IX

APENAS FALTA UN MES para fin de curso. Ahora que he recordado la pregunta de Ivonne Gervais, el año pasado, sobre mis planes, creo que se han cumplido éstos con largueza.

Aunque llevo «mi cuarto» bien y los exámenes parciales han sido buenos, no me refiero a esto sólo al decir que se han cumplido con largueza; ni me refería únicamente a mis estudios cuando, con voz emocionada, le contesté a Ivonne que éste sería un año muy importante para mí.

En mi pensamiento estaba, ante todo, y dominándolo todo, nuestro amor. Cuando yo, tumbada en mi hamaca de playa, hablaba con Ivonne el pasado verano, nuestro amor estaba recién estrenado. Era todavía impaciente, impetuoso, curioso… No cesábamos de investigar, de profundizar en nuestras personalidades; teníamos prisa por conocernos mejor. Por comprobar que no nos habíamos equivocado: que la cópula de nuestras almas era también perfecta.

Durante el verano pasado tuvimos muchas horas nuestras. Días enteros sin prisas, sin consultas al reloj, sin problemas por resolver, y con un mar cercano brindándonos la posibilidad inmediata de solucionarlo, de refrescarnos… y un sol y una arena cálida ofreciéndosenos para secar nuestra piel.

Después de nuestro viaje a Francia, Antonio trabajó muchísimo Trataba de coordinar los esfuerzos de Gervais y las gestiones del Agregado Comercial francés con los permisos del Ministerio para ultimar los detalles de la licencia para el envasado de sus productos.

Hacía frecuentes viajes. A veces, semanas enteras fuera de casa. Yo apenas le veía. Yo vagaba libre, a mi antojo, sin tener que dar explicaciones, sin ni siquiera tener que mentir.

Tú y yo vivimos muchas horas juntos. Y a veces, al separarme de ti, aún me parecía que estabas más junto y más adentro de mí que en nuestro abrazo horas antes. Eras, en la separación, más mío; pues eras como yo quería que fueses, como yo quería tenerte. No es que me defraudase tu realidad, no; es que al estar contigo, sencillamente, estaban también las circunstancias de hora, lugar y otras muchas imprevisibles: el mundo, en Fin, que nos rodeaba y al que había sin remedio que dejar sitio. Cuando yo regresaba a mi soledad, y te traía a mí, éramos tú y yo solos y nadie ni nada cortaba nuestro coloquio íntimo. Ni timbres, ni camareros inoportunos, ni viento, ni lluvia…, ni el correr del tiempo, sólo tú y yo; mejor dicho: tu «yo» y mi «yo».

En la época primera de mi enamoramiento, yo trataba de deslumbrarte con mi inteligencia y conceptos más o menos originales sobre las cosas. Pero al comienzo de nuestro amor, al regreso de mi viaje, yo, mujer al fin, «¿y qué es la mujer cuando no es sino mujer?», quise atraerte, ilusionarte como mujer.

Con mi aire sofisticado, adquirido en mi corta estancia en la «Côte», quería que tu admiración creciese; que tus sentidos se disparasen; que cada día me conquistases. Tomaba con frecuencia actitudes frívolas, por verte encelado y nervioso; otras te rechazaba, para luego, al día siguiente, aparecer ante ti con un disfraz distinto: de niña ingenua o de mujer madura y sumisa. En fin, yo jugaba al amor por primera vez, y todo me parecía maravilloso: tus enfados respondiendo a mi frivolidad; tu mirada inquieta, ante mi coquetería incipiente; o tu gesto preocupado y reprobatorio hacia mis nuevos peinados y mis vestidos très à la page.

¿Y mis gafas? Mis gafas… te enfurecían.

—Son espantosas esas gafas de sol que llevas… Me ponen nervioso.

Varias veces me habías dicho que no te gustaban; aquel día añadiste:

—Pareces una extraña. No sé si te hablo a ti o a una turista.

Parecías malhumorado y a mí me encantaba tu enfado.

Eran unas gafas enormes, con montura blanca, llamativa, moderna.

—Mis gafas, José, son la venda que llevan todos los enamorados. La venda, marca «Cupido»; digo… «Courrèges».

—¡Quítate esas gafas, Sara!

No podías ya disimular tu enfado ni encauzarlo hacia el humorismo.

—No sabes lo que arriesgas si me las quito… Te veré como eres…

—Cuando me conociste, no llevabas gafas, ni venda, ni nada de eso; tenías, eso sí, unos ojos muy abiertos y una mirada incisiva.

—He cambiado…, pues.

—Sara, ¡quiero ver tus ojos! ¡Esa mirada…!

Mi coquetería duraba el tiempo justo que tú tardabas en sentirte preocupado y molesto.

