XIV

HE QUERIDO DEJAR PASAR dos días antes de volver a la consulta del doctor Garrigues. En un principio pensé dejar pasar bastantes días antes de volver. Pero no he podido. ¿Para qué? ¿Acaso necesito disimular mi impaciencia? ¿Qué fin tendría el prolongar la espera? Nadie sabe lo que me ocurre. Guardo celosamente mi nueva verdad. ¿A quién podría interesar? ¿Quién podría comprenderme? Antonio… tal vez. Pero ahora no. No podría decírselo. Quién sabe si incluso intentaría oponerse a la operación. ¿Y deseará reanudar su intimidad conmigo? ¡Después de tantos años! No, Antonio no sabrá nada hasta más adelante; hasta que pase mucho tiempo. No puedo correr riesgos. Yo sola haré todo. Si todo sale bien, Antonio se extrañará de mi solicitud, de mi renovado interés por su persona. Trataré de atraerle por todos los medios; los medios no importan, el fin, sí.

¿Y si Antonio no quiere volver a empezar? ¿Y si ya no desea ni mi amor, ni mis caricias, ni mi cuerpo? Antonio me tomará, aunque no lo desee, a su pesar. Yo jugaré con ventaja. Tengo en mi mano su sensualidad, su inconstancia (sea cual fuere su «preferencia» actual), su sorpresa ante mi halago, y… su vanidad. No debo preocuparme. Antonio responderá. Siempre responde a las llamadas femeninas…

Han pasado dos días de mi anterior visita al doctor. Hoy vuelvo al número 28 de la calle…

Necesito que el doctor Garrigues me confirme sus palabras, me asegure, me repita que no he soñado. Que todo es real. Que mi impedimento a la maternidad es evidente; pero simple, sencillo, eliminable…, que se puede destruir.

A la entrada, parece que la hortensia, la enorme hortensia lila, se ha vuelto más lila, que sus flores son más amplias. Tiene más colorido.

La enfermera me recibe muy sonriente. Telefoneé ayer tarde pidiendo hora para esta mañana.

Hoy estoy más segura que la otra vez. Más tranquila. Me sonrío.

Me dirijo a la puerta de la salita que ya conozco; hoy no estoy sola en la sala de espera: hay dos señoras sentadas en el diván. Delante de ellas, en la mesita, varias revistas, tomadas, hojeadas y vueltas a dejar allí de cualquier forma. El orden y la pulcritud de hace dos días no existe hoy. ¿Qué importa? Todo en mi interior está en orden. Mis ideas responden a mis pensamientos y mi razón a mi instinto. Éste me guía y siento que acertadamente. Sé que no me engaña.

Me acomodo en una silla alta y espero.

Se abre la puerta de comunicación con el despacho. Tres pares de ojos buscan la mirada de la enfermera. Su mirada se dirige a mí. Me dice:

—Usted, por favor, ¿quiere pasar?

El doctor Garrigues, que me espera de pie al lado de su mesa, me saluda como a un viejo amigo.

Yo me sonrío. Debo de parecerle otra persona distinta a la mujer aturdida del último día.

—¡Buenos días, doctor!

—¡Bueno, bueno, bueno…! Esas prisas son más claras que cualquier frase; ya me dicen que está usted decidida, ¿verdad? Y no, no me conteste; por si fuera poco, ¡su cara! Le asoma la felicidad a los poros. No puede disimularla.

Me señala una silla para sentarme. Él continúa de pie, apoyado en su mesa por la parte delantera de la misma, a mi lado. Su actitud es amistosa y cordial. Entre ambos se ha establecido una intimidad, un acuerdo, un deseo tácito.

—Doctor —le digo—, ¿quiere reconocerme otra vez y confirmarme lo que me dijo el otro día?

—¡No! No quiero —se ríe ante mi asombro, y añade—: No lo necesito, tengo buena memoria y sé perfectamente lo que le he dicho y lo que usted tiene. Pero para su tranquilidad, no me enfado; es más, me alegraría que para su completa tranquilidad otro ginecólogo confirmase mi diagnóstico.

Él ha hablado más serio. Al final de sus palabras, su tono ha adquirido cierta circunspección.

—Eso es precisamente lo que yo desearía —le digo—. Me gustaría que usted mismo me indicara a quién puedo dirigirme; que me recomiende algún especialista de toda su confianza.

