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JOSÉ MARÍA VIDAL OLIVER, doctor en Filosofía y Letras, catedrático de Literatura Francesa en la Universidad de…, sale temprano de su casa.

En una mano, la gruesa cartera de piel; en la otra, una pequeña maleta negra. Se dirige a su coche, un «M. G.», aparcado delante del portal. Va hacia la parte posterior del mismo. Con la mano ya en la manija del maletero, se vuelve hacia la portezuela posterior y, abriéndola, deja su maleta en el asiento trasero del coche.

Saca las llaves de su bolsillo y se sienta al volante. Su portafolios lo abandona a un lado, en el asiento de la derecha.

Pone en marcha el coche y comprueba la gasolina: seis o siete litros a lo sumo. Cargará en la primera Estación de Servicio de la carretera de Madrid.

Arranca.

Es temprano. Hace calor. Son los primeros días de junio.

El tráfico en la ciudad es bastante intenso, a pesar de la hora temprana; pero, recuerda, es sábado y siempre los sábados se dificulta en todas las calles y plazas la circulación.

Así como los domingos, de madrugada, la ciudad es una ciudad tranquila, dormida, apacible, los sábados tiene una fisonomía especial; tiene cara de sábado: ojos verdes, rojos y amarillos de semáforos; gritos de claxons impacientes; bocas de camioneros que gesticulan palabras redondas y acentuadas que se comprenden muy bien por el arco de los labios; y cuerpos largos, largos y segmentados de inacabables embotellamientos…

Por eso, hoy sábado, a José María Vidal Oliver le lleva varios minutos salir de la ciudad y situarse en la carretera de Madrid.

Ve el poste con el cuadrilátero azul, en el que se dibuja sobre fondo blanco la bomba de gasolina. Abajo dice: a 3 km.

Empieza a respirar tranquilo, a disfrutar del viaje, a saborear las primeras dentelladas de la cinta larga y gris que se le ofrece… Podía haber hecho el viaje en avión; una hora de vuelo. Pero le gusta conducir. Le gusta sentarse al volante, sin prisa excesiva, con un largo camino que recorrer y una idea, un pensamiento, un trabajo en su mente.

Casi todos sus libros los había concebido a más de sesenta por hora sobre las carreteras de España o de Europa.

Le gustaba hilvanar las ideas dentro del coche, con las manos en el volante y el pie derecho en el acelerador, sin posibilidad de transmitirlas al papel, de tomar notas; le gustaba tenerlas allí en su mente, darles vueltas, corregirlas, y luego, reencontrarlas sin tachas ni borraduras, limpias, puras, como recién inventadas, mejor aún, como recién nacidas (el invento presupone una labor más o menos larga, el nacer es espontáneo).

Había dos lugares en los que los planes de trabajo surgían en su imaginación con exactitud y precisión:

Eran en la iglesia o en el coche.

En la iglesia, mirando al celebrante y sin escuchar el oficio, la mayor parte de las veces trazaba temas, concretaba conferencias, se aclaraban conceptos e ideas dudosas durante algún tiempo; y de todo tomaba nota mentalmente, con precisión y orden tales que parecían preconcebidos.

En el coche, en la carretera, disfrutaba de antemano, gozaba con las horas que tenía por delante, la mirada puesta en el horizonte, y su atención y su pensamiento en el tema que hubiera elegido, mejor aún, que hubiera surgido; la idea imprevista que, atractiva, se hubiera posado en su mente al iniciar el viaje.

Se detiene en el surtidor. Es un pequeño edificio de modernísima construcción; parece el decorado de una película futurista. Hay amplios y cuidados jardines, brotados en menos de un mes, que harían temer una ilusión óptica al conductor habitual, de no ser sólitos ya estos oasis por toda la geografía española.

Hay varios surtidores, también; cinco en total; rojos, nuevos, relucientes.

Esperando o tomando gasolina, dos o tres camiones y un «Mercedes» negro.

Se apea.

Dice al muchacho que se le acerca:

—Llene el depósito; y mida el agua y el aceite. ¡Ah…! ¡Compruebe los neumáticos también!

—Bien, señor. Tardaré un poquito con el aire…

—Bueno, entonces voy a tomar un café —dice.

Y piensa que así estará más despejado.

La cafetería instalada en la Gasolinera, con sus anuncios vistosos de mil colorines, y su brillante letrero «Snack Bar», distrae su atención al dirigirse a ella.

Una muchacha detrás del mostrador se acerca a él.

—¿Qué desea?

Mientras le habla, con una bayeta de wetex limpia el mostrador.

—¡Un café! —pide José, y añade—: ¡Cortado, por favor!

Se escucha la presión de la «Gaggia» automática; la muchacha manipula rápida haciendo funcionar los brazos de la cafetera.

Dos hombres, en el otro extremo de la barra, hablan de quinielas y «resultaos».

