XV

LLEGO AL AEROPUERTO anticipadamente, en un taxi. No quiero riesgos de horario ahora que he tomado esta decisión: la más importante, sin duda, de mi vida.

El chófer entrega mi equipaje y yo recojo el talón suplementario del mismo, a la vez que la tarjeta de embarque.

Falta mucho tiempo para la salida del aparato. Vagabundeo por las tiendas de la sala de espera. Miro, sin ver, los mil objetos que se ofrecen al turista y al viajero. Miro y remiro; paso y repaso los mostradores.

Mis ojos han debido de adquirir con la práctica una nueva propiedad; cada uno, separadamente, parecen ser bifocales; no en el sentido de la superposición, no; no es que vea dos imágenes, una encima de la otra, no. Son, parecen bifocales en el sentido de la concavidad. Veo las imágenes exteriores pobremente, sin matices ni cromatismos: simples, escuetas. Y veo también, hacia dentro, hacia mí misma, hacia lo soterrado de mi alma. Y mis imágenes interiores me gustan más, son más atractivas, más substanciosas, hacen que les preste la máxima atención.

De lo de fuera, de lo externo del aeropuerto, del edificio del aeropuerto, veo las tiendas; pero no lo que exhiben. Sólo el cristal, la distancia del vidrio con respecto a mi cuerpo, para no hacerme daño. Y de las paredes, del suelo y del techo, no capto ni el color, ni la materia, ni la disposición de los decorados; sólo lo fundamental, las distancias vitales, para evitar a mi cuerpo la colisión, la caída. ¡Tengo tanto que ver en el otro lado, en la cara interna de mis ojos, que sería despilfarrador ocupar mi atención en cosas fútiles! En cosas como carteles de propaganda de viajes a todo el mundo.

Antes, para pensar y concentrarme, tenía que cerrar los ojos. Mi atención era entonces varia. Y todos los objetos que pudieran distraerme de mi meditación, tenía que despejarlos. Ahora, mi eje atencional es único. Y hasta incluso, hablando con la gente, o mirando una vitrina, o escuchando mis propias e indiferentes palabras, mi atención no se aparta, no se distrae.

Me dejo caer en un sillón, en una mesita del bar.

Un camarero, chaqueta blanca sin rostro, se acerca. Le pido un café.

Luego, pienso, me pondré nerviosa. Pero allí tomaré un sedante… Necesito dormir y descansar cuando llegue…

Mientras mis dedos despellejan los terrones de azúcar, noto una angustia en el estómago. Como una mano áspera y despiadada, como una garra que apretase mis músculos en un dolor, no intenso; si lo fuera, ese dolor llenaría mi mente. Es un dolor agridulce, que no estorba mis pensamientos, solamente les acompaña dándoles una base de angustia.

Cuando tomé esta decisión, me sentí más fuerte, más segura, más importante que nunca en mi vida. Pero ahora han pasado los momentos de la euforia, del gozo desbordado, de la entrega incondicional…, del valor que todo sacrificio le parece escaso… Ahora, en los primeros pasos materiales de la realización de mi decisión, no es que esté arrepentida, ni la empresa me parezca menos digna, es… que tiemblo y me angustio. Y mi angustia me parece que presagia infortunios…

Llaman al fin, por el micrófono, a los pasajeros del vuelo de Iberia-263, para Madrid.

Nos reunimos en la puerta número dos todos los pasajeros del Caravelle que, durante un corto lapso de tiempo, vamos a enlazar nuestros destinos en el cuerpo ventrudo y fusiforme del aparato.

Soy de las primeras en subir al avión. Me dirijo a los primeros asientos; los asientos delanteros son los más cómodos durante el vuelo. Me siento al lado de un señor mayor que ya comienza a abrocharse el cinturón. Al ver mi intención de sentarme a su lado, deja caer las dos bandas del cinturón de seguridad y me ofrece su asiento al lado de la ventanilla.

—¡No, gracias! ¡No se moleste! —le digo, y le impido que se levante.

Abandono mi bolso de viaje y el abrigo en la red.

Mi compañero tiene una expresión tranquila y simpática. Me hace sentirme más cómoda y menos angustiada. El humo de su cigarrillo llega a mi olfato tan concretamente que me parece mascarlo, saborearlo. Abro mi bolso y de un paquete de «LM», extraigo un cigarrillo que me pongo en los labios. Él se apresura a ofrecerme fuego.

Con la primera bocanada de humo y el calor de la ceniza cerca de mis dedos, me siento más acompañada y más segura; más ecuánime, también en mi interior.

Creo que la sensación de angustia en el bar del aeropuerto, era debida en gran parte, a la soledad. Al hermetismo. A esta incomunicación total de mis actos y mis pensamientos en que me encuentro sumida en los últimos tiempos.

El hombre a mi lado me señala el letrero rojo que se encienda en este momento:

«Prohibido fumar. Abróchense los cinturones de seguridad».

Mi compañero parece en su gesto y su mirada querer disculparse por aquellas letras que me hacen abandonar el cigarrillo a las escasas chupadas.

No importa. El tabaco ya ha obrado en mí el efecto sedante. Al darme la sensación de algo caliente y vivo en mis dedos, me ha dado también un calor íntimo de compañía y seguridad.

Se han borrado los temores anteriores.

El doctor Garrigues había dicho: «Dígaselo a su marido y piénsenlo los dos. Después comuníqueme lo que han decidido».

Lo pensé yo sola, mejor dicho, no lo pensé: lo supe. A Antonio no le dije nada. No deseaba su intervención, ni su solicitud, ni su curiosidad. Ni que se sienta obligado por la responsabilidad que encierra la operación. Ni que ni siquiera un posible fracaso pueda refluir en su ánimo, acusándole…

El éxito es muy probable. El doctor Garrigues lo aseguró rotundamente. El fracaso, el fracaso, ¡ay!, otra vez este espasmo angustioso pegado a la membrana del estómago. El fracaso sólo tiene un nombre, ¿para qué engañarme?: la muerte.

