XIII

ACABA DE ENTRAR ANTONIO a verme.

Se ha enterado por las criadas de que llevo dos días sin levantarme.

Parece —le noto— un poco embarazado por no haberlo sabido antes. Es la primera vez que entra en esta habitación desde que la he convertido en mi dormitorio.

—¿Sara, cómo no me has dicho nada? —pregunta—. ¿Qué tal estás?

—¡Bien! —le contesto, a la vez que me incorporo a medias—. No es nada de importancia. ¡Cosas de mujeres! —le sonrío tristemente, un poco forzada.

Arreglo la almohada a mi espalda y le miro. Él se acerca y se sienta en una esquina de la cama. Parece sinceramente preocupado… ¡Tal vez!

—Pero me han dicho que tienes fiebre y que has estado bastante mal.

—¡Oh, no! ¡No hagas caso! Ya sabes cómo exageran las muchachas las enfermedades. ¡No! Solamente me encontré mal la otra noche; pasé muy mal rato, pero no quise molestar a nadie. Era de madrugada y nada podías hacerme. Además, pasó pronto. Ahora ya estoy bien. No me he levantado porque tengo unas décimas —señalo el termómetro en la mesilla—, y me encuentro cansada y decaída…, no tengo ganas de nada. Quizá me levante más tarde.

—Llamaré a un médico, ¿quieres?

—No, ¡por favor! Es ridículo. Te lo agradezco, Antonio, pero no hace falta.

Se ha quedado un poco cortado ante mi seca negativa. Quiero tranquilizarle, pues le agradezco el interés que demuestran sus palabras.

—Un día de éstos iré al especialista. Cuando me levante, iré. El primer día que me levante —siento deseos de que se marche tranquilo—, iré, ¡sin falta!

—Bueno —hace un ademán con las dos manos, «como gustes», y se levanta para salir—. Si necesitas algo, estoy en A. G. E. S. A.; estaré allí toda la mañana. Me llamas.

—Sí, ¡gracias, Antonio!

Se ha ido.

Antonio ya ha cumplido su deber.

Ya se ha interesado por mi salud.

Se ha ofrecido a llamar a un médico.

Me ha dado su teléfono para cualquier cosa que se me ocurra.

Se ha marchado tranquilo.

Ya no le cabe hacer nada más.

Antonio, ¿y lo que no nos hemos dicho? ¿Y lo que hay detrás de nuestras palabras? ¿De nuestras cumplidas y correctas palabras? ¿Y nuestros sueños, nuestros anhelos, nuestros sufrimientos?

No sabes nada de mí.

No sé nada de ti.

Me encuentro débil y cansada; pero ya estoy mucho mejor. Me levantaré un rato y mañana o pasado volveré a hacer vida normal ¿Vida normal? Una frase hecha sin sentido. Falsa. Pero lo que haré, mañana o pasado, se llama en el lenguaje de los hombres, ¡en mi lengua, sí!, vida normal.

Esta flojedad física me presta una indolencia moral que va muy bien con mi estado de ánimo actual; siento las junturas, dejadas; abandonados los hilos que las hacen girar armoniosamente, remedando los movimientos humanos. Me siento guiñapo, marioneta, trapo… por dentro y por fuera.

De todas formas, iré a un médico. No lo he dicho por tranquilizar a Antonio. Necesito que me vea un ginecólogo. Esta menstruación extraperiódica ¿significará que estoy verdaderamente enferma? ¿Será el principio de algo malo? Aunque así fuese, hoy día hay muchos medios. Pero debo ir en seguida al médico. Mi mal tendrá remedio; mi trastorno será pasajero. ¿O no? La fiebre, el malestar, la debilidad, ¿no pueden corresponder a síntomas del mal cuyo nombre a todos aterra, como si al pronunciarlo lo atrajésemos? Yo lo digo; lo pronuncio quedamente en mi interior. Y lo repito una vez y otra. Hasta que, perdiendo importancia y significado en la repetición, en la saciedad de la repetición, se convierte en un fondo musical, en eco de nuevas ideas.

—¡Señorita, una llamada «urgente» de la Universidad!

Carmen, la doncella, parece impresionada por el calificativo urgente que tiene tu llamada; porque yo sé que es tu llamada.

—¡Pásame aquí la comunicación, por favor! —le pido.

Tu voz en el receptor, al otro lado del hilo, en mi oído:

—¡Sara! ¿Cómo estás? ¿Cómo te encuentras?

—Bien, estoy mucho mejor.

—¡Sara, Sara! —tu voz ronca me acariciaba a distancia—. ¿Puedes hacerte cargo de mi pena, de mi impotencia?

—Sí, José, me lo imagino…

—Es peor de lo que puedas imaginarte. ¡No poder estar a tu lado! No poder coger tus manos ni acariciar tu frente. ¿Para qué me sirve mi amor, si no puedo hacer nada por ti, ahora que me necesitas? No hacer nada. Sentirme tonto, inválido, paralítico entre cuatro paredes; sin poder ir a ti, sin poder verte…

—Sí, José; lo sé, lo sé —no acierto a decir otra cosa—. Pero ya estoy bien. Mañana me levantaré y saldré un rato. Puede que hasta vaya a clase… a última hora.

—Sara, ¿recuerdas? Mañana tengo que volver a Madrid.

No noto nada anormal en mi ánimo; ninguna pulsación alterada a consecuencia de la noticia; mi corazón no sufre, estoy agotada, extenuada.

—Sara, quiero que me escuches, que pongas atención. T oda tu atención en lo que voy a decirte.

Has debido de notarme lejana, distraída, apática.

—Sí, José, te escucho —y verdaderamente pongo mi voluntad en atender a tus palabras.

—Sara, tenemos la suerte, la felicidad de amarnos, ¿estás de acuerdo?

—José, ya sabes que sí —te digo a media voz.

Tú sigues:

—Somos dos personas maduras, conscientes y, además, tú al menos lo eres, inteligente; si me concedes que yo lo sea también, seguiré: ha surgido un obstáculo en nuestra vida, tenemos un problema planteado…

Tu voz parece la de todos los días en clase. Hablas despacio; tus palabras claras, distintas, pronunciadas con ese tono insistente y pausado, dirigidas a alumnos novatos. Me hablas como a una niña.

