XII

HAN PASADO por fin estos días…

Llego a tu apartamento. Tú, que sin duda espiabas el ruido del ascensor, abres en el momento en que yo iba a pulsar el timbre.

—¡Sara!

Mi nombre siempre me suena distinto cuando lo pronuncias tú.

Nos abrazamos. Me acurruco en tus brazos; me pego y me protejo en tu cuerpo; me hago —parece que mi cuerpo disminuye—, pequeña y débil, pues así me siento; para sentir que tú me amparas… que me rodeas.

Sin dejar de abrazarnos, pasamos al living. Vamos hacia el diván. En una esquina la piel de leopardo brilla bajo los rayos de luz de la lámpara de pie. Al lado del diván, una mesita auxiliar con libros y revistas: hay varios ejemplares de la Estafeta, doblados, leídos a conciencia, arrugados… Todo me resulta familiar.

Me siento en el diván, mi cabeza apoyada en tu pecho. Mis pies descalzos encima del puff de colores. Tus brazos rodean mis hombros.

Por primera vez hablo casi incoherentemente:

—¡Dime…, dime…!

—Lo primero de todo: ¡que te quiero! —acaricias mi pelo suavemente, como si comprobases o constatases su docilidad; tus dedos, hundidos ahora en él, parecen haberlo añorado—. Sara, te he echado mucho de menos. ¡Muchísimo! Y… que han ocurrido muchas cosas… en estos días.

Tomas aliento.

Yo no he podido captar, por el tono de tus palabras, si lo que ha ocurrido son cosas buenas o malas.

Me dispongo a escucharte y te apremio:

—¡Cuéntamelo todo!

—Lo primero, el sábado, cené con Luis de Paz. Quiere hacer una nueva edición del libro. Cambiamos impresiones; después fue una verdadera batalla la que se desarrolló ante sendos lenguados meunier. Yo no cedí. A los postres ya le tenía, si no convencido, resignado. Ya sabes: ninguna nota ampliatoria, ni aclaratoria, ni enmienda, salvo las erratas de imprenta.

»Lo primero que hice el lunes, fue ir a la Subsecretaría para ver a Gómez de Llanos. A ver qué cosas eran esas tan importantes que tenía que decirme y por las que me había hecho ir a Madrid.

Tu voz es grave. Hablas despacio, con toda clase de detalles. Yo te escucho.

Continúas.

—Ya sabes que somos amigos y tengo bastante confianza con él. Me habló del libro, como suponíamos; de nuestro libro —tu brazo ha presionado más fuerte mi hombro—. Lo encuentra bueno, dice que es la impresión general, salvo la de los eternos disconformes, los incansables buscones de defectos.

Coges un cigarrillo de la pitillera de la mesa. Lo enciendes. Me ofreces a mí, que lo rechazo con un movimiento de cabeza.

Sigues:

—Luego me preguntó si estaba contento aquí. Si tenía buen ambiente para continuar diciéndome que yo donde debía estar era en Madrid. Que lo anterior, que todo lo anterior, eran sólo preámbulos.

Mi corazón se encoge y yo también; en el sofá de tu estudio siento que mi cuerpo se comprime.

Tú has debido de notar que el perímetro de mi cuerpo ha disminuido bajo tu abrazo. Me preguntas:

—¿Tienes frío, Sara?

Niego otra vez con la cabeza.

—Ya te he explicado —sigues— cómo es Gómez de Llanos. De momento, parece frío, calculador, diplomático. Luego, cuando trata de conseguir algo, lo aborda claramente. Así que, dejando el tono impersonal, cumplido y como de tanteo, que fue el del comienzo de nuestra entrevista, me planteó:

«—Mira, Vidal, basta de Universidades extranjeras, ya hay bastante de cátedra en provincias; tú ahora lo que tienes que pensar, a lo que puedes aspirar, es… a Madrid.

»Entonces, le pregunté extrañado: ¿Es que ha muerto Armilla? Yo sabía que no; pero no acababa de comprender adónde iba a parar Gómez de Llanos, o lo que veladamente me estaba proponiendo.

»—¡No! —siguió él—. Armilla está vivo y coleando y con más ideas y proyectos que nunca. Y más insociable que nunca también. Decididamente no le va la política. Y la burocracia le enerva. Lo suyo es la cátedra y la investigación. Dejará pronto la Dirección General…

»Aunque Gómez de Llanos —me aclaras tú— tenga actualmente, por su cargo, ciertas prerrogativas sobre Armilla, no puede negarle su categoría de maestro; y además, aunque estaba indignado, yo sabía que en el fondo, como todos nosotros, los que hemos sido sus alumnos, le profesa un afecto… innegable.