Pero me digo a mí misma —enciendo otro cigarrillo, el letrero de las prohibiciones se ha apagado—, el fracaso es improbable. El noventa por ciento de probabilidades son de éxito, éxito rotundo, éxito tangible, éxito de nuevas vidas: los hijos.

Cuerpos blancos y rosas. Llantos. Mi propia sangre latiendo fuera de mis venas. La posibilidad de verme reflejada en los demás; acariciar sin torpeza ni lujuria pieles y carnes. Minúsculos seres que siento, arracimados en mi vientre.

Una oleada cálida parece cortarme la respiración. Sí, pienso, tendré hijos; ya los noto, ya los siento, ya me ahogan…

Una paz tranquila y serena, una paz ganada a sangre y a heridas de mi propio cuerpo, va invadiéndome. Presiento la victoria. Esta paz de ahora me anuncia la victoria.

Y serenamente, recostando la cabeza en la butaca, me quedo medio dormida.

«…dentro de breves momentos, tomaremos tierra en el aeródromo de Barajas. La Compañía Iberia les agradece…»

La voz de la azafata, a través del micrófono, me despierta.

¡Ya estamos en Madrid! Dentro de unos instantes pisaré el suelo de Barajas.

Una nueva intranquilidad invade mi ánimo al notar que las distancias se van acortando rápidamente, en etapas vertiginosas. Hace tan sólo unos días que yo era muy distinta a hoy. Y dentro de una semana, ¿qué será de mí?

¡Ánimo! —me digo. Al peligro, como a los toros, hay que darle la cara, colocarnos de frente, hacerle entrar por el engaño, mientras que nosotros, sonrientes, exponiendo mucho, le vencemos.

Ya nos dispersamos los pasajeros del Caravelle. Al señor que se sentaba a mi lado, han venido a buscarle dos chicas jóvenes; hijas o nietas, sin duda. Cada pasajero ha encontrado en el aeródromo amigos o familia, o simplemente al autobús que le llevará al centro.

El tráfico de Barajas, los altavoces, las consignas dictadas en distintos idiomas parecen aturdirme un poco.

La masa humana de Barajas es un conglomerado cuyos componentes varían cada segundo. No es una masa compacta; es una multitud compuesta por pequeños grupos: rubicundos nórdicos, cerca del mostrador de la «S. A. S.»; o los morenos guineos que esperan el vuelo: «Las Palmas-Sidi Ifni-Santa Isabel»; o los americanos, poderosos, importantes, exigentes, duchos en cruzar el Atlántico, con muchas horas de vuelo…; y los de Barcelona; y los de Bilbao; y los de Santiago; y los de Palma de Mallorca…, los de Palma de Mallorca, que, según los pilotos, son los más característicos.

En el vuelo Palma-Madrid o viceversa no necesitan consultar la aguja del radiocompás; les basta mirar hacia atrás. Si ven parejas de novios van a Palma. Que, por el contrario, ven redondas cajas de ensaimadas, vienen de Palma. Hoy, ahora a esta hora, mientras espero el equipaje, yo también sé, sin que nadie me lo diga, que el avión saldrá para Mallorca dentro de unos minutos: dos o tres parejas de recién casados lo están gritando…

Tardo bastante en recuperar las maletas. Luego, fuera, mientras el guardacoches me localiza un taxi, respiro por primera vez conscientemente el aire de Madrid. El ambiente único de la atmósfera de Madrid en un anochecer tranquilo de principios de junio. El aire de Madrid en primavera parece que tiene más oxígeno, porque se respira mejor, con más facilidad, casi se bebe, como el agua fina.

Pero estoy en Madrid, respiro el aire de Madrid, y Madrid es volver a casa. Y regresar a casa. Y regresar a casa sin que nadie nos esté esperando es muy triste. Mi familia ignora mi viaje; mi hermana hace semanas que no sabe nada de mí. No he querido advertir a nadie de mi viaje.

¿Por qué me asombro y me entristezco de que nadie me espere? Me asombro porque es la primera vez que me ocurre. Siempre a mi llegada me han esperado los familiares; y me entristezco por eso mismo, porque no están, porque parece un milagro que no estén. Pero un triste milagro…, un vacío.

Un vacío como el que se nota cuando por primera vez se va a la casa paterna, y ellos, los padres, ya no están allí. Aunque conscientes de su falta, no podemos reprimir una pena tremenda en el corazón; no podemos evitarla porque no la habíamos previsto. Habíamos pensado que el corazón se habría percatado de su desaparición; pero no, el corazón esperaba…, no sé qué, un milagro; sí, pero un milagro de los buenos.

Las reacciones del corazón nunca podemos preverlas. Su lógica es diferente a la del entendimiento y es distinta en cada hombre. Por eso todos somos diferentes. Deberíamos recordar esto cuando tratamos de que las personas reaccionen ante las circunstancias como nosotros esperamos.

Llevo casi media hora en el taxi cuando cruzamos la plaza de Salamanca, señorial y tranquila. A estas horas de la noche, las otras arterias de la ciudad estaban imposibles y antipáticas de tráfico. El taxi ha dado la vuelta en una esquina, para quedar situado en el lado derecho, a la entrada del Sanatorio.

—¡Haga el favor de traerme la maleta! —le pido al taxista.

Cruzo la verja que separa la acera del pequeño jardín, en la parte delantera del edificio, y sin vacilar, pero consciente (angustiada) del paso que voy a dar, empujo la puerta de entrada al vestíbulo.

A la derecha, un pequeño mostrador, detrás del cual se sienta un hombre vestido de azul, que debe de ser el portero o el conserje.

Enfrente, unas dobles puertas en arco que será la entrada a la capilla a juzgar por la inscripción que se lee encima de las mismas: Venite ad me omnes.

A mano izquierda una gran escalera de mármol, y detrás del arranque de la misma una puerta que sin duda es el ascensor.

Al conserje le digo:

—Tengo una habitación reservada a nombre de Sara Ponce de León. El doctor Garrigues la reservaría ayer, creo.

—Sí —me dice después de consultar un libro grueso que tiene sobre su mesa—, sí, señora, en el piso cuarto. Paco le subirá las maletas y allí sor Maximina la atenderá.

Despido al taxista.