Le sirven el café en una pequeña taza; en un platito varios estuches de azúcar y, en una jarrita minúscula, la leche humeante.

—¡Gracias, es suficiente! ¿Cuánto le debo?

—Son cuatro pesetas, señor —dice la joven.

José toma el café, deja un duro en el mostrador y sale hacia su coche.

El mecánico está comprobando el último neumático. Él, con la suela de su zapato, lo presiona fuertemente, parece que cede.

—¿Cómo estaban? —pregunta.

—Las delanteras, bien; las de atrás estaban bajas.

Paga y monta de nuevo en su coche. Al abocar a la general tiene que esperar a que pase un «Seat» que viene a distancia: un «ceda el paso» se lo advierte.

Otra vez en la carretera de Madrid.

De nuevo la carretera, la cinta gris y recta juntándose a lo lejos con el azul del cielo; los árboles a ambos lados. Los camiones en dirección contraria: hacia la ciudad.

Nuevamente el pensamiento y las palabras en la mente como dictadas a una cinta magnetofónica. El plan de esos días en Madrid.

Empieza a calcular: llegará a primera hora de la tarde. Se detendrá a comer en cualquier parte, sobre la ruta.

A la noche, cita con su editor, ya prefijada por teléfono. «Luis de Paz —piensa— es un buen amigo, colaborador más que editor, y yo le aprecio sinceramente; pero siempre quiere que las nuevas ediciones salgan, corregidas y aumentadas… yo creo que es por vanidad; por poner al principio del libro Nota o Advertencia y firmar El Editor. No, si alguna vanidad se le puede achacar a Luis de Paz es la vanidad de su escrupulosidad, la vanidad (o satisfacción) del trabajo bien hecho, a conciencia. Esta meticulosidad le cuesta dinero y disgustos, lo sé; pero del Boileau no quiero corregir nada; quiero que sea un libro sin retoques, tal y como salió de mis manos, “de nuestras manos” —se corrige—. Porque este libro, nunca hubiera visto la luz sin Sara. Hubiera quedado reducido a un bosquejo más en el cajón de mi escritorio. Si en su dedicatoria he escrito: “A mis colaboradores, con afecto”, debiera haber dicho (de haber podido decirlo): “A ella, porque es más ella que yo quien lo ha escrito”».

¡Sara! —piensa—. Sara —repite su nombre, y sus labios se entreabren pronunciándolo muy bajo; y sus manos sobre el volante se han vuelto más suaves, acarician la baquelita, no se aferran a ella.

Consulta el reloj en su muñeca: las diez. Ahora estará —calcula— en clase de «Paleo», como ellos dicen, con ese afán nuevo o la nueva moda por los diminutivos. ¿O también los usábamos nosotros? ¿También abusábamos de ellos? No. Me parece que no. En fin ella estará en clase de Paleografía.

Imagina sus ojos glaucos, casi grises, ansiosos, ávidos de saber; con esa mirada interesada, pendiente de nuestras palabras, aislada de lo demás, con que escucha, con que sabe escuchar…

«La atención de Sara es firme, robusta, da la impresión de que nada anómalo haría desviar su vista de nosotros, ni le impediría seguir prestando oídos a nuestras palabras. Nada se interpone entre ella y las explicaciones del profesor. A otros alumnos les basta el vuelo de una mosca, el arranque de una moto en la calle, las partículas minúsculas de polvo flotando en un rayo de luz, una tos…, un suspiro…, cualquier cosa los distrae. A Sara no, nada de eso; a Sara yo diría, que sólo la muerte; la muerte es la única que apagaría el brillo interesado e interrogante de sus pupilas».

José mira el cuentakilómetros. Va a 90. ¡Está bien! No quiere correr; tiene tiempo y saboreará la ruta. Paladea su camino interior.

Piensa en los contactos que tendrá estos días en Madrid. Primero De Paz, que le pondrá al tanto de las críticas de su libro, las críticas verbales; críticas adversas las habrá habido… ¡siempre las hay! Casi las espera con más emoción que las buenas. Casi siempre vienen de los mismos: unos, malintencionados; otros, pesimistas aspirantes a la perfección.

Los primeros sabe por dónde van, lo que pretenden; pero cada vez inventan (no se les puede negar) una nueva zancadilla, que se traduce en un más o menos original reproche.

A los otros hay que escucharlos, y los escucha, porque en su deseo de perfección siempre aportan ideas positivas, aunque de antemano sepa que nunca se sentirán satisfechos.

Mañana domingo verá a varios compañeros.

Quiere tener un cambio de impresiones con unos cuantos amigos antes de ir el lunes a ver al Subsecretario. Quiere ver si alguna conversación o algún rumor le pone en pista de lo que se pueda tratar el lunes en el Ministerio.

Siguen los planes en su cabeza. Va recorriendo y «llenando» mentalmente las horas que pasará en Madrid.