»—Me enteré —decía, aparentando enfado Gómez de Llanos— de sus manejos con las Universidades de Santiago y Buenos Aires. Escribió a los Rectores. Consultó a los agregados culturales. Quiso saber si las cátedras de Lengua y Literatura Españolas que se ofrecen a nuestros profesores, después del período para el que son convocadas, se podrían prorrogar más tiempo. En fin, hizo mil gestiones al margen del Ministerio. Yo sé que no puede ver al Ministro… pero ¡vamos!, en mí debía tener cierta confianza. Pues ¡nada! Siempre con su actitud de francotirador.

Tu voz sigue sonando en mis oídos. En mi mente, además de la fonética de las palabras, ha ido penetrando un temor, un alerta. Tú tratas de ambientarme en lo que ha sido tu conversación con el Subsecretario. Yo escucho con los ojos cerrados, sin moverme, mi epidermis erizada, granulosa, anhelante.

»—Resumiendo —siguió Gómez de Llanos—, lo que quería, lo que quiere, lo sabemos todos. Su sueño, muy difícil por cierto, es escribir un libro importante, un libro ambicioso, ya sabes: Influencia española y otras influencias en las Literaturas Hispanoamericanas. Fíjate que ya no se conforma con la influencia literaria española en dos o tres países; ahora ha ampliado su primitiva idea, y quiere estudiar todas las influencias en todas las literaturas iberoamericanas. Una labor inconmensurable y, aunque lleva años preparando notas y estudios, se ha convencido de que para realizar su sueño, tendría que trasladarse; ir a América y pasar allí unos cuantos años. Por eso gestionó las Cátedras de Literatura en Argentina y Chile, quizás en alguna otra República; de este modo contará con medios y colaboraciones. Sin colaboraciones tampoco podría llevar a cabo su proyecto. Ya sabes que intelectualmente le admiro, todos le admiramos —me confirmó Gómez de Llanos lo que yo suponía—, pero… ¡no me digas que no comunicarme nada es el colmo! Tuve que ser yo el que hubo de dar el primer paso y sacárselo todo».

Yo todavía siento el temor latente, la amenaza en el aire, pero tus palabras aún no me han descubierto, revelado, por dónde, ni cómo, ni cuándo ese temor va a patentizarse, a dejarse ver.

«—Luego, no sólo es su cargo, también está la cátedra —tus palabras siguen haciéndose eco de las del Subsecretario—. Porque su labor será larga y su excedencia no puede ser indefinida. En fin, que con todo lo que pude sonsacarle fui a ver al Ministro. Creo que respiró tranquilo al verse libre de Armilla. Y al aventurarle yo tu nombre como el sustituto idóneo, no sabes qué suerte, ¡chico, le pareció bien! Un poco “afrancesado” ¿no?, fue el comentario del Ministro. ¿Qué te parece “afrancesado”?».

Al último vocablo «afrancesado» parece que le das un aire jocoso. Como si te hiciera gracia lo mucho de halago que encierra el reproche.

Yo he ido comprendiendo todo. Captando, a través de las palabras del Subsecretario, hechas tuyas a mi lado, el significado y el peligro que encierran. Ha habido dos o tres golpes fuertes que no han dejado lugar a dudas: «Madrid». «Sustituto». «Dirección General».

¡Ya está! ¡Ya ha ocurrido! Lo que tanto he temido. ¡Algo que nos separe! El temor, ese mismo vago presagio que en tantas ocasiones ha querido infiltrarse en mi ánimo. Que ha querido nacer en mi mente, tímida, pero porfiadamente; y al que mi corazón ha hecho abortar otras tantas veces, no ha querido albergar nunca. Ahora ha entrado por la puerta grande. Ahora mi corazón tiene que aceptarlo. Porque no lo hemos concebido nosotros: ni mi razón ni mi corazón. No. Nos ha venido de fuera. Y se ha colado dentro de mí y me hace daño. No he podido cerrar las puertas ni ajustar las fallebas. Se ha adentrado en mí…, tú lo has metido, lo has invitado a entrar.