El hombre del traje azul trata de telefonear y no lo consigue; parece, por su gesto impaciente, que algo no marcha en la centralita que tiene instalada en el recinto del mostrador de recepción.

Y yo sola, en el hall del Sanatorio, aguardando a que el conserje consiga su comunicación, espero…

Me viene a la memoria aquella otra tarde en que, en otro sitio, en el hall de la Alianza Francesa, yo esperaba a José. En ambas ocasiones mi decisión era firme; en ambas yo estaba angustiada; entonces, como ahora yo estaba de antemano entregada; pero entonces éramos dos, y yo me desembaracé de mi angustia y se la traspasé a él. Ahora, estoy sola… aún.

El conserje ha conseguido hablar por teléfono. Yo, en medio del gran vestíbulo, no puedo oír su conversación.

Miro hacia la puerta de la capilla. Sobre la doble puerta encristalada en ojiva vuelvo a leer las palabras: Venite ad me omnes.

De la frase latina, una palabra destaca de las demás sorprendentemente: omnes. Como si sus letras poseyeran un cromatismo distinto y más hiriente para la pupila. Un cromatismo o una tinta indeleble. ¿O será tal vez que el grosor de las letras y sus dimensiones sean diferentes para hacerlas sobresalir del conjunto? Vuelvo a leer la sentencia más despacio, detenidamente, calculando dónde puede albergarse la diferencia. Todas las letras son del mismo tamaño, y el color es el mismo: el negro. La palabra omnes no está escrita en rojo como la palabra «fuego» en Simbad. Sin embargo, la impresión de importancia del vocablo persiste. Debe de ser una impresión subjetiva. Pero esta impresión me da una sensación de posibilidad, de seguridad, de estabilidad…

En la palabra omnes, están, los veo colándose por debajo de los arcos de la eme y de la ene, o a través del túnel de la o, los poderosos y los pobres; los blancos y los negros; los pobres de espíritu y los orgullosos; los tarados y los perfectos; los pecadores y los santos; los felices y los desgraciados; jóvenes, viejos y niños…; todos…, el conserje que se me acerca… y yo misma. Todos en esta palabra; todos en ella por derecho propio. Por derecho de volición divina. O como dirían los teólogos, por derecho de Su amor.

Otro hombrecillo, debe de ser Paco, coge la maleta. El conserje me acompaña a la puerta del ascensor. Entro y él pulsa el timbre que me llevará a la cuarta planta.

Al abrir la puerta del ascensor en el cuarto piso, me espera sor Maximina. Me mira con curiosidad, espía mejor mi gesto y mi figura. De este examen indiscreto he debido de salir victoriosa, pues me sonríe con simpatía. La simpatía suele ser recíproca, y se manifiesta espontánea en la primera mirada entre dos personas. Yo le he correspondido, si no con una sonrisa abierta, con un gesto confiado.

Sor Maximina camina a mi lado por el pasillo, un poco adelantada, guiándome, orientándome. Es alta, casi como yo, y delgada. En su rostro destacan unos ojos oscuros, limpios y curiosos. Sus ojos se mueven rápidos e inquietos, queriendo captar todo, que no se les escape nada. Tendrá alrededor de cincuenta años; pero sus ojos son jóvenes; tienen la curiosidad de la infancia cuando gulusmea algo apetitoso. Su mal disimulada curiosidad les da vigencia y jovialidad. Y ambas una vitalidad extraordinaria. Una vitalidad que nace además de una perpetua vigilia para descubrir posibilidades de amor y sacrificio.

Caminamos por un largo pasillo. Hay a un lado del mismo grandes ventanales con cristales cuadrados que seguramente darán a un patio o a un jardín; a estas horas no puede precisarse. Nos detenemos ante una puerta al final del corredor. Yo miro el número: el cuarenta y ocho. Sor Maximina la abre.

—Pase usted, hija mía —me dice cariñosa. Y luego, al hombre de la maleta—: Deja la maleta de la señora aquí dentro, Paco.

Me quito el abrigo; lo dejo encima de la cama.

Sor Maximina lo toma y, abriendo el armario, lo coloca en una percha. Luego me dice:

—Don Manuel la recibirá mañana a las diez. Tiene mucho interés en su caso —me explica, y yo comprendo que está al tanto de todo.

—Y…, hermana —quiero saber—, ¿cuándo cree que me operará?

—No puedo decirle, hijita —sigue ella—. Pero don Manuel sólo opera por las tardes; a partir de las cinco —luego añade reflexiva—: Por si acaso, no le daremos ningún alimento hasta que él la reconozca.

—Sí, sí. Tengo mucho interés en que sea lo antes posible. Si pudiera ser mañana mismo…, mejor.

En mi frase hay apresuramiento. Y es que, además del temor, estoy dominada por la impaciencia.

—¡Qué valiente es usted, hija mía! —Sor Maximina me expresa su admiración.

La admiración de sor Maximina me duele. Porque no la merezco. Porque sé que no vale nada mi actitud. Que no he podido obrar de otra forma. Que no he dudado ni luchado para llegar a esta decisión. Que fui arrastrada a ella.

—Al venir aquí usted sola, demuestra una entereza enorme —sor Maximina sigue con sus elogios, que me abochornan—. Porque pocas son, yo lo sé bien, las que vienen sin familia. Todas las mujeres que vienen para alguna intervención, necesitan estar rodeadas de gente, y mimadas y contempladas. A nosotros, desde luego, nos dan la lata; porque los familiares, y sobre todo los maridos, con sus preguntas y con sus exigencias, entorpecen más que nada nuestra labor. ¿Y después de la operación? ¡Entonces sí! Se llenan las habitaciones de visitas. Vienen hasta a hacer tertulia con la enferma, llenan todo de humo de cigarrillos. En fin, ¡la de cosas que le podría contar! Bueno, el otro día, la semana pasada, en el piso de abajo trajeron hasta un televisor a la habitación de la operada. ¡No me diga! Yo creo que unos días sin televisor y un poco recogida en sí misma, no vienen mal a nadie… Usted es valiente. Sí, se enfrenta con su dolencia, sola y con Dios.

