EL banco en el que Dobbs se hallaba sentado no era muy cómodo. Tenía rota una de las tablitas y la otra inclinada; así, pues, resultaba una especie de castigo sentarse en él. Pero si merecía el castigo o se le infligía injustamente, como la mayoría de ellos, era cosa que le preocupaba muy poco. Tal vez se habría percatado de su incomodidad si alguien se la hubiera hecho notar, pero nadie se ocupaba de ello.
Dobbs tenía la mente embargada por otros pensamientos para poner reparos a su asiento. Buscaba una solución al viejo problema que hace a las gentes olvidarse de todo. Trataba de dar una respuesta a esta pregunta: ¿Cómo podré conseguir dinero inmediatamente?
Cuando se tiene algún dinero es fácil multiplicarlo invirtiéndolo en algún negocio prometedor, pero sin un centavo resulta difícil hacer algo.
Dobbs nada tenía. De hecho poseía menos que nada, pues hasta sus ropas eran malas y estaban incompletas. Las buenas ropas pueden considerarse algunas veces como un modesto fondo de capital para iniciar alguna empresa.
Cualquiera deseoso de trabajar, con un serio propósito de hacerlo, sin duda alguna puede encontrar trabajo. Solo que no hay que solicitarlo de quienes tal cosa aseguran, porque ellos nunca tienen ninguno que ofrecer ni conocen a nadie que sepa de una vacante. Justamente esa es la razón por la cual dan tan generosos y fraternales consejos, con lo que también ponen de manifiesto su desconocimiento del mundo.
Dobbs hubiera acarreado montones de piedras pesadas en una carretilla durante diez horas diarias si alguien le hubiera ofrecido el trabajo, pero, en caso de que la vacante existiera, él habría sido el último elegido, porque se daba preferencia a los nativos sobre los extranjeros.
Echó una mirada al bolero para enterarse de cómo iba su negocio. Aquél poseía una plataforma con un asiento; el sitio parecía cómodo, pero ningún cliente se acercaba. También la competencia era dura en esa industria. Una docena de muchachos, carentes de sitio propio, corrían de un lado a otro de la plaza en busca de clientes. En cuanto encontraban a alguien que no llevaba los zapatos lustrados, lo perseguían con sin igual insistencia hasta que lo obligaban a dejárselos lustrar nuevamente. A menudo eran dos los solicitantes, y cuando conseguían al cliente, se dividían el trabajo y la paga. Esos muchachitos portaban un cajón y un banco pequeñísimo en el que se sentaban a trabajar. Semejante equipo —calculaba Dobbs— debe costar tres pesos; así, pues, comparados con él, aquellos chicos eran capitalistas con cierta cantidad de dinero invertida. Pero al verlos cómo perseguían a los clientes comprendía que la vida no les era muy fácil.
Aun cuando Dobbs hubiera podido adquirir el equipo no le habría sido dado trabajar entre los nativos. Ningún blanco había intentado jamás recorrer las plazas gritando: «¿Una boleada, señor?» Habría preferido morir. Un blanco podía sentarse en el banco de una plaza vistiendo harapos, medio muerto de hambre; podía humillarse ante otro blanco; hasta podía robar y cometer otros crímenes; por ello los otros blancos no le habrían aborrecido y seguirían considerándolo uno de ellos. Pero si hubiera recorrido las calles lustrando zapatos o hubiera mendigado de los nativos algo más que agua, o se hubiera dedicado a vender limonadas tirando de un carrito de mano, se habría hundido más que cualquier nativo y bien hubiera podido morir de hambre, porque después de ello ningún blanco le proporcionaría trabajo y los nativos lo considerarían como el peor de sus competidores; serían capaces de destruir su carro, de derramar sus limonadas y, en el primer caso, como acertara a conseguir algún cliente a quien lustrar los zapatos, habría sido víctima de las peores bromas de palabra y de obra, que harían que el cliente huyera antes de que el trabajo estuviera terminado.
Un hombre vestido de blanco inmaculado se aproximó al puesto del bolero y se sentó en la silla. El limpiabotas empezó su trabajo.
Dobbs se levantó del banco, caminó lentamente hacia donde se hallaba el hombre vestido de blanco y le dijo algunas palabras al oído. Él metió la mano en el bolsillo, sacó un peso y se lo dio.
Dobbs quedó admirado y no daba crédito a sus ojos. Regresó al banco. En realidad nada esperaba; cuando mucho creyó conseguir diez centavos. Acarició el peso dentro de su bolsa. ¿Qué haría con aquel tesoro? ¿Cenaría y comería o cenaría dos veces? Tal vez sería mejor comprar diez cajetillas de cigarros «Artistas» o tomar cinco tazas de café con pan francés.
Después de profundas reflexiones dejó el banco y caminó algunas calles hasta el Hotel Oso Negro.
En su país el Hotel Oso Negro no habría sido considerado como tal, y aun aquí en la República, en donde los buenos hoteles son raros, éste no podía calificarse entre los aceptables, pues era una especie de mesón.
El auge estaba en su mayor esplendor y por ello los buenos hoteles eran caros. Y como el apogeo había llegado rápidamente, sin dar tiempo a la construcción de buenos hoteles, había muy pocos y los propietarios de éstos pedían de diez a quince dólares por un cuartito que por mobiliario tenía solo un catre, una silla y una mesita. Lo más que el huésped podía esperar era que el catre estuviera bien cubierto con un mosquitero y que día y noche hubiera agua fría en las duchas.
En el piso bajo del Hotel Oso Negro había una tienda atendida por un árabe, en la que se vendían zapatos, botas, camisas, jabón, perfumes, ropa interior para damas y toda clase de instrumentos musicales. A la derecha había otra tienda que vendía sillas para escritorio, libros sobre localización y perforación de pozos petroleros, raquetas de tenis, relojes, periódicos y revistas americanas, refacciones para automóviles y linternas. El propietario de este establecimiento era un mexicano que hablaba regularmente el inglés, hecho que anunciaba con grandes letras en los escaparates.
Entre ambas tiendas se hallaba un corredor que conducía al patio del hotel. El corredor quedaba separado de la calle por un pesado zaguán que permanecía abierto día y noche.
En el segundo piso había cuatro piezas con vista a la calle y cuatro con vista al patio. Difícilmente podría pintarse la pobreza de las habitaciones que se ofrecen en esa clase de hoteles y por las que, sin embargo, no se pagaban menos de doce dólares diarios, por supuesto sin incluir el baño. En el hotel había solo dos duchas de agua fría; la caliente no se conocía allí. Las duchas servían a todos los huéspedes del hotel y muy a menudo el agua se acababa porque el depósito contenía una cantidad muy limitada, que la mayoría de las veces se obtenía comprándola a los aguadores, los que la conducían sobre el lomo de un burro en latas que habían sido de petróleo.
De los cuartos del hotel, solo dos exteriores y dos interiores eran alquilados; los restantes los ocupaban el propietario y su familia. El dueño, un español, raras veces se dejaba ver, pues había encargado todos los asuntos del negocio a sus empleados.
El verdadero negocio del hotel no consistía en el alquiler de los cuartos, que permanecían vacíos semanas enteras porque el precio pedido por ellos, a pesar de la abundancia de dinero proporcionada por el auge, era considerado como un robo, y porque los huéspedes no soportaban más de dos horas las chinches que infestaban las camas, y tenían que salir huyendo en busca de otro sitio en el que pasar la noche. El propietario no hacía rebaja alguna a los precios, y solo ocasionalmente mandaba quitar las chinches de las camas, en las que, después de esas ocasionales limpiezas, quedaban de cada cien chinches, noventa, las cuales continuaban su vida placentera.
Las ganancias se obtenían con el alquiler del patio. Allí los clientes no se preocupaban ni por las chinches ni por el mobiliario y lo único que les importaba era el precio por el alquiler de un catre.
Todo el patio estaba rodeado de barracas construidas con trozos de madera corriente, podrida y rajada a causa de estar a la intemperie. Los techos estaban cubiertos en parte por lámina acanalada y en parte por cartón, a través del cual pasaba el agua en tiempo de lluvias. La mayoría de las puertas colgaban de una sola bisagra y ninguna de ellas podía cerrarse bien, razón por la cual la vida privada en aquellas barracas era imposible. Sobre cada una de las puertas se hallaba un número pintado en negro, a fin de que pudieran ser identificadas las barracas.
En el interior de ellas, los catres se hallaban colocados más juntos unos de otros que lo que pueden estar en el hospital de un campamento en tiempo de guerra, ¡malditos sean! Cada catre tenía una etiqueta con un número y estaba equipado con dos sábanas, que se aseguraba estaban limpias y en buen estado, y con un sarape delgado, en el que más eran los agujeros que las partes buenas, y como era de color oscuro, resultaba difícil precisar si alguna vez habían sido lavados desde que salieron de la fábrica. Completaba el equipo una almohadita dura como una piedra.
Por los agujeros de las barracas penetraban el aire y la luz y, no obstante, la atmósfera era pesada y mal oliente.
El patio estaba enteramente limitado por edificios, por lo que la ventilación era imposible y el paso de los rayos solares, aun cuando caían perpendicularmente, se veía obstruido.
Las condiciones de higiene eran solo ligeramente mejores que las de las trincheras, ¡malditas sean!
A aquella atmósfera desagradable había que agregar el humo producido por el fuego que ardía noche y día en el patio, y al cual eran arrojadas, a manera de combustible, todas las cosas habidas y por haber: zapatos viejos, basura y hasta excrementos secos. Sobre el fuego, un chino hervía ropa en viejas latas de gasolina. En el rincón más apartado del patio, tenía alquilada una pequeña barraca, en la cual, junto con cuatro compatriotas más, atendía su lavandería. Ese negocio, debido al auge, producía muy buenas ganancias, de las cuales una parte pasaba a manos del dueño del hotel.
En el cubo del zaguán, al lado izquierdo, tenía su oficina el gerente. Éste atendía su negocio a través de una ventanilla que daba al corredor. Por otra que daba al patio podía enterarse de cuanto ocurría en él y evitar que alguno de los huéspedes tomara un catre mejor que el que había pagado.
La mayor parte de la oficina estaba ocupada por recios anaqueles, cubiertos con alambrado de gallinero, en los que se amontonaban baúles, cajas, sacos, maletas, paquetes y bultos hasta tocar el techo. En una piececita adicional al despacho había más anaqueles, repletos de objetos pertenecientes a los «huéspedes» que no se arriesgaban a dejarlos en las barracas. Guardados en los anaqueles, quedaban al cuidado del empleado no solo los efectos de los huéspedes, sino los de los clientes que no podían pagar más de una noche de hospedaje y tenían que ir después a dormir en algún rincón de los muelles o bajo un árbol en las riberas del río, lugares en los que nadie les exigía pago de alojamiento, pero en los que a menudo eran asesinados con el objeto de despojarlos de los treinta centavos que poseían.
Pagando una noche de alojamiento, el huésped se sentía con derecho a dejar su equipaje al cuidado de los hoteleros. En caso de necesitar una camisa, unos calzones o cualquier otra prenda, pedía su petaca, sacaba lo que le era necesario y la devolvía. El gerente nunca podía saber si el individuo aquel era aún huésped o no, y era demasiado atento o indiferente para ocuparse en averiguarlo.