El temor de la separación…, el horror, más bien. ¿Y si todo fuese un sueño? Mis ojos están cerrados aún. Tu brazo rodea mis hombros, mi cuerpo descansa en el diván del living de tu casa. ¿Por qué no puede ser esto un sueño? ¿Por qué no pueden ser un sueño tus palabras? Puedo haberme quedado traspuesta… Eso es, me he ido de la realidad de tus brazos a este sueño estúpido de Armilla y el Subsecretario. Y así, ahora al levantar los párpados y hablarte de nuevo, te diré: «He soñado que te daban un destino en Madrid». Y tú te reirás: «¡No sueñes bobadas, Sara!». Dentro de un segundo, sólo un segundo, se acabará la posibilidad de este mal sueño. La hermosa posibilidad de un triste sueño.

Comprendo a los locos. Ahora comprendo la esquizofrenia. ¡Qué cómoda! Cerrar el corazón y la mente, negándose a la verdad. A la evidencia. A una evidencia que no pueden soportar. Yo podría volverme loca. Abrir los ojos y hablar de otra cosa. Hablarte de cosas ajenas a esta que me oprime. Podría levantarme y caminar descalza. Los locos lo hacen. Yo misma lo hacía cada mañana en Hyères; me gustaba pasear mis plantas desnudas por el césped. Si yo me volviera loca, me llevarían a un Sanatorio. En los alrededores de Madrid hay uno muy bueno. La locura, dicen, es en el fondo un problema sexual, ¡tiene gracia! ¡Problemas sexuales yo! Yo pediría que me llevasen a Madrid, a esa Clínica Mental, pero… ¿son escuchados los deseos, las preferencias de los locos? Si me escucharan y me llevaran allí, tú irías a verme… a visitarme los domingos.

Ya ha pasado el segundo. Tengo que decidirme. Hay dos salidas: el sueño, o la locura. No. No hay dos salidas. Sólo una: la verdad. La monstruosa verdad. La que acepta mi razón por inevitable. La que estruja a mi corazón por cruel. La que repugna a todo mi cuerpo. Pero… la que mi inteligencia comprende, que te da brillo, que te ensalza, que te hace honor. La que para ti es un triunfo.

Ahora sí debo pensar con lógica. Y felicitarte y hablar…, y decirte incluso que me alegro…

Me incorporo. Abro los ojos.

—Entonces, ¿te ha ofrecido formalmente la Dirección General? —quiero saber, tener la certeza.

—Bueno, en primer lugar, Armilla ha de presentar la renuncia al Ministro, que sin duda la aceptará. Yo he de volver dentro de unos días con el pretexto de unas conferencias.

—José, ¡es maravilloso! ¡Habrás dicho que sí!

¡Cuántas cosas dependen de tu contestación! En mi pregunta hay curiosidad, ansiedad, inquietud y… trampa; hay algo de trampa en ella. Tu respuesta va a darme la importancia y la medida de mi valor para ti.

—No. No he aceptado expresamente. Tenía que decírtelo a ti antes. Aunque mi complacencia y mi agradecimiento a Gómez de Llanos por haber pensado en mí, en primer lugar, le hayan inducido a creer que encerraban una aquiescencia tácita.

No has destruido mi ilusión. No has dado un golpe bajo a mi dignidad. Mi orgullo se puede sentir, al menos, satisfecho. Quieres tener mi conformidad. Me cedes galantemente la última palabra. Tu «sí» debe contar con mi «níhil obstat».

Pero ni la vanidad ni el orgullo se pueden pavonear, anegada como estoy, por la tristeza. Por la angustia y la certeza de que esto implica la separación y tal vez…

No puedo representarme, ni prever lo que será mi vida sin ti. No puedo siquiera imaginarte viviendo fuera del ámbito en que nos hemos conocido. Ni suponer la Universidad sin ti. Ni mi carrera sin ti. Ni, sobre todo, mi vida sin ti.

Mi vida sin ti… ¿Cómo puedo imaginar tal cosa? Es como suponer que una droga del tipo del pentotal, actuando sobre el cerebro humano, borrase de él lo que deseáramos. Por ejemplo, que a un soldado le privase del concepto de Patria y del valor, o que en unas horas barriese de la mente de una monja carmelita la idea de Dios. ¿Podemos suponer eso? ¿Qué serían al despertar la monja y el soldado? Guiñapos. Muñecos de guiñol… menos aún.

