ORTIZ DE ROZAS —tu adjunto— recoge sus libros y los guarda en su cartera de croco. Baja del estrado. Ha terminado la clase. Quedan dos lecciones para acabar también el programa del curso. Ninguna alusión a tu regreso.
A mi lado se sienta Atanasio Fernández, el mercedario. Somos los dos viejos del curso.
—Don José regresará pronto, ¿no cree? —me pregunta.
Yo me sorprendo; pues además de haber adivinado mis pensamientos, temo que su pregunta encierre alguna segunda intención. Le miro y trato de averiguar por su expresión si sospechará algo.
—No sé —le contesto mirándole abiertamente—. Supongo que antes de los exámenes.
He hablado despacio, sin dar importancia a las palabras. Yo «sé» que regresarás hoy; que debías regresar hoy.
Salimos al pasillo. Continúo al lado del mercedario. Los otros, nuestros compañeros, pasan a nuestro lado con prisa: son las prisas de junio. El querer creer en una nueva propiedad del tiempo en una nueva dimensión: la elasticidad.
El mercedario y yo continuamos nuestro camino. Él y yo somos los que menos prisa tenemos. Conocemos ambos el valor del tiempo durante los nueve meses del curso y lo hemos aprovechado; no lo hemos malgastado. Tuvimos prisa antes; ahora, menos que ellos, que los demás.
Es poco comunicativo; pero como yo inicio el tema de los próximos exámenes que le preocupa, parece interesado.
—En Literatura Francesa estará usted bien tranquila…
Otro sobresalto.
No —me tranquilizo a mí misma, al observar su expresión inocente—, es la verdad escueta, dicha sin malicia, con un deseo de emulación y tal vez un ligerísimo toque de tristeza ante la impotencia… Él sabe que en Literatura pocos pueden adelantarme. Él sabe que soy la alumna favorita de don José; porque soy la que más conocimientos poseo, la que más ha leído…, sólo yo sé que por algo más…
Salimos al patio.
No he visto ningún rastro tuyo. Tu coche no está en el aparcamiento. Yo esperaba que si regresabas, aunque tarde, darías una vuelta por la Universidad, para recoger la correspondencia y coincidir a lo lejos con mi mirada. Pero… no has dado señales de vida.
Le ofrezco al mercedario si quiere que le lleve hacia su casa; «me viene de paso», le animo. Cosa rara: acepta.
Tiro mis libros en el asiento posterior. Él se acomoda a mi lado, sus libros y su cartera en el regazo.
Arranco.
Soy yo la primera en volver a hablar:
—Debe de ser maravilloso —digo—, suponiendo que le apasione la carrera, como yo supongo nos ocurre a todos los que hemos llegado a 4.°, poner todo nuestro esfuerzo y voluntad y capacidad de trabajo en algo que nos gusta hacer más que nada; algo que nos ordenan hacer los superiores; y algo que, en último término…, es la voluntad dé Dios.
—La voluntad de Dios, en primer término —me corrige él.
—Bien —digo—, sí, pero si Dios es principio, es también fin, ¿no? A eso me refería, a Dios como meta. O sea: estar haciendo una cosa que nos satisface plenamente; estar haciendo algo que las circunstancias, en este caso, sus superiores, nos han mandado hacer; y luego, estar haciendo algo que tendrá un premio, una compensación. Esto en sí es ya un equilibrio perfecto.
—En todos los órdenes de la vida se puede conseguir esto. Es más —en el tono de su voz se revela una exaltación—, «debemos» conseguir esto: trabajar en paz. Todas nuestras energías naturales debemos encaminarlas y hacer que nos conduzcan a esta perfección y armonía. A la satisfacción de la naturaleza consigo misma y con Dios. Y Él es… la Paz.
Hemos llegado al centro de la parte antigua. Espero en un semáforo para torcer a la derecha, hacia la plaza, a la que ha dado nombre la Orden de Atanasio Fernández.