Lunes y martes, dos conferencias en el Ateneo a las que tiene que asistir. Prometen ser interesantes por el tema. Si tiene tiempo —si no lo sacará—, por la noche irá al teatro. La última obra de Calvo Sotelo y la de Lope en el Español. ¡Inaplazables!

Y el miércoles, si puede ser, de madrugada… el regreso.

La vuelta a la ciudad será más rápida; ha consultado el reloj para comprobarlo; el regreso le llevará menos tiempo. El pie pisará el acelerador con insistencia. Sus manos en el volante serán más firmes y su imaginación sólo le dictará un proyecto: ¡Sara! Y, está seguro, sus ideas no serán deshilvanadas ni fluctuantes; al regreso sus pensamientos tendrán una forma y figura concretas: ¡Sara!

Sara, terminadas las clases, saldrá presurosa. Cuando en el patio está reunida con un grupo de compañeros, siempre es la primera que se despide. Siempre se la ve caminar con prisa dirigiéndose a su «600».

Su pequeño «600». ¡Tan vigilado por él! Tan oteado en los primeros tiempos desde el ventanal de la Sala de Profesores.

Conocía sus movimientos a la perfección. Podía, cerrar los ojos y verla. La veía sacar el llavero y apoyar los libros en su cadera, su bolso colgando de un brazo, y luego, con la mano libre, introducir la llave en la ranura de la cerradura. Sara —se ríe— casi siempre se equivocaba —¡y se equivoca!—, trataba de introducir en la puerta la llave del contacto, y luego, al comprobar que ésta no abría, buscaba con sus dedos la otra, haciendo un gesto de extrañeza. Una vez abierta la puerta, tiraba los libros, los lanzaba, y el bolso al otro asiento, y sentándose ella al volante, cerraba de un fuerte portazo.

Recuerda la primera vez que la vio.

Ella entraba en Secretaría. Le impresionó su mirada. Sus ojos claros, entre verdes y castaños; pero no fue el color de sus ojos, fue… la voracidad, la decisión que vio en ellos lo que le chocó enormemente.

La dejó pasar, y ella cruzó el umbral de Secretaría con aire de reina. No era una pose estudiada, no. Era algo impremeditado, un prolongado estudio ante el espejo no hubiera conseguido dar la naturalidad regia que adquiría su caminar, ni el leve y casi imperceptible aire arrogante con que despegaba su cabeza.

Sara tenía, ni siquiera sus enemigas se la podían negar, «clase». No se trata, como ellas dirán, de que lleve prendas caras aunque no lo parezca. Ni de que yerga su cabeza por orgullo. Ni de que tenga la suerte de poseer una figura esbelta. No se trata de nada de eso; Sara tiene «clase». Y seguirá teniéndola con diez kilos más y vistiendo percales. Es algo que reside en su interior y no tiene nada que ver con la envoltura externa; es, sí, algo interior que dimana de sus movimientos, de su saber «estar».

Nunca se había interesado por sus alumnas. Nunca le habían interesado más que intelectualmente. En primero, era curioso ver las caras nuevas, casi infantiles de las chicas. Siempre había alguna belleza oficial. Y no sabía por qué, esas bellezas le iban detrás los primeros meses. Las veía interesadas en Literatura, curiosas, no con la curiosidad de Sara, no; era una atención forzada la que prestaban ellas. Esas chicas guapas que en primero, en el primer trimestre, parecían perseguirle, él sabía que antes de final de curso tendrían novio. Se habrían hecho novias de cualquier chico de la Universidad. Y dejarían de hacerle consultas y las vería pasar uncidas bajo el brazo posesivo de algún muchacho mayor que ellas.

Era un fenómeno repetido año tras año. José Vidal Oliver lo conocía muy bien. Incluso había pensado en alguna ocasión hacer un estudio detallado de esta anomalía. Un ensayo en el que se analizasen in extenso et cum ómnibus adjunctis las causas que motivaban esa fascinación forzosa y momentánea.

A José Vidal Oliver los alumnos empezaban a interesarle, como tales, a partir del tercero. En tercero elegían especialidad, y bien se inclinasen por la Historia, la Filosofía pura o las Lenguas, eran los auténticos, los verdaderos, los que, aun a costa de sacrificios, terminarían la carrera; los que intentarían acabarla y él procuraría ayudar.

Cuando se cruzó con Sara en Secretaría, pensó: «¿Quién será? No hay duda de que es alumna mía, pues me ha mirado con deferencia, y hasta ha insinuado cederme el paso; debe de ser de tercero, alguna “nueva” de tercero, que es la clase que he dado hoy».

El Delegado del S. E. U. se lo confirmó.

Pero lo que le dijo el Delegado del S. E. U. le trastornó un tanto: era casada. Había abandonado la carrera en Madrid y la reemprendía en la ciudad al cabo de varios años.