Las marionetas hablan palabras del ventrílocuo y sufren y aman con su corazón. El soldado y la monja serían marionetas a quienes se les hubiera muerto el «dueño». Muñecos en el baúl de una habitación de un hotel cualquiera, donde yace moribundo el artista.

¿Y yo misma? Si tal droga existiese y me la aplicase ahora mismo, ¿cuál sería mi despertar mañana? No sé… Casi creo que prefiero mi despertar de hoy, con mi sufrimiento, con mi dolor, con mi angustia, a lo otro: al vacío. A los movimientos inanimados de mis miembros sin ti, sin tu recuerdo. Sin tu existencia. El dolor nos da la medida de la vida. Si sufrimos, vivimos. Lo otro… sería, renunciar a vivir; no sufrir, no llorar, no desear… nada. Otra vez nada. De todas las posibilidades imaginadas e imaginables, siempre he de recurrir a ésta: a la verdad, a la realidad escueta. Es preferible sufrir por tu amor a negar su existencia.

Te hablo:

—Desde luego, tienes que aceptar. Yo no puedo desear nada mejor para ti. Es la culminación de tu carrera. Lo mereces más que nadie —sigo—, pero no deja de ser una suerte que ellos lo hayan reconocido.

Tomo aliento; parece que lo necesito. Algo me oprime la garganta. Sigo hablándote:

—Lo que pasa es…, lo que pasa…

No puedo continuar; mis lágrimas nublan mi mirada. No he querido llorar; he tratado de ser fuerte y objetiva. Ahora ya es inútil. Irritada la mucosa, no puedo detener el llanto. Mis lágrimas afluyen como lluvia suave, terca, insistente.

Esto pasará. Tal vez sea beneficioso; es el primer momento, pero luego, él, José, habrá pensado algo. Él ha sabido todo esto hace días; él lo ha sabido antes que yo; me lleva horas de ventaja. Sin duda él sabrá lo que hemos de hacer…

Cogiéndome la cabeza con tu brazo, haces volver mi cara hacia ti; y tratas de limpiarme las lágrimas con tu pañuelo. Secas mis mejillas con suavidad y ternura.

—¡Sara, Sarita, no seas niña! —me dices.

—¡Es el final, José! —te contesto en un murmullo ininteligible, pero algo más tranquila.

—¡No seas tonta, Sara! Esto no es el final. Es, a lo sumo, una contrariedad, un obstáculo. Pero nunca has de mencionar la palabra fin.

—Pero, si te vas, dime: ¿qué podemos hacer? —interrogo yo.

Otra vez en mi vida buscando y esperando y soñando una fórmula mágica, una solución que me venga de fuera, que me saque de este atolladero… que es la realidad.

—Ya veremos. Hay mil medios. Existen muchas soluciones.

Se conoce que tú has pensado mucho en nosotros; que has hecho planes durante estos días.

—Madrid no es el fin del mundo —continúas tú—. Está a apenas una hora de vuelo —me cuentas cosas que yo sé sobradamente—. En coche —empleas un tono de conseja que me recuerda tu superioridad desarrollando un tema importante— a seis o siete horas, a lo sumo… Vendré aquí… —titubeas, mi corazón se para—… todas las semanas.

Respiro profundamente, suspiro más bien.

Parece que me he tranquilizado. Que tu tono persuasivo me ha tranquilizado. Pero algo en mi mente continúa alerta, diciéndome que no me engañe. Que esto que parece tan fácil ahora, pensado en el diván de tu casa, tus brazos rodeando mi cuerpo, en la realidad será muy difícil. Serán las tuyas visitas esporádicas: el fin, queramos o no pronunciar esta palabra.

—Es imposible, José. No nos engañemos. En Madrid tendrás muy poco tiempo tuyo. Siempre habrá una conferencia; un congreso; un seminario de estudios; colaboraciones en revistas… disertaciones. Te atarán de pies y manos. No podrás vivir tu vida. No podremos vivir nuestro amor —continúo tristemente—. Porque allí no tendrás vida privada; porque allí no te dejarán tener vida privada.

—Pero, Sara, ¡eso es absurdo! ¡Yo no puedo renunciar a ti! —gritas.

Ya lo has dicho. Al fin en tu boca ha surgido la palabra fatal: renuncia. Una palabra que no debíamos haber pronunciado nunca. Con relación a nuestro amor sólo la palabra muerte podía tener algún significado… Las demás no debían existir —habíamos dicho—; puesto que existían, puesto que tus labios habían pronunciado el verbo renunciar, era ya un empezar a conjugarlo.