—Para mí —responde él—, insisto, para mi sólo hay un maestro en España: el doctor Tejada en Madrid. Mi maestro. He sido su ayudante varios años y conozco su honradez profesional y su ojo clínico.

—Bien, doctor, iré a Madrid. Consultaré con el doctor Tejada. Y si su diagnóstico está de acuerdo con el suyo, me someteré a la operación inmediatamente. ¿O debo seguir algún tratamiento previo?

Hasta este momento no se me había ocurrido pensar ni cuándo, ni dónde, ni cómo se llevaría a cabo la intervención; pero ahora, repentinamente, se imponen en mi cerebro dos ideas: «cuanto antes» y «fuera de la ciudad».

—Ninguno, en absoluto —contesta el doctor a mi pregunta—. Mañana mismo podría llevarse a cabo. Precisamente, los días estos, postmenstruales, son los más convenientes.

Se me ha encogido el corazón. Una cosa son mis prisas repentinas y otra muy distinta es el «mañana mismo» del doctor. Los acontecimientos se van precipitando vertiginosamente.

—¿Y… cree que existe algún peligro?

—Siempre hay un riesgo —se ha puesto serio. Ahora da media vuelta y se coloca detrás de la mesa, se sienta en su silla. Hasta este momento, había hablado el amigo; ahora es, el facultativo, el responsable—: No podemos negar ese riesgo, que siempre existe, ni olvidarlo. ¡Qué más quisiéramos! Pero en su caso hay un noventa y cinco por ciento de probabilidades de que se trata de un tumor benigno; es más, dada su edad, yo diría que las posibilidades suben hasta un noventa y ocho por ciento. Pero no quiero que ignore este dos por ciento fatídico.

Me doy perfecta cuenta de lo que significan sus palabras. Pero ya es hora de que arriesgue algo en mi vida. De que exponga algo también. Total, un porcentaje tan insignificante… ¡Mínimo! Un pobre peligro el mío.

Ahora lo que deseo es que esta intervención quirúrgica tenga lugar en Madrid. Será lo más prudente. Lo difícil va a ser que el doctor Garrigues lo comprenda. Voy a tratar de exponerle mi punto de vista.

—Doctor, ¿tendría inconveniente, en caso de confirmación por el doctor Tejada, de que me quedase en Madrid y me operase él mismo allí, cuanto antes?

—¡En absoluto! Me encantaría que lo hiciese él. Yo puedo arreglárselo. Dado que el suyo no es un caso urgente, en circunstancias normales tendría que esperar su turno. Tiene «su» tiempo muy ocupado. Pero le telefonearé y trataré de que la atienda cuanto antes. No se preocupe por nada.

—¡Gracias, doctor!

—Si le puedo concertar una consulta para mañana o pasado, por ejemplo, ¿vivirá usted en un hotel, o desea ya habitación en el sanatorio?

No había previsto eso. Realmente me ha ocurrido como siempre, como en toda mi vida. Mi previsión nunca abarca a las cosas prácticas, a las necesidades urgentes. Siempre paso horas y horas en ensoñaciones, en imaginaciones lejanas de la realidad; en tratar de cambiar la realidad de las cosas; cambiar su realidad vigente por sueños; siempre trato de intelectualizar la verdad de la vida…; los pormenores fundamentales, a los que hay que prestar una atención inmediata, los olvido, casi nunca cuento con ellos.

Sin embargo, no dudo al contestarle:

—En el sanatorio. Deseo vivir allí. Y, ¡por favor, doctor!, desearía que todo se desarrolle con la máxima discreción posible. Tengo en Madrid muchos parientes y amigos, pero no quiero avisarles nada. Estaré yo sola.

—Pero tendrá el consentimiento y el beneplácito de su marido, ¿no?

Me mira, extrañado por mi actitud reservada.

Yo, para evitar su mirada, abro el bolso y busco en él una tarjeta mía.

—Desde luego, doctor —le respondo—, pero él…, no podrá acompañarme.

Ahora le miro y de su cara no se ha borrado la expresión de extrañeza.

Me telefonearán cuando todo esté arreglado y concertado con el doctor Tejada y el sanatorio. Tratarán de que a partir de mañana me reserven una habitación.

Salgo aliviada, ligera. Los escalones del jardín, a la entrada, los abordo en un paso de ballet. La verja, reacia hace dos días cede a mis manipulaciones con precisión; parece que salgo de mi propia casa… Parece que piso el suelo, la ciudad, la vida, con seguridad y por propio derecho por primera vez.