Su apellido, ilustre, le sonaba muchísimo. El Jefe del S. E. U. le dijo a modo de aclaración: «Es sobrina del embajador… Tal».

Luego vinieron los coloquios.

Los coloquios de los viernes resultaron ser lo que él se había propuesto al iniciarlos. Pero Sara fue la que le ayudó a dar el tono exacto a los mismos. Ella fue la que con su curiosidad e inquietud constantes, despertó la curiosidad de los demás. Con su ansia de aprender nuevas cosas y sus acertadas preguntas y sus oportunas averiguaciones, logró vencer la timidez intelectual de los demás. Les hizo despojarse de dudas y vacilaciones.

Los coloquios los había organizado para iniciar a los alumnos en polémicas, discusiones e intercambios de puntos de vista, y tenían que ser apasionados. Sara, con su pasión, encendió a los demás. Con su voz clara, con su perfecto francés, leía a veces versos o pasajes de obras que él aportaba a los coloquios; siempre se ofrecía voluntaria para leer cualquier cosa. Y él se maravillaba de su pronunciación y del tono exacto e importante que daba a las palabras.

Él la veía de lejos, atractiva, elegante, interesada en el estudio; poseedora de un mundo interior rico y variado, pero lejana e inaccesible. Inaccesible incluso para cualquier intento de camaradería o de colaboración literaria; porque su matrimonio la colocaba fuera de la órbita de los contactos, aunque fuesen meramente intelectuales.

Había exalumnas por las que sentía verdadero afecto. Recuerda a Angelita Mauriño, que ahora está en Oviedo y da clases en varios colegios, en espera de que se convoquen las oposiciones a ayudantías. Y a Carmen Ontero, que había estrenado su flamante cátedra en La Laguna.

Por ninguna alumna había sentido la atracción que sintió por Sara. Por ninguna mujer tampoco antes que ella. Las mujeres habían surgido en su vida presentadas por el instinto sexual. Y aunque a veces —muy pocas— había encontrado agradables sorpresas extra causam, eran meros accidentes que hacían más agradables las relaciones amorosas.

Por Sara fue el proceso contrario. En un principio fue una curiosidad exasperante que le asaltaba en múltiples ocasiones: cómo pensaría, cómo sentiría, qué cosas serían para ella importantes, trascendentes, y cuáles no. Eran un afán incontrolado de bucear en su personalidad; sabiendo o presintiendo que en ella, en su intimidad profunda, encontraría inagotables sorpresas que no harían sino aumentar su admiración.

Lo sexual vino después. O tal vez no; tal vez estuvo siempre en él; pero, en todo caso, no con carácter de urgencia, no incitaba su imaginación. Su imaginación en su enamoramiento por Sara había discurrido y se había complacido en desnudeces espirituales.

Recuerda un día del invierno pasado. Cuando él se dirigía a su casa, acatarrado y febril, ella le asaltó con sus preguntas y sus consultas…

José sube ahora el pequeño puerto. Su «M. G.» hace 60 en tercera, en la pronunciada cuesta. El motor acusa la presión a que le somete y parece respirar más forzado; antes de coronar la pendiente, cambia la marcha; se nota un alivio en el jadeo del motor. Las máquinas también agradecen que se les dé un respiro (la segunda).

En lo alto, la carretera, ahora zigzagueante, le descubre la bajada del puerto. Las señales proliferan: prohibido el adelantamiento, curva peligrosa, viraje a la derecha, desnivel: 8%. Y la raya amarilla, la doble raya amarilla en las curvas… Los camiones fatigosos que en dirección contraria están a punto de coronar el ascenso… Y los anuncios: «Valentine», «Pepsi-Cola», «Grúas, tel. 2547».

Recuerda aquel día del invierno pasado. Debía de ser en enero. Hacía frío. Él estaba resfriado y se había encontrado mal. Y ella le discutía algo sobre madame de Sevigné. No tenía importancia; lo importante, lo que le quedó grabado, y estaba seguro que para siempre, fue su gesto, su gesto altivo, al contestar a su pregunta: «¿Qué es para usted algo más importante?». Su expresión desafiante y la rapidez desconcertante con que dijo: «Racine, Jean Racine».

Cuando José le formuló la pregunta, era ésta una cuestión literaria; pero cuando él escuchó en el aire sus propias palabras, les dio un doble sentido, deseando saber «más cosas»; y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no añadir: «Bien, Racine, pero… ¿además de Racine?». En vez de seguir indagando en las preferencias de su alumna, se había despedido.

Había pasado después algún día por la Alianza Francesa; pero al ver el «600» de ella aparcado en la acera, había continuado su camino. A José, en aquel entonces, le había bastado saberla allí, comprobar que había seguido sus consejos, escuchado sus sugerencias. Sólo eso; no había querido iniciar unas relaciones, unas convivencias intelectuales que no tendrían futuro; que se acabarían con la tesis de ella sobre Racine, que no sabía cómo interpretaría ella, ni si las desearía siquiera.