Él ha hablado acaloradamente. Ahora continúa, dando a su voz un matiz más suave, más confidente:
—¿Usted no puede armonizar su «yo» con sus circunstancias y con Dios? —me pregunta.
Hemos llegado a la plaza. Aparco en un lateral de la misma. Enfrente de nosotros se ve la torre del campanario de los mercedarios. La plaza es pequeña y tranquila. Con jardines y bancos, y hoy con risas de niños. Los árboles, acacias viejas, son el jardín de las palomas; palomas que van a la torre de la iglesia y vuelven a las verdes hojas, a la familiar sombra de su frondosidad.
En el suelo, enfrente del cristal del parabrisas, veo manchas blancuzcas de palomina. Levanto la vista del suelo y, mirando hacia delante le contesto:
—Mi marido cree que estoy loca al ponerme a estudiar después de tantos años, y además no le parece importante; no puede comprender que me satisfaga. En cierto modo le he fallado…, le he defraudado. Y el mundo que me rodea, familia y amigos, creen que soy una caprichosa… También los he decepcionado. Hubieran comprendido mejor que me apeteciese cualquier otra cosa: esquiar en Gstaad, por ejemplo. A mí, ya ve, me gusta estudiar; y los placeres de la inteligencia me agradan enormemente; pero ellos no lo ven así y a veces dudo, ¿tendrán ellos razón? ¿Seré yo la equivocada, la caprichosa?
El tono de la pregunta de Atanasio Fernández había sido confidencial y mis palabras responden a ese tono también. Hablo yo, como en una confesión. Continúo como hablando para mí misma:
—…Y en cuanto a Dios…, creo me tiene un poco olvidada y casi sería deseable…
Las últimas palabras las he pronunciado a mi pesar, sin darme cuenta; acaso, como apenas han salido de mis labios, él no las ha oído…
—Las apariencias engañan. Incluso las apariencias espirituales son injustas. Cuanto más nos creemos en Dios a lo mejor Él está más lejos. (¡Sí había oído mis últimas palabras!). Y cuando nos sentimos olvidados por Él, es cuando tal vez Él esté pensando más en nosotros. Esté haciendo más planes para nosotros. Nos ha elegido para Sí.
Se vuelve y me mira. Yo le miro a mi vez, escrutando su rostro.
—Yo —me dice—, yo mismo, con esta apariencia de armonía entre lo que hago y lo que se espera que debo hacer, he dudado también. Las dudas de un religioso son su martirio cotidiano. Su cilicio espiritual. Yo, pienso muchas veces, ¿no me complazco demasiado en lo que estoy haciendo? ¿No he dejado el mundo para sacrificarme, para negarme a mis propios deseos y a mis gustos? ¿En qué me sacrifico, pues, si mi trabajo es un placer? ¿No sería mejor para mi alma coger una escoba y barrer, o trabajar la tierra? ¿O cocinar?
Habla con impremeditación y hasta con apasionamiento que me dan la medida de sus inquietudes.
—¡No se atormente! ¡Si todo lo hace por Dios y lo mejor que puede! ¿Es que además de la obediencia se le ha de pedir su propio quebrantamiento?
Yo he gritado en la falsa creencia de que mis voces puedan dominar sus escrúpulos. Me subleva que un ser tan bueno padezca también el tormento de las dudas.
Apoyado mi codo, en la ventanilla abierta de mi coche, por la que nos entra el rumor de la plaza, le pregunto:
—¿Cree que si le hiciesen estudiar ingeniero, sería mejor mercedario?
—¡Sí! Si con ello conseguía negarme más a mí mismo, creo que sí. Si así lograba alcanzar la paz entre mi naturaleza, inclinada a las Letras, y mi inteligencia, ejercitada en los números, adiestrada entonces en el cálculo, no dudo de que sí.
Su expresión es ahora calmada, beatífica; se sonríe tranquilo. Parece que sigue el hilo de sus pensamientos y que algo en ellos le hace gracia, pues se ríe ya abiertamente:
—¡Y a mí no me gustan nada las matemáticas!