Estoy vestida esperando oír la puerta de la habitación de Antonio. Él acostumbra a madrugar. Aunque se haya acostado tarde, no le gusta que su despacho de A. G. E. S. A. esté cerrado por las mañanas ni su sillón vacío. Dice que las horas de la mañana son las más fructíferas. A cualquier hora —suele decir— se puede sembrar, se pueden aprovechar las ocasiones, mejor dicho, se «deben» aprovechar todas: el tiempo es inseguro por la sementera, y si amanece lloviendo, pero a la tarde escampa, hay que aprovechar la tarde. Con buen tempero hay que sembrar a cualquier hora. En el período de la recogida el tiempo es seguro, los días largos, largos al revés, por la mañana: amanece muy temprano. Por eso, él, hombre de la tierra, hasta en sus negocios madruga siempre.

Acaba de salir; le oigo cruzar el pasillo y abrir la puerta del hall.

Le sigo.

—Antonio, ¡buenos días!

—¡Buenos días, Sara! ¿Te has desayunado ya?

—Sí, siempre me desayuno en el dormitorio.

Parece que él lo ha olvidado. Le sigo al living. Quiero hablarle, decirle que me voy a Madrid. Estoy un poco asustada. No creo que él ponga objeciones a mi marcha.

Se ha dirigido a la rotonda, donde le sirven el desayuno. Un zumo de naranja y un café muy fuerte con muy poca leche. Yo todavía recuerdo sus gustos…, tengo buena memoria.

Al ver que le he seguido y me siento enfrente de él, en un sillón, con la mesita de la rotonda entre nosotros, me mira extrañado.

—Ya estás completamente repuesta, ¿no? Tu aspecto es… radiante.

—Sí, gracias, Antonio, ya estoy bien, aunque…

No sé qué decirle. Me gustaría que él me ayudase. Pero él está mirando con curiosidad el periódico que han colocado al lado de su bandeja del desayuno.

Yo miro el periódico, a través de la distancia que me separa de él, y los grandes titulares caen diagonales a mi vista. Sólo alcanzo a leer alguno: «Vietnam», «Las prospecciones petrolíferas en Burgos», «Castiella a Nueva York».

Él, Antonio, está leyendo algún párrafo de lo de Burgos. Me dice:

—Esto puede ser una gran cosa —señala el titular: «Desde el Páramo de la Lora»—. Si se encuentra petróleo en cantidad, poden os reírnos del mundo entero.

A Antonio le preocupa el petróleo. A mí me gustaría ser práctica, quisiera ser una mujer apegada a la realidad. Pero ¿voy a pensar ahora en el petróleo? ¿Ni en Burgos o la Lora? Eso no es mi «realidad». Le contesto:

—Sería como si a toda España nos tocase la Lotería, ¿no? Creo que no nos va el papel de nuevos ricos. Seríamos insoportables.

—Seríamos insoportables o no. Pero entonces tendrían que tragarnos, les gustáramos o no. ¿Comprendes? Y no sé por qué, Sara, empleas ese tono desdeñoso al hablar del dinero. Tú haces buen uso de él… No es que diga que derrochas…, pero también te gusta gastarlo.

—No, Antonio, pero si yo no desprecio el dinero. ¡Al contrario! ¡Me gusta tener dinero! Para…, no preocuparme por él…

Ha terminado el desayuno. Yo llamo al timbre para que la doncella recoja la bandeja y estar solos. Quiero hablarle sin interrupciones.

—Antonio, quería decirte algo…

Le miro, haciendo una pausa en mis palabras, para ver si noto una alerta en la tensión de sus músculos, un temor en sus ojos. Pero nada. Se ve que lo que yo pueda decirle, no le inquieta. Menos que el viaje de Castiella, que por cierto, siempre está viajando…

—¿Qué te ocurre, Sara?

—Antonio, quería decirte que pienso ir a Madrid.

He hecho otra pausa. Le miro abiertamente. Ahora, sí. Ahora un pliegue profundo se ha marcado en su frente y su mirada se ha vuelto inquieta, interrogante.