—Tarde o temprano —sigo yo, y siento, a mi pesar, una certeza absoluta—, tendremos que hacerlo. Las cartas…, las visitas rápidas, cada vez más espaciadas, y al final —otra vez se empañan de lágrimas mis ojos, una leve calima acuosa—… al final, el recuerdo, sólo eso…

—No, no será así. Anda, alégrate, ¿no te causan ilusión mis cartas?

Tratas de animarme.

—¿Tus cartas? ¡No! En ellas no podré verte y, ¿cómo voy a encontrar el tono de tus palabras? ¿Es que serán musicales?: «Querida Sara: (dolcissimo). A la inauguración del curso (allegretto), asistió el Rector (allegro, non molto), el Subsecretario (allegro giocoso). Yo también intervine. El discurso de apertura fue bueno (andante). Pero allí me faltabas tú (andante doloroso) y tu atención en mis palabras (adagio lamentoso). Te quiero (grave). Te quiero mucho (amoroso, pianissimo)».

Aunque parece que me burlo, tú sabes que la sátira no es mi fuerte. Ni de mi agrado. Que pocas veces recurro a ella; ni tan siquiera al tan necesario y cacareado sentido del humor. Que esta jocosidad con que aparento ahora discutir los pormenores de la noticia, me cuesta un gran esfuerzo. Tú lo sabes. Tú me conoces muy bien y sabes que estoy destrozada. Te enterneces:

—Sara, no te apures, todo se arreglará. Además… aún no he dicho que sí…

Eso no. No puede ser. No puedes renunciar por mi culpa. Aunque me desgarre. Aunque viva como alma en pena. Mi amor nunca puede ser algo negativo en tu vida.

Sería tanto como suicidarse; yo no puedo pedirte eso… Y aunque tú te empeñases en renunciar, yo tengo que obligarte a aceptar, a marcharte… a dejarme.

Tengo que hacértelo ver:

—José, ¿qué amor sería el mío si pretendiera menguarte personalidad? ¿Si me conformase con una mediocridad para ti, por atarte a mí? Sería mezquina y egoísta. Y el egoísmo —¡lo he sabido al fin!—… es lo más opuesto al amor.

Continúo, mi tono también trata de ser convincente:

—Te irás porque yo lo deseo y tú también. Porque el mundo, del que nos habíamos olvidado, sigue girando, y en una de sus vueltas te ha llamado a ti para ir a otra parte. Y negarte o negarnos sería tanto como negar el día o la noche, o la luz, o nuestro amor… Y nuestro amor existe, ¿verdad?

Te pregunto y no oigo tu respuesta. Tus labios cierran los míos. Tus labios besan repetidamente mis mejillas, húmedas aún, y cierran mis ojos, los aquietan.

Permanecemos en silencio; sólo el roce suave, imperceptible, de tu boca recorriendo mi cara, tranquilizándome, persuadiéndome.

—¡Había soñado tanto con tu regreso!

No he querido decirlo en voz alta. La idea se ha hecho sonido sin mi consentimiento. Tú lo has oído.

Tú quieres resarcirme —¿y tal vez resarcirte?— de tu ausencia. Quieres convencerme de tu amor. Tratas de disipar mis temores. Intentas vaciar mi mente de negros presentimientos… Tomas todo lo que tienes a tu alcance para hacer que me olvide de todo, de todo…

Sólo tú y yo. Sin profesiones, sin ataduras, sin noción del tiempo. Dos cuerpos que se aman. Pero, por primera vez, nos aferramos demasiado a nuestras caricias. Nos amamos con desesperación.

Mi vaso de whisky está lleno; apenas lo he tocado. Termino el «Kent», lo apago en el cenicero, aplastándolo. Cojo mi bolso. Quiero comprobar si las huellas de las lágrimas se han borrado de mi cara. Sí. Mi rostro se refleja impasible en el cuadradito de azogue; ni huella de lágrimas ni rastro de placer.

Cierro el bolso. Me levanto. He de irme.

—¡Sara, espera! —me dices.

Me vuelvo.

—¡Hay otra solución!

Tu voz es ronca. Presiento que vas a decirme algo importante, trascendental. No acierto a adivinar el qué.

Te levantas y te sitúas frente a mí. Me miras a través de los pocos pasos que nos separan.