—¡A mí tampoco! —le contesto, sonriendo también—. ¿Y no le parece que rinde más en algo que le gusta, a lo que se siente inclinado? —sigo preguntándole—. ¿No es más lógico ejercitarse en algo para lo que «naturalmente» se siente más capacitado?
Él me mira. Abre la portezuela del «600» con su mano derecha y me dice:
—No se trata de rendir más… sino de ser mejor…
—No puedo… comprenderlo…
Baja y sale. Desde fuera, antes de cerrar la puerta, se inclina hacia mí y añade sotto voce:
—La angustia es… el gozo. La separación es «ya» estar llegando. La oscuridad… la Luz, Y morir… ¡es nacer!
Ha cerrado la puerta y se dirige a su convento.
Conecto el contacto; con el motor en marcha sigo allí parada, sin decidirme a arrancar.
Atanasio Fernández dobla la esquina de la calle. Miro su negra capa que desaparece en el recodo. En lo alto, el campanario de su iglesia.
Atanasio Fernández me había parecido un hombre sin problemas, sin dudas. Me parecía, o yo lo había imaginado, un robot religioso que cumplía sus deberes y obligaciones impecablemente; sin fatiga ni esfuerzo; sin posibilidad de equivocarse… ¡Qué poco conocemos del alma de nuestros semejantes!
¿Qué hay en la profundidad de todos nosotros? ¡Me gustaría asomarme a todos los hombres! Creo que en lo profundo, en la intimidad profunda de todos nosotros, no hay maldad ni vicio. Hay dudas. Y cada cual ha ido resolviéndolas acertada o equivocadamente. La perfección, el ideal sería encontrar una fórmula que sirviera para resolverlas todas; o mejor aún, un oráculo que decidiese individualmente.
Sí, pienso, Atanasio Fernández y los creyentes, los profundamente creyentes, han escuchado este oráculo: Dios.
Arranco. Doy la vuelta a la plaza para regresar a la calle principal y dirigirme a casa.
Atanasio Fernández se ha perdido, se ha quedado atrás. Ya estará en su convento, en sus rezos. No pensará en mí. Tal vez sí. Como estoy haciendo yo misma.
Nunca había pensado en él como hombre con sus problemáticas. A pesar de parecerme un poco como yo misma, desplazado del curso por los años y los hábitos.
Desde luego él es el más calificado para el Premio Extraordinario (cuenta ya con diez o doce matrículas). Tú estás de acuerdo, cuando lo hemos comentado, aunque —crees— en Literatura le falta algo: percepción intuitiva. Sus juicios son didácticos, dices, pero no poseen el conocimiento que da la identificación con la cosa; en Literatura, con el autor, con el personaje.
Nunca descubrirá —me explicas tú— un punto de vista diferente de los ya enjuiciados. Del mismo modo que a nosotros nos sería muy difícil estudiar un personaje místico puro; lo que, seguramente él, hará muy bien por semejanza, por simpatía.
Pero, generalmente, se ha escrito —me aclarabas, cuando lo discutíamos—, sobre seres imperfectos, impuros, pecadores, tarados física y mentalmente; o sobre guerreros, picaros, héroes… una serie de caracteres que no son los naturales a su estado y personalidad. Le falta, lo que el vulgo llamaría sexto sentido y los tomistas «segunda naturaleza».
Y —añades siempre— cualquiera, en cambio, que se sienta identificado con una obra o un autor, puede apartarnos, inventarnos, un prisma nuevo, bajo el cual ver y juzgar una postura.
Yo llego a casa y sigo extrañada ante su ausencia, ante el fallo de nuestra previsión. ¿Por qué no habrás regresado…?
Al entrar en el hall, una sorpresa: el cuadrado azul de un telegrama, encima de la bandeja de la correspondencia. Sé que es tuyo (intuición afectiva…). Antes de abrirlo sé que es tuyo.