Continúas:

—Vamos a separarnos otra vez unos días. Con la separación veremos las cosas claras y comprenderemos mejor el significado de la mutua importancia. Los problemas difíciles, ya sabes, conviene dejarlos reposar cierto tiempo, luego ir a ellos con valor y resolverlos. ¡Siempre hay una solución! Estos días que voy a estar fuera quiero que estudies nuestro problema y quiero que encuentres alguna solución. Yo te traeré la mía y las comprobaremos y las confrontaremos y obraremos en consecuencia. Sara, ¿me sigues? ¿Estás de acuerdo?

—Sí, José —mi única frase. No pienso nada. No sé decirte nada más.

—Pues, cariño, ¡que estés pronto bien! Y ten confianza en nosotros. Encontraremos lo que buscamos. Sobre todo, Sara, ten confianza en mí…

La mañana es azul, brillante, casi cálida. Hay flotando una leve brisa, supongo que marina, que más que mover, estremece las hojas de las acacias a su roce. Es apenas un vientecillo tonificante que da frescura y aroma alcalino al ambiente tempranero de la ciudad.

Hay agitación, nerviosismo y premura en la calle. Los transeúntes visten trajes claros de colores definidos y brillantes, y se mueven con vitalidad, con prisa. Como los brotes de los árboles que pujan abultados, como las hojas verdes y brillantes, ayer pequeñas, tiernas y enroscadas aún.

Después de estos días últimos en las tinieblas de mi habitación y en el desánimo y la apatía de mi mente, este choque con la fuerza y la pujanza de la vida y la lucha por la supervivencia que advierto en los dos mundos, animal y vegetal, me asustan al pronto.

Pero es sólo un instante, a la salida del portal; adentro han quedado las horas grises, los momentos de tristes presagios… La vida, la vida que me grita chillona, cara a cara, vale la pena. Valen la pena incluso los anteriores días de enfermedad y agotamiento. Porque así puedo comparar y saborear la recuperación de mis fuerzas ahora. Valen, sí, son inapreciables, los minutos estos, de esta mañana de junio en que me dirijo incierta al veredicto del doctor Garrigues. No siento temor; ya no. Es… simplemente inquietud.

¿Por qué he de ser más afortunada que otras mujeres? ¡Quién sabe! ¿Por qué mi desarreglo no ha de ser indicio de algo fatal, irremediable? Quizás esta hora de incertidumbre sea mucho mejor que las siguientes de fatídica certeza y más tarde la añoraré.

No, no es que me sienta ganada por tristes presentimientos; no los descarto, simplemente. Pero no llegan a invadir mi ánimo, a anegar mi entendimiento que no pueda captar la belleza de esta mañana; la satisfacción de sentirme fuerte de nuevo. El placer de respirar este aire tibio, vital. La seguridad en mí misma, en mis propias fuerzas y conocimientos para manejar mi «600». Y la confianza en mi propio valimiento para aceptar el dictamen favorable o adverso del doctor Garrigues, el mejor ginecólogo de la ciudad.

En la avenida principal, los olmos, vestidos de verde por la primavera, proyectan en el paseo central una agradable sombra que en el caluroso mediodía cobijará el tránsito de trabajadores, oficinistas, vendedores ambulantes, mujeres afanosas, chicas pizpiretas, vagos y viejos y niños, toda la variada fauna del mundo ciudadano.

En el extremo de la avenida, un hombre arregla el seto que forman las «tuyas»; recorta algunos ramos y amontona los frutos muertos, los pequeños carpelos marrones, abiertos, secos, vacíos; los frutos sin semilla, sin utilidad ya. Las «tuyas» aparecen ahora cuajadas de abultamientos nuevos, verdes; de minúsculas piñas, jugosas, olorosas, cerradas aún. Los carpelos muertos y secos, amontonados por el jardinero, junto a los ramos que han crecido demasiado, antiestéticos, serán recogidos por otro hombre, un barrendero que espera en la calzada con un carro metálico de grandes ruedas. Son los cadáveres vegetales, los muertos de la primavera. La primavera es vida, pero a las «tuyas» han tenido que secárseles sus piñas viejas para crecer y desarrollarse sus troncos y para que les nazcan nuevos frutos que encierren nuevas semillas.

¡Qué triste debe de ser morirse en primavera! No me gusta la muerte… Siempre he pensado en ella y la he sentido lejana, distante. Pero ahora que vivo y agradezco la vida, y valoro incluso los malos momentos, pienso en la muerte y la aborrezco.

La muerte. ¿Por qué tememos a la muerte? ¡Si es común a todos! Si cada día mueren miles y miles… Si en cualquier momento sorprende a jóvenes, a viejos y a niños. ¿Y por qué ese temor? ¿De dónde nos nace ese temor? ¿A jóvenes, viejos y niños? Porque hasta los niños temen a la muerte.

Yo he visto, hace años, en la playa un niño que sangraba con un pie cortado por un casco de botella y que gritaba, que gemía angustiado: «no quiero morirme». Era absurdo que un niño de ocho años gritase así; la gente se reía porque no había ningún peligro de muerte en la herida. No había peligro de muerte, es verdad, pero había sí, ¡y mucho!, miedo a la muerte.

Ese miedo lo sentimos todos. Lo experimentan los creyentes y los ateos y los agnósticos. Y los menos creyentes, los tibios, yo misma… ¿Y Atanasio Fernández? ¿También él temerá la muerte?

Los ateos, los que creen que todo se acaba con esta vida, ¿por qué la temen? Para ellos la muerte es el fin de todo. Para ellos después del último suspiro está la tierra, la nada, a lo sumo… el montoncito de abono.

Yo no sé por qué todos tememos a la muerte. Por qué no se ha descubierto una fórmula, sí, por qué los moralistas no han encontrado la pauta que nos haga, si no desear, al menos aceptar sin miedo la muerte.

Sin embargo, hay quienes van a ella libremente, voluntariamente. Los que se quitan la vida, los que se suicidan.

Pero éstos, los voluntarios de la muerte, no buscan la muerte, buscan… el amor; el amor a todo trance, a todo precio, a través de ella.

El amor de alguien que ya no los ama.

El amor de alguien que nunca los ha amado.

La Paz. Involuntariamente, a Dios. Que es buscar el Amor.