—Tú puedes venir a Madrid. Tú… podrías dejar esto…

Ya lo has dicho. ¡Era eso! ¿Cómo no pude ni sospecharlo? ¿Qué otra solución podía haber?

Te miro y abro los labios para contestarte, para decir algo. Pero no encuentro palabras. No sé qué decirte. De mi mente se han borrado las ideas y no hay más que un vacío que no se puede traducir en sonidos. No puedo razonar. He tratado de negarme a aceptar la idea de la separación. He querido evitarla, aplazarla por mil medios… Pero esta posibilidad no había cruzado mi mente. Me asusta. Todo se embrolla en mi cabeza.

Instintivamente sé que no. Que nunca voy a dejar «esto». Tú te has ofrecido el primero a sacrificarte. Ahora pides mi inmolación.

Sigo mirándote sin articular una palabra.

—Comprendo que no puedo pedirte tanto —dices ante mi mutismo—. No me digas nada ahora. En uno u otro sentido, podías arrepentirte de una decisión rápida. Piénsalo. Reflexiona. Es romper con tu vida. Empezar otra nueva. Sabes lo que dejas y sabes, ¡creo que lo sabrás!, lo que encontrarás.

Asiento con la cabeza. Sí, sería empezar de nuevo; sin posibilidad ya de volverse atrás. No quiero pensar nada. No puedo. Debo irme.

Estoy asustada.

En la despedida estoy ausente. Mis labios no responden a tu beso.

Ya estoy en casa. Ya estoy en mi cama. Me ha ocurrido siempre: en mi cama me encuentro segura, tranquila. El colchón y las sábanas son como una capa de foamex, que a modo de embalaje me envuelven y me protegen. Hasta en el ambiente parecen flotar los imperativos: Fragile, Handle with care, Do not drop.

Aquí nada malo puede ocurrirme. Me estiro entre las sábanas. Mi cuerpo agradece, relajado, la suavidad del hilo, la blandura de la lana. Sé, mi cuerpo también lo sabe, que estoy triste. Pero la tristeza no disminuye el cansancio, como no apaga la sed o sacia el hambre. Por eso mi cuerpo agradece el descanso aunque mi mente no quiera descansar.

Pienso tomar un somnífero. Abro el cajón de la mesa de noche. Cojo un tubo de minúsculas cápsulas de «fenergán» —lentejas azules—. Tengo una en el hueco de mi mano, pero me arrepiento. No puedo dormirme. ¡No! No puedo cerrar los ojos a la realidad. Mi cuerpo puede reposar, pero a mi mente no he de darle sosiego.

¡Cuántas cosas han ocurrido en pocas horas! ¡Cómo ha cambiado y se ha trastrocado mi mundo!

Seguir viviendo sin José. Seguir la vida, mi vida, sin él. Vivir en esta ciudad sin que él esté. Sin que me espere en ninguna parte… Vivir conmigo misma, con mi propia carne y con mi piel y con mis ojos y sin él. El futuro sin él. Nunca habíamos pensado en el futuro. ¿Será que la felicidad sólo es presente? No. Yo lo sé. La felicidad también es pasado… recuerdo. Yo, ayer mismo, he recordado nuestro pasado feliz.

Él vendrá muchos días; trato de tranquilizarme a mí misma. Mejor dicho: de engañarme a mí misma. En el fondo sé que es eso: un engaño con el que paliar la noticia. Él vendrá al principio. Luego, un día, surgirá algo que le impedirá venir. No será una disculpa; será realmente algo imposible de posponer que a él mismo le contrariará. Después será otra cosa, otro motivo distinto; cada vez serán cosas nuevas, diferentes obstáculos a nuestro encuentro. Nuestras cartas serán diarias al principio, más tarde semanales, y por fin, por Navidad y Pascua. ¡No! ¡Esto es horrible! Mucho peor que la separación: sería el desgaste de nuestro amor. Su muerte. Es preferible cortar toda comunicación desde un principio. Dejar sólo el recuerdo… Dejar sólo la unión de nuestros pensamientos.