En mi habitación, antes de leerlo, pienso: ¡Qué imprudencia!
«Imposible asistir clase miércoles. Llegaré viernes tarde. J. V. O.»
Yo te contesto también con otro telegrama mental: «Gracias, J. V. O., porque tu imprudencia me prueba tu impaciencia».
Ahora, nuevos días por delante sin ti. Había hecho planes de soledad para estos tres días. Había querido recordar nuestro encuentro, rememorar los primeros tiempos de nuestro amor. Ya he cumplido mi deseo. Ya se han realizado los proyectos de remembranza que me habían ilusionado.
Hoy mi proyecto era tu encuentro. He de aplazarlo. He de sustituirlo por nuevas ideas para llenar las horas que faltan hasta tu regreso.
Me pareció, cuando supe que te ibas a Madrid, que me alegraba. ¡No! No es un pecado. No era un frotarse las manos como un «Rodríguez» femenino. Mi alegría provenía de la dedicación que pensaba hacer al recuerdo de nuestros primeros encuentros. Quería vernos a los dos proyectados hacia atrás, hacia el pasado. Ver nuestro amor determinado por las coordenadas del tiempo, del espacio, del recuerdo, del pasado…
Como volver a leer un poema que nos emocionó hace tiempo. Con temor y ansiedad. Con pánico de que la desmitologización vaya cumpliéndose inexorablemente. Que la belleza que le prestamos antaño haya desaparecido hogaño. Y con ansiedad (que es esperanza) de que persista, de que con el tiempo y con los años y con nuestro actual sentir, se haya incluso revalorizado.
El verano pasado estuviste tres días acompañando a unos catedráticos hispanoamericanos por toda la provincia.
Yo quedé sola.
Los había invitado el Instituto de Cultura Hispánica, y el Rector, antes de irse a Santander, te los había recomendado a ti, encargándote que los atendieras muy bien.
El desvalimiento, al no poder comunicarme contigo, unido al calor del verano, a una ligera dispepsia que padecía aquellos días y a la relajación total de mis vínculos conyugales (Antonio hacía quince días que se había ido a pasar «sus vacaciones» a la finca), me hicieron sentirme como sonámbula e inexistente. El calor fue agobiante aquellos días. Los toldos de los balcones de casa estaban siempre echados; las persianas, medio cerradas. Desde temprano, la casa se inundaba de sombras y contraluces.
No tenía nada especial que hacer. Tú no me habías encargado ningún trabajo. Así que me encontraba sola, melancólica, ligeramente indispuesta y, lo peor de todo, inactiva. Me dirigí a la biblioteca del salón, tratando de encontrar algo adecuado a mi estado de ánimo, a mi murria. Los versos serían lo más propicio.
Tomé el Romancero Gitano y, sentándome en cualquier parte, comencé a leer. Hacia tiempo que había leído a Lorca, pero siempre apetece volver a leerlo, siempre quedan ganas de aprenderse de memoria sus versos. Nunca llega a empacharnos.
Pero, leyendo a Lorca, recordé a Guillén y cogí un libro suyo, Cántico, lo uní al otro. Luego me vino al pensamiento Rubén Darío. Y más tarde evoqué a Pablo Neruda.
Con los cuatro libros, con los cuatro poetas, cambiando de postura con frecuencia, cambiando de ambiente (de habitación) por el calor, abandonándolos a ratos para comer algo de fruta, pero teniéndolos siempre al alcance de la mano, pasé aquellos tres días…
Fueron tres días de retiro poético, dentro de mi casa penumbrosa. De trashumar inquieto por pasillos y salas; siempre con mi rebaño, con mis queridos poetas: Federico…, Jorge…, Pablo Neruda…, Rubén.
Ahora no se trata de ensoñación poética.
Ahora tengo mucho trabajo pendiente y en él encontraré la ocupación de mis horas.
El telegrama me da idea de que tú también estás deseando regresar.