El hombre podía haber marchado a Brasil, a Argentina, a Honduras, a Hong-Kong; sus huesos podían estar blanqueándose al sol en cualquier sitio de Venezuela o de Ecuador. ¿Quién se preocupaba por ello? Quizá estuviera en la cárcel, muerto dé sed, devorado por algún tigre o sufriendo por la mordedura de una serpiente. Su petaca, a pesar de lo que a él pudiera haberle ocurrido, permanecía bien guardada en el hotel.
Llegó un día en que los anaqueles eran insuficientes para contener los equipajes de antiguos huéspedes y dar cabida a los de nuevo ingreso, y entonces el gerente mandó hacer una limpia general. Nunca se daban recibos por los equipajes; este lujo era imposible de esperar tratándose de ese hotel. Algunas petacas tenían pegado un marbete con el nombre de su propietario, otras ostentaban las señas del express, de alguna compañía naviera o de algún hotel español, marroquí o peruano, por las que su dueño podía reconocerlas. Algunas otras llevaban escrito con lápiz el nombre del propietario y a veces ocurría que éste no podía reclamar su petaca, la que reconocía por la apariencia, debido a que había olvidado el nombre dado al gerente al hacer su depósito, por haberlo cambiado en repetidas ocasiones después de esa. De muchos de los equipajes, los marbetes solían desprenderse o eran devorados por las ratas, y los nombres escritos con gis o lápiz desaparecían. Algunas veces ocurría que el empleado se olvidaba de preguntar su nombre al huésped o que éste llegaba tan borracho que no lo recordaba. Entonces aquél se concretaba a marcar la petaca con el número del catre que el hombre ocupaba, quien lo olvidaba en seguida, si es que llegaba a enterarse de él.
Era difícil precisar cuánto tiempo hacía que algunos de los equipajes se hallaban almacenados. El gerente o el dueño del hotel estimaban el número de meses transcurridos, guiándose por el espesor de la capa de polvo que los cubría, y raramente se equivocaban.
El gerente, en presencia del propietario, abría las petacas y baúles en busca de valores que retener como pago por el almacenamiento. En la mayoría de ellos encontraban solamente harapos, porque nadie que poseyera algún objeto de valor hubiera llegado al Oso Negro, y, de haberlo hecho, no habría permanecido allí más de una noche.
Los harapos eran regalados a quienes los mendigaban. En este mundo no hay pantalón, camisa o par de zapatos lo bastante viejos para que no exista algún ser humano que al verlos exclame: «Démelos; mire usted cómo ando. ¡Muchas gracias, señor!» La existencia de un hombre pobre va acompañada siempre de la de uno más pobre aún.
Dobbs no poseía equipaje, ni una caja de cartón, ni siquiera una bolsa de papel, pues nada habría tenido que guardar en ella. Todo cuanto poseía en el mundo lo llevaba en el bolsillo del pantalón. Hacía muchos meses que no tenía chaleco ni saco: aquellos objetos habían desaparecido mucho tiempo atrás. Pero no los necesitaba. Nadie llevaba saco a excepción de los turistas y los hombres que deseaban causar una buena impresión. Quienes lo usaban en aquel sitio eran mirados como los neoyorquinos que usan sombrero de copa sin poseer automóvil.
Dobbs se detuvo ante la ventanilla del empleado, en la cual y sobre una tabla se hallaba un botellón de barro, del que hacían uso todos los huéspedes, porque ni en los cuartos ni en las barracas había agua. Los experimentados, especialmente aquellos que frecuentemente sentían sed durante la noche, llevaban consigo una botella de tequila llena de agua.
El gerente, que durante el día hacía de empleado, era sumamente joven, apenas tenía veinticinco años. Era pequeño, muy delgado, y tenía la nariz larga y afilada. Su nariz indicaba que había nacido para empleado de hotel. Tenía las mejillas enjutas, los ojos hundidos y rodeados de sombras negras. Sufría de paludismo, y el mal le había puesto la piel amarilla con sombras grises. Parecía próximo a morir en cualquier instante, pero no había tal, pues era capaz de sujetar a cualquier marinero, por fuerte que fuera, cuando se ponía a jugar más allá de los límites de la decencia. Trabajaba de las cinco de la mañana a las seis de la tarde, hora a la que era relevado por el empleado que velaba. Entonces se dirigía a la plaza y daba cincuenta vueltas, a manera de ejercicio.
Las puertas del hotel jamás se cerraban, y los empleados tenían mucho que hacer. No pasaba media hora durante el día o la noche sin que hubiera necesidad de despertar a algún cliente para que acudiera a su trabajo.
Pocos turistas llegaban al hotel y cuando lo hacían solo era debido a una equivocación y para salir de allí hablando a todo el mundo acerca de la suciedad que reinaba en la República.
Los huéspedes eran, en su mayoría, trabajadores con empleo o sin él, marinos a quienes sus buques habían dejado, o de los cuales habían saltado a tierra. Ocasionalmente llegaban uno o dos petroleros millonarios solo unas semanas antes, quienes habían quebrado porque sus pozos se habían secado o porque nada habían obtenido de sus perforaciones. Pero casi todos los huéspedes eran panaderos, picapedreros, vigilantes, cocineros, voceadores o meseros de café; otros tenían profesiones y trabajos de los que no es posible dar idea en unas cuantas palabras. Muchos de ellos podían haber alquilado un cuarto en la casa de alguna familia, en el que hubieran dormido mejor, sin tener necesidad de permanecer en compañía de toda clase de ladrones, chapuceros, vagos, aventureros y malvivientes, quienes, mientras podían pagar, gozaban de aquel alojamiento. La única diferencia de clases que allí existía se determinaba por la respuesta dada a esta interrogación: «¿Puede usted pagar por su catre, o no?», hecha para asegurarse oportunamente de la solvencia de los clientes y dar preferencia a las veintenas de trabajadores que gustaban de vivir allí, entre la escoria de cinco continentes, sin arriesgarse a perder el empleo por llegar tarde al trabajo, porque únicamente allí tenían la seguridad de ser despertados a la hora exacta, indicada con anticipación.
Ambos empleados eran eficientes. Todos los días algún antiguo huésped dejaba el hotel y otros llegaban a reemplazarlo. A todas horas del día y de la noche se veían caras nuevas. Todas las razas estaban allí representadas: blancos, negros, morenos, amarillos, rojos; viejos y jóvenes. Pero ninguno de los gerentes se equivocaba nunca. Cuando alguien pasaba frente a la ventanilla, los empleados sabían perfectamente si había pagado o no. Si el hombre estaba en deuda, consultaban el registro para saber qué cuarto ocupaba. Como ninguna de las barracas tenía cerradura, no era necesaria llave alguna y cualquier vivo podía meterse a ellas y descansar en uno de los catres. Pero los empleados eran tan listos que reconocían en el acto la cara del huésped y recordaban el nombre que había dado, el número de su catre, lo que había pagado por él y si aquellos detalles coincidían o no entre sí.
Algunos cuartos dotados de viejas camas se hallaban separados de los otros por canceles de madera vieja. Eran tan pequeños que, aparte del sitio que la cama ocupaba, solo quedaba un corredorcito para que el huésped pudiera desvestirse. Solían ser alquilados por aquellos que llevaban a su mujer consigo y a quienes se cobraba un peso por persona.
Dos de las barracas estaban destinadas únicamente a mujeres. Las puertas de aquéllas tampoco podían cerrarse convenientemente. La mayoría de las mujeres que las habitaban eran meseras, cocineras y galopinas de restaurante. No obstante que el hotel estaba lleno de hombres y que cualquiera podría haberse metido en los cuartos de las muchachas, éstas se hallaban más seguras allí que en algunos otros hoteles clasificados como decentes a pesar de que en ellos se hacía caso omiso de la moral.
Nunca eran molestadas ni por los borrachos, pues, de acuerdo con las leyes no escritas que regían el hotel, cualquiera que dañara a alguna sería muerto al amanecer. Los hombres ni siquiera se aproximaban a los cuartos de ellas para espiar a través de las rendijas que quedaban entre los tablones. El sexo femenino era el único que gozaba de mosquiteros en sus catres; los hombres tenían que arreglárselas sin ellos.
Muchos de los huéspedes lo habían sido por dos, tres y hasta cinco años. Estos residentes, usualmente ocupaban las esquinas de las barracas, gozando así del privilegio de cierto aislamiento que no les era dispensado a los otros. Allí se sentían con mayor libertad que en su propia casa, pues podían salir y entrar cuando les placiera, sin que ama alguna les hiciera preguntas molestas acerca de la moral y de las sanciones aplicables a quienes se apartan de ésta.
En las barracas no había alacenas ni guardarropas de ninguna especie. Los huéspedes que ocupaban los catres que se hallaban en medio de la estancia, colocaban sus cosas sobre una silla vieja o las ataban con cordeles a uno de los lados del catre. Los que ocupaban las esquinas o tenían sus catres colocados contra la pared las colgaban de clavos. Otros las guardaban en cajas de madera, bajo sus catres. Otros acostumbraban suspender sus ropas de clavos, envolviéndolas en pedazos de tela y amarrándolas con cordones que sujetaban contra la pared, dificultando así las maniobras de algún ladrón que tratara de llevarse un pantalón o enagua de aquella masa de ropas.
Raramente se registraban robos. Cualquier persona que saliera con un paquete tenía que soportar la mirada escrutadora del empleado, y si la procedencia del bulto no era legal, se veía precisado a tirarlo y a echar a correr. Y no era porque temiera a la policía y a las cárceles, sino a la paliza que recibiría. El empleado solo tenía que dar un grito para que acudieran en su ayuda algunos de los hombres que siempre, día y noche, andaban rondando por el patio, los cuales cogerían al ladrón, lo meterían a una de las barracas y le espetarían un sermón que haría tal efecto en su alma y en su cuerpo, que durante una semana no podría mover un solo dedo, ni un párpado, sin lamentarse. Aquellos sermones daban tan buen resultado que los propietarios del hotel bien podían garantizar que en los dos meses siguientes a uno de ellos no ocurriría un solo robo dentro del establecimiento.
Únicamente viejos residentes dejaban parte de sus propiedades en las barracas cuando se hallaban ausentes. Sus pantalones, sacos y camisas eran tan bien conocidos por el empleado, que resultaba prácticamente imposible que alguien abandonara el hotel vestido con ropas ajenas sin ser sorprendido.
En el despacho del empleado había una caja fuerte en la que se guardaban valores de los huéspedes, tales como dinero en efectivo, documentos, relojes, anillos e instrumentos, así como revólveres, rifles, escopetas y equipos de pesca, bien en calidad de depósito o tomados como pago por algún concepto.
En las esquinas de la pieza y en pequeñas repisas, había docenas de paquetitos, revistas y libros, que se dejaban para que fueran guardados «solamente por un momentito, señor», de los cuales muchos jamás eran reclamados, pues sus dueños sin duda se dirigían al otro extremo del mundo, ya que un hombre sin trabajo en los muelles, cuando halla una plaza en algún barquito listo a levar anclas, se embarca sin importarle lo que abandona, pues no es posible comerse un teodolito ni resulta fácil venderlo siquiera en veinte pesos cuando todos los compradores de objetos de segunda mano y todos los empeñeros tienen sus casas atestadas de ellos. En cambio, un empleo significa comida, y nadie sería tan tonto como para no dejar instrumentos, implementos de pesca o escopetas a cambio de la oportunidad de comer tres veces diarias.