Sólo nuestros pensamientos… pero ¿podremos hacerlo?, ¿cómo resignarme a no saber de ti, a no tener noticias de tus libros, de tus estudios, de tus éxitos? ¿Cómo dejar pasar los días y no escuchar tus dudas, tus nuevos conceptos, tus ideas nuevas sobre los temas cotidianos que surjan? ¿Cómo permanecer ignorante de la influencia y la transformación que los años vayan imprimiendo a tus ideas? Y mi mente desnutrida y libre ¿por qué caminos tomará? Llegará un día en que yo no te conozca… en que tú no me reconocerás…

No. No podré. No tendré arrestos, ni voluntad para olvidarte, para dejarte ir…

¿Y lo otro? Lo otro es imposible. Tengo que pensarlo bien, has dicho. Pues yo no lo he pensado, pero sé que es imposible. ¡Imposible! Otra palabra vedada en nuestro vocabulario. Hoy parece que nuestra razón se complace en ponernos al alcance de nuestro pensamiento palabras «fuera de la ley». Pues bien, puesto que ya hemos incumplido nuestro código tácito, digámoslo, sí: lo «otro» es imposible.

Trataré de explicártelo en nuestro próximo encuentro. Primero debo tratar de convencerme a mí misma. De estudiar las razones. Son razones sensoriales por ahora. Necesito estudiarlas a la luz de la inteligencia y tratar de comunicártelas a ti.

No es por egoísmo. Mi egoísmo consistiría, en todo caso, en seguirte. No soy egoísta al quedar. No. Si yo fuese sola en el mundo; si viniese de otro planeta —¿ves? ¡Ahora nos gustaría!—; si yo hubiera caído en esta ciudad por casualidad o descuido de algún astronauta, no dudaría en seguirte. No a Madrid, que sería maravilloso y estupendo, no; no dudaría en seguirte a cualquier parte…

Yo abandonaría todo lo que me alegra, lo que me halaga y lo que me conforta por seguirte. Porque al amor le gusta demostrarse y probarse, y yo sólo he podido mostrarlo ante ti, en la intimidad, y me gustaría enseñárselo al mundo y de paso atestiguarlo ante ti…, que eres quien de verdad me importa que lo sepas…

Pero dejar esto…, dejar a mi marido… romper con todo. Con familia, con amigos, con normas, con todo un sistema de vida establecido ya hace mucho tiempo…, no. No está en mi mano.

Con Antonio hice un contrato. Y lo suscribí libremente. Y añadiría —recordando aquellos tiempos— que gustosamente también… A Antonio me une el contrato matrimonial. Él lo ha olvidado, lo sé; pero porque él lo haya olvidado, ¿me veo yo libre de su compromiso? Yo sé que en cierto modo he fallado también… Pero mi amor por ti en nada ha disminuido mi amor por él, porque ya no había tal. Mucho antes de conocerte a ti, ya no existía ese amor. No le has robado nada. Yo no te he dado nada que no fuese mío.

Pero ahora, si me fuese, sí; mi marcha arrastraría y destruiría cosas que no me pertenecen. Que están en mi mano; pero que me vienen de otros. Que no son absolutamente mías. Esta casa sigue siendo mi casa. Hace un rato he oído la puerta del vestíbulo. Antonio ya está en casa. Estará en su habitación. Esta casa, ¡a pesar de todo!, sigue siendo un hogar. Quisiera que me entendieses. ¿Podrás? ¿Tengo yo derecho a destruirlo? ¿Puedes pedirme tú la responsabilidad enorme de defraudar a tantas personas?

«Ya sabes lo que dejas y lo que encontrarás». Sí, lo que dejaría lo sé muy bien; esto; mi cama, mi casa, mi pan. Tres cosas que moralmente no significan nada. Pero tres cosas vitales que me dan seguridad, cobijo, sustento.

Y el nombre… ¡Y mi nombre de casada! El nombre de Antonio. Su nombre ¡me abre tantas puertas! Con su nombre, usando su nombre, podría coger el teléfono y marcar cientos de números y en seguida tendría gentes y gentes adulándome, acompañándome, obsequiándome… Esto, dirás, no tiene importancia, y realmente no la tiene. No sé por qué lo he pensado. Son posibilidades, ahora que se trata de medir lo que es «esto» y lo que sería «lo otro».

Lo otro, José, serías tú. Tú ante todo. Tú iluminándolo todo. ¡Mi luz! ¡La hormiga que ha visto una luz en sus tinieblas!

Yo viviría cerca de ti. Un apartamento, unas habitaciones tal vez en tu misma calle. Una nueva Madame de Berny. Nos veríamos diariamente; a veces, sólo de lejos. La gente, el mundo, llegaría a sospechar. Me señalarían con el dedo. Y tal vez tú, tú mismo… llegaras a pensar que yo era eso…, lo que los otros en voz baja me llamarían, sí, tu amante.