Fue en la festividad de San Antonio Abad.

El Rector celebraba su santo. Daba una fiesta importante. Además del Claustro de Profesores, había autoridades y gente conocida e influyente de la ciudad.

Dos camareros pasaban con regularidad bandejas con bebidas. Una doncella joven y espabilada ofrecía a su turno patatas, aceitunas y almendras en pequeños platos de porcelana.

El salón y la biblioteca estaban ese día comunicados, dando amplitud enorme al conjunto. En la biblioteca un fuego espléndido mostraba sus ardores debajo del retrato del Rector, birrete y toga y diez años menos. La gente se aglomeraba en el salón, charlando animadamente. En un extremo del mismo, protegida y semioculta por el recodo natural del plano en forma de «L», se veía una mesa vestida y alhajada para la cena; se había advertido: cena fría.

José tomaba un whisky con el hijo de la casa, cuando el propio Rector vino a llamarle. Le llevó a un grupo en el que varias señoras que ya conocía charlaban con el doctor Aguirre, el mejor cardiólogo de la ciudad.

El Rector, sin introducciones previas, pues todos se conocían y se habían saludado antes, les dijo:

—Vidal Oliver os podrá informar. Es uno de sus profesores.

Él, José Vidal Oliver, se intranquilizó, se puso en guardia. Siempre que en reuniones sociales se mencionaban sus alumnos era para pedirle algún favor: benevolencia o aprobados.

En aquella ocasión su suposición había sido errónea.

—Sara Aranguren estudia contigo, ¿no?

Le había preguntado Anita, la mujer de Aguirre, la más joven del grupo y con la cual de soltera él había coincidido en alguna fiesta.

Las otras dos señoras del grupo eran la del Presidente de la Audiencia y la mujer del Presidente del Consejo de Administración del Gran Hotel, del que se decía tenía una gran fortuna, triplicada en los últimos años. Su cadena hotelera se había ido extendiendo por toda la costa a medida que las exigencias turísticas habían señalado su oportunidad.

José supo muy bien a quién se referían; pero como le molestó la pregunta (no supo por qué), contestó:

—No recuerdo ninguna alumna con ese nombre.

—Bueno, claro, su nombre de soltera es Ponce de León… —aclaró Anita.

—Sí, Ponce de León estudia en la Facultad, está en tercero; es… una de las mejores alumnas, de las más competentes.

Le agradó muchísimo poder decir esto; se notó a sí mismo complacido en la alabanza.

—¡Hasta que… se canse! —vaticinó sentenciosamente la del Presidente de la Audiencia.

Luego, dirigiéndose más a los otros que a José, continuó:

—Ya sabéis que hace años le dio por el bridge y se pasó una temporada jugando cada tarde con los Miller; no hacía otra cosa. A todo lo que se le propusiera, contestaba siempre que estaba muy ocupada. Y su ocupación era ésa: el bridge. Hasta creo que se presentó a los campeonatos nacionales. Luego… le dio por la pintura. Sí, recuerdo un día que en una fiesta llevaba los dedos sucios de colores y dijo tan tranquila que aquel día había trabajado mucho…

Anita intervino:

—Bueno, mujer, Lola, ¡no exageres! Sara podría aquel día llevar los dedos con manchas de pintura, pero… seguro que estaba estupenda y elegantísima.

—Sí, mona, estaba elegantísima —contestó Lola—; pero lo que yo quiero decirte es que la pintura de los dedos se la podía haber quitado con aguarrás o acetona; y que, si no lo hizo, era para darnos en cara a las demás presumiendo que ella hacía algo interesante y desafiando a todo el mundo sin importarle demasiado la fiesta. No me negarás que mira a la gente desde una altura… —ante un gesto refutatorio de Anita, continuó—: Sí, sí ¡no me contradigas! Es orgullosa y presumida. Se cree…, no sé qué…, como si la ciudad le viniese pequeña…

—¡Pero, hijas! —intervino por primera vez el doctor Aguirre—. Qué agudeza mostráis al juzgar a vuestras amigas. ¡Cualquiera cae en vuestra desgracia!

Se reía y miraba a José para que corroborase sus palabras.

Éste, por el contrario, estaba serio. Los músculos de sus maxilares estaban tensos, frenados, en un esfuerzo por no querer decir nada.

La del Gran Hotel, que no había intervenido, lo hizo entonces. José no recordaba su nombre, a pesar de haber coincidido con ella en alguna cena. Al poco rato se pronunció éste en el grupo: la llamaron Sita. No supo a qué patronímico correspondía.