Una de las repisas, dividida en pequeños casilleros, estaba llena de cartas para los clientes. Montones de ellas, muchas de las cuales salieran de manos de la madre, la esposa o la novia, se apilaban cubiertas de polvo. Tal vez muchos de los hombres a quienes iban dirigidas se hallaban muertos para entonces o trabajando en alguna selva en busca de petróleo. Quizá vagaban por los mares de China o ayudaban a los bolcheviques a construir el imperio de los trabajadores, sin tiempo para pensar en que la autora de la carta debía derramar lágrimas por la oveja extraviada.
Aquello, a lo que el gerente y el empleado llamaban su escritorio, era una mesita muy estropeada. Sobre ella estaba el libro de registro, algunas cartas y periódicos, una botella de tinta y una pluma. Todos los huéspedes tenían que registrarse para que recordaran que se hallaban en un país civilizado. Solamente el apellido era anotado junto al número de la barraca, del catre y de la cantidad de dinero pagada. Cualquier otro dato respecto a los huéspedes, como su nacionalidad, profesión y lugar de origen, no tenía importancia ni para el empleado ni para la policía, que nunca se ocupaba en inspeccionar los registros, a excepción de cuando andaba en busca de algún criminal. Los recaudadores de impuestos solían consultarlos para cerciorarse de que los propietarios del hotel no habían hecho una declaración falsa. La ciudad no contaba con demasiados empleados públicos, y solo en donde hay más de los realmente necesarios se presiona a las gentes para que digan a la policía todos los detalles de su vida privada.
Dobbs se aproximó a la ventanilla, hizo sonar su peso sobre la mesa y dijo:
—Dobbs, dos noches.
El empleado anotó en el registro «Jobbs», porque no había entendido el nombre y era lo bastante educado para no preguntarlo nuevamente. Luego dijo:
—Cuarto siete, cama dos —cuarto significaba «barraca», y cama, «catre».
Dobbs masculló algo que pudo haber sido «Bien, hermano», o tal vez: «Bésame por allí, pelmazo.»
Sentía hambre y tenía que salir de caza o de pesca… Pero el pez no mordería. Siguió a un hombre vestido de blanco, le susurró algunas palabras al oído, y aquél, sin mirarlo siquiera, sacó del bolsillo un tostón y se lo entregó.
Con aquellos cincuenta centavos, Dobbs corrió a un café de chinos. Los cafés de esta clase son los más baratos y no siempre los más sucios de la República. Hacía mucho que la hora del almuerzo había pasado, pero en un café de chinos puede conseguirse una comida corrida a cualquier hora. Si el tiempo oportuno ha pasado para llamar a aquello comida, entonces se le llama cena, sin importar las horas que marque el reloj de la catedral.
Dobbs, con la seguridad de poder pagar por su comida, hizo correr al chino de un lado para otro, pues a cada platillo que le llevaba le encontraba defectos y hacía que se lo cambiaran por otro; así se deleitaba una vez más espoleando sin compasión al prójimo.
Salió nuevamente a la plaza, escarbándose los dientes, y se sentó en un banco hasta que volvió a sentir deseos de beber café. Largo rato recorrió las calles sin éxito, hasta que un hombre vestido de blanco le dio otra moneda de cincuenta centavos.
—¡Caracoles! —se dijo—, los hombres vestidos de blanco me traen buena suerte —después se dirigió al extremo más cercano al muelle en el que atracaban los cruceros y barcos de carga. Allí se hallaba establecido un café sin puertas, paredes ni ventanas, cosa que en realidad no necesitaba, pues permanecía abierto veinticuatro horas diarias. Dobbs pidió una taza grande de café con cien gramos de azúcar. Cuando el mozo colocó el vaso de agua helada frente a Dobbs, éste elevó la vista hacia la lista de precios y gritó:
—¡Bandidos, ya le subieron cinco centavos al precio de su apestoso café!
—No más no se enoje —dijo el propietario mascando un palillo de dientes—; con los gastos que tenemos no podíamos seguir dándolo a quince fierros.
En realidad, Dobbs no ponía objeciones al precio; lo único que deseaba era quejarse como suelen hacerlo los clientes que pueden pagar.
—¡Vete al diablo! Yo nunca compro billetes de lotería —gritó a la cara de un muchachito que hacía cinco minutos lo molestaba con su insistencia, metiéndole los billetes por los ojos.
El vendedorcito, descalzo, vistiendo una camisa rasgada y unos pantalones viejos de algodón, pareció no dar importancia a aquello; estaba acostumbrado a que le gritaran de ese modo.
—Es la del estado de Michoacán, señor —dijo—; sesenta mil pesos al premio mayor.
—¡Lárgate, bandido, ya te dije que no lo quiero! —gritó Dobbs al tiempo que remojaba su pan en el café.
—El entero vale diez pesos, señor, y seguro que usted le pegará.
—¡Hijo de…! Yo no tengo diez pesos.
—Muy bien, señor; entonces ¿por qué no compra usted un cuarto? Solo vale dos cincuenta.
Dobbs bebió el café a grandes sorbos, quemándose la boca, y esto acabó de ponerlo de mal humor.
—¡Ya te dije que te fueras al diablo, y si no te largas y me dejas en paz, te echaré encima este vaso de agua!
El chico no se movió. Era un buen vendedor y conocía a sus clientes. Cualquiera que se sentara al mostrador de un café español a aquellas horas de la tarde, para beber una buena taza de café con leche y comer dos piezas de pan con mantequilla, sin duda tenía dinero, y los que tienen dinero siempre desean tener más; así, pues, aquel hombre era el cliente apropiado para comprar un billete de lotería.
—Siquiera un décimo, señor; ése solo le costará un peso.
Dobbs tomó el vaso con agua y lo echó a la cara del chico, diciendo:
—Te lo advertí, sinvergüenza. ¿No te dije que esto haría si me seguías molestando?
El chico rió y sacudió el agua de su pelo y de sus pantalones. La lotería, de veinte mil personas, hace rica a una, y el muchachito sabía por experiencia que era más fácil vivir vendiendo billetes de lotería que comprándolos; así, pues, consideró aquel baño como el punto de partida para iniciar el negocio con Dobbs.
Dobbs pagó el café y le dieron veinte centavos de cambio; tan pronto como el chico vio la moneda, se apresuró a decir:
—Por lo menos debería usted comprar un vigésimo de la de Monterrey, que solo cuesta veinte centavos. El premio mayor es de cinco mil pesos. Tómelo, es un número muy bonito. Súmelo y verá cómo le da trece, el más ganador de todos.
Dobbs dio vueltas en la mano cerrada a su moneda de veinte centavos. ¿Qué haría con ella? ¿Tomaría más café? No deseaba más. ¿Compraría cigarros? No deseaba fumar; prefería guardarse el gusto del café, y el humo suele matar el gusto más fino. Comprar un billete de lotería sería tanto como tirar el dinero. Sin embargo, sería divertido esperar en la suerte. La esperanza es siempre buena para el alma. Habría que esperar tres días.
—Está bien, diablo prieto —dijo—, dame ese vigésimo para que no vea más tu puerca cara.
El pequeño comerciante cortó el vigésimo y lo entregó a Dobbs.
—Es un número excelente, señor.
—Si es tan bueno como dices, ¿por qué no lo juegas tú? —preguntó Dobbs bromeando maliciosamente.
—¿Yo? No, señor; yo no tengo dinero para jugar a la lotería.
Tomó la moneda de plata, la mordió para ver si era buena y dijo:
—¡Muchas gracias! Búsqueme la próxima vez, yo siempre traigo los ganadores. ¡Buena suerte!
Y corrió como una liebre tras otro cliente, en el que ya había puesto los ojos.
Sin mirar el número, Dobbs guardó el billete en el bolsillo del reloj y decidió ir a nadar un rato.
Había que recorrer una larga distancia para llegar al río abierto. Parecía que aquel sitio era el punto de reunión de todos los holgazanes del puerto. Cuando Dobbs llegó, aquello estaba lleno de mestizos, indios y blancos de la misma condición social de Dobbs. Ninguno vestía traje de baño. Más allá, río arriba, las muchachas se bañaban, también desprovistas de ropa y en unión de algunos jóvenes para darle mayor animación al acto.
En las altas colinas que formaban los bancos del río, hacia el este, se hallaba la sección residencial del puerto. Allí vivían con sus familias, en hermosos bungalows, norteamericanos, ingleses, suecos y holandeses, empleados de las compañías petroleras. La ciudad era muy baja, estaba solamente a algunos palmos sobre el nivel del mar; hacía un calor sofocante y raramente llegaba hasta ella la brisa del mar. Las colonias de los extranjeros acomodados, situadas en las colinas, recibían la fresca brisa del mar toda la tarde y durante la noche. Los bungalows en que a la hora del té y del bridge se disfrutaba mejor eran aquellos situados al borde de las colinas, desde donde era posible ver el río. Las damas que allí se reunían a la hora del té, quienes no podían mezclarse a los nadadores aun cuando bien lo deseaban, iban provistas de sus anteojos de campo para poder atisbar a los bañistas desnudos. El espectáculo era tan interesante, que ni por un momento pensaban en el bridge. Tal vez a ello se debía que la colonia se llamara «Buena Vista».
El baño es algo muy grato en el trópico. Además, Dobbs se ahorraba así los veinticinco centavos que cobraban en el Oso Negro tan solo por hacer uso de la minúscula ducha y por treinta segundos, porque utilizándola treinta más, ya había necesidad de pagar otros veinticinco centavos, en vista de que el agua era cara.
No todo era placer en el río, pues el lecho era pantanoso y estaba plagado de jaibas enormes que solían acosar los pies de quienes se posaban en su morada, y más de un bañista temía salir de allí con un dedo menos.
En aquel sitio el río se abría formando un delta, y era allí donde los pescadores de jaibas se apostaban. Solo los indios y los mestizos más pobres se dedicaban a la pesca de jaibas, para la cual era menester una paciencia inagotable. Se usaba para cebo, carne; mientras más apestosa, mejor. El cebo se sujetaba al extremo de un cordel largo amarrado a una caña que se arrojaba al agua. El pescador dejaba que se hundiera en el lodo y descansaba algunos minutos. Entonces empezaba a tirar de la caña con una lentitud de la que solo un indio es capaz. En esa operación empleaba muchos minutos. La jaiba se prendía al cebo con las tenazas de sus patas, ansiosa de no perder aquel buen bocado, y se cogía con tal fuerza que cuando la caña se levantaba, el animal salía prendido del cordel. No hay manera de saber cuándo una jaiba pica el cebo, y frecuentemente se saca la caña hasta veinte veces inútilmente. Algunas ocasiones también la jaiba engaña al pescador y se queda hábilmente con el cebo, sin prenderse al cordel. Los pacientes pescadores que trabajan de sol a sol logran una vida apenas regular, aunque los restaurantes pagan buenos precios por la carne de esos animales, que es considerada como bocado selecto.
Dobbs, que andaba en busca de algún medio para conseguir dinero, observó a los pescadores y llegó a la conclusión de que aquel no era trabajo para él. Habiendo crecido en la actividad de una ciudad industrial norteamericana, carecía en absoluto de la paciencia necesaria a los pescadores de jaibas y estaba seguro de no pescar ni una en tres semanas.
Casi cuatro kilómetros tenía que caminar Dobbs para regresar al puerto. La natación y la caminata habían despertado su hambre; así, pues, volvió a emprender la caza. Durante mucho tiempo ninguna ocasión se presentó a sus ojos y tuvo que tragarse muchos discursos y buenos consejos sobre los sin trabajo, muchas frases molestas sobre los extranjeros holgazanes que se dedican a importunar a los ciudadanos honestos. Pero cuando se tiene hambre no se pone atención a tales sermones y el sentimiento de que la mendicidad no se hizo para un norteamericano se olvida cuando hay necesidad de comer.