Me quité las gafas. Tu expresión satisfecha merecía la pena…

Como con frecuencia perdías el control y dudabas y te enfadabas, a pesar de conocerme tan bien, me amonestabas:

—¿Por qué tratas de coquetear conmigo? ¿Necesitas verme enfadado y disgustado para probarte mi amor? ¿Crees que al sufrir se quiere más?

—No —te decía, cuando la representación había terminado, un poco apesadumbrada al constatar tu enojo, que minutos antes yo había deseado, provocado—, es que quiero, ¿sabes qué quiero? Que no te embotes; que no te llegues a creer completamente tranquilo; que sientas inquietudes y recelos respecto a mí; que estés siempre en pie de guerra…

—¡Cariño! —estábamos tumbados en la playa en nuestras toallas. El ruido del mar llegaba apagado, y los ruidos del mundo se concretaban en un eco distante…, un murmullo.

Tu mano cogió una mía que en ese momento aprisionaba arena para luego dejarla fluir libremente.

—Si desde el primer momento me atrajiste enormemente; si al oírte hablar y razonar en los coloquios, me asombraste al ver encarnado mi ideal; si todo en ti me maravilló; si el único freno, lo sabes, mi única duda fue tu matrimonio; si ya hemos superado todo eso y entre nosotros no existe la palabra imposible, ¿para qué inventar más guerras? ¡Inventemos la paz! ¡Amémonos en paz!

Y entonces, atrayendo mi brazo a tu boca, me besaste repentinamente, en la mano, en la muñeca, en el antebrazo… y las arenillas pegadas a mi piel se iban traspasando a tus labios.

—¿Sabes lo que más me gusta de ti? —me preguntaste—. ¡Sí! —me explicaste ante mi gesto interrogativo—. De tu físico… del que tanto te preocupas últimamente… Lo que más me gusta de ti son tus huesos. ¡Sí! ¡La belleza de tus huesos!

—¡Estás completamente loco! —dije yo. Y recuerdo que me sentí bastante defraudada.

No habías soltado mi mano, y entonces tus dedos recorrían desde la punta de las falanges hasta el final de los metacarpios.

—Tus manos son bonitas. Sin envoltura que se chafe. Las falanges largas, finas, expresivas en sus movimientos, plásticas en el reposo… Tus manos serán siempre bellas… aunque envejezcas.

Liberaste mi brazo.

Yo, apoyándome en los codos, me incorporé levemente y te miré curiosa e interesada. Me descubrías un aspecto de mí misma, a la vez que me revelabas tu modo de verme. Como si me prestases tus ojos.

—¡Sigue! —te apremié—. Me parece absurdo, pero me gusta lo que dices.

—¿Ves? —continuaste—. De tu cara… lo que más me gusta es tu frente. Ty frente despejada, con ese levísimo hundimiento en el centro —tus dedos lo señalaban—, y luego… los arcos superciliares tan marcados que hacen resaltar las cejas, y tus pómulos… ¿comprendes lo que quiero decir? Eso…, permanecerá. La belleza de los huesos es inmutable y tú la posees. Hasta… incluso tus caderas: los ilíacos que no disimula el bañador, dan un encanto… un ritmo a tu figura. Por eso cuando, con todas las técnicas del maquillaje que te has traído de Francia, revalorizas lo otro, la carne, gustarás más a los otros, a mí…, no., A mí, lo que más me gusta de ti está debajo de tu piel.

Te miré complacida por lo que decías; pero, hostigada mi sensualidad, quise, en un gesto provocativo de mis labios, poner a prueba la espiritualidad e inmaterialidad de tu admiración:

—¿Sólo lo que hay debajo…?

—Lo que hay debajo…, lo que más…

Acercaste tus labios a mi boca en un gesto ligero, casto, como roce de mariposa.

Y… las arenillas de tus labios cosquillearon en los míos, volvieron a mi piel.

Nos incorporamos y nos dirigimos al mar. Íbamos cogidos de la mano; dos seres felices.

Al chapotear mis pies en la orilla, bajé la mirada a mi cuerpo, recordando tus palabras; y mis manos, la derecha libre ya de la tuya, se posaron en mis caderas, acariciándolas…

No quise que por mí fueses cigarra.

Pasaban los días y no hacíamos nada práctico; salvo practicar el amor.

Yo no quise ser responsable de tu relajación intelectual.

Ibas de un tema a otro, pero no profundizabas nada, no analizabas, no estudiabas. Te faltaba concentración —explicabas a veces—, otras…

—¡Es el calor!

—Pero… debemos hacer algo —insistía yo—. Bueno, quiero que tú hagas algo.

—Por primera vez en mi vida me gusta no hacer nada…

Yo, responsable de tu vagancia, no cejaba:

—Este año no vas a ninguna universidad extranjera por mi culpa; pues, en compensación, debías iniciar algún trabajo de los muchos que tienes esbozados.