Lo buscan desesperadamente, con la desesperación de la última esperanza. Y creen que lo encontrarán en el remordimiento de alguien, en la admiración de alguien, en la posesión —¡al fin!— de algo, de la paz, de Dios.

Yo no deseo la muerte. Yo la temo. Yo no deseo que me quiera quien ha dejado de quererme; ni que me ame quien nunca me ha amado; ni ansío la paz, la paz definitiva; amo la lucha cotidiana aún. Todavía no deseo encontrar a Dios; no, todavía no. Más tarde…, hoy, no. Hoy aborrezco la muerte. Hoy mi cuerpo y mi mente se rebelan contra la muerte.

Ya he desembocado en la plaza. Continúo hacia la derecha, los dos primeros semáforos los he cruzado en verde. Ahora, al tercero, tengo que detenerme. Los peatones cruzan a oleadas que se proliferan sin cesar; este paso, atravesando el centro de la plaza, une directamente la avenida con la entrada de unos Grandes Almacenes.

A mi izquierda, los jardines bien cuidados con el césped verde y jugoso que ya temprano se desayuna con agua fina pulverizada. En los tramos de césped, engarzados como joyas, arriates rojos de francesillas, lágrimas de rubíes; rombos azules de alhelíes, brillantes amatistas; o caprichosas estrellas de pensamientos, irisados topacios. Y en el centro y en lo alto, coronando las superficies trapezoidales de la suave hierba, los tulipanes: rojos, amarillos, blancos, violetas.

A mi otro lado, a mi derecha, un «2 CV» en el que dos hombres discuten gesteramente. El que va al volante golpea éste repetidamente en su parloteo.

Poco a poco he ido alejándome del centro. Las calles de este barrio nuevo están más silenciosas. Apenas hay tráfico en ellas y las avenidas son amplias. La mayoría de las viviendas son chalés. En las aceras, en hoyos cuadrados, distanciados a pocos metros, crecen castaños de Indias de poderoso tronco, de amplísima copa.

La calle del doctor Garrigues sube en suave pendiente. Pongo la segunda para ir leyendo los números de las fachadas, para retrasar… ¿el qué? Estoy preocupada por mi reciente trastorno, aunque no obsesionada. Ya han huido los fantasmas de mi mente; sólo me queda de mis nervios una pequeña bola, un cero, en el estómago. De todas formas, pronto saldré de dudas…

Ya llego al número 22; debe de ser ya muy cerca…, seguramente el chalé de la esquina. El 24…, el 26…, sí, efectivamente: el 28. La verja de hierro forjado. Al lado derecho, en una de las pilastras que sujetan los goznes de la misma, una placa negra con letras doradas: Dr. Garrigues Losada, «Ginecólogo». Consulta de 10 a 12.

Empujo la verja de hierro; cede fácilmente a la presión de mi mano. Luego, un pasillo asfaltado, bordeado de maceteros de geranios. Al final del pasillo, tres escalones que conducen a la puerta de entrada principal. En el porche, un gran cacharro de rústica cerámica acoge una enorme hortensia. Se insinúan ya sus flores violetas, aunque todavía predomina en el conjunto el verde de las hojas; dentro de poco el color violeta inundará el conjunto, se impondrá a la mirada, abrumador.

Antes de pulsar el timbre, aspiro el aire; huele a tierra mojada, a jardín recién regado. Respiro este aroma con delectación, apurándolo; como en una despedida; con la insaciabilidad de las despedidas. Como si detrás de aquella puerta se encontrase para mí la negación a la vida…

Una enfermera me abre la puerta.

—¿Tiene hora? —me pregunta.

Pregunta tonta, pues sin hora convenida de antemano el doctor Garrigues no recibe a nadie. Le doy mi nombre.

Abre una de las puertas que dan al vestíbulo y me introduce en una sala espaciosa y modernamente decorada. Es una pieza alegre y optimista y la luz suave de este día de junio se filtra tamizada a través de los visillos del mirador. El mirador da al jardín delantero.

En la salita no hay nadie. No es extraño. Yo he insistido en una hora temprana, la primera factible del doctor. A ser posible, no quiero perder más clases y llegaré todavía a Latín y Gramática, al salir de aquí.

En la sala del doctor Garrigues todo está pulcro y ordenado. Soy la primera cliente. Las revistas en la mesita auxiliar están colocadas cuidadosamente. Se respira un olor a limpio que, no obstante, no proviene de la limpieza, aunque ésta sea evidente. Huele a algún insecticida perfumado, seguramente un fresh aire de lavanda.

No me siento. Me acerco al mirador y de pie levanto un visillo. Es un gesto, pues no voy a ver nada… No podría fijar mi atención en nada.

Se abre la puerta interior. Aparece la enfermera otra vez. Me dice:

—¡Por favor! ¿Quiere pasar? —su gesto y su brazo extendido sujetando la puerta, son una invitación.

El doctor Garrigues es un hombre alto y fuerte. Muy moreno. Sonriente, se levanta al entrar yo y me tiende la mano.

—¡Buenos días! ¡Siéntese, por favor!

Él se sienta detrás de su mesa. Su mirada es acogedora, En sus ojos, los pliegues que han ido formando las diminutas arrugas, dan una expresión afectuosa a su cara. Una expresión que invita a hablar a los otros. Es más joven de lo que había imaginado por su fama. No cumple ya los cuarenta, pero tampoco ha alcanzado los cincuenta.

—Usted dirá… —y sus manos me invitan a hablar.

Le explico brevemente el trastorno que ha sufrido mi organismo días pasados.

Él toma un cuaderno y empieza su interrogatorio:

—¿Edad?

—Treinta —contesto.

«¿Por qué a las mujeres nos molestará tanto confesar los años? ¡Como si fuésemos culpables de ellos! Además, como si el madurar fuese un desdoro. Sin embargo, yo, en este instante, siento ese ligero malestar…, esa incomodidad».

—¿Años casada?

—Nueve —«Nueve años, ¿tantos ya?».

—¿Hijos…?

—No. No tengo.

«¿Debería haber dicho “tenemos”?».

—¿Algún trastorno anterior, alguna gestación malograda?

—No, doctor. Mis ciclos han sido siempre regulares y nunca he tenido ningún indicio de embarazo.

—¿Ha consultado alguna vez a otro especialista? ¿Ha seguido algún tratamiento?