Por fin descubrió a un hombre vestido de blanco inmaculado que cruzaba la plaza en dirección del cine Alcázar y pensó: «Hasta ahora he tenido suerte con quienes visten de blanco; probemos con este tipo.»
Nuevamente obtuvo cincuenta centavos.
Cenó, y después de descansar un buen rato en uno de los bancos del jardín, pensó en que no sería malo que su situación económica cambiara rápidamente, ya que nadie sabe nunca lo que puede ocurrir. La excelente idea le acometió justamente cuando un hombre vestido de blanco caminaba perezosamente por el extremo de la calle.
Sin vacilar, se aproximó al hombre y le espetó su ruego. La víctima hurgó sus bolsillos, sacó un tostón y se lo tendió. Dobbs ya se apresuraba a tomarlo, pero el hombre retuvo la moneda entre los dedos y dijo secamente:
—Óigame, nunca había sido víctima de insolencia igual; nadie sobre la tierra me podría hacer creer semejante historia.
Dobbs se quedó perplejo. Jamás lo habían apostrofado en aquella forma. Generalmente obtenía como respuesta algunas palabras enojosas. No había qué hacer. ¿Esperaría o echaría a correr? Miraba el tostón y pensaba que tarde o temprano caería sobre su mano, y decidió conceder al hombre el placer de sermonearle a manera de pequeña recompensa por su donativo. «Bueno, será duro tener que escuchar el sermón, pero ello me producirá dinero», pensó, y resolvió esperar.
—Esta tarde —dijo el hombre— me contó usted que no había cenado aún y le di un peso; cuando volví a encontrarlo dijo que no tenía sitio en que pasar la noche y le di un tostón; ahora permítame usted que le pregunte con toda cortesía: ¿para qué quiere el dinero?
Sin detenerse a pensar, Dobbs repuso:
—Para el desayuno de mañana, señor.
El hombre rió, le entregó los cincuenta centavos y dijo:
—Esto será lo último que le dé; en lo sucesivo diríjase a otro, pues si he de hablarle con franqueza, empieza a molestarme.
—Dispénseme, señor —contestó Dobbs—; no reparé en que era usted la misma persona en todas las ocasiones, pues nunca le vi la cara, solo miraba sus manos y las monedas que me daba. Ahora, por primera vez, me fijo en su cara, pero le prometo no volver a molestarlo; perdóneme.
—Está bien, pero no llore ni olvide su promesa. Tenga otro tostón para la comida de mañana y recuerde que de ahora en adelante usted se las arregla solo.
Después de decir eso, el caballero siguió su camino.
—Parece —dijo Dobbs cuando se quedó solo— que este pozo se secó definitivamente y que la suerte con las gentes vestidas de blanco se terminó. Pongamos los ojos en otra cosa.
Después llegó a la conclusión de que debería dejar el puerto e internarse en el país para enterarse de cómo andaban por allí las cosas.
Aquella noche encontró en el hotel a otro norteamericano que deseaba dirigirse a Tuxpan, pero que no encontraba quien lo acompañara.
Al escuchar el nombre de Tuxpan, la palabra mágica, Dobbs se alegró ante la idea de visitar en compañía de Moulton los campos petroleros, en donde sin duda habría algo que hacer.
No es fácil ir a Tuxpan sin dinero. La mitad del camino se hace por carretera, por la que raramente puede hallarse algún carro; la otra mitad la constituye un gran lago que es menester surcar en barquitas y lanchas de gasolina, en las que se ha desechado la costumbre de aceptar «moscas» y en las que necesariamente hay que pagar pasaje.
Claro que es posible rodear la laguna, pero no existe carretera alguna y la caminata duraría dos semanas; en cambio esto ofrece la ventaja de poder visitar un gran número de campos petroleros, y fue esa la razón por la que los dos hombres eligieron aquel medio.
Primero había necesidad de cruzar el río. El pasaje de bote costaba veinticinco centavos y prefirieron ahorrar el dinero para darle mejor uso; por lo tanto, esperaron el lanchón de la Huasteca que transportaba el pasaje de una a otra orilla del río gratuitamente. El lanchón nunca salía antes de que se juntara bastante pasaje para justificar el viaje. Aquel servicio se destinaba exclusivamente a los trabajadores de las compañías y a sus familiares.
Dobbs y Moulton salieron por la mañana temprano, después de tomar una taza de café acompañada de pan. Cuando se encontraron a bordo preguntaron al lanchero a qué hora saldría el bote, a lo que el hombre contestó que tal vez no estaría listo sino hasta las once. Así, pues, tenían que esperar.
Esa parte del río se veía muy animada. Los dueños de algunas docenas de botes de motor y de lanchas esperaban clientes que desearan cruzar la corriente. Los petroleros pudientes y otros hombres de negocios que podían pagar bien tomaban asiento en los botes más rápidos. Los trabajadores y comerciantes modestos necesitaban esperar hasta que en las lanchas en que cobraban cuotas reducidas se reuniera pasaje suficiente para que el viaje resultara costeable.
En el embarcadero parecía celebrarse una feria, porque las gentes, obligadas a esperar, compraban fruta, cigarros, pan, refrescos, tacos, café, artículos de ferretería y objetos de piel y de petate.
Las lanchas de gasolina y las de remos estaban en movimiento día y noche. De un lado del río se hallaban las manos; del otro, el cerebro. Del lado en que Dobbs y su compañero esperaban, se encontraban los bancos, las oficinas de las compañías petroleras, las tiendas ricas, las casas de juego, los sitios de recreo, los cabarets. En el otro lado estaban los que trabajaban duramente. Aquí, el petróleo carecía prácticamente de valor. El que se le daba en el mercado era fijado allá, al otro lado del río, en donde se hallaban los bancos y los cerebros. El petróleo, al igual que el oro, carece de valor en su estado natural y solo llega a adquirirlo a través de diversas manipulaciones y cuando se le transporta a los sitios en que es requerido.
A través del río se transportaban muchos millones de dólares, no en oro, ni en cheques, sino simplemente en las hojas de una libreta de notas. Una parcela que ahora cuesta doscientos dólares, valdrá mañana cincuenta mil. Y de este cambio en el valor es responsable un geólogo que asegura que de la parcela pueden sacarse doce buenos borbotones, y puede ocurrir que una semana más tarde sea rematada por quinientos dólares y que su propietario no cuente ni con cincuenta centavos para pagar una modesta comida, debido a que seis geólogos han puesto de por medio su reputación asegurando que la parcela es tan seca como el marco de un cuadro viejo, lo que no obsta para que dos meses más tarde resulte difícil obtener la misma por veinticinco mil dólares.
Al mediodía llegaron Dobbs y Moulton a la ribera opuesta, la cual se hallaba llena de barcos tanques que partían de allí a todos los puertos del mundo. A lo largo de la margen del río se encontraban alineados veintenas de tanques de petróleo, pertenecientes a diferentes compañías petroleras.
La feria que se realizaba en la orilla era mucho más animada que la que tenía lugar en el lado opuesto, y más variada, porque los pequeños comerciantes que traficaban allí no solo embaucaban a los nativos sino también a los oficiales y marinos recién llegados.
No solo se vendían pericos y monos, sino también pieles de tigre y de león, cachorros de esos animales, culebras de todos tamaños, lagartos pequeños, iguanas. Los marinos podrían llevar a casa los cachorros y contar a su muchacha lo mucho que habían tenido que luchar con la leona o la tigresa para quitarle los pequeños y poder llevárselos de regalo.
El aire parecía morder los pulmones, porque estaba cargado de gases tóxicos que escapaban de las refinerías. Aquella atmósfera irritante que hacía la respiración tan pesada y desagradable y que oprimía la garganta constantemente, era una señal de que la gente hacía dinero, mucho dinero. Por el trabajo no calificado se pagaban hasta quince pesos diarios, y se veía a mexicanos y americanos gastar por igual dos mil pesos en una noche sin detenerse a pensar a manos de quién iban a parar. Sin duda aquello duraría cien años; entonces, ¿por qué preocuparse? Hay que gastar mientras esto nos produzca placer y el dinero nos llegue fácilmente.
Lejos, río abajo, se encontraban las cantinas, los cabaretuchos y una larga fila de barracas, en las que las muchachas, vistosamente vestidas y exageradamente pintadas, esperaban a sus amigos marineros, tripulantes y oficiales. En dondequiera que se fijara la mirada reinaban el amor y las canciones en medio de un océano de licor. Mamá no siempre puede acompañar a bebé marino para velar por él, en todos sus viajes, y es conveniente que algunos de ellos los haga solo.
Al mirar tanto marino alegre por allí, disfrutando de la vida porque sus barcos ostentaban la bandera roja, señal de que cargaban petróleo, Moulton tuvo una idea y dijo:
—Es mediodía en este hemisferio; trepemos a ese barco en el que ya debe dejarse oler el almuerzo; tal vez logremos atrapar algo.
Dos hombres sin camisa y sin cachucha se hallaban parados frente a un vendedor de fruta, tratando de hacerle comprender que querían plátanos y preguntando cuánto costaban.
Moulton se dirigió a ellos sin vacilar y les dijo:
—¿Qué húbole, cuates? ¿De qué agujero salen?
—Norman Bridge —fue la respuesta—. ¿Qué hay con ello?
—Nada, ¿pero qué tal si nos disparan dos comidas? Tenemos que caminar mucho y la cosa es del diablo con este calor del trópico. Así, pues, lo que deben hacer es darnos dos raciones para adulto bien desarrollado, porque si no, ¡voto a Judas!, cuando regrese al terruño diré a sus abuelas cómo han dejado morir de hambre en suelo extraño a estas dos palomas.
—Ya, ya, gorrión, no hables tanto, que tu charla me aburre. ¡Ea!, vengan a que les llenemos la barriga hasta que revienten. Apenas puede creerse que alguien tenga ganas de tragar un solo bocado con este calor endemoniado. ¡Caray! ¡qué ganas dan de volver a Los Ángeles!
Cuando dejaron el barco no pudieron caminar muy lejos y se tendieron bajo un árbol.
—¡Por Cristo! A esto le llamo yo una comida corrida —dijo Dobbs—. No caminaría un kilómetro ni por un colmillo de elefante; no podré moverme por lo menos en dos horas. Descansemos un rato.
—Magnífico, nene —contestó Moulton.
Roncaron estentóreamente, tanto que la gente que pasaba, no pudiendo verlos porque el follaje del árbol los cubría, creía que se trataba de algún león que había comido más de la cuenta y dormía la siesta.
Moulton fue el primero en despertar y, zarandeando a Dobbs, le gritó:
—¡Levántate! ¿Es que no vamos a Tuxpan? Démonos prisa antes de que la noche caiga.
Gruñendo y lamentándose acerca de las tristezas de la vida, se pusieron en camino.
Fueron río arriba por la margen derecha. Todo el camino, aquel feo camino, se hallaba cubierto de petróleo crudo, que parecía filtrarse por las grietas y hoyos de la tierra. Había charcos y hasta lagunas de petróleo que se formaban debido a los agujeros de los tubos y al escurrimiento de los tanques sobrecargados que se hallaban en línea en las colinas a lo largo de la ribera. Arroyos de petróleo corrían como agua dentro del río. Nadie parecía preocuparse por la pérdida de esos miles y miles de barriles de petróleo que empapaban el suelo y ennegrecían el río. Tan rica en petróleo era aquella parte del mundo, que los gerentes y directores de las compañías no parecían preocuparse cuando un pozo productor de veinte mil barriles diarios se incendiaba y se consumía hasta su última gota.