—No diga eso, hermana —protesto yo, ¡hace mucho que no me enfrento con Dios!—. ¡Yo no soy valiente!… Ni… nada. Soy… una pobre mujer.

—¡Y claro! ¿Qué cree que somos todos? Unos pobrecitos —luego, continúa, en un susurro—. Nuestro único mérito es que Él murió por nosotros. Mañana por la mañana vendrá la enfermera que usted pidió, para que la atienda estos primeros días. Y ahora acuéstese, que le traeré algo calentito y algún somnífero para que descanse bien.

Saco de la maleta la ropa interior que voy a necesitar y me desnudo. Me acuesto rápidamente. Estoy muy cansada.

Sor Maximina entra con una bandeja donde humea una taza con un líquido oscuro. De un tubo saca dos minúsculas pastillas rosas, que huelen a vitamina B. Me las da.

Las tomo a la vez que el brebaje. Debe de ser un sucedáneo de café.

Sor Maximina me arropa, me sube la sábana por encima de mis hombros y, posando una mano en mi frente, acaricia el nacimiento de mi pelo. Me dice, cariñosa:

—Y ahora…, ¡a dormir!

El gesto de la monja me conmueve. ¡Hace tantos años, tanto tiempo que una mano blanca no se posa en mi frente para serenarla, para alejar los fantasmas del sueño!

Me despiertan a las nueve. Hace un día maravilloso, como cabía esperar por estas fechas.

Entra la enfermera que me acompañará estos días. Es alta, fuerte, impersonal, fría y eficaz. Su eficacia me abruma. En seguida ha tratado de poner orden en todo: en mis ropas, en mi habitación. A mí este desorden externo no me molesta.

Me levanto para acudir a la consulta del doctor Tejada. La enfermera ha pretendido ayudarme a vestir. La he rechazado. Le he dicho que espere fuera. ¡Todavía no soy una inválida! ¡Si ni siquiera soy una enferma!

El doctor Tejada ya me ha reconocido. Se lava las manos mientras yo termino de arreglarme.

Él me espera sentado ante su mesa, en el despacho. Mi mirada es una interrogación:

—Desde luego, confirmo el diagnóstico del doctor Garrigues —contesta y prosigue—. En lo que no coincidimos es en que la necesidad de la intervención es sólo obligada por el deseo de los hijos —hace una pausa y continúa—. Creo que su salud se beneficiará con ello. Aunque no tenga actualmente ninguna molestia, cuando extirpemos el fibroma sin duda se encontrará mucho mejor. Creo, pues, que la esterilidad no debe ser la única razón. Usted es ahora mi paciente, ¿comprende? La que me preocupa en este momento es usted, solamente usted…

—¿Cree, doctor, que existe algún riesgo?

—Nunca se sabe —sus manos expresan impotencia—. Nunca sabemos nada con certeza absoluta hasta que no se abre… Pero, en fin, no debe preocuparse —prosigue sonriente—, yo creo que tengo «dedos» y experiencia, y ambas cosas me dicen que se trata de un tumor benigno, fibroso, que su emplazamiento, en el fondo del útero, y posiblemente un reconocimiento precipitado, han hecho que otros especialistas lo ignorasen. Que sin duda alguna, aquí sí que no cabe la duda, ha impedido que en la matriz pudiera desarrollarse y desenvolverse la gestación. Y que conviene suprimir.

—Pues, don Manuel, ¡cuanto antes! Si pudiera ser, hoy mismo.

Mis deseos son atendidos. Mi impaciencia, satisfecha. Hoy mismo, esta misma tarde; a las cinco.

De regreso a la habitación, comienzan los engorrosos preparativos para la operación. La enfermera se mueve con rapidez y precisión. Ha sacado un camisón nuevo de la maleta y me ayuda a ponérmelo. Ahora me dejo ayudar.

Me pregunta:

—¿Quiere que deshaga la maleta y coloque todas las cosas en el armario?

—No, no. ¡No hace falta! —casi le grito—. Otro día, mañana, o pasado…

Y pienso, ¿para qué? Tal vez no me haga ya falta ese equipaje, quizá no vuelva a necesitarlo…

Sor Maximina se asoma al mediodía. Me dice que tiene mucho trabajo. Pero que en su apresuramiento se encierra, intuyo yo, el deseo de quitarle importancia a la intervención. Ella habrá pensado que una charla larga y confidencial, horas antes de la operación, podría remover recuerdos y sumir mi ánimo en un estado deplorable que perjudicaría mi entereza.

Al ver que me quedo un tanto desilusionada por su prisa, me tranquiliza:

—Estaré en el quirófano —y cierra la puerta.

No sabe cuánta alegría me han dado sus palabras. No sabrá nunca cómo desde este momento yo me aferró a su presencia. Ya no me encuentro tan sola.

Sor Maximina estará allí, en el quirófano, en el momento decisivo. Y pienso en sus ojos, y me consuela saberlos llenos de amor hacia mi cuerpo sangrante. Sor Maximina me quiere; ella me ama, porque en mí le ama a Él.

Respiro la soledad en mi habitación. Sobre mis hombros, que creía robustos y firmes, se aplasta el peso de la soledad. En todo mi cuerpo se han posado pájaros grises, pájaros tristes que me comunican su desamparo, que me hacen vivir mi orfandad…

Siento la vacilación y el tambaleo. El deseo de asirme a algo sólido. Mis ojos buscan… y mis oídos quisieran captar rumor de pasos ligeros y amigos que se situaran a mi lado, que se detuviesen al pie de mi lecho. Pero… mi soledad no advierte a nadie. No alerta a familia ni a amigos. Mi soledad es insospechada. ¡Ni yo misma la presentía, tan dura, tan cruel! ¡He vivido tanto conmigo misma, dentro de mí, que no podía imaginar la falta que me hacen los otros, los que no me importaban! A cualquier persona, antes indiferente, la acogería ahora como compañía valiosa.

Pero ellos… no están. Y no están no porque me hayan abandonado, sino porque yo he huido.