Terminé mi coca-cola. Estábamos bajo un sombrajo de cañizo, en un rincón de la playa, lejos de la ciudad. Habíamos tomado unos bocadillos para no tener que interrumpir los baños. A veces, nos acercábamos al bar para tomar café o refrescos, como en aquel momento.

Cerca había unas altas edificaciones, semejaban modernas torres-vigías, distanciadas entre sí, una veintena de metros. Eran apartamentos de una agencia escandinava. Eran exageradamente altas y resultaban antiestéticas. Su carencia de belleza se debía a razones económicas: economía de solar y de cimentación.

Los cohabitantes de esa playa eran, pues, nórdicos en su mayoría. Sus conversaciones no estorbaban la nuestra, pues ni tú ni yo conocíamos su idioma. Y al no conocer el significado de ninguna de sus palabras, eran éstas, como música de fondo inconcreta. Alguna vez también teníamos música concreta: el chico del mostrador tenía un transistor, y los ritmos de moda del verano pasado invadían en esas ocasiones el ambiente, dominando las conversaciones.

…dime cuándo, cuándo, cuándo…

—Bueno, se han cambiado los papeles —sonreías; en tu cara quemada por el sol, tu sonrisa parecía más blanca—. Ahora es la alumna la que quiere hacer estudiar al profesor. ¿Qué te gustaría que hiciese? Ya conoces los temas que me atraen. Elige tú y empezamos por cualquiera para quitar la pereza.

—«Influencia de los clásicos franceses en la literatura de nuestro siglo XVIII» —empecé a enumerar yo—. O «Racine: en busca de la esencia de su obra». O «Boileau y la crítica literaria». O…

—Creo que nos inclinaremos por Boileau —me cortaste tú—. No concretamente sobre él mismo, sino haciendo hincapié en la crítica y cómo debe realizarse para llegar a encontrar los valores positivos de la obra. Hallar el pensamiento y la intención del autor… el mensaje, que diríais vosotros (te referías y me unías en el «vosotros» a mis condiscípulos); lo que hemos venido haciendo durante el curso; así será un libro que interese a universitarios e intelectuales; no solamente a los que quieran estudiar o conocer a Boileau. Él será el pretexto del libro. El contexto, la crítica literaria.

Te habías interesado. Había conseguido interesarte. Me alegraba mi triunfo; era fácil y eso me restaba mérito. Pero acreditaba mi femineidad y probaba una vez más esa cualidad tan femenina y tan importante que consiste en dar corporeidad a vuestros deseos y canalizarlos con los nuestros, suavemente, sin asperezas, sin que os deis cuenta.

Estaba segura de que al llegar a tu casa, empezarías a hacer cuadros sinópticos, a tomar las primeras notas, a trazar el programa para iniciar los trabajos… A mí me darías una lista de nombres, fechas y datos que yo debía consultar y confrontar.

La gente del bar se había ido marchando hacia los apartamentos, que comenzaban a iluminarse.

El chico de la barra plegaba las sillas de lona y las iba amontonando en un rincón. Sacó de detrás del mostrador varias cajas vacías de «Trinaranjus» y «cocas» y las fue apilando también a poca distancia.

Pagaste nuestras bebidas y nos fuimos en dirección opuesta a los vikingos.

Habíamos dejado los coches a la sombra de un pinar, casi a un kilómetro de distancia. Nos dirigíamos hacia el pinar, despacio, saboreando aquel incipiente anochecer que se nos iba echando encima sin sentir.

La costa, de la que veíamos muchos kilómetros, estaba más oscura que el mar. En algunos puntos había luces de casas o pequeños pueblecitos, o urbanizaciones nuevas.

El mar, en el que empezaba a reflejarse la luna, estaba pálido, blanco, y las olas se desperezaban lentas. Parecía un mar agotado de todo el día, apaleado por los bañistas, que al fin hubiese encontrado el reposo y la tranquilidad y saborease ambos, poco a poco, pausadamente…

Cuando llegamos al pinar —eran realmente ocho o diez pinos sobre una duna—, cuando llegamos allí, nuestros coches eran los únicos que quedaban solitarios, muy pegados el uno al otro. Cuando aquella mañana habíamos llegado allí, había habido otros muchos que, teniendo la misma idea, habían invadido aquel rincón, y nos costó trabajo encontrar sombra para los dos. Por eso ahora veíamos mi «600» pegado a tu «M. G.», en una posición forzada.

Nos reímos.

Se traslucía en la posición de nuestros coches: bajo los pinos, solitarios, el mío ridículamente pegado al tuyo, amparado en la importancia del tuyo, nuestra intimidad. Eran como prendas íntimas abandonadas en el suelo de una alcoba. Eran ellos, inánimes, más expresivos que nuestros propios ojos o nuestra actitud.