¿Quién había de preocuparse por trescientos o cuatrocientos mil barriles de petróleo desperdiciados cada semana debido a las tuberías averiadas, a los tanques rebosantes por descuido, o al olvido de avisar al bombero que dejara de trabajar mientras se reemplazaban tramos de tubería? Mientras más petróleo se pierda, mayor será el precio que alcance. ¡Tres hurras, pues, por los tubos rotos, por los bomberos borrachos y por los tanques desatendidos!
Hasta el cielo parecía cubierto de petróleo. El brillante sol tropical se veía oscurecido por espesas nubes negras, nubes venenosas que envolvían el paisaje en una niebla que mordía los pulmones.
Después de caminar kilómetro y medio, el paisaje tomaba un aspecto más agradable. Teniendo como fondo la pendiente de las altas riberas del río, se veían los bungalows habitados por los ingenieros y empleados de las compañías petroleras y sus familias. Éstos habían tratado de dar a sus habitaciones un aspecto semejante al de sus casas en Texas, pero todos sus esfuerzos habían sido vanos. La proximidad del petróleo no permitía que las gentes vivieran a su gusto. El resultado era el mismo que obtiene una negra cuando a fuerza de pintura y polvos trata de parecerse a una dama francesa.
Pronto llegaron los dos hombres a Villa Cuauhtémoc. Este pueblecito, situado a la margen de una laguna y comunicado con el río y el puerto por medio de un canal pintoresco en el que tiene lugar el animado tránsito de botes y lanchas, es en realidad el viejo pueblo indígena de la región.
Los españoles, una vez que lo hubieron conquistado, lo abandonaron, prefiriendo edificar su pueblo al otro lado del río por considerarlo más conveniente para el embarque. Así, el nuevo pueblo y el puerto fueron creciendo en importancia, dejando al viejo tan atrás que los habitantes del puerto se olvidaron totalmente de su existencia, y cuando oían hablar de él lo suponían situado en las profundidades de la selva y habitado por indios primitivos.
Al llegar a los últimos jacales, en el lado opuesto de la laguna, Dobbs y Moulton vieron a un indio sentado en cuclillas al lado del camino. El indio vestía calzón de manta y camisa azul; se tocaba con un sombrero de charro y calzaba huaraches. Junto a él tenía un tompiate que contenía algunos objetos, tal vez todo cuanto poseía en el mundo.
Los dos hombres pasaron con demasiada prisa cerca del indio, aparentando no darse cuenta de su presencia.
Después de un rato, Dobbs volvió la cabeza y dijo:
—¿Qué querrá de nosotros ese maldito indio? Hace media hora que nos viene siguiendo.
—Ahora se detiene —dijo Moulton—. Parece que busca algo entre la maleza, ¿qué será?
Continuaron su camino y, al volver la cara, se percataron de que el indio les iba pisando los talones.
—¿Trae escopeta? —preguntó Moulton.
—No, que yo vea; no creo que sea un bandido; me parece un hombre honesto —dijo Dobbs—. De cualquier modo no podemos estar seguros de ello.
—Me parece un poco chiflado.
Siguieron caminando, y cada vez que volvían la cara veían al indio detrás de ellos a una distancia aproximada de treinta metros.
Siempre que se detenían a tomar aliento, el indio se detenía también.
Empezaron a ponerse nerviosos.
Parecía no haber razón para temer a un pobre campesino indio, pero comenzaron a creer que aquél era espía de una horda de bandidos ansiosos de despojar al par de extranjeros de lo poco que poseían.
—Si yo tuviera una escopeta —dijo Dobbs—, lo mataría. Estoy a punto de reventar; no soporto que ese diablo negro nos venga pisando los talones en espera de una oportunidad. ¿Qué tal si lo cogiéramos y lo dejáramos amarrado contra un árbol?
—No estoy de acuerdo —repuso Moulton, y volvió a mirar al hombre, tratando de adivinar sus intenciones—. Posiblemente no sea de peligro, después de todo. Pero, por si acaso, sería bueno escapar de él y ponernos a salvo.
—Detengámonos —sugirió Dobbs—; dejemos que se aproxime; entonces nos le encararemos y le preguntaremos qué quiere.
Se pararon bajo un árbol y miraron hacia arriba, aparentando estar muy interesados en algo que se hallaba en sus ramas, tal vez un fruto extraño o algún pájaro raro.
Pero el indio, en el momento en que vio detenerse a los dos norteamericanos, se detuvo también, atisbándolos desde una distancia respetable.
Dobbs puso en juego una triquiñuela para hacer que el indio se aproximara. Fingió una excitación creciente a la vista de lo que pretendía mirar en el árbol. Él y Moulton, gesticulando como locos, señalaban en dirección del tupido follaje. Como esperaban, el indio cayó en la trampa. Su curiosidad innata venció en él y, paso a paso, se fue acercando con los ojos fijos en las ramas altas; cuando al fin se detuvo al lado de ambos, Dobbs hizo un ademán exagerado y, señalando la maleza, dijo:
—Allí, por allí va corriendo ahora.
Y tomando a Moulton del brazo, lo hizo volver hacia la dirección por la que pretendía que escapaba algún animal extraño. Luego, repentinamente, se volvió y sujetó al indio tan fuertemente por el brazo que lo privó de todo movimiento.
—¡Oiga! —le dijo—. ¿Por qué nos sigue? ¿Qué quiere de nosotros?
—Quiero ir allá —dijo, apuntando en dirección del lugar al que Moulton y Dobbs se encaminaban.
—¿Adónde? —preguntó Moulton.
—Al mismo sitio al que ustedes se dirigen, señores.
—¿Cómo sabe adónde vamos?
—Sé adónde van —dijo el nativo con sencillez—. Van a los campos petroleros en busca de trabajo, y es allí adonde yo me dirijo. Ya he trabajado en ellos.
Dobbs y Moulton sonrieron y se miraron en silencio, acusándose mutuamente por su cobardía.
No se podía dudar de lo que el nativo decía. Tenía la apariencia de un jornalero honesto en busca de trabajo como ellos. Nada había en él que le diera la apariencia de un bandido.
Para estar más seguro, Dobbs preguntó:
—¿Por qué no camina solo? ¿Por qué nos ha venido siguiendo?
—A decir verdad, caballeros —explicó el indio—, he pasado tres días sentado en la colina esperando de sol a sol que pasara algún gringo con quien acompañarme en el camino.
—¿Es que no lo conoce? —preguntó Moulton.
—Sí, tal vez; lo malo es que soy muy miedoso y temo atravesar solo la selva, porque hay tigres enormes y serpientes mayores aún.
—Nosotros no le tememos a nada en el mundo —afirmó Dobbs con íntima convicción.
—Ya lo sé, y precisamente por eso los esperaba.
—Pero es que los tigres también devoran a los norteamericanos —dijo Moulton.
—No, señor; está usted en un error; los tigres y los leones de nuestro país no atacan a los americanos; solo nos atacan a nosotros que somos sus compatriotas, y es por esta razón por la que nos prefieren y no molestan a los americanos. Pero hay más: por estos caminos aparecen a menudo bandidos, en espera de alguna víctima; las márgenes de la laguna de Tamiahua están plagadas de asesinos.
—La cosa parece muy halagadora —dijo Moulton.
—¿Y ahora en qué piensas? —preguntó Dobbs.
—Solo en el temor que nos infundió este pobre hombre, quien a su vez nos temía.
—Bueno, ya basta; olvidémoslo —dijo Dobbs.
—Además —continuó Moulton—, a veces resulta bien no llevar pistola al cinto, pues de haber tenido una, este pobre diablo ya no viviría y nos habríamos metido en un enredo atroz, ya que nadie creería que habíamos actuado en defensa propia.
A partir de aquel momento, el indio siguió el viaje con ellos; a duras penas pronunciaba algunas palabras, mientras marchaba al lado o detrás de ellos, según lo permitía el camino.
Un poco antes de la puesta del sol llegaron a un pueblecito indígena consistente en unos cuantos jacales. Sus habitantes, hospitalarios por naturaleza, temían a los forasteros a causa de las muchas historias que sobre bandidos corrían en el vecindario.
Así, pues, con palabras amables y con excusas, trataron de persuadir a los viajeros de que llegaran hasta el siguiente pueblo y allí pernoctaran, porque era más grande y podrían disfrutar de mayores comodidades, pues había hasta una fonda, y porque ya que el sol no se había ocultado completamente, podrían llegar al pueblo todavía con luz.
No quedaba más recurso que marchar. Caminaron un kilómetro sin hallar trazas del pueblo. Caminaron otro más también inútilmente.
Para entonces ya era noche cerrada y les era imposible distinguir el camino, y de proseguir correrían el peligro de extraviarse en la selva.
—Las gentes de los jacales deben de habernos mentido acerca del gran pueblo que suponíamos encontrar pronto —dijo Moulton enojado—. No debíamos haber dejado el pueblo; debimos permanecer allí, con el consentimiento de sus habitantes o sin él, aun cuando nos viéramos obligados a dormir a campo raso, pero cuando menos cerca de los jacales.
Dobbs, con tan mal humor como su compañero, dijo:
—Generalmente los indios no obran así. Suelen brindar albergue a los viajeros y hasta comparten con éstos su modesto alimento. Me parece que tuvieron temor de nosotros. Somos tres y sin duda pensaron que podríamos atacarlos fácilmente si nos brindaban hospitalidad.
—Deben de haber tenido amargas experiencias, pues en verdad hay más de un vago nativo o extranjero de los que pululan en el puerto que no se tentaría el corazón para robar y aun para matar a un par de pueblerinos con tal de obtener lo que deseara. Pero, ¿para qué alegar?, aquí estamos a campo raso, rodeados por la selva; así, pues, tenemos que encontrar la mejor solución.
—Me parece —dijo Dobbs—, que ni siquiera podremos regresar al pueblecito.
—Claro —repuso Dobbs—, nos perderíamos; yo no distingo ni las piedras del camino. Lo único que podemos hacer es quedarnos en donde estamos.
—Tal vez el poblado grande no esté lejos —a Moulton no le seducía la idea de pasar la noche en la selva—. Pude percatarme de que había huellas de vacas y de caballos en el camino; debemos estar cerca. Tal vez sería bueno que intentáramos llegar.
—No estoy de acuerdo —dijo Dobbs—. El pueblo puede estar cerca, o tal vez a cuatro kilómetros de distancia. Yo no me arriesgaría a que nos extraviáramos en la selva. Aquí por lo menos estamos en el camino y más seguros que en medio de ella.
Encendieron cerillas y miraron en rededor, a fin de saber cuál era el mejor sitio para pasar la noche. Aquello tenía mal aspecto, la vereda no se hallaba muy limpia, era poco usada y se encontraba llena de cactos y de plantitas espinosas. Ejércitos enormes de hormigas rojas corrían de un lado para otro y un sinfín de insectos más se arrastraban en todas direcciones, no dejando libre ni un centímetro cuadrado del suelo, en su busca afanosa de alimento y albergue o persiguiendo los placeres del amor.
—¿No dijo este indio algo acerca de los tigres, leones y serpientes que suelen hallarse a lo largo del camino? —preguntó Moulton con voz desesperada al mirar el terreno poco acogedor.