He huido de él. De José. Sin embargo —¡qué incongruencia!—, él estará cerca. Él se encontrará a poca distancia de mí. A un par de kilómetros…, a menos aún… Estará en la Ciudad Universitaria…, o en el Ministerio, o con algún compañero. No tardaría ni cinco minutos en localizarle si me lo propusiera. Antes de media hora, estaría en sus brazos. Mi angustia disipada; mi soledad, compartida, o sea, borrada.

Me siento joven. Me noto fuerte. Tengo enormes ansias de vivir. Estoy en Madrid. ¡Es primavera! Al otro lado de esta habitación: la vida, la alegría, el amor… Aquí, la soledad, la incertidumbre…, ¿la muerte?… y… los hijos.

Entre ambas orillas, las aguas rápidas, insumisas, del río de la vida, de mi vida.

No. No cruzaré la corriente. No vadearé las aguas. De este lado, lo sé, lo siento, está la verdad.

Del otro, de la otra orilla, José y su amor. Es otra verdad. Pero es una verdad como la de mis estrellas. El brillo de una estrella que ya no es. Una verdad que fue.

Ésta, la de aquí, la verdad de este lado, es el futuro. Renunciando a aquélla, ésta se engrandece y purifica. Si por el contrario desertase de esta orilla para gozar de aquélla… sería… una asesina.

José, aunque yo sé que estás cerca, no te llamaré. Aunque tú estuvieses ahí, golpeando con tus nudillos la puerta, yo no te diría: ¡entra! No. Yo te he cerrado mis puertas hace mucho tiempo; no mucho tiempo en el sentido material de los días, pues apenas hace horas que tomé esta decisión; pero sí hace mucho, muchísimo, en la medida del sentimiento; pues varias horas de renuncia a tu recuerdo y a tu amor, son dentro de mí siglos en blanco, espacios de tiempo vacíos.

Y Antonio ¿en qué se afanará hoy? ¡Qué traerá entre sus manos en estos momentos! Antonio, tú también estás solo. Aunque no adviertas tu propia soledad. La ignoras. Ahora que yo estoy tan sola, me apena tu soledad, me apena la soledad de los que están solos.

Antonio, tú te extrañarías si alguien te dijese esto. Te crees muy acompañado, con tu amante de turno… Y si casualmente no hay una, tú no te preocupas, sabes que existen varias en potencia. Pero ella, o ellas, son compañías mercenarias. Como la enfermera, que ahora lee al lado del balcón. No me sirve. No me acompaña. Está aquí por dinero; a lo sumo, por deber. No por mí, por mí misma.

Tus compañías, Antonio, buscan tu dinero, o satisfacer su vanidad, o su propio erotismo; cosas fuera de ti, que no son tú mismo. Tú eres el intermediario entre lo que buscan y lo que encontrarán.

Antonio, tú sí que estás lejos de mí. Antonio, hoy va a resolverse el asunto más importante de tu vida; el negocio que más te interesa; y tú… lejos, sin sospecharlo siquiera.

Tampoco ha sido tuya la culpa. Al menos la última culpa: ésta de la ignorancia absoluta de lo que me está ocurriendo.

He sido yo quien ha querido tenerte al margen de todo este asunto. Tal vez equivocadamente. Ayer, hace unas horas, estaba muy segura de todo. De lo que quería y de lo que iba a hacer. Hoy, ahora, dudo. No sé si he hecho bien o mal en no comunicarte nada de mis planes. En todo caso no ha sido esta vez por egoísmo, por encerrarme en mi torre de marfil; he querido soportar la carga yo sola. He querido evitarte molestias y responsabilidades. Y creo que tampoco hubiera podido sufrir la solicitud de tu mirada.

Todo está previsto. Si las cosas salen mal, si algo falla, te avisarán. Si ocurre lo mejor, no sabrás nada hasta más adelante; pasará mucho tiempo hasta que comprendas…, hasta que llegues a comprender…

Antonio, no sabes cómo soy, no me conoces. Nunca has tratado de averiguar cómo discurre mi imaginación, qué me preocupa, qué me alegra o qué cosas son las que me entristecen. Ni lo que hay dentro de mi cabeza cuando estoy pensativa. Te preocupas —¡eso sí!—, de lo exterior: el confort y la salud, a lo que tú llamas esencial, y crees que con eso cumples.

Antonio, estás equivocado. Tú sí que estás equivocado. Nunca me has comprendido. ¿Has probado alguna vez a conocerme? No. Para ti las preocupaciones mentales, las necesidades psíquicas, los estados de ánimo, son enfermedades, son neurastenia.

Ahora que estoy a poca distancia, a pocos minutos de la incertidumbre, del peligro, sea o no grande, pienso que tal vez yo misma soy culpable de lo mismo que te acuso. Tampoco yo he procurado comprenderte. Sí, ahora que todo son dudas en mí, dudo también de esto. Ahora en que, como ocurre a los toreros, han de cambiar la espada de madera, la que no pesa, la que no hiere, por el estoque de acero, el que mata, ahora… puestos a decir la verdad, me pregunto: ¿he tratado yo de comprenderte? ¿Me he esforzado en ello? ¿No seré yo también culpable de nuestro matrimonio fracasado?

Es la primera vez que mi mente alberga estas dudas. Es la primera vez que me formulo estas preguntas. Y… no estoy segura de las respuestas.

Yo siempre te he sentado a ti en el banquillo de los acusados y me he arrogado el papel de juez. Pero ¿y si ahora que estoy más cerca que nunca del Juicio por antonomasia cambiásemos los papeles?

¿De qué me acusarías tú? ¿De desamor, de frialdad, de utopía? Sí, tal vez de todo eso sea culpable.

En todo caso, de desamor somos culpables los dos. Perdimos el amor y perdimos la fe en nosotros mismos. Con amor hubiéramos sido capaces de todo. Amor y confianza mutua nos hubieran salvado…

Frialdad…, tal vez…, o frigidez…, o simplemente mucho menos: resistencia. Ahora que he conocido en mi carne la pasión, debo reconocer y acusar mi frialdad de entonces.