—Sí, el primer año de casada visité al doctor Artaza, en Madrid.

«Antonio se había empeñado».

Antonio lo había querido. Antonio, hombre práctico, no esperaba la solución de nuestros problemas por la comprensión, la inteligencia o la sensibilidad. Antonio creyó que mi frigidez podía resolverla el mejor ginecólogo de España, el más caro. Antonio también quería saber por qué no teníamos hijos. De aquel viaje a Madrid él esperaba grandes cosas. Yo estaba ya ganada por el escepticismo…

Nuestro matrimonio, como la juntura de una cañería, empezaba a gotear, a pasarse. Y él creyó que los hijos sería la estopa que rellena, empapa y afianza la rosca. Pero no vinieron los hijos…

Y mi frialdad no conoció el calor a su lado…

Y nuestro matrimonio, nuestra unión, sin estopa, ni soldadura, gota a gota fue vaciándose…

Continúo explicándole al doctor Garrigues:

—Mi consulta al doctor Artaza, hace años, no fue motivada por ningún trastorno. Era el deseo de los hijos (me callo lo de mi frigidez).

—¿Y qué le dijo el doctor Artaza?

—Que mi constitución era normal. Que tenía un útero pequeño, pero no infantiloide; quizá «perezoso» o algo así, me dijo. Y me dio un tratamiento a base de inyecciones de Prolutón y tiroidina.

—¿Y el resultado?

—Ningún resultado…

—Bien…, bien… —las últimas preguntas las ha hecho sin mirar a su cuaderno ni tomar notas. Parece que ha sido solamente un cambio de impresiones.

—¿Ha tenido últimamente algún disgusto?

Me encojo de hombros. Mi cabeza se mueve ladeándose, negando…, no es que niegue el disgusto —¡un disgusto!—; niego a mí misma la relación que este disgusto haya podido tener en mi irregularidad.

—Me refiero —explica el doctor, ante mi gesto negativo—, vamos a ver: a un susto, a una caída, un accidente, la pérdida de un ser querido, la muerte de un conocido que le haya sorprendido…, en fin, algo que le haya disgustado profundamente.

—Sí, ha habido algo así…

No le doy más explicaciones. Mi parquedad no parece extrañarle. Su expresión se ha aclarado.

—Bueno, pues, en un principio, yo creo que ese ciclo extraperiódico, irregular, se debe a eso: algo que la ha afectado profundamente. El organismo, ocurre con frecuencia, reacciona de esa forma. Es… como una válvula de escape, ¿comprende?

Asiento con la cabeza. Me tranquilizo. Así que eso es. Eso ha sido. La pérdida de un ser querido… «¿La pérdida? ¡La separación!».

—De todas formas, tengo que reconocerla. Me inclino a pensar que ése ha sido el motivo, pero debo asegurarme.

La enfermera, que ha estado todo el tiempo en la habitación contigua al despacho, aparentemente ocupada en ordenar cosas, sale al oír las últimas palabras del doctor.

—¡Pase, por favor! —me dice ella.

Me ayuda en los preparativos. Estoy acostada en la mesa de reconocimiento.

—Don Carlos, cuando quiera…

Don Carlos me dice cariñosamente:

—¡Respire hondo, más, más profundo…! ¡Bien! Ahora, ¡otra vez! —insiste, y su voz se ha tornado afectuosa y persuasiva—. ¡Tranquila! Esté tranquila y respire hondo. ¡Así, así! Muy bien. ¿Nota algún dolor? ¿Aquí?

Yo niego con la cabeza.

—Bien, descanse un momento.

Se vuelve y manipula en un carrito cercano. No veo bien lo que hace, pero creo toma algún instrumental.

—¡Vamos a ver! A ver: respire tranquila y muy profundamente. ¡Eso es! ¡Aspire el aire otra vez!… ¡Ahora, expúlselo!… ¡Otra vez!… Muy bien. Ya está.

La enfermera me ayuda a vestirme. Mis rodillas tiemblan y mis manos están torpes y agitadas.

Regreso al despacho.

El doctor Garrigues está ya sentado tras su mesa. Me mira sonriente. Abre una pitillera y me ofrece un cigarrillo. Lo tomo. Lo necesito. Mis dedos tiemblan al intentar encenderlo en la llama que me ofrece.

Sin dejar de sonreír, me tranquiliza:

—Bueno, bueno…, ¿qué son esos nervios? ¡Tranquilícese! Las mujeres todas creen que tienen cáncer… ¡Pues no! Esté tranquila, usted tiene una cosa muy sencilla.

Me asusto de todas formas: ¡luego tengo algo!

—Y usted no tiene hijos…, ¡porque no quiere!

«¿Yo? ¡Qué disparate! ¿Qué está diciendo este hombre?».

—Usted tiene un mioma. Un tumor fibroso. Un fibroma en la matriz que, si no le produce otros trastornos, la inutiliza para tener hijos. ¡Nada de útero pequeño, ni «perezoso», ni patrañas de ésas! Usted, en estas condiciones, ni ha podido tener hijos, ni tiene, ni tendrá. ¡Una cosa tan simple!

—¡No es posible! ¡No puedo creerlo!

No sé lo que digo. Si es lo más conveniente o no. No comprendo nada. Hay un barullo grande en mi mente. Me parece que el que se chancea es él, el doctor Garrigues.

—¿No puede creerlo? Pues yo se lo puedo demostrar. ¡Y al doctor Artaza también! —parece enfadado—. Tendría que intervenir, desde luego, pero después de la intervención, vamos…, sin ser exagerado, yo le aseguro que, a los tres meses, a los cuatro o a lo sumo —no completa la frase que yo comprendo ahora, claramente. Luego añade sonriente—… ¡Me juego el cuello!

—Pero ¿está seguro, doctor? —le pregunto yo.

—¡Caramba, no sea incrédula! ¡Sé lo. que me digo!

—Perdone, doctor, es que estoy… ¡tan sorprendida!

¡Y yo que creía que ya pocas cosas podían sorprenderme! ¡Siempre hay algo! Cuando todo lo creemos perdido, surge algo nuevo siempre, algo que nos desborda, pero a lo que nos aferramos instintivamente…

—¡Piénselo y consúltelo con su marido! Ya digo: su esterilidad depende de esta intervención.