—Dijo algo de eso —recordó Dobbs, y se volvió al nativo que, al parecer sin interesarle en nada lo que sus compañeros hacían y decían, esperaba tranquilamente que los norteamericanos decidieran dónde y cómo pasar la noche, ya que cualquier cosa que hubieran decidido él la habría aceptado, tratando solo de sentirse lo más próximo posible a ellos, pues si en algún sitio podía dormir a salvo un norteamericano, sin duda un indio podría encontrarse mejor.
Dobbs preguntó al indio:
—¿Estás seguro de que por aquí hay tigres?
—Absolutamente, señor; hay muchos, muchísimos tigres aquí. Hay tantos en esta selva, que siempre que un americano sale de caza regresa por lo menos con cuatro bien grandes. Los he visto, señor; de otro modo no los mencionaría.
—Gracias por la información —dijo Dobbs—. Bueno, amigo, no me sorprendería que me encontraras entre las garras de un tigre, medio devorado por él.
—No bromees con eso —aconsejó Moulton—. No tenemos ni una lamparita para ahuyentarlos. Bueno, creo que lo único que podemos hacer es orar al Señor, rey de los hombres y de las bestias.
No podían permanecer en pie toda la noche; así, pues, se tumbaron en el suelo, olvidándose de las hormigas, escarabajos y reptiles.
Apenas se habían acomodado cuando el indio se escurrió entre ambos como un perro. Hizo aquello lentamente, tratando de molestarlos lo menos posible, pero con firme determinación. Los americanos podrían empujarlo, pero no bien se hubieran aquietado volverían a sentirlo entre ellos otra vez. Solo así se sentía seguro. Al fin tuvieron que dejarle hacer, pues él prefería sus patadas y sus golpes a las garras de un tigre.
Moulton fue despertado por un pequeño reptil que se arrastraba por su cara. Se lo sacudió y se sentó. Se oía el eterno cantar de la selva del trópico; de pronto sufrió un estremecimiento, cesó de respirar y escuchó claramente los pasos de algo que se acercaba con lentitud. Eran pasos muy suaves, pero pesados, sin duda de algún animal grande. Solo un animal bien grande podría caminar con aquel paso pesado, y seguramente se trataba de un felino a juzgar por la suavidad con que se deslizaba.
Debía ser un gran tigre, un tigre real de los más grandes que habitan la selva.
Moulton no quería asustarse, no quería despertar a los otros hasta estar seguro. Así, pues, puso atención. Los pasos habían cesado. La gran bestia debía medir el camino y buscar la mejor postura para lanzarse sobre sus víctimas. Después de medio minuto, Moulton volvió a escuchar los pasos, más lentos y cautelosos que antes, y más cercanos cada vez. Le parecía que eran mucho más pesados y que tocaban con firmeza el piso suave. Luego escuchó un gruñido sofocado y despertó a Dobbs bruscamente.
—¿Qué pasa? —preguntó aquél con voz somnolienta.
—Detrás de nosotros hay un tigre.
—¿Un qué?
—Un tigre, detrás de nosotros hay un tigre.
Dobbs puso atención y, después de escuchar unos segundos, dijo:
—Tienes razón, sin duda es una bestia pesada, debe ser un tigre. Un ser humano no se deslizaría de esa manera entre la maleza, solo un tigre o un león pueden hacerlo.
No era posible determinar si el indio había despertado hacía rato o si su sueño había sido turbado por la excitada conversación de los otros dos.
En cuanto los dos compañeros se pusieron en pie, él los imitó, colocándose tan cerca de ellos como le fue posible.
Temblando de miedo exclamó:
—¡Por la Madre Santísima, es un tigre, en verdad que es un tigre! Saltará sobre nosotros en cualquier instante. Está cuando más a veinte pasos de distancia. Puedo ver la fosforescencia de sus ojos.
Miró hacia la espesa maleza y se abrazó estrechamente al cuerpo de Dobbs. Dobbs lo rechazó. Entonces fue a ocultarse tras de Moulton.
El terror del indio, que sabía cómo suelen acometer los tigres, privó a Dobbs y a Moulton de la partícula de valor que aún les restaba.
—Tenemos que hacer algo —dijo Dobbs—; no podemos permanecer así toda la noche.
Moulton aconsejó:
—Movámonos lo menos posible; en alguna parte he leído que esos animales saltan sobre su presa solo cuando la ven moverse.
Escucharon nuevamente con atención para descubrir si el animal se hallaba aún cerca o había desaparecido. Durante muchos minutos solo escucharon el incesante cantar de los insectos en la selva. Luego volvieron a oír claramente los pasos, el animal parecía estar a la misma distancia que antes.
El indio susurró:
—Lo mejor que podemos hacer es trepar a un árbol.
—Los tigres se suben a los árboles con la misma facilidad con la que caminan por el suelo —dijo Moulton.
Dobbs era de diferente opinión.
—El muchacho, tiene razón; creo que es lo mejor que podemos hacer, porque aunque el animal trate de trepar al árbol, estando nosotros más arriba, podremos, cuando menos, defendernos con un palo.
Caminando a tientas con sumo cuidado, lograron encontrar un árbol de ébano. Dobbs fue el primero en trepar. Tan pronto como el indio se dio cuenta de lo que Dobbs hacía, lo siguió tratando de ir lo más junto posible a él, y empujando a Moulton que trataba de seguirle. Estaba ansioso por no ser el último, por no quedar próximo al suelo, pues consideraba que el mejor lugar para él era entre los dos norteamericanos. Estaba decidido a sacrificar a cualquiera de los dos mientras pudiera escapar de las garras del tigre. Pero, no obstante su ansiedad por trepar al árbol, no había olvidado subir consigo su tompiate; ni siquiera eso deseaba dejar a merced de la bestia de la selva.
Moulton no tuvo más alternativa que trepar tras del indio, quedando tan próximo al suelo que la bestia le podía alcanzar fácilmente las piernas dando un salto. Trató de consolarse gritando a Dobbs:
—Este maldito indio me ha quitado todas las oportunidades; pero, no obstante, estoy algo más seguro aquí que a campo raso; allá el felino me arrastraría para donde quiera; en cambio, aquí puedo agarrarme y perderé solo una pierna. Escúchame Dobbs, ¿no puedes trepar unos cuantos palmos para que yo quede más seguro?
—Imposible —contestó aquél—, estoy sentado en la punta del árbol.
Después de permanecer allí un cuarto de hora, empezaron a sentirse mejor. Respiraron con mayor facilidad y se sintieron más seguros. Pero aún quedaban muchas horas de la noche, porque serían escasamente las diez. Temieron que, colgados como changos de las ramas del árbol, les acometiera el sueño; entonces caerían quizá en la boca abierta del tigre, que sin duda estaría esperando el feliz acontecimiento. Para evitarlo se sujetaron fuertemente al tronco del árbol con sus cinturones, después de lo cual se creyeron seguros y trataron de dormir en aquella postura.
Fue una noche larguísima; les pareció interminable. Los momentos en que les era posible dormir, se veían atormentados por sueños horribles y por toda clase de alucinaciones, que los torturaban. Se creían perseguidos por manadas de tigres y por ejércitos de indios salvajes.
Por fin llegó la mañana con sus mejillas sonrosadas. A la clara luz del día, todo cuanto les rodeaba les pareció natural y no muy diferente, así creían, de un huerto abandonado en Alabama. Hasta el suelo que se extendía a sus pies tenía una apariencia menos horrible que la noche anterior, cuando era iluminado solo por la vacilante lucecita de las cerillas.
Escasamente a quince metros se extendía una verde pradera, que podía verse a través de las ramas del árbol. Todas las imágenes y visiones que habían creído ver durante la noche les parecían ridículas a la luz del día.
Los tres se sentaron y empezaron a fumar. El indio abrió su tompiate y sacó media docena de tortillas duras, que compartió fraternalmente con los norteamericanos.
Comían las tortillas, que, debido a su estado, no tenían muy buen gusto, y se detuvieron de pronto, reteniendo el aliento; irguieron el cuerpo y escucharon. Claramente, sin lugar a duda, escucharon los pasos y el gruñido reprimido que habían oído durante la noche. Aquellos ruidos peculiares e inconfundibles se habían adentrado tan firmemente en su memoria, que nunca podrían olvidarlos. Habrían reconocido su sonido dondequiera y a cualquier hora. Eran, sin duda alguna, los mismos pasos y ruidos que habían escuchado durante la noche. Era raro que un tigre saliera de su madriguera a plena luz del día para atacar a los hombres.
Al escuchar nuevamente aquellos ruidos, todos saltaron y atisbaron entre los árboles en dirección al lugar de donde provenían y que era el mismo de donde les habían llegado por la noche.
Su mirada cayó sobre la verde pradera. Allí estaba el gran tigre real; caminaba perezosamente y comía yerba dejando escapar una especie de gruñido con el que parecía expresar un gran contento. El tigre era en realidad poco peligroso, pues tenía orejas, cola y patas de burro y se hallaba atado a un árbol con un lazo largo. Pertenecía sin duda a algún campesino del poblado, que debía estar próximo. Y si en aquel sitio podía un burro pasar la noche y sobrevivir, era indudable que no había ningún tigre cerca; de otro modo los campesinos no habrían dejado allí a sus animales.
Dobbs y Moulton se miraron entre sí y como Moulton empezara a abrir la boca para soltar una carcajada, Dobbs lo interpeló rudamente diciéndole:
—Óyeme, si no quieres que te dé una bofetada deja de reír. Es más, si alguna vez se te ocurre conversar acerca de lo ocurrido convirtiéndonos en el hazmerreír del puerto, te mataré a sangre fría y les echaré a los puercos tu bagazo.
—Está bien, cuate —dijo Moulton—; si lo tomas así, guardaré silencio; pero en verdad a mí me parece lo más gracioso del mundo —y por las muecas que hacía, era fácil comprender el gran esfuerzo a que se veía obligado para no estallar en una carcajada.
Dobbs lo miró y le dijo:
—Ya estás advertido, nada de bromas, porque hasta la más leve sonrisa te costaría un aplastón de nariz.
En aquel momento el indio consideró oportuno hablar, no aceptaba la derrota y dijo:
—Por la Santísima Virgen y todos los santos del cielo, señores; éste no es el tigre, pero anoche andaba en torno nuestro un tigre real y muy grande, de los mayores que habitan la selva.
—¡Cierra la boca! —interrumpió Dobbs.
—Ustedes, caballeros, pueden pensar lo que gusten, pero yo conozco mi tierra, el país donde he nacido, y sé muy bien distinguir a un tigre. Los huelo y además vi cómo sus ojos verdes, fosforescentes, nos miraban; aquellos no eran los ojos de un burro —el indio demostraba ser más listo que los americanos, pues sabía bien cómo salvar una situación penosa.
El pueblo del que les habían hablado los indios la noche anterior, se hallaba a lo sumo a diez minutos de allí.
Cuando llegaron a él, Dobbs preguntó:
—¿No les dije anoche que los indios no mentían?
—Pero dijeron que estaba apenas a una hora de camino.
—Bueno, eso es lo único que ocurre con estas gentes, que no tienen noción del tiempo ni de la distancia. Suelen decir que tal parte está a una hora de camino, pero no especifican si haciendo el recorrido a la velocidad a la que suelen correr los tarahumaras, caminando, arrastrándose o cabalgando en un buen caballo. Eso es lo que hay que calcular cuando un campesino indígena indica la distancia que nos separa de algún sitio. No puedes culpar a aquellos indios; ellos nos dijeron la verdad a su manera.
Los tres hallaron buena acogida en el pueblo, desayunaron tacos de frijoles negros y bebieron té de hojas de limón.