Sita dio su opinión:

—Yo, la verdad, lo que creo no es que la ciudad le venga pequeña… sino que el marido le viene grande… Antonio, desde los dieciocho años, ha empezado la vida crápula y alegre y ha crecido tanto en este sentido que se ha desbordado en más de una ocasión. ¡Claro que la culpa la tuvieron los amigotes de su padre! Después de la guerra, con el pretexto de espabilarle e iniciarle en los negocios, lo que hicieron fue darle alas y proporcionarle dinero y medios para sus primeros devaneos. Yo creo que ellos se remozaban con las aventuras de Antonio… Y él, ya sabéis, de ahí en adelante… cada vez más dinero y más… más…

—Queridas. —El doctor Aguirre terminó claramente la frase, ya que Sita parecía titubear y debatirse entre varias expresiones que iban a querer decir lo mismo, diciéndolo más oscuramente.

—De todas formas, a pesar de su vida y de sus aventuras, Antonio era el mejor partido de la ciudad. Se hubiera casado con quien le hubiese dado la gana. Porque aparte de ser un «pinta», o precisamente por serlo, es simpático y atractivo. Tiene un encanto especial; en cuanto él llega a una reunión, la anima, la alegra, le da vida.

La alabanza de Antonio había corrido a cargo de Lola. A Lola se le notaba —José lo advirtió en seguida— una antipatía mal disimulada por Sara. Y por no insistir en sus críticas hacia ella, alababa al marido, lo cual, en cierto modo, era seguir atacándola a ella.

Le contestó Sita:

—Sí, desde luego, es simpático y en todas partes se le recibe con los brazos abiertos; pero no me negarás que a su mujer eso no le interesa nada, ni que haya sido el mejor partido de la ciudad… si ahora es un marido pésimo. Y lo peor de todo es que sus cosas a veces son «sonadas». ¿Sabéis lo de la modelo, no?

—¿Una italiana? ¡Algo he oído! Pero no sé bien qué —fue Anita Aguirre quien contestó.

Todas las mujeres se acercaron más a Sita; sus ojos brillaban con curiosidad. El doctor Aguirre también parecía escuchar atento. José, a pesar de su repugnancia, de su asco casi, se quedó clavado en el parqué del salón, en el pequeño grupo; con un vaso de whisky en su mano y su atención en las palabras apagadas, confidentes, mezza voce, de Sita:

—Sabéis que al desfile de la Moda Europea, en octubre, acudieron modistas de distintas naciones además de los españoles. Había un alemán, dos franceses, un italiano y un griego.

»El italiano, Casiani, traía tres maniquíes; una de ellas era guapísima, morena, con ojos azules… No sé si porque los modelos del italiano eran los más bonitos, sobre todo los más “ponibles” dentro de la línea de vanguardia, o si es que ella, la modelo, era un verdadero fenómeno, resultó la más aplaudida. La hicieron desfilar al final, repitiendo el “pase” de los vestidos de noche.

»Al día siguiente, la segunda noche del desfile, media hora antes de empezar, faltaba la italiana. Ya estaban todas las demás en el peluquero y en el visagiste, y ella no aparecía. Casiani estaba furioso. Primero decía que la despediría al día siguiente; a medida que el retraso de Nina se convertía en una gran contrariedad y en un desagradable imprevisto, él, el modista, iba pasando de los aspavientos agresivos a las actitudes trágicas. Gesticulaba lastimeramente y hasta llegó a mencionar el suicidio.

»Pero Nina no apareció ni desfiló aquella noche. Antonio Aranguren la había visto y se había encaprichado. Y la convenció (le costaría bastante) para que abandonase a Casiani.

»Al día siguiente, cuando Nina se despidió de Casiani, éste lloraba y decía que había perdido su inspiración. Que nunca más volvería a ser “creador”.

»Como vivían en el Gran Hotel, alguien de allí, creo que el conserje, o el gerente, o alguno de los organizadores del desfile, tranquilizaba a Casiani diciéndole: “No se preocupe para primavera-verano; la tendrá otra vez allá, ya habrá regresado para entonces…”.

José, con el vaso vacío, dio media vuelta buscando al camarero. Necesitaba repostar.

Todavía llegó a sus oídos la voz de Anita:

—Luego decís que Sara es caprichosa, que no sabe qué inventar… No me choca…, ya que no puede inventar otro marido…

José, aquel 17 de enero, festividad de San Antonio Abad, cambió por tercera vez su vaso vacío de whisky por otro lleno, y se dirigió a la biblioteca de la casa. Allí, il lado del balcón, mirando a la calle, dejó que su cara y sus rasgos —relajados de la tensión anterior— expresaran toda la indignación y pena que sentía, todo el dolor, toda la repugnancia…

La alumna que leía francés con acento perfecto, que se interesaba profundamente por los temas literarios, era frecuentemente humillada y pospuesta en la vida. La mujer de los ojos claros y mirada interrogante era desgraciada. A la chica más elegante de la Universidad le hacía la competencia cualquier otra mujer: ¡una modelo! Pero ¿cómo podría haber hombres tan ciegos? Si ella —había pensado— pudiera vender su personalidad y elegancia…, vendrían italianos y franceses a comprársela. ¡Si ella tuviera que desfilar por una pasarela, las demás parecerían ánades a su lado!