Al terminar de hablar, se levanta. Yo comprendo que ha terminado la entrevista, aunque mil preguntas se agolpan en mi mente. Sin embargo, me callo y le imito. Me despido.

—¡Adiós, doctor! Volveré dentro de unos días, ya le diré lo que he decidido. Ahora estoy…

No termino la frase. No puedo decir nada. Salgo aturdida.

La enfermera me acompaña al hall y abre la puerta de la calle.

Creo que he tropezado en los escalones del jardín y no puedo abrir la verja de hierro. Insisto torpemente hasta que cede en sentido contrario a la presión de mi mano.

Sólo en el coche, en mi coche, parece que recobro conciencia de mi ser…, de mi estar.

No he puesto el coche en marcha; no sé dónde tengo las llaves del contacto. Tampoco puedo calcular si hace cinco minutos o una hora que he salido de la consulta del doctor Garrigues.

Parece que mi cuerpo se hubiese ensamblado al suelo; como si a través de la carrocería del coche me hubieran nacido raíces que en un geotropismo positivo se hundiese en la tierra, en lo profundo; y desde allí, desde lo profundo de la tierra o de mi ser, una voz, no puedo calcular de dónde, pero desde abajo, de lejos, de lo hondo, como un eco, repite: los hijos…, los hijoos…, los hijooos…

Tengo que salir, que moverme, que arrancarme de este sitio, de este lugar, de este estado semiinconsciente, y en otro lado, en cualquier parte, pensar cuerdamente en esto que me ocurre.

Inicio la marcha. Arranco, y sigo en primera. No sé adónde dirigirme; busco un rincón apartado, donde la placa del doctor Garrigues no se encuentre con mi mirada. Lejos de esta casa que parece ha ejercido un extraño embrujo en mi pensamiento, en mi razón.

Tuerzo a la derecha en la primera bocacalle. Es una avenida solitaria y umbrosa. Me detengo bajo la sombra de un castaño.

Abro el cristal de la ventanilla. Quiero que el aire puro me despeje la mente. Otra vez el eco insistente, repite: los hijos… los hijos… los hijos…

Puedo ser madre. ¿Será cierto? Sí, sí. El doctor Garrigues no ha podido ser más explícito: «Me juego el cuello». Ni más convincente tampoco.

Los presagios de esta mañana, los tristes presagios, los barruntos fatídicos de hace una hora, se han convertido en todo lo contrario, en nuevas de vida. De otras vidas. De seres que no son, pero que pueden ser: ¡que serán! ¡Que serán! ¡Sí, que serán! Lo sé.

Mis manos, soltándose del volante, acarician mi vientre. Tendré hijos. ¡Tendré hijos! Parece que mis manos los acarician, los tocan ya. La frase se repite indefinidamente. El vocablo, sólito ahora en la intimidad de mi mente; inexistente, antes…

La palabra repetida, martilleada, sentida profundamente dentro de mí. Todo mi ser se percata de su existencia, de su significado. Mi cuerpo y mi sangre me la gritan. Y ahora, la abstracción y la transmisión de este nuevo vocablo (¡nuevo!) a la inteligencia y la representación clara y tangible del mismo.

Puedo ser madre. Si quiero, puedo tener hijos. ¡Si quiero…! ¿Es que tengo facultad de querer o no querer? ¿Es que puedo decidir? Si puedo tener hijos…, los tendré. Lo sé, lo siento más bien. Pero mi voluntad no ha intervenido. En ningún rincón de mi mente he dado mi asentimiento. Sin embargo…, ya estoy trayéndolos a mí, ya estoy queriéndolos…, ya haciéndolos venir.

Debiera moverme. Hacer algo. Cierro la ventana del coche.

Quiero estar sola, aislada en el ámbito estanco de mi coche, con mi nueva verdad, con mi nueva vida: ¡otras vidas!

Siento un orgullo inmenso. El contorno de mi cuerpo parece ensancharse y extenderse; como si toda yo fuese una enorme burbuja de gas. Ahora ya no son raíces brotando de mi cuerpo. Ahora es aire que me empuja hacia arriba, que me mece y me arrastra; aire en el que floto. Mi boca se ensancha en una amplia sonrisa. Tengo que dejar salir de mí algo de esta felicidad que amenaza volatilizarme.

La sombra del castaño en el suelo es una sombra inmensa hecha de pequeñas sombras, de cientos de sombras que proyectan cientos de hojas. Y en medio de las pequeñas sombras, puntos de luz que se filtran entre las ramas. La sombra del castaño de Indias no es una sombra quieta. Al roce de la brisa las pequeñas sombras se mueven, los puntos de luz espejean. Mi mirada, atraída por este suave balanceo, se fija atenta en el brillo de los puntos luminosos. Y mis oídos escuchan la palabra persuasiva que se repite en mi interior: ¡los hijos! Siento un bienestar, un calor recorriendo mi cuerpo, una felicidad, una sensación de agradable abandono… de hipnotismo.

La sombra del castaño se ha aquietado; ya no espejea, no se mueve. La brisa ha cesado. Suele ocurrir siempre a media mañana.

Pero a la sombra del castaño se le han añadido dos sombras más. Una grande, larga, que avanza; otra pequeña que se mueve rítmicamente. Una mujer mayor, parece una criada, avanza hacia mí por la acera. De su mano camina a saltitos una niña.

Miro la pequeña figura fascinada. Una niña. La niña, a intervalos regulares, baja de la acera a la calzada, y luego, dando un saltito, vuelve a ganar el bordillo. Mis ojos sienten una atracción desmedida por esta menuda figura. Mi coche, aparcado, ha interrumpido su juego. La miro pasar y ella a mí. ¿Qué pensará la niña? ¿Cuáles son las cosas que preocupan a los niños? ¿Qué tienen en su imaginación mientras juegan o saltan en el bordillo de una acera? La niña me ha mirado a su vez. Tengo que hacer un esfuerzo para no volverme; pero la sigo en el retrovisor. Ha vuelto a iniciar sus saltitos. Cada dos o tres pasos, la misma maniobra: la calzada y luego, ¡ap!, la acera. Una vez y otra, todo el tramo de la calle que alcanza a reflejar el espejito de mi coche. Después desaparecen las dos figuras en la esquina de mi campo visual.