Aquel mismo día llegaron al primer campo petrolero. Allí no había vacantes. El administrador les dijo que podían quedarse allí dos o tres días, que no les faltaría qué comer, y que era cuanto podía hacer por ellos.
—Me temo, muchachos —agregó—, que en ninguno de los campos encuentren trabajo, y les diré un secreto, créanlo o no: hace mucho tiempo que vivo aquí, sé cómo marchan las cosas y presiento que el petróleo se está fugando a las rocas, posiblemente en toda la maldita República; así, pues, tendremos que volver a nuestro viejo y buen Oklahoma a cultivar frijoles y alfalfa nuevamente. Parece que los buenos tiempos han acabado. La guerra llegó demasiado pronto a su desgraciado fin y ahí estuvo lo malo, creo yo. Hay más petróleo del que el mundo habrá de necesitar por lo menos en diez mil años. Nadie quiere ya comprarlo y si alguien lo hace, que el diablo me lleve si ofrece más de dos desgraciados pesos por barril. Sé de petróleo y puedo decir cuándo afloja el negocio. Bueno, ahora siéntense y métanse la cuchara en la boca. No se preocupen, los muchachos costearán lo que ustedes se coman ahora y mañana, si es que quieren quedarse.
El indio fue a reunirse a los de su raza, a los peones del campo, quienes le llenaron bien la barriga. Los peones tenían su cocina propia, encomendada a uno en quien parecían tener mayor confianza que en los dos chinos que cocinaban para los norteamericanos.
Después de recorrer cinco campos y de tragarse cinco historias diferentes acerca de la falta de trabajo y de las causas de que el negocio petrolero estuviera expirando, Dobbs y Moulton llegaron a la conclusión de que proseguir aquella búsqueda constituiría solamente pérdida de tiempo y de energías. En dos de los campos hallaron hombres que acababan de perder los puestos que desempeñaran durante años.
—Lo mejor que podemos hacer —dijo Moulton— es regresar; en el puerto siempre hay mejores oportunidades de conseguir trabajo y de encontrar a alguien que ande en busca de brazos para trabajar en alguna nueva empresa.
—Hay algo de razón en lo que dices —replicó Dobbs—, alguien me dijo que hacia el norte, por el rumbo de Altamira, pronto habrá algo que hacer. Así, pues, quizá tengas razón; regresemos.
Un día, ya bien entrada la tarde, llegaron nuevamente al puerto.
—Bueno, ya estamos aquí; ahora cada cual tirará por su lado.
Así terminaron su asociación.
Nada nuevo había ocurrido en la ciudad durante el tiempo que estuvieron ausentes. Los mismos aplanadores de banquetas se hallaban listos para conducir a quienes llegaban de los campos petroleros a los sitios en que podían echar un trago, comer un buen bistec, jugar y encontrar muchachas. Ninguno de aquellos aplanadores de banquetas había encontrado sitio mejor al que dirigirse. También los muchachos que acostumbraban a pararse en la esquina del Hotel Southern, en la entrada del Banco Americano, hacían exactamente lo mismo que habían hecho la semana anterior, el mes anterior y tal vez desde años atrás. Esto es, esperar a que alguien los invitara al Bar Madrid o al Lousiana, para ayudarle a gastar el dinero emborrachándose. Ellos sabían a las mil maravillas las palabras exactas, el momento oportuno y la persona apropiada a quien espetárselas. Era así como empleaban su vida, su fuerza y su voluntad.
Dobbs no lamentaba haber perdido el tiempo buscando trabajo en los campos; el hecho valía la pena, ya que con ello había comprobado que los empleos eran tan raros fuera del centro de actividades como en él. Ya no tendría que lamentar haber perdido las buenas oportunidades de su vida, descuidando las buenas ocasiones y recurriendo a las puertas falsas.
Una mañana, mientras vagaba por la estación de carga, fue llamado por el encargado de una agencia americana de maquinaria agrícola, quien le dijo que se hallaban descargando material que acababan de recibir y le propuso que les ayudara durante unos días. Le ofrecieron cuatro pesos diarios, y aceptó. Los nativos que desempeñaban el mismo trabajo ganaban solamente dos, pero él tenía que aceptar ciertas responsabilidades.
El trabajo era duro y los nudillos de los dedos se le pelaban diez veces al día. De cualquier manera, los cuatro pesos le caían muy bien. A los cinco días acabaron y tuvo que dejar el empleo.
Algunos días después, parado cerca de la lancha mayor que cruzaba el río en dirección de la estación de ferrocarril que se hallaba en la margen opuesta, pensaba en la conveniencia de trepar en ella y dirigirse a un pueblo de cierta importancia río arriba, cuando cinco hombres llegaron corriendo para alcanzar la embarcación a punto de zarpar.
Uno de ellos, fuerte y de pecho erguido, miró a Dobbs, se detuvo y gritó:
—¿Andas buscando trabajo?
—Sí. ¿Tienes alguno que darme?
—Ven. ¡Pronto, que el bote se va! Tengo trabajo para ti si quieres venir. Trabajo duro, pero bien pagado. ¿Has trabajado alguna vez equipando un campo?
—Seguro, amigo; esa es mi especialidad.
—Tengo contrato para equipar uno, lo malo es que me falta un hombre, porque el tal por cual a quien había contratado me plantó. Quizá tenga la malaria o esté enredado en algunas desgraciadas enaguas. Así, pues, quedas contratado.
—¿Cuánto pagan?
—Ocho dólares americanos por día. La comida corre por tu cuenta; calcula que tendrás que pagar un dólar ochenta al cocinero chino y te quedarán seis dólares diarios limpitos. Pero ¡por el diablo! no te quedes bobeando. Ven.
Solo diez minutos antes, Dobbs hubiera corrido tras un empleo igual que un gato tras de una cucaracha gorda, pero en aquel momento miraba en rededor como si esperara que le dieran un abrazo de gratitud por aceptar aquel que le ofrecían.
—¡Ven o vete al diablo de una vez! —gritó el contratista—. Tienes que venir tal como estás, no hay tiempo de que vayas en busca de tus cosas. Esta maldita lancha no esperará ni el tren tampoco, y si no salimos al instante lo perderemos.
Sin esperar respuesta, tomó a Dobbs por la manga y lo arrastró hacia el bote.
Pat McCormick, el contratista, era viejo vecino del lugar. Antes de llegar había trabajado en los campos de Texas y después en Oklahoma. Había llegado a aquel sitio antes de la guerra de 1914-18, mucho antes de que por aquellas latitudes hubiera vestigios de auge petrolero. No había un solo empleo en conexión con el petróleo que él no hubiera desempeñado. Había sido chofer de camión, tomador de tiempo, perforador, equipador, bombero, almacenista y todo lo que le había salido al paso. Pero en los últimos años había encontrado que era más fácil ganar dinero equipando campos por contrato, hasta dejarlos listos para empezar a perforar. Había adquirido una gran experiencia para juzgar el trabajo. Le bastaba mirar una parcela en la selva para poner precio a la obra con habilidad tal, que la compañía interesada creía pagar un precio bajísimo, cuando en realidad él obtenía una respetable ganancia. Su juego consistía en conseguir la mano de obra tan barata como ninguna compañía podía lograrla. Una empresa no puede contratar a sus trabajadores embaucándolos y haciéndoles creer que los toma por lástima. Pat sabía representar a la perfección el papel de buen compañero, hasta de camarada bolchevique, para conseguir su mano de obra barata. Sabía vituperar a las ricas compañías y a sus poco escrupulosos accionistas mejor que un orador comunista cuando de ablandar a sus víctimas se trataba. De acuerdo con lo que él decía, jamás obtenía ganancia alguna en la consecución de sus contratos; al contrario, siempre perdía el buen dinero que había ganado en tiempos menos duros. Y si tomaba los contratos aseguraba que lo hacía únicamente porque no soportaba ver hombres que se morían de hambre y padecían por falta de trabajo. En el campo representaba el papel de buen compañero de trabajo, trataba a todos amistosamente y bromeando. Manejaba la empresa dándole la apariencia de una cooperativa cuya única finalidad era el bien común. Hablaba de las excelencias del comunismo y de las ventajas que reportaría tanto en los Estados Unidos como en la América del Sur, que se convertirían en paraísos gracias a él.
A los americanos no les era muy fácil conquistarlos con aquellas ideas. Ellos conocían a los de la clase de Pat para dejarse enredar por sus contratos cooperativistas. Por ello tomaba americanos solo en casos extremos. Los mejor recibidos eran los checos, los polacos, los alemanes e italianos, quienes habían oído hablar en su tierra de la bonanza de los trabajadores de los campos petroleros mexicanos, de quienes se decía que ganaban de treinta a cincuenta dólares diarios sin tener casi que mover un dedo.
Pero al llegar a la República se percataban, durante la primera semana de su estancia, de que tales salarios fantásticos eran tan raros como los que se supone ganan los albañiles en Chicago, de acuerdo con los cuentos maravillosos que circulan por Europa. Al cabo de dos meses de permanencia en América, esos hombres suelen arrodillarse ante cualquier contratista que les ofrezca cuatro dólares diarios, y si llega a ofrecerles ocho lo veneran más que al Todopoderoso y aquél puede hacer de ellos lo que quiera, pues después de seis meses sin trabajo están dispuestos a aceptar cualquier ofrecimiento y cualquier trato.
Pat McCormick hubiera fallado al intentar hacer caer a Dobbs con sus doctrinas. Sus condiciones económicas no le brindaban alternativa y aceptaba el trabajo con el mismo gusto que lo hubiera aceptado un obrero húngaro desesperado.
El sistema cooperativista obligaba a todos los hombres a trabajar dieciocho de las veinticuatro horas del día durante todo el tiempo de su contrato, y no había pago de horas extras. Ocho dólares eran el pago por un día de trabajo y la duración de éste la determinaba Pat. No había descanso dominical. Los mexicanos se hallaban protegidos por sus leyes y no trabajaban ni un minuto más de ocho horas diarias, pues de no haber sido así, Pat habría dado con sus huesos en un calabozo, donde habría permanecido hasta no pagar diez mil pesos por violación al artículo ciento veintitrés.
A través de la selva se había hecho una especie de camino y, cuando el tiempo era seco, los camiones podían llegar fácilmente hasta el sitio en que se hallaba el campo que debía equiparse. Pat enviaba con algunas semanas de anticipación a los peones mexicanos para que lo limpiaran, a efecto de que cuando los equipadores llegaran, iniciaran su tarea inmediatamente.
Ocho dólares diarios parecían un dineral a Dobbs, cuyo estómago se hallaba vacío, pero pronto se percató de que ocho dólares diarios constituían una paga miserable por aquel trabajo. El calor nunca era menor de 40 grados a la intemperie en el sitio en el que había que trabajar, rodeados y acosados por las diez mil especies de insectos y de reptiles que la habitaban. Cien veces diarias pensó que el calor le quemaría los ojos. Nunca llegaba ni la más leve brisa a aliviar a los hombres que allí trabajaban en el acarreo de madera, izándola para construir el armazón y colgándose a menudo durante largos minutos con una sola mano, a la manera de los changos, de algún travesaño, o asiéndose a él con las piernas enroscadas como culebras en alguna cuerda, a fin de sujetar una viga que se balanceaba; veinte veces diarias arriesgaban su vida, y todo por ocho dólares al día.
Pat no les daba más tiempo para descansar que unas cuantas horas de sueño. Trabajaban hasta las once de la noche a la luz de linternas de gas, y ya a las cinco de la mañana estaban nuevamente en pie.