Nunca había pensado en ella dentro de su hogar. Siempre la había imaginado dentro de sí misma. Nunca en la realidad cotidiana de su vida, rodeada de objetos concretos. Nunca hasta aquella noche… Allí, tomándose su bebida a pequeños sorbos, viendo su propia imagen borrosamente reflejada en el cristal del balcón de la casa del Rector, la imaginó, la situó en su casa. La supuso sola, estudiando, escuchando música tal vez… Miró el reloj, aquel día fue el primero en que consultó el reloj para situarla a ella en el tiempo, en la hora, en el minuto.

Al día siguiente fue a la Biblioteca de la Alianza.

A primera hora de la tarde. Quería ser el primero.

Sintió, lo recuerda perfectamente, sintió, cuando la vio entrar, algo que se abría en su interior; algo que hacía eclosión y se esparcía por todo su ser, alegría, audacia, confianza en sí mismo…, fuerza, poder para disipar tinieblas, para desfacer entuertos…

Se había levantado de su sillón en la Biblioteca y se había dirigido a ella, que de espaldas acariciaba con sus dedos largos y finos los cantos de los libros.

Parecía indecisa.

José iba diciéndole al acercarse a ella: «Ya sé que no eres feliz… ya sé que te han hecho desgraciada. Yo estoy aquí. ¡Yo te resarciré de todo! ¡Ven! Refúgiate en mí. Yo conozco ahora lo que hay en el fondo de tu mirada. Yo sé lo que hay en el fondo del pozo de tus ojos: posos de amargura y desilusión, cubiertos por el agua clara de tu inteligencia y de tu dignidad».

En vez de todo lo que su mente le dictaba, sus labios pronunciaron otras palabras distintas, una frase cualquiera…

Pero a partir de aquel día supo situarla en el espacio, en el tiempo, en la soledad, en las multitudes, en su infelicidad…

Y más tarde…, en el amor.

José ya está viendo, cada vez más próxima, la recta infinita de la carretera. Cuando el viraje es a la derecha, ve las últimas estribaciones del pequeño puerto; apenas tres o cuatro curvas, dos o tres kilómetros y… entrará de nuevo en la recta, en el mejor tramo de la carretera de Madrid. Allí, en la recta podrá ir a 120 o a 130.

Pide paso a un camión que baja como él, pero con lentitud exasperante, forzado por la carga.

Una mano aparece por la ventanilla invitándole a pasar. La luz verde se enciende en el lado izquierdo de la trasera del camión.

José hace el adelantamiento.

Consulta de nuevo su reloj; y el cuentakilómetros: lleva más de doscientos recorridos. Dentro de un rato —piensa— se detendrá en el primer Parador decente que encuentre. Prefiere comer temprano; así estirará las piernas y luego, de un tirón… a Madrid.

¡Madrid! Una alegría especial y peculiar le invade al pensar en Madrid. Sus mejores amigos están en la capital. Sus recuerdos de estudiante. Sus años de la Residencia… Los primeros años de profesorado. Siempre se siente contagiado y rejuvenecido por el ambiente festivo e ingenuo de la capital. A Madrid se regresa siempre —decía— con alegría. Siempre había considerado Madrid como meta. Ahora…, no; ahora la meta quedaba atrás, a su espalda; ahora estaba… Sara.

«Parece que la ciudad le viene pequeña», había dicho aquel día una de las señoras del grupo.

¡No! —piensa él—. ¡No, señora mía! A Sara la ciudad no le viene pequeña; en todo caso, «ya» no le viene pequeña. La ciudad la hemos hecho a nuestra medida.

Y Sara tampoco, ¡muy otra señora mía! —continúa él su divagación—, tiene nada que inventar. Porque yo, yo he inventado para ella el amor. Y la llena y le basta. Y cada día le invento nuevas caricias que su marido, con toda su acreditada experiencia amatoria, no ha sabido antes crear para ella.

Sara, apreciada Anita, además de ser elegantísima, como tú dices, es feliz. Sara, ¡óyelo bien!, por primera vez en su vida ha conocido el amor.

Sí, conocía como tantas personas la etimología del vocablo, pero no su trascendencia y significado. No la esencia del mismo. Conocía el amor y lo que puede significar de una manera incompleta. Le faltaba el conocimiento profundo y certero de la experiencia. De la propia sensibilidad. Y ahora lo sabe. Ella ahora sí sabe lo que es el amor. Y ahora comprende mejor el significado y la importancia que ha tenido el amor en la historia de la Humanidad.