¿Y qué sé yo de los niños? Hasta ahora han significado muy poco para mí. Los niños en general; los de mi hermana en particular: mis sobrinos. No sé nada de ellos. Tengo una ahijada y le hago espléndidos regalos. Pero ¿qué sé yo de esa niña? Nada.

Los niños, apenas situados en mi escala de valores, un poco, muy poco, por encima del concepto de cosas. Y aun su posición retrasada, su categoría de valores, la conseguían con un esfuerzo de mi voluntad pensando y sopesando lo que podían realmente significar. Pero ahora promocionaban por derecho propio; y se colocaban a la cabeza, en los primeros puestos de la jerarquía de valores. Por derecho del amor. Porque la palabra, al tener relación directa conmigo, al ser parte de mí misma y a la vez parte del mundo, me da idea del «bien» que esto significa y su valor se realiza automáticamente.

Los hijos nunca me habían preocupado; ni los había deseado. Cuando hace años consulté al doctor Artaza, en Madrid, fue Antonio quien se empeñó. A mí, entonces, me preocupaba solamente mi felicidad, que veía claramente amenazada.

Mi naturaleza no respondía al amor. No respondía como Antonio deseaba, ni como yo misma había soñado. Me chocaba la dificultad que encontré noche tras noche en nuestra intimidad. Yo era la primera en comprender que algo fallaba. Que si Antonio se sentía defraudado, yo cada noche sufría una nueva decepción. Y las decepciones repetidas engendraron mi escepticismo. Y mi escepticismo enfrió su amor también. Y él buscó —y encontró— calor y pasión fuera de casa…

Pero ¡los hijos…! No. No pensaba en ellos entonces. Pensaba en mí misma, en él, en nuestras vidas. Nunca me preocupó mi esterilidad. Para mí entonces los hijos eran el complemento, algo que surge, deseado o no, de la unión íntima y perfecta de dos seres. Como la añadidura del amor de un hombre y una mujer. Dado que la unión perfecta no había existido en mi matrimonio, me parecía natural que no hubiese hijos. Es más, me hubieran parecido seres anómalos. Nunca me sentí defraudada por no tenerlos porque nunca había puesto mi esperanza en ellos.

Pero si en todos estos años nunca quise asirme a la idea de los hijos, nunca vi en su posibilidad la realización de ningún anhelo, nunca su inexistencia frustró mi esperanza, ¿por qué ahora me siento arrobada, transportada…, ganada por ellos?

Porque he cambiado. Porque ya no soy joven. Porque la juventud lo espera todo de los demás y por eso mismo se siente, a veces, engañada y traicionada. A mí me defraudaron las personas. Me decepcionaron. Yo todo lo esperaba de fuera. A mí me bastaba con existir. La felicidad y el amor y la alegría las esperaba de los otros. Yo ahora sé que todo viene de mí misma; que todo nace en mi interior; que no puedo pedir a los hombres amor y esperanza, si en mí, en lo profundo de mi alma, no tengo sembradas semillas de amor y de esperanza. Que ellos, los hombres, a lo sumo, podrán ayudarme a cultivarlas. Podrán derramar su suave rocío en la tierra seca de mi corazón; un rocío de comprensión, de fidelidad, de amor incluso; pero no será amor en mí si mi semilla de amor no ha brotado y ha crecido y me llena toda.

Y los hombres también pueden abandonarnos y dejarnos a nuestro propio agostamiento. Y entonces, en el secano de nuestra alma, prolifera la infelicidad, como las amapolas vistosas pero que infestan los sembrados; o los cardos resecos, inmensos que invaden todo, los cardos del egoísmo; o peor aún, los abrojos espinosos del odio, de fuerte raíz que tanto cuesta arrancar.

Pero siempre, siempre, somos nuestros propios jardineros. Y nunca ocurren milagros ni sorpresas; en cada estación germinarán y darán flores las semillas que hayamos cultivado. Yo lo he comprendido así. Y ahora, además, puedo cultivar un nuevo mundo en mi interior. Y de mi jardín, dos, o tres, o cuatro nuevos jardines. Y de mí misma un nuevo mundo…, otros mundos, otros seres…, otras vidas…, otras almas.

Los hijos… pero ¿hijos de quién? Porque no son, no pueden ser hijos de mi mente tan sólo; ni de mi deseo pueden nacer; ni de mi instinto, que me ha entregado ya a ellos, ciegamente. Los hijos son hijos también de la carne y de la sangre…; de mi sangre y… la de Antonio. Sí, mis hijos serán hijos de Antonio. ¿De ese desconocido? ¡Sí, de él! Porque mis hijos serán puros, limpios y legítimos. Quiero que disfruten de todas las ventajas y prerrogativas de su legitimidad.

Tendré que buscar a Antonio y encontrarle y aprender a conocerle… Porque le necesito. Porque mis hijos no pueden ser sin él. Tendré, incluso, que atraerle y seducirle, comerciar torpemente con él. Pero nada importa. Ya me he entregado a ellos y si mi sensibilidad se duele, ¡qué importa eso! Ellos son los que verdaderamente me poseen. Cuando los conciba estarán ellos allí, conmigo. Estará él, Antonio, y su carne y su sangre: pero en mi mente no estará él, el hombre, están ellos, los hijos. En parte, mis hijos serán hijos de sí mismos.

Quiero continuar, seguir adelante. Ver gente a mi alrededor. Ver. vida; saberme viva entre los vivos. No una loca, o una extraña…

Arranco. Quiero regresar al centro de la ciudad. Voy hacia la avenida. En una calle lateral, de dirección única, aparco el coche.

Empiezo a caminar hacia el paseo. Quiero mezclarme con el mundo. Esta calle, tan atestada siempre, que yo procuraba evitar en mis salidas; a veces a costa de rodear bastante, pero los barullos me impacientaban. Ahora voy a ello, voy a la aglomeración; quiero sentirme empujada y hasta pisoteada, notarme dolorida entre el dolor de los hombres. Y gritarles…

Sí, me gustaría gritarle: «Veis, soy una de los vuestros. Ahora ya no me dais miedo… Ahora no temo sufrir. Ya no me importa. Ya no puedo evitar vuestros empellones, ni los del mundo, porque yo soy del mundo; y si el mundo gira, yo giraré; y si se detiene, me detendré; y si se desintegra, me desintegraré con él. Y el mundo crecerá por mí. Ya no soy yo sola; ahora sí, pero luego, muy pronto, seré yo y… ellos. Sí, miradme, os voy a traer a mis hijos. Se casarán con vuestros hijos y todos seremos una gran familia…».