Nuestras relaciones íntimas, primeramente, me decepcionaron; pero tenía la esperanza, alimentada por ti, de que al cabo de poco tiempo todo cambiaría. Yo aguardaba una fórmula mágica, un «¡ábrete, sésamo!», algo… que, fuera de mí, me abriera las puertas del placer; pero nadie me reveló sus secretos y nada me hacía desear tus caricias. Y mientras esperaba, cada día más decepcionada que el anterior, recibía tus ardores fríamente. Me resistía, no me entregaba. Siempre era dueña de mí misma. Ni un segundo siquiera me diluía en tu apasionamiento. En cualquier punto hubiera podido entorpecer tus arrebatos, pues yo siempre permanecí fuera del área de la pasión.

Y, cuando esos momentos concluían…, no quedaba en mí ni la admiración, ni el agradecimiento, ni el arrobamiento que el hombre espera y recibe con magnanimidad; no, en mí sólo quedaba indiferencia, decepción, desengaño y cansancio. Mis ojos —¡no podías soportar mi mirada!— permanecían velando horas y horas, interrogantes. Mis pupilas no tenían sosiego y muchas noches permanecían fijas en el techo de nuestro dormitorio, sin tregua ni alivio, tratando de entresacar de la oscuridad una luz, una claridad que me iluminase la próxima vez. Pero si algún destello hirió mis pupilas entonces, fueron los fuegos fatuos de nuestro amor…

Tú, Antonio, no podías soportar mi desilusión. Porque tú te inculpabas a ti mismo de ella. Tú estabas acostumbrado a la adulación y al éxito fácil; y quisiste comprobar en seguida si seguías ejerciendo esa fascinación sobre las mujeres. Mis decepciones repetidas te hicieron dudar de ti mismo. Y tu orgullo y tu vanidad no pudieron sufrir tus dudas. Y quisiste cerciorarte…, y averiguaste en seguida que sí, que a pesar de estar casado, más aún por estarlo, las mujeres se te «daban» muy bien. Y ahí está el quid de nuestro fracaso. En esa frase tan vulgar que expresa la fácil disposición (predisposición) de las mujeres hacia tus requerimientos, se encierra la explicación de nuestra malograda intimidad: yo nunca me di a ti.

Ahora que he sabido lo que es darse en amor; que he reconocido a mi propio cuerpo sin freno ni control en la entrega; ahora que me he sentido como hundida en profundos abismos sin gobierno sobre mis sentidos para frenar este hundimiento; ahora que he comprendido que la unión de dos seres puede ser tan perfecta que haya momentos en que no se sepa exactamente dónde empieza uno o dónde acaba el otro; ahora que he averiguado todo esto, ¿qué he de pensar?

¿Que mi naturaleza ha cambiado, mi sensualidad madurado? ¿O que todas estas sensaciones han venido a mí por azar? ¿O que ha sido este hombre el que las ha llamado y ha sabido hacerlas venir y llegar a mí? ¿O sencillamente que yo con él me entregué ciega y totalmente y me dejé guiar por él, confiada? ¿Y que antes, contigo, Antonio, yo estuve siempre expectante, mordaz, satírica…? Sí, puestos a decir la verdad… ¡aunque duela!, yo antes me vigilaba a mí misma y te vigilaba a ti. Y mi continua alerta era, sí, lo veo claro, una curiosidad obscena; pues contemplar la pasión de una persona, del propio marido, sin inmiscuirse en ella, es espantosamente amoral.

Tengo los ojos cerrados mientras pienso estas cosas. No necesito cerrar los párpados para ver con claridad. No, pero prefiero permanecer en apariencia adormecida, para evitar que la enfermera, con su solicitud, interrumpa mi monólogo expiatorio en estas horas que anteceden a mi operación.

Ella está leyendo al lado del balcón. Al darse cuenta de que he abierto los ojos y la miro, me pregunta:

—¿Ha visto qué jardín más bonito tienen las monjas?

No. No he tenido tiempo ni ganas de ver nada. Más adelante tendré muchas horas para contemplarlo y familiarizarme con el paisaje…

—¿Qué hora es? —le pregunto a la enfermera.

—Las cuatro.

Las cuatro. Dentro de una hora, de sesenta minutos, me llevarán a la planta baja, al quirófano. Toda mi familia, ajena por completo en esta hora en que la incertidumbre y la angustia se van a apoderar de mi ánimo. Mi hermana Cecilia ¡qué lejos está! A apenas dos o tres manzanas del Sanatorio tan sólo… A esta hora estará arreglándose para salir o para recibir en su casa. Tendrá, como casi todas las tardes, su partida de bridge. Y se reirá entre mano y mano de todos los chistes y todos los chismes que se comenten.

Los años nos han separado. Mi infelicidad, también. Al no poder confiarle los verdaderos problemas de mi matrimonio, al desterrar de nuestras conversaciones y cartas los temas íntimos, se ha establecido entre nosotras una frialdad de… «conocidas», nada más.

Cuando todo pase, cuando me encuentre fuerte de nuevo, saldré de la clínica y pasaré unos días en su casa, antes de regresar…

El regreso, ¡Dios mío! El regreso en una noche oscura y sin luna. Mis pies caminarán a intervalos irregulares, tanteando, despacio, el sendero. Y en el éter, en el aire: nada. Ni una voz, ni una canción. Y en mi cabeza: el vacío. José se irá, se ha ido ya de mi vida. Le he alejado de mí. Y al regreso se irá más lejos aún en el recuerdo y en el pensamiento. Adaptaré mis pies a los desniveles del suelo; mis plantas hollarán la tierra y se pegarán a los altibajos para no caer. El regreso será un camino de noche, de noche sin luceros. Pero por oscura que sea la noche, siempre presupone un amanecer, un nuevo día. Y el día siguiente será brillante y rumoroso y ya nunca más estaré sola, porque en esa nueva aurora me esperarán… los hijos.

¿Y si todo sale mal? ¿Y si muero en el quirófano, o después, en las cuarenta y ocho horas postoperatorias, que son las más peligrosas? ¿Me podrá negar nadie que he muerto por mis hijos? ¿Virtualmente no habré sido madre? ¿Se atreverá alguien a negarlo?

Llaman a la puerta. Mi corazón, como un eco, golpea mi pecho.