Y pasarían los años. Y envejeceríamos. Y quizá yo llegara ser una carga para ti. No una colaboradora; no la inspiradora de tu vida, sino una mujer atada a tu carro; no uncida a tu yugo, lo que supondría al menos una equivalencia de fuerzas, sino atada a la trasera de tu carro, restándote impulso, frenándote. Un lastre que te impediría navegar libremente, remontar todas las corrientes, y… llegar. Y llegar a la verdadera orilla.

No, no quiero ser eso. Tienes que comprender. ¿Cómo voy a ser freno y lastre, si me gustaría ser tus alas?

Mi cuerpo reposaba tranquilo, pero ahora, ¡debe de ser muy tarde!, me atenaza un fuerte dolor de cintura. Noto como unas planchas calientes en mis caderas. Y la boca reseca. Y el corazón, ¡no es extraño!, golpea mi pecho insistentemente, con prisa. ¿Tendré fiebre? No creo…

José, de nuestro amor sólo quedará el recuerdo. Lágrimas calientes humedecen mi cara. No me resigno a que seas sólo un recuerdo. A no saber de tu voz, a no sentir tu cuerpo, a no tener tus alegrías diarias, tus enfados, tus enfermedades, sí, tus pequeñas miserias… A esto, a lo cotidiano, es a lo que me cuesta renunciar.

Tu amor ha dado un nuevo sentido a mi vida. Y nuevos valores. Mi vida, José, ¡no temas!, ya no volverá a ser un mero subsistir; ya nunca más será un «nadismo». Yo ahora sé que la vida es una urgencia (continua) que no admite dilaciones ni suplencias (¡yo y ahora!). En mi vida, en adelante, si no estás tú, estará… tu recuerdo. Y estará el estudio. Y la investigación con sus múltiples caminos. Y el ensayo…, el apasionante juego de encontrar nuevos prismas…

Y tu recuerdo, y espero que el mío en ti, serán (ahora sí emplearemos nuestro código de palabras imposibles)… serán eternos.

Ahora lloro, sin privarme, francamente, suavemente; casi sensualmente. Me hace mucho bien.

Pero el dolor, el dolor físico, se ha acentuado; rodeando mi cintura se ha extendido por todo el vientre; es como un peso enorme que tirase de mi carne hacia abajo y amenazase desgarrarla.

También me gusta este dolor. Me hace mucho bien, como las lágrimas. Este dolor me hace olvidar el otro. Llena mi mente; no le deja sitio a las lamentaciones, ni añoranzas…, sólo él, persistente, cada vez más urgente, intimidándome, asustándome… ¡Dios mío! ¿Estaré enferma? ¿Qué será lo que me ocurre? ¡Tengo miedo! Mi cama ya no me parece tan segura. Diríase que un animal cruel se complace en juguetear con mis entrañas. ¡Oh! ¡No puedo más! ¡Ay! Mis dientes castañetean, no sé si de miedo o de frío; de frío, no, porque estoy sudando… ¡Es horrible! ¡Oh!… No sé si he gritado, o si mis dientes clavados en mis labios han impedido que saliera por ellos la queja. Estoy asustadísima. Ahora, un espasmo horrible… desgarrador… y… ¡un flujo cálido! Reconozco este calor… esta humedad…, pero… ¿era esto? Fuera de lugar… fuera de fecha…, es absurdo. ¡Completamente absurdo!

Me levanto. Voy al cuarto de baño; tomo todo lo necesario. No hay equivocación posible.

¿A qué se debe esta irregularidad? No puedo comprender. Es lo anómalo (hace diez días del último ciclo) y lo real confundido en mi organismo.

Vuelvo a la cama. El dolor ha cedido algo. Como si el gato salvaje que jugaba despiadadamente con mis vísceras, sólo ronronease.

El sueño se me acerca. Lo noto. Lo siento llegar. Mis pensamientos y mis ideas vuelven, regresan a mi mente, liberada —en parte— del dolor. Pero están, unos y otras (pensamientos e ideas), bañados en una niebla fina, impregnados y empeñados en ella. Sin perfiles fuertes ni duros, sin aristas que me rocen y me hieran. Una tristeza suave, amasada con esa niebla, baña mi mente. Suave es también… la huella del dolor que en mi carne ha dejado la hemorragia, que me comunica esta somnolencia, esta flojedad, esta dejadez que me dan esta paz… esta paz.