No puedo explicarme qué es lo que te retiene en Madrid. Qué es lo que te retrasa.
Cuando te llamó el Subsecretario, pensamos que sería para felicitarte por el libro y de paso consultarte algo. Te había dicho: «Tenemos que hablar de muchas cosas; así que ven por aquí cuanto antes». «No esperes —había añadido— a que se echen encima los exámenes».
Y ahora, inexplicablemente, se prolonga tu estancia en Madrid más tiempo de lo previsto.
Estoy deseando que llegue el viernes… Me gustaría dormirme ahora y que al despertar ya fuera viernes… Aunque… no. Debo vivir estas horas, a pesar de ser horas sin ti, son horas valiosas; son horas que, aunque yo más tarde lo desease, no podría volver a vivir. Ya no volverán. No las podré hacer regresar. ¡A ningún precio! Y debo aprovecharlas.
Cuando cansada de trabajar relaje mi mente, será tu recuerdo el que me estimule. Tú serás el hito de mis pausas.
Noto tu ausencia más que nunca. No sé si es que tu presencia se ha impuesto necesariamente en mi vida, o si es que…, ¡estaba tan segura de nuestro encuentro hoy! Al no poder realizarse, me noto triste, decepcionada, impotente…
¡Si yo fuese una mujer libre! Ni casada…, ni soltera…, ni joven…, ni vieja…, ¡libre!…, sólo libre; si yo, siendo libre, fuese tu amante, hoy iría a ti. Ahora mismo, en este momento de quietud, estaría yendo a ti materialmente…, pero tengo que quedarme inmóvil. No puedo hacer nada salvo soñarte más allá de la hora… y de la geografía.
No puedo verte hoy. Al creer que nos veríamos esta tarde, mi imaginación vagaba libre de un tema a otro, con la seguridad, en el fondo, de nuestro abrazo. Y la tranquilidad que de antemano me daba el mismo.
Pero ante la imposibilidad de verte, de sentirte a mi lado y comunicarte todos mis pensamientos, todos mis deseos, mi imaginación no quiere resignarse. Mi imaginación va más allá del recuerdo. Mi imaginación me presenta abrazos y caricias.
Tus manos recorriendo mi cuerpo, parece que noto su calor. Y tu voz… tus palabras, ¡tan quedas son! Apenas las entiendo, pero el tono de tu voz, su rumor, me envuelve, me aísla de todo…
Dices que tengo mala memoria para el amor. Que apenas realizo el acto amoroso, me olvido de todo. Entonces…, ahora que te sueño, ¿estoy inventando caricias? ¿Tus manos… no han sido nunca tan tiernas, tan hábiles, tan alucinantes?
Estoy agotada. Me noto sudorosa y cansada. Me daré una ducha. Quiero lavar todos mis pensamientos. Me parece que por primera vez he pecado contigo. Quiero pensar en ti…, pero no en tus manos.
Siempre me dices que lo que más te gusta de mí es mi recato. Mi modestia en la intimidad, a pesar de la intimidad. Yo te argumento, extrañada:
«—¡Pero…, si soy una fresca, cariño!
»—No, de ninguna manera —te indignas—. Eres una fresca un rato, lo necesario, lo justo, luego vuelves a ser una señora, una mujer decente.
»—Se conoce que tienes mucha experiencia con las que no lo son —te reprocho yo, celosa.
»—No —sigues tú—. Es curioso, pero a las demás, a las otras, cuesta mucho desnudarlas la primera vez, a ti…, a ti sigue costándome mucho cada vez…».
Yo quiero ser así. Porque tú me ves así. Y porque a ti te gusta. Quiero que cada vez te cueste trabajo…, aunque…, hace un rato, si hubieses estado a mi lado, mi sensualidad propicia, mi erotismo anhelante, no hubieras encontrado resistencia. Pero mi entrega de ahora, de este momento, hubiese presupuesto una nueva lucha —la siguiente—, un nuevo «vencer resistencias»…, las próximas… cada vez.