Sin dar tiempo a contestar, ni a que la enfermera se levante, la puerta se abre para dar paso a un hombre de aspecto musculoso que viste bata blanca.

Pregunta si ya estoy preparada.

—Sí, lo estoy.

Me incorporo; apoyo mis pies desnudos en la alfombra, y me quedo sentada en la cama.

Sólo un segundo me asalta la tentación: podría vestirme y salir a la calle. Son las cinco de la tarde, estoy fuerte, me siento sana, no me duele nada; la calle es Madrid; la calle es primavera: la calle es José.

Se abre de nuevo la puerta y aparece en el umbral, ocupándolo todo, la camilla de ruedas. La tentación que, tímida, había querido alzarse en mi conciencia, cae vencida ante la actitud decidida del enfermero.

Empuja la camilla rodante y la coloca paralela a la cama. Mi corazón se encoge, tengo miedo. Miedo de mi propio temor que me haga decir o hacer algo de lo que pueda arrepentirme. He alardeado, o me he atribuido un valor del que carezco en absoluto. Yo diría que ahora, en estos momentos, es el temor al ridículo lo que me salva. El temor a dar un espectáculo, un triste espectáculo.

El hombre quiere ayudarme y cogerme con sus fuertes brazos para colocarme en la camilla. Le digo que no hace falta, que estoy perfectamente. Y yo misma, sentándome en la camilla, estiro las piernas y luego me recuesto. Me cubren con una sábana y una fina manta de algodón.

Ya estoy rodando hacia el quirófano, ¿hacia dónde? El doctor Garrigues ha dicho: «siempre hay un riesgo», y don Manuel: «nunca se sabe…». Ahora parece que todo lo demás se ha borrado de mi mente. El noventa y cinco por ciento de probabilidades, ahora, no significa nada: sólo lo peor.

No puede ser. Debo pensar otras cosas.

El pasillo es un largo y lento caminar, un rodar hacia no se sabe dónde. Me siento impotente y humilde. En un recodo, cerca del ascensor, han cruzado unas personas a mi lado. Me han mirado con una conmiseración tal, que me he sentido, me han hecho sentirme, la más pobre y pequeña de las mujeres, ínfima, como un gusano. Un insecto solitario…

José, ¿será verdad que el hombre nace y vive y muere solo? ¿Que a lo largo de nuestras vidas siempre estamos solos? Nosotros, que hemos vivido tan compenetrados, tan unidos, pensando las mismas cosas, «quitándonos» muchas veces las ideas, ¿cómo no notas, ahora donde estés, esta pena mía? ¿Cómo no acudes a quitármela? ¿Cómo puede ser que mi tristeza no te desgarre?

José, me van conduciendo ahora por un pasillo soleado, en este sanatorio de Madrid, hacia nuestra despedida definitiva. Tú has sido para mí el sol en un día gris; luces dentro de mis tinieblas. Has disipado las nubes que me rodeaban. Has dado un significado exacto a la palabra amor. Una palabra tan gastada por los hombres…, tan desconocida también. José, has dado tú calor a mis miembros. Mi cuerpo era frío y húmedo y huidizo como el de una sirena, y tú me fijaste y me arropaste y me diste calor humano. Por ti he sido humana, hermana de los humanos… Has iluminado mi inteligencia y le has abierto nuevos senderos por los cuales ha de discurrir ya siempre mi razón. Mi cuerpo, José, volverá a sentir el frío del día de invierno y mis sentidos olvidarán el calor…, el recuerdo será como un sueño. Como una estrella que hace años que no existe. Se lo gritaré a mi corazón, y la lógica, fría, le hará comprender. Tú has sido el azogue del espejo donde mi cuerpo se vio reflejado por primera vez. Yo no conocía el contorno de mi figura hasta que tú me lo mostraste. Ahora, en adelante, mi imagen se reflejará imperfecta, será sólo un perfil impreciso en un trozo de cristal.

José, gracias por todo. Por lo que ha pasado para siempre, y por lo que de ti permanecerá en mí hasta la muerte: el brillo de tu inteligencia iluminando mi pobre mente. ¡Gracias!

Nos hemos detenido junto a una gran puerta que es sin duda el ascensor de las camillas.

El camillero pulsa un botón y ella, la enfermera, permanece tiesa a mi lado.

El ascensor sube. Se le oye acercarse. A su aproximación se aceleran los latidos de mi corazón. Pero…, inexplicablemente, sigue, continúa hacia el piso de arriba. Alguien ha debido de pulsar otro timbre, o el mismo camillero erróneamente. Esta levísima pausa, este retraso de segundos, me produce un alivio, un desahogo.

Ahora es la enfermera la que se acerca al cuadro de timbres y pulsa el botón a la vez que le dice algo a él, en tono conminatorio.

Otra vez el ruido del ascensor. Ahora bajando. Se para. Ya está aquí.

Abren las puertas y empujan el carrito con precisión para adaptarlo perfectamente al hueco del ascensor. Apenas hay sitio para nada más; pero el hombre, replegándose al máximo, se coloca a mi lado. La enfermera dice que bajará en el otro ascensor y se reunirá con nosotros en la planta baja.

Se cierran las puertas. Y yo vuelvo a escuchar: «nunca se sabe…». Otra vez, como en el aeropuerto, una angustia atenazándome el corazón y haciendo que mi pulso sea irregular.

Antonio —pienso—, Antonio, tendrías que estar a mi lado. Aquí, dentro del ascensor, en lugar de este hombre que no he visto nunca. Que no me conoce. Pero… ¿me conoces tú? Antonio, nunca te he pedido nada. Creo que ha sido orgullo. Tampoco nunca te he dado nada: orgullo también. Antonio, ahora volveré a ti. Ahora no tengo más remedio que volver a ti, si vuelvo…

Ahora voy a hacer algo por ti también; no me mueve a ello ni el cariño, ni el deber, ni tú mismo. Ellos, sólo ellos, lo han hecho todo dentro de mí. Pero sin quererlo voy a hacer algo por ti. Ahora, yo, la fría, la intelectual, la que está siempre en las nubes, la que no sirve para nada práctico, está aquí, encerrada en la caja de este ascensor, muy angustiada, pero resuelta a hacer algo por los dos. Antonio, ahora tú eres el hombre más importante de mi vida. Antonio, tú serás: el padre de mis hijos.

