ellos una novela apasionante. Hablaba alguien realmente autorizado en la materia y tal vez no se presentaría otra ocasión de escucharlo. Lo que se decía en las páginas de las revistas les parecía necio. ¿Quiénes escriben esos cuentos? Hombres sentados tras un escritorio en una oficina, en cualquier gran ciudad. Hombres que jamás han palpado la realidad de la vida. ¿Qué saben ellos? La vida real es bien diferente. Y aquello era la vida real, aquel hombre había vivido la realidad, había visto el mundo de cerca, había sido rico, muy rico, y se encontraba en la miseria, obligado a pedir cincuenta centavos a un amigo para poder comer.

Una vez que había comenzado y viendo a su alrededor aquel auditorio que contenía el aliento mientras él devanaba sus recuerdos, Howard les relató algo que no habrían hallado en ninguna revista de las que venden en las esquinas.