Antonio en todos estos años no ha envejecido notablemente. Ha engordado, eso sí. Su figura fuerte y cuadrada, se ha hecho estos años maciza. Y los kilos de más, en cambio, le han preservado de arrugas en el rostro. Sin embargo, a pesar de las escasas arrugas, este hombre frente a mí no es el hombre de hace años. No puedo darme cuenta de dónde reside el cambio. Ni por qué se le notan, aunque no los vea grabados en su cara, los años…

—Me voy a Madrid quince o viente días —continúo—. El médico me ha dicho que me conviene descansar y me ha aconsejado un cambio de ambiente… Quería decírtelo por si tenías algún inconveniente.

El pliegue de su frente ha ido desdoblándose, desapareciendo con mis palabras.

—No, no tengo ningún inconveniente. Pero me extraña que precisamente ahora, con los exámenes encima, dejes esto. ¿No vas a presentarte este año?

Los exámenes…, mi carrera…, todo postergado, de momento.

—Probablemente —le contesto—, a mi regreso podré examinarme aún de alguna asignatura. Pero ahora no podría… Necesito irme, salir de aquí, mi cansancio es… psíquico. Los exámenes, si no llego a tiempo este mes, en septiembre los haré; llevo un curso muy bueno, no es problema.

No sé por qué le he dicho a Antonio todas estas cosas. Por justificarme y justificar esta marcha precipitada. Pero cuando le he dicho impensadamente que estaba afectada de un cansancio psíquico, me he dado cuenta de que no mentía; de que, efectivamente, estaba muy cansada… Sólo que él no lo comprenderá. Él no puede comprender que, a veces, el alma nos duela y se nos canse y se nos niegue a seguir adelante. Son sutilezas… para él. ¡Bobadas! ¿Nunca le habrá dolido el alma a Antonio?

—¡Para mí sí que no es problema! —exclama él, repitiendo mis últimas palabras—. Mis problemas son otros que no tienen nada que ver con los libros.

Los suyos son más importantes que los míos, quiere decir…

Continúa hablando en tono bastante enfadado.

—Pero es que eres desconcertante, Sara. No hay quien te entienda. Te matas estudiando. Muchas noches he visto luz en tu cuarto, muy tarde. Parece que tu vida depende de los libros. Que has encontrado en ellos la razón de todo… Y, ahora, de repente, dices… que si llegas a tiempo, bien; si no… en septiembre.

Su tono encierra sarcasmo y reproche. No lo comprendo. ¡Qué le importan a él mis razones! ¡Si siempre son insensatas!

Yo me callo. No puedo decirle nada. Y pienso: ¡Dios mío, qué ilógicos somos! Antonio, ahora, preocupándose de mis estudios, de los que siempre se rió y que, en el fondo, menospreció. Ahora me pide cuentas de por qué los abandono, por qué no me examino. Ahora que verdaderamente voy a intentar algo importante, que voy a realizar algo trascendente, es él, precisamente él, quien me llama desconcertante.

No puedo contestarle. No puedo decirle que mi actitud presente responde a un orden y un concierto precisamente. Tengo que seguir yo sola e incomprendida el camino iniciado. Por eso no puedo contestarle, ahora que tengo en el pensamiento tantas respuestas… y todas válidas.

Antonio, que es tan práctico, hombre de campo, cree que he sembrado y no me preocupo de recoger. Que la mies está a punto, granada, y yo abandono la tierra. Sí, que derrocho tiempo y saber sin el refrendo de los exámenes. ¡No importa! Que me crea una estúpida y una loca. Una inhábil gastadora de mi tiempo y de mi saber…

Ante mi largo silencio, me pregunta, más suavizado su tono:

—¿Y para cuándo has pensado irte?

—¡Hoy mismo! Si puedo, esta misma tarde… Si… encuentro billete de avión.

Otra vez la rapidez de mi respuesta y la premura de mi marcha parecen inquietarle algo. Me mira con curiosidad, con insistencia, preocupado.

—¿Estás segura de que no te ocurre nada, de que, en fin…, no hay nada anormal en todo esto, de que tu viaje no obedece a otra causa?

—No, no, Antonio. Necesito descansar —insisto, terca en el verbo—; sólo eso, descansar.

Me llevo una mano a la frente y aparto mi pelo, como si en este ademán apartase de mí algo mucho más pesado.

Él me mira muy serio. Enciende un cigarrillo. Acabo de comprender en dónde están escritos los años en el rostro de Antonio; es en su frente. Su frente se ha ampliado. Su pelo ha disminuido en las entradas, que son como un accidente geográfico; sus entradas son como dos cabos gemelos que se internan en el mar de su pelo. Y sus sienes… empiezan a blanquear.