Estoy ya en el centro del paseo. Hay vendedores a ambos lados. Y las gentes pasan, presurosas unas; despacio, sin prisa, vagando, las otras. Escucho trozos de frases o comentarios al pasar. Todo me interesa.

Hacia mí camina ahora una mujer encinta; va sencillamente vestida; su pelo, sobre todo, liso y peinado hacia atrás sin ningún estilo, me da idea de su condición modesta. Su embarazo, a juzgar por el abultamiento, está bastante avanzado. Al llegar a mi altura, la miro y me hago a un lado, cediéndole el paso. Le sonrío. Sus ojos me contestan sonrientes también. ¡Mujer, tú y yo tenemos la misma profesión! Sólo que tú debes de ser una especializada y yo soy una pobre aprendiza. Yo he empezado hace unas horas.

¡Cuántas cosas podría enseñarme esa mujer! ¡Qué conversación más larga y fructuosa podríamos sostener! ¡Cuántas preguntas por mi parte! Y todas, ¡todas!, encontrarían acertada respuesta en su boca. ¡Qué alegría sentirme hermana de esa mujer! ¡Sentirme compenetrada con ella!

Y con éstos, con todos estos que se cruzan en mi camino. Y con los niños que pasan. Y los viejos. Todos. A todos necesito porque voy a ser madre y mis hijos vivirán con vosotros y crecerán con vosotros.

El hombre de la esquina, el anciano del carrito de cacahuetes y chicles y tebeos y pipas, hoy además tiene globos de colores. Sujetos por finos hilillos se atan todos juntos al extremo del carro, y en lo alto se balancean por su fragilidad, por la escasa fuerza que la gravitación ejerce sobre ellos.

Yo me quedo mirando al carrito y los globos y pienso: «son como hijos factibles, atados todos juntos en mi vientre. Todos diferentes, todos distintos, pero todos iguales también. Costaría trabajo decidirse por uno determinado…».

—¿Globitos, señora? ¿Un globito para el nene? —pregunta el hombre al ver que me he quedado extasiada contemplándolos.

—¡No! —le digo; y sonriéndole, niego repetidas veces con la cabeza.

No, aún no he perdido la razón. No me he vuelto loca.

Voy sonriente entre la multitud. No puedo tratar de componer una expresión seria en mi rostro. Debo de parecer un poco extraviada, un tanto extraña; con mi caminar incierto y con el ansia en los ojos de captar todos los secretos de los que pasan a mi lado. Con esa sed de querer saber todo de todos. Con ese orgullo de querer contarles todo lo mío a todos. De que se enteren. Con esa vanidad que me invade y me hincha, vanidad legítima, y me da fragilidad, como a los globitos, y parece que me lleva y me balancea… Pero solamente mi expresión dejará traducir mi sentir, porque no pronuncio palabras, sólo los miro y me sonrío. ¡No! ¡Todavía no compro globitos…!

Debo regresar al coche, a casa, a la realidad. ¡Me gusta mi realidad! No tengo que huir más de ella. Tengo que ser práctica ahora.

Doy la vuelta bruscamente.

Tropiezo y casi me doy de cara con un hombre joven, que sonriente me dice:

—¡Preciosa, ya está bien de pasear, digo yo! ¿No podríamos sentarnos en algún sitio?

Es un conquistador callejero. Probablemente hace rato que viene siguiéndome. No me había dado cuenta. Le miro. Es moreno, muy moreno. El típico don Juan de la calle («el bravo spanish man» de Cassen). Siempre he odiado a estos tipos. Hoy, no. Hoy le miro con afecto y con pena; me dan pena sus baldíos esfuerzos, tan baldíos hoy y casi siempre. Me gustaría explicárselo; decirle que ganaría mucho más en todos los aspectos, hasta en apostura, siendo de otra forma, adoptando una actitud más seria y responsable. Pero ¿quién soy yo para dar consejos?

Me sonrío abiertamente y con suavidad y firmeza niego también repetidas veces con la cabeza.

Él ha debido de ver en mis ojos alguna señal que le ha dado la certeza de que perdía el tiempo lamentablemente. Algo que le ha transmitido esta idea: «Esta mujer… no es una mujer».

Y se queda allí parado viéndome seguir.

El coche queda bastante alejado. He caminado sin darme cuenta, sin sentir mis piernas. Como si fueran de trapo. Pero ahora no son miembros inseparables, sin vida; ahora son miembros con motor propio. Minúsculos seres los han puesto en marcha y de ahí su soltura, su agilidad, su mínima resistencia.

«Usted no tiene hijos porque no quiere». ¿Y quién y en qué punto me ha preguntado si quiero o no? ¡Quiero, sí! Estoy queriendo, pero no sé cuándo he empezado a querer. ¿Es que se puede no querer…?

Hipólita cauterizó su carne, su carne más sensible, su propio pecho, para mejor apoyar en él la lanza con que combatir a los hombres. Hipólita renunció a la femineidad y a la maternidad para hacerse amazona, en su afán de vencer a los hombres. E Hipólita fue vencida por ellos. No sabía que en su cuerpo de mujer tenía la victoria. Yo tampoco lo sabía antes. Ahora lo sé; yo venceré al mundo y a los hombres. Yo los venceré. Yo sé que mi victoria entrañará un riesgo, un sufrimiento y una herida…, pero…, à vaincre sans péril on triomphe sans gloire. Después ya no seré yo y el mundo; ya no seré yo y los demás; más tarde, seremos nosotros.

Y puesto que lo que más atormenta a los hombres es la muerte, ¿puede existir algo más importante que dar la vida? Pero para realizar esto tan importante, lo más quizá, la naturaleza ha querido la colaboración de dos personas. No existe, como en los unicelulares, o en las especies inferiores, la reproducción por gemación, esporulación o escisión. ¡Sería tan fácil y tan hermoso! Perder un brazo, y que de mi miembro naciese un nuevo ser. Ni tampoco se puede soñar en una reproducción isógama. Las personas nacen solas, mueren solas, y viven la mayor parte de su tiempo solas; pero se fecundan a pares, por parejas. Yo, con este deseo, a pesar de esta entrega total, necesito a Antonio; sola, no puedo hacer nada. Sufriré la intervención, y lo que sea necesario, pero al final no podré nada sin él. Es lo natural, pero a mí me parece extraño. ¡Tener que recurrir a él…!