Ella descubre sus múltiples facetas y lo analiza bajo diferentes prismas. Y se le revela, simbolizado en renovadas caricias sobre su carne sensible, cada día. Porque Sara también ha descubierto su propio cuerpo. Yo le he dado, además de mi amor, su propio cuerpo. Sí, su cuerpo, del que se avergonzaba, al que prefería ignorar. Ahora, ella sabe que su cuerpo es lo único que posee para mostrar su intimidad. Ella comprende ahora al filósofo que decía: «el cuerpo es la realidad del espíritu». Y sabe que sin su cuerpo yo no sabría nada de ella y que sin mi cuerpo ella no sabría nada de mí.

La mirada de Sara es ahora brillante y apasionada. Sigue siendo escrutadora, ávida, interrogante… Siempre espejea en su fondo un anhelo secreto. Pero cuando se entrega en el amor, cierra los ojos y sus párpados, suaves y cálidos, y sus pestañas cosquilleantes sustituyen los dos interrogantes de sus pupilas. Y permanece con los ojos cerrados mucho rato, saboreando el descanso, el cese de sus inquietudes, la paz.

José Vidal Oliver sale del Hostal.

En sus dedos, un cigarrillo recién encendido.

Sube al coche, se sienta al volante y, marcha atrás, sale del aparcamiento. Se acerca a la carretera, espera prudentemente al lado del «Stop», luego desemboca en la carretera de Madrid, sigue a su derecha.

Y con la ventanilla abierta, deja que el aire de la velocidad le refresque, en este mediodía caluroso de junio.

De vez en cuando sacude la ceniza de su cigarrillo. Y lee los indicadores: A Madrid 95 kilómetros.

Una hora aproximadamente y estará en Madrid.

Tres días apenas, y estará de regreso, en esta misma carretera. Dentro de tres días, a otra hora más temprana, estará en este mismo punto, pero del otro lado, en dirección contraria: hacia la ciudad.

Ahora ve la carretera delante de sus ojos, y presume Madrid al final de la cinta gris. Ahora sabe que el horizonte que ve, el cambio de rasante, le traerá otro igual, y luego otro, y por fin… Madrid.

Al regreso, el horizonte que vea será diferente. Al regreso, al final de la sucesión de horizontes y cambios de rasantes… estará ella.

Le viene a la memoria un cuadro que ha visto hace poco. Es de un ruso: Orest Vereisky cree que se llama el pintor.

El cuadro representa un bosque nevado. Muchos árboles. Los troncos brotando de la sábana de nieve, de un blanco perfecto. Los troncos sin cabeza, sin copa…, sin fin. Los árboles del bosque de Vereisky terminan fuera del cuadro.

El cielo también está fuera del cuadro…

A través de los troncos se asoman tímidos o atrevidos un cervatillo, una gacela, un ratón, una liebre, un osito, una marta…

Y un poco más altos, posados en los troncos, en las primeras ramas, una lechuza, un mirlo, un cuclillo, una ardilla…

Y en primer término, muy destacadas en la blancura de la nieve, unas pisadas, unas huellas oscuras.

Ahora, el regreso a la ciudad lo imagina como el cuadro de Vereisky.

Ahora, la cinta gris une los dos polos: en uno, el conglomerado urbanístico de Madrid; en el otro, el cuadro de Vereisky.

Imagina el cuadro final de la carretera, del otro lado.

Los árboles son las casas, los edificios. Edificios sin chimeneas, sin terrazas, sin antenas de televisión. Edificios… sin cielo. Edificios cortados por la dimensión del cuadro, a lo sumo en el segundo piso.

Y el asfalto, blanco, helado…

Y asomándose a las esquinas, todos los animalitos, todas las facetas de Sara.

Siempre Sara:

El oso: Sara, huidiza de los otros.

El castor: Sara, trabajadora incansable.

El ratón: Sara, inteligente, intuitiva.

La liebre: Sara, rápida, prudente, avispada.

La gacela: Sara, asustada en el amor, temerosa, palpitante…, a su merced.

El ciervo: ¿Qué tiene Sara del ciervo? ¡Sí! La belleza de líneas; la belleza de la osamenta.

Y luego, en las primeras ventanas:

La ardilla: Sara, ligera, ágil de ideas, tímida.

La marmota: Sara, despierta ¡al fin! de un largo letargo.

La lechuza: Sara, taciturna, con ojos muy abiertos, siempre interrogantes, expectantes…

El cuclillo: Sara, golpeando fuertemente las materias para hacer salir de su interior los gusanos de las ideas. Y Sara, cuclillo también, hembra anómala que pone sus huevos (¡su amor!) en nido ajeno.

El mirlo: Sara, domesticada, repetidora, eco fiel de los susurros del amor.

La marta: Sara, ¡lo más preciado para mí!

Y en primer plano, las pisadas: mis pasos. Mis pasos, mis huellas, que vienen de ella y vuelven a ella. A encontrarla en la jungla de la ciudad. A descubrirla bajo tan diferentes aspectos. A acariciarla por encima de variopintos pelajes…

El cuadro de Orest Vereisky se titula «Cuento de Hadas».