Se abren las puertas y rodamos nuevamente. Estoy más tranquila. Mi ánimo pasa por fugaces estados de sosiego.

La enfermera se ha unido a nosotros, a nuestro rodar. Ahora, ella a mi lado, me conducen por un tramo de pasillo mal iluminado. Hay enfrente unas dobles puertas automáticas. Detrás de esas puertas el pasillo es una corta rampa. La atravesamos y, al final de la misma, otras puertas de vaivén de doble hoja que se abren a una estancia amplia y bien iluminada, tan magníficamente clara que yo comprendo que se trata del quirófano.

La luz viene de un gran foco central. De ese foco emerge un gran círculo de luz, debajo del cual está la mesa de operaciones.

Nada más entrar se acerca alguien presuroso. Es sor Maximina.

—¿Qué tal, hija mía? —me pregunta con ansiedad en los ojos.

—Bien, hermana —luego, quiero asegurarme de su presencia—. ¿Estará usted aquí todo el tiempo…?

—Sí, sí, hijita, todo el tiempo pidiendo a Nuestro Señor por usted.

Me empujan hacia el enorme círculo de luz, en el centro de la sala. Colocan la camilla paralelamente a la mesa de operaciones, bajo el foco sin sombras.

Con una rapidez de movimientos que casi no puedo controlar, me trasladan de la camilla a la mesa.

Varias personas se mueven alrededor. Todos están vestidos de blanco, con gorros y mascarillas de gasa. Acercan un carrito con brillante instrumental. También acercan el aparato portátil con las ampollas de suero fisiológico.

Un hombre se adelanta y toma mi brazo izquierdo. Lo coloca apoyado en una tablilla, que me sujeta por la muñeca.

No sé si será para dormirme. Yo quisiera que esperasen un poco; que no me pongan todavía la inyección de pentotal que me dormirá… no sé por cuánto tiempo. Tengo que pensar varias cosas antes de dormirme. Tengo algo pendiente.

Al hombre que me ha sujetado el brazo, le digo:

—¡No…, espere!

Don Manuel, de blanco, con gorro, pero sin mascarilla aún, se acerca y me contempla desde su altura. Con una mirada ha detenido al anestesista que iba a ponerme la inyección.

—Muy animada, supongo —dice.

—Sí, doctor. Estoy un poco nerviosa, eso es todo… —le digo, aunque yo sé que no es verdad; que no estoy nerviosa…, estoy aterrada.

Acercan también el portador de oxígeno. Hay mucho movimiento en torno.

Yo tengo que pensar muy aprisa. ¡Dios mío! Si ocurre lo peor… ¡Perdóname! Señor, si has de juzgarme Tú, ya conoces mis razones. Quizá mejor que yo misma. Si es verdad que después del último suspiro está el juicio individual, ¿quién me defenderá? ¿Y mi Juez será el mismo que ha de juzgar a sor Maximina? Entonces, ¡pobre de mí! ¿Qué podré aducir yo en mi defensa? Señor, si Tú has de juzgarme, espero que comprendas mis actos mejor que yo misma.

En mi vida ha faltado el amor. Ha faltado, porque yo no puse mi amor en las criaturas. Porque pensé mucho en mí misma y nada en los otros. Y, Dios mío, ¿vas a condenarme por la única vez en que, negándome y olvidándome de mí misma, me di a un hombre? Señor busco dentro de mí y no encuentro el arrepentimiento. Sólo sé que el amor aquel era maravilloso; era el primero en mi vida. Viviendo aquel amor empecé a vivir fuera de mí, y a sentirme más de todos.

Dicen que el pecado está en la carne: en la sangre, en los ojos, en la piel… Pues ahora cerraré mis ojos y rasgarán mi piel, y perderé mi sangre…, y quisiera que mi herida lavase mi pecado; y volver en mí limpia de todo impedimento.

Yo sé que el amor que conocí era imperfecto. Que debo amar a los hombres por Dios, pero me cuesta comprender esto. Puedo comprender amar a los hombres por ellos mismos, por la dicha de proporcionarles felicidad, y no buscando yo nada a cambio; ni siquiera mi propia felicidad. Ser toda de todos, ¡eso sí lo comprendo! Ésa es la fórmula perfecta del amor. ¡Dios mío! Yo ahora soy toda viva o muerta de los hijos. No es la perfección, lo sé; pero ya es ser de alguien; no ser de sí misma. Si muero, ¡Dios mío!, son ellos los que mueren… Señor, ¡no quiero morir…!

Ha vuelto a acercarse el médico con la inyección. Ahora no habrá ya dilaciones. Me ata una fina goma, un tubito de caucho, por encima del codo. Y con su mano, apoyada fuertemente sobre mi piel, limpia con un algodón húmedo, la abultada vena radial. Noto una presión fortísima en mi brazo.

El doctor Tejada aparece ahora bajo el círculo de luz. Su cara ya está cubierta con la mascarilla. En sus ojos noto, siento, que es algo mío, se ha entregado a mí. En este momento don Manuel me pertenece. Mientras esté en esta mesa, seré lo más importante del mundo para él. Su mirada me ha transmitido ese mensaje.

En mi mente una nube grande. Una nube blanca que se ensancha… se ensancha.

Me están poniendo la inyección en la vena, muy lentamente. La nube toma formas caprichosas y desproporcionadas. Un calor recorre mi brazo, hacia arriba. Pero… ¡no! ¡No puedo dormirme! No puedo. ¡Aún tengo que decir algo… a alguien! Sí. ¡Dios mío! ¡Tengo que pedirte algo! ¡No quiero morir! Señor, si muero, morirán mis hijos. ¡Dios mío, espera! Antes de que pierda la conciencia de todo…, Señor…, Señor…, espera, ¡tengo que hacerte una súplica! Si muero yo, si muero yo…, morirán ellos. ¡Dios mío! ¡Tienes que escucharme! Ellos… no.

Son Angelats, enero-mayo de 1966.