—Tenemos que aprovechar las horas frescas de la mañana, muchachos —les decía Pat al despertarlos. Y en cuanto terminaban de beber después de comer y se disponían a limpiarse los dientes con un palillo, Pat los fustigaba diciéndoles:
—Muchachos, claro que hace calor, bien lo sé, estamos en el trópico; también en Texas hace calor de repente. Bien sabe el diablo que yo no tengo la culpa de ello, pero ya volveremos al puerto y podremos tomar refrescos. ¡Hey Harry, tráete a esos desgraciados mexicanos perezosos! Haz que esos sinvergüenzas descarguen las máquinas de vapor, y tú, Dobbs, lleva el tambor por arriba y asegúralo bien, ya sabes cómo. Yo revisaré las cabinas. Bueno, muchachos, muévanse, a trabajar todos. ¡Vamos!
Seguramente Pat McCormick hacía buen dinero con los contratos, las compañías le pagaban bien y daban lo suficiente para que se pagaran salarios decentes y se trabajaran las horas justas. Pero cuanto más pronto terminara la tarea, mayores ganancias le quedarían, ya que el único desembolso que tenía que hacer era el de los salarios. Con el objeto de exprimir hasta la última partícula de energía a sus hombres, les prometía una bonificación en caso de que su contrato se concluyera en determinada fecha.
Aquella promesa de gratificación le servía como látigo, pues bien sabía que los capataces de los esclavos modernos no pueden usar el verdadero. Y ganaba, ganaba siempre. Equipaba dos campos en el tiempo en que otros contratistas apenas lo hacían con uno.
—Muy bien, muchachos; pongan toda el alma en este trabajo y volveré a ocuparlos en la próxima obra que contrate. Estoy casi por conseguir tres más. Afánense.
Aquello era otro de sus látigos, pues al prometer a sus hombres trabajo para el futuro, los hacía rendir como deseaba.
Cuando se terminaba de equipar el campo, la cuadrilla volvía al puerto y los mexicanos regresaban a los pueblecitos de su procedencia.
Dobbs dijo:
—Y ahora ¿qué hay de mi paga, Pat? No he visto un centavo todavía.
—¿Qué prisa tienes, camarada? Tendrás lo tuyo a su debido tiempo; no te preocupes, que no me voy a ir con tu dinero. Además te tomaré también para la obra que tengo contratada con la Mex Gulf. Seguro que vendrás.
—Pero mira, Pat —dijo Dobbs—, no tengo ni un cobre para comprar una camisa nueva y parezco ya el peor de los vagabundos.
—Bueno, no lloriquees —contestó para tranquilizarlo—, te diré lo que voy a hacer: te daré el treinta por ciento de tu paga. Es cuanto puedo hacer por ti, pero no se lo digas a los otros.
Dobbs supo que ninguno de los otros muchachos había recibido lo suyo, solamente dos que estaban ansiosos de trabajar en el próximo contrato, dijeron humildemente: «Aunque sea algo, míster Pat», y les entregó el cinco por ciento para que pudieran comer, pues no lo habían hecho desde su regreso al puerto.
En unos cuantos días Dobbs había escuchado muchos cuentos acerca de Pat McCormick. Se sabía que Pat no pagaba jamás todo lo que debía a sus trabajadores si podía evitarlo. Ésa era la razón por la que raramente se enganchaban con él americanos. Solo europeos y alguno que otro pocho caían con él. Comían porque Pat pagaba al chino para que los alimentara, considerando aquello como un adelanto de salarios. Y alguna que otra vez daba un poco de dinero a los que lo perseguían con amargas quejas, alegando que no tenían para comer ni para pagar su hospedaje.
Una tarde, Dobbs estaba bebiendo un vaso de café en el Café Cádiz de la plaza, cuando Curtin pasó, lo vio y se detuvo.
—Te acompañaré a tomar café. ¿Qué haces, Dobbs?
Curtin era californiano y había trabajado para Pat al igual que Dobbs.
—¿Conseguiste tu dinero? —preguntó Dobbs.
—Solo el cuarenta por ciento, fue todo lo que pude arrancarle a ese bandido.
—Lo que yo quisiera saber es si ya cobró el dinero del contrato, es lo único que me gustaría saber —dijo Dobbs.
—La cosa es difícil de averiguar —contestó Curtin—. Las compañías suelen retardarse en el pago de los contratos; a menudo andan escasas de dinero, ya que los fondos con que cuentan en la República los destinan a gastos de perforación y a pago de opciones.
—¿No tienes idea de cuál es la compañía con que hizo el contrato?
—Ni la más leve. Puede haber sido contratado por algunos forasteros deseosos de probar su suerte con el petróleo. ¿Cómo podría saberlo?
Durante toda una semana, Dobbs y Curtin anduvieron tras de Pat sin lograr hallarlo en parte alguna. En el hotel en el que generalmente se hospedaba, el empleado no daba razón de él.
—Se ha escondido en alguna parte para largarse con el dinero —reflexionó Curtin—. Sabe que no podemos quedarnos aquí eternamente y espera el momento en que volvamos a engancharnos para salir de su agujero.
Dobbs dio un nuevo sorbo al café y dijo:
—No me extrañaría si ese tío empleara nuestro dinero para especular en un nuevo pozo. Él siempre tiene noticias frescas de las secciones de Álamo, Altamira y Ébano.
Aquella idea hizo que Curtin se sulfurara.
—Ya le enseñaré yo a ese tipo; deja nada más que le eche la vista encima.
En aquel preciso momento, Pat McCormick cruzaba la plaza en compañía de una mexicana, que lucía un flamante vestido nuevo de colores chillones, elegantes zapatos y una sombrilla de seda policromada y de modelo estrafalario.
—¿Qué te parece eso? Trapos pagados con el dinero que nosotros sudamos.
—Atrapémoslo ahora mismo —gritó Curtin—, hay que apretarle los tornillos.
Con la rapidez del viento, Curtin y Dobbs se hallaron al lado de Pat.
Curtin lo cogió por la manga de la camisa, porque no llevaba saco.
Pat, al verlos, trató de mostrarse amistoso y les preguntó:
—How’s tricks, boys? ¿Qué les parece si nos echamos un trago?
Pero dándose cuenta de que aquellos hombres afectaban la seriedad fría y seca de un cadáver, dijo a su compañera:
—Perdóname, mi vida; tengo un asunto que resolver con estos caballeros. Te llevaré a aquel café y me esperarás un ratito, preciosa.
La llevó bajo las arcadas del edificio de Luz y Fuerza, pidió para ella un refresco y repitió:
—Espérame, linda; no tardaré mucho.
Dobbs y Curtin lo esperaban a unos cuantos pasos de distancia. Pat caminó a través de la plaza como si fuera solo y viendo que los dos hombres no se separaban de él, se detuvo ante las oficinas de la Western Union y dijo:
—Bebamos una copa, yo pago.
—Muy bien —contestó Curtin—, aceptado, pero entiende que no es por eso por lo que andamos detrás de ti.
Entraron en la cantina Joe’s Place, y Pat pidió tres copas de scotch.
—A mí un Hennessy —dijo Dobbs al cantinero.
—Para mí también —agregó Curtin.
—Yo prefiero scotch —dijo Pat ratificando su orden.
Cuando hubieron bebido, Pat preguntó:
—Ahora díganme, ¿qué quieren? Ya les dije que los tomaré en mi próximo contrato; no se preocupen.
—No se haga el tonto; bien sabe lo que queremos —replicó Dobbs.
—Mira —dijo Curtin aproximándose la copa—, abreviemos el asunto. ¿En dónde está nuestro dinero? Ahora no te irás, te lo aseguro; hemos trabajado como esclavos negros, bien lo sabes, y hace ya tres semanas que esperamos nuestra paga. Así es que ahora nos pagas aquí mismo, en este instante y sin excusa ni pretexto.
—Tres habaneros —ordenó Pat—. No, Chucho; dánoslos grandes, respetables, para adultos.
—¿Habaneros? ¿Ahora juegas al pobre? No te molestes —dijo Dobbs, pero tomó la copa.
—Miren, muchachos —explicó Pat, poniendo en juego su habilidad—, lo que ocurre es que todavía no logro que me paguen ese maldito contrato, pero en cuanto tenga el dinero, lo primero que haré será pagarles, y, además los tomaré en el próximo contrato. Empezaré los arreglos el lunes y podremos salir el viernes. Me complace volver a tenerlos conmigo, de todos mis obreros son ustedes dos a quienes más aprecio porque son expertos y eficientes como ninguno.
Curtin no se impresionó con aquello y contestó:
—Te lo agradecemos, Pat; pero no te imagines que nos has ablandado con tus mieles y con los movimientos de tu bien lubricada lengua. Sabemos de memoria tus discursos y ya no nos producen ni el más leve efecto. Suelta los centavos y déjate de rodeos, ¿me entiendes?
—¡Mira, desgraciado tal por cual, o sueltas el dinero o te mato! —gritó Dobbs zarandeándolo con ambas manos y empujándolo contra el mostrador.
—Orden, caballeros, orden; este es un lugar decente —intervino el cantinero. Decía aquello no porque le importara el hecho, sino en previsión de cosas mayores y para poder alegar, si se llegaba el caso, que él había intentado calmarlos. Después limpió el mostrador con un trapo y preguntó—: ¿Lo mismo, señores? —y sin esperar la respuesta volvió a llenarles los vasos de dorado habanero.
Después encendió un cigarro, puso los dedos sobre el mostrador y empezó a leer El Mundo.
Pat podía derrotar fácilmente tanto a Dobbs como a Curtin por separado, pero el hecho de desafiarlos juntos podía costarle muy caro y lo más que podía arriesgar, teniendo un contrato en perspectiva, era presentarse con los ojos morados en la oficina de la compañía. Se daba cuenta de que aquellos hombres estaban exasperados, que en aquel momento se olvidarían de pelear con decencia y serían capaces de enviarlo al hospital por algunas semanas, y mientras tanto su contrato iría a parar a otras manos.
Considerando que lo que más le convenía era pagarles, les dijo:
—Les diré lo que voy a hacer. Les daré el treinta por ciento, quizá pueda darles hasta el cuarenta, y el resto, digamos a mediados de la semana próxima.
—Nada de la semana próxima —insistió Curtin—; ahora mismo y hasta el último centavo, porque de lo contrario juro que no saldrás vivo de aquí.
Pat plegó la boca feamente y contestó:
—Son ustedes unos ladrones, unos salteadores de caminos; de haberlo sabido no les hubiera permitido dormir en la misma cabina que yo, pues a lo mejor me habrían asesinado y robado. Pero lo que es ahora no los tomaría ni aunque me lo pidieran de rodillas, y si viera que se morían en la calle no les daría ni una patada que les sirviera de tiro de gracia. ¡Ea, tomen su dinero y quítense de mi vista!
—¡Cierra la boca y suelta la plata! —gritó Dobbs—. Ya estamos hartos de tus sermones.
Seguramente, mientras Pat hablaba, había estado contando el dinero hábilmente, porque de un golpe sacó un fajo de billetes, y los arrojó sobre el mostrador.
—Ahí está el dinero —dijo. Después, haciendo un guiño al tendero, le tiró un puñado de pesos agregando—: Eso por las copas, yo no acepto que me las paguen estos zorrillos, y guárdate el desgraciado vuelto para comprarte un hotel.
Después se echó el sombrero sobre la nuca, escupió con un gesto despectivo y salió.