—Sara, hace una temporada que parece que fluctúas. Que caminas por una cuerda floja. Que has perdido tu equilibrio… No sé en qué consiste, ni lo que te ocurre, pero das la impresión de inestabilidad. De todas formas, si necesitas algo, ya sabes que haré lo que pueda.

Hace una transición. Habla el hombre práctico ahora:

—¿Quieres que te gestionen el billete en la oficina?

—No, ¡gracias! Iré yo misma a la Iberia. Como hay dos vuelos, si no es en el primero, en el segundo encontraré, sin duda, plaza.

Camino por una cuerda floja, ha dicho. ¡Si nunca he pisado más firme! Mi fiel acusa ahora las menores desproporciones.

Antonio mira el reloj; se ha hecho tarde. Apaga su cigarrillo en el cenicero y se levanta. Continúa hablándome:

—Bueno, llámame y dime por fin a qué hora te irás. Te llevaré en mi coche al aeropuerto.

—Antonio, te lo agradezco, pero no te molestes. De verdad. ¡Gracias! Iré en un taxi. Tienes razón —trato de explicarle, pero no puedo, con lo, poco que quiero explayar de mi actitud, hacerme comprender por él. Así que decido echar la culpa sobre mí misma, sobre mi modo de ser—, últimamente estoy un poco extraña y ni yo misma me comprendo a veces; por eso prefiero que nadie me despida. Es mejor no dar la lata a nadie. Prefiero, ir sola al aeropuerto. ¡Gracias de todos modos!

Antonio se encoge de hombros. Su ademán da la razón a mis últimas palabras: no me entiende.

—¿Vivirás en casa de tu hermana? —me pregunta con su mano ya en el pomo de la puerta para salir.

—No. No pienso vivir en casa de Cecilia.

Otra vez el pliegue inquieto en la frente de Antonio. Detrás de mis rarezas parece presentir que se oculta «gato encerrado». Pero no hace averiguaciones: ¿con qué derecho? ¿No es acaso muy cómoda mi inhibición total en sus planes? No puede él inmiscuirse en los míos, en mis asuntos, sin que su intromisión me conceda a mí implícitamente los mismos derechos. Y Antonio y su vida privada no deben de ser aptos para averiguaciones.

Le aclaro con dificultad; estoy cansada de tanto fingimiento. Y esto es…, ¡sólo el principio!:

—En casa de Cecilia, ya sabes, con los niños y todo el jaleo de su casa, no descansaría. Iré a un hotel. Los primeros días no quiero ver a nadie; hasta que me reponga y descanse…

Luego trato de concretar y ordenar mis ideas:

—Te llamaré dentro de unos días para decirte dónde estoy. Y también cuando piense regresar te avisaré…, te diré la fecha.

Antonio ya ha abierto la puerta de la calle. Yo con mi brazo derecho apoyado en el quicio, le digo por fin:

—Sí, pondré un telegrama anunciándote el día de regreso y la hora del vuelo. Y… entonces sí me gustaría, Antonio, que fueses a esperarme. Que vayas a recogerme al campo a mi vuelta…

—¡Adiós, Sara!

Cierro la puerta y el peso de mi cuerpo, todo el peso de mi cuerpo, se apoya en la puerta. Todo mi cuerpo se apoya en esta conversación, en las palabras que he cruzado con este hombre, al otro lado ya. Con este hombre tan importante, ¡de repente!, para mí.

Por un momento me he sentido débil. Cansada de fingir y mentir. Fue sólo un instante, pero he sentido ganas de pedir ayuda. De decir la verdad… Pero al fin ha vencido mi entereza. Mi entereza derrumbada ahora, en el umbral de mi casa. Pero él no advierte mi derrumbamiento. Ni mi soledad. Cree, piensa que me gusta mi soledad. Que soy rara. Pues ha habido un segundo en que pensé pedir ayuda y compañía. En que creí que no podría seguir adelante sola, completamente sola.

Yo sola he tomado esta decisión, y quiero ser la única responsable. Quiero dar todos los pasos y valerme por mí misma, sin ayuda ni consejo. Sólo yo: Sara.

Pero presiento que la soledad será árida: «hay un dolor de huecos por el aire sin gente». Tendré que acogerme a ellos, a los hijos, y bien afianzada en mi futuro con ellos, empezar…