Debo dejarme de tontas ensoñaciones y de altiveces pasadas de moda, de momento, de tiempo. Ahora es la hora de la realidad. Debo incluso ser práctica. Interesarme en los negocios de Antonio, en sus asuntos, y preocuparme de ellos. Ya no son cosas suyas; son cosas nuestras.

Ya llego a mi coche. Al acercarme veo un papel en el cristal, debajo del limpiaparabrisas. Un pequeño sobresalto: una multa. Efectivamente, las marcas rojas están pintadas a intervalos en la acera. Yo no las había visto.

¡Qué ironía! He querido mezclarme en el bullicio, entre la gente, en el meollo de la ciudad, y ellos… me sancionan. Pero estoy equivocada; ya he vuelto a desear el amparo, la protección, el mimo de los demás. Y no puede ser. Yo he infringido las ordenanzas; he alterado el orden público; he atentado contra el bien común, sin pensarlo…, pero en mi ensoñación tal vez he perjudicado a alguien. Ahora desearía que todos me diesen la enhorabuena; que de los demás sólo me viniesen parabienes, pero ¿he pensado yo que, al abandonar el coche en cualquier parte, podía perjudicar o entorpecer a alguien? ¿No? Pues ahora debo pagar; y pagar con gusto. E intentar no olvidarlo la próxima vez.

Al entrar en el coche, miro hacia atrás y veo mis libros de texto abandonados en el asiento posterior. También los había olvidado. Ahora recuerdo que esta mañana tenía la intención de ir a la Universidad después de la consulta. Quería asistir a las últimas clases de la mañana. ¡He olvidado todo!

José, te he olvidado a ti también. He pasado ¡unas horas! ausente de todo lo que no fuese la idea de los hijos. Y mi vida nueva y el mundo, y mi propia existencia a través de la de ellos.

José, me habías encargado, ayer apenas, la solución de un problema. Me habías pedido que lo estudiase; y yo pensaba hacerlo. Pero ahora no necesito hacerlo. José, es un problema sin solución. José, a veces —¡yo no lo sabía!—, dos más dos no son cuatro. O también nuestro problema es más amplio, es un problema de espacio. Somos dos curvas simétricas que nos hemos unido en un punto. El punto de unión de la cisoide de Diocles se llama «punto de retroceso». ¿Ves?, este planteamiento sí concuerda con nuestras vidas. Nos hemos unido en un punto en el pasado, en el punto de retroceso, al que no podemos volver. Y, a partir de ese punto nuestras vidas se separan, se separan… hasta el infinito.

¿Y qué es el infinito? ¿Y cuánto suman dos más dos si no son cuatro? No sé, tal vez algún día lo sepamos. Debe de existir algún lugar en el espacio donde, en cualquier hora, en el tiempo, nos expliquen lo que ahora no comprendemos. ¿No crees que todas las preguntas sin respuestas han de encontrar un día sus contestaciones? Sí, necesariamente. El tiempo, el espacio, o la casualidad… han de darnos la respuesta de las preguntas incontestadas.

Nuestro problema, José, es el de hoy. El de ayer, la separación —¡ahora lo veo claro!—, no era el fin. No, ¡qué absurdo!, la separación era apenas un estorbo, un obstáculo que hubiéramos superado. ¡Ya lo creo! ¡Lo hubiéramos resuelto! No, no era el final. El fin son los hijos. ¡Mis hijos, José!

Ya ves, una palabra que ni siquiera estaba prohibida en nuestro código. Una palabra, simplemente, inusitada. Pero una palabra que compendia todas las prohibiciones, que concreta todos los vetos. Porque ahora, desde ahora, tengo que apartarte de mi vida. No volveré a verte, no volveré a verte…, como te vi, la primera vez que te vi…

Mi cuerpo ya no es mío; ya no me pertenece: es de ellos. Y mi cuerpo no recibirá ya más semilla que la que germine, la que dé fruto. Y mi mente estará limpia de toda imagen que no sean ellos.

Barreré de mí tu recuerdo porque no favorece a su existir. Me arrancaré tu amor con mis propias manos. No solamente he de sufrir una intervención quirúrgica, sino dos. He de quitarte de mí, extirparte de mi vida; sin anestesia, ni mascarilla, ni pentotal: sin cirujano…, a mis manos. Mis manos que te han acariciado, mis manos que se han multiplicado…, que me han nacido para rodearte… Sí, mis manos que tú dices que son hermosas y que lo serán siempre; pues ellas te sacarán de mí. Y tiemblo…, y temo…, porque creo que todo buen cirujano debe sentir siempre, al comienzo de una operación, un momento de pánico. Y cuanto mejor cirujano, mayor su miedo. Porque la inteligencia y la destreza si son auténticas, nunca pueden desterrar la sorpresa…, lo inesperado.

Aparte de mi sangre, y de mi dolor, y de mis heridas, mis hijos me piden tu muerte. Tienes que morir para mí. No se puede dar a luz sin consumirse; y mi alumbramiento, entre otras cosas, entre otras víctimas e inmolaciones, me exige la tuya.

Pero no quiero —¡si pudieras comprenderlo!— que puedan decirme un día: «Te quedó esto por hacer. Hay algo que no has hecho por nosotros».

Además, tengo esta oportunidad de demostrarlo. Hay madres que sólo sufren el dolor del parto. Ése, para mí, será el último dolor, el umbral de la dicha…, de la felicidad.

Para llegar ahí tengo que recorrer un duro camino. Hasta ahora la felicidad que he conocido, me la has proporcionado tú. Una felicidad hecha de compenetración, de admiración, de ilusión, de goces del espíritu, de ansia de comunicación, de unión íntima y total.

Ahora, la felicidad y el goce que se me ofrece llegará a través de renuncias y dolores; de soledad y comercio con extraños; de procedimientos prostituidos para mi sensibilidad. Pero cuando un nuevo ser irrumpa gimiendo en este mundo, a través de mi carne desgarrada, todo se borrará de mi mente, el precio no habrá sido excesivo. Todo habrá merecido la pena.