Nos delataban.

Y tuve miedo. Y dejé de reírme.

—¡Qué silencio! ¡Qué paz! ¿Nos sentamos un poco? —me preguntaste.

Yo, sin contestarte, me dejé caer sobre la arena caliente, la bolsa y la toalla a mi lado.

Hacía calor, eran los últimos días de julio: las noches más calurosas del verano. Echando mi cabeza hacia atrás, mirando al cielo vi correr una estrella. Te dije:

—¿Sabes que para mí las estrellas son pequeños puntos de luz… nada más? Adornos del firmamento.

—¿Quieres decir que te niegas a creer en los sistemas planetarios? ¿Que no piensas que son astros con luz propia, soles secundarios?

—No. No es que me niegue a aceptar las primeras ideas de Astronomía que aprendí hace muchos años, ni mis posteriores conocimientos de Cosmografía. Pero es que cuando, como ahora, miro al cielo, no pienso en ellos, no hago venir a mí la verdad cosmológica ni la Cosmografía; no. ¡Nunca! A no ser que me fuercen a ello. Cuando yo miro al cielo y veo, como ahora, las estrellas, es como si contemplase la dehiscencia de los lirios en mayo o de las violetas en junio. Algo natural que está ahí sólo para iluminar nuestras noches. Sin otra razón que la estética. Ni siquiera puedo creer (¡sentir!) que alguna de estas luces que tú y yo contemplamos, tal vez ya no exista, ya no sea. Puede que haga años que «ya» no sea.

Tú acariciaste mi hombro y enlazaste tu brazo al mío. Hablábamos con nuestras cabezas vueltas hacia arriba.

—Eres como la hormiguita del poema…

—«¿Qué son las estrellas?» —recité yo—. «Son como luces que llevamos sobre nuestras cabezas».

—¡Sí! —dijiste—. ¡Ésa es tu verdad! Tu verdad real, tu verdad intuitiva, tu verdad sensorial. Te gusta más que la otra, que la verdad astronómica, que la formal, que la lógica. Es inmediata, la sientes, la ves, y la aceptas y la amas. No haces reflexionar a tu inteligencia para que la razón te recuerde la otra, la cosmológica, que te gusta menos.

Hablabas seriamente. Yo me sentí triste. No supe por qué.

—Sí, José, estoy más cerca de la hormiguilla del poema que de Copérnico o de Laplace… «miles de ojos dentro de mis tinieblas…».

Recité el verso en un susurro. Y comprendí que en mis tinieblas se había hecho la luz. Que miles de estrellas iluminaban mi vida y que aborrecía la verdad lógica y aplastante que me decía que posiblemente no todas las estrellas que yo estaba viendo en aquel instante existían… ya realmente.

—La lógica no marcha con el corazón ni con los sentimientos —dije yo—. Es fría. Prefiero la Psicología; es como una madre buena y comprensiva: lo comprende todo; hasta la ilógica de los dementes.

—Siempre se trata de encontrar la verdad. Unos, por intuición; otros, por la reflexión. Los intuitivos —al hablar te habías incorporado y te sentaste en la arena; yo seguía tumbada y te escuchaba—, los intuitivos poseen como una segunda inteligencia, una inteligencia automática. Ésta instintiva e inmediatamente les hace aceptar o rechazar ideas, conceptos o personas. Los lógicos no se fían ni de las apariencias ni de sus propias impresiones; analizan, reflexionan, y luego la razón argumenta a su voluntad para que acepte o rechace.

Se había hecho completamente de noche. No tenía idea de la hora. No me esperaba nadie tampoco. Yo te escuchaba.

Seguiste hablando:

—Las verdades intuitivas que aceptamos, las amamos ciegamente. Las lógicas que aceptamos, debemos amarlas… nos las impone la razón.

Yo te argumenté a mi vez:

—La Lógica no se equivoca nunca. Y la intuición, sí; rara vez, pero alguna vez… Y entonces, cuando la intuición nos ha engañado, ¿qué pasa?

—Pues creo que la propia intuición ayuda en ese caso. Las personas que la poseen, cuando se ven defraudadas por sus «verdades», comprenden, «saben» intuitivamente que son humanos y que los humanos fallamos a veces. Pero siempre existe otra verdad, otro ideal, otra persona; no todo se acaba en un error. Siempre existen otras verdades detrás. Es preciso buscar y tener siempre fe en nosotros mismos. En nuestra propia capacidad para encontrarlas.

—Creo —pensé yo en voz alta— que por una verdad poética, por un ideal sublime o por un concepto fantasmagórico, pero sensible, seríamos capaces de morir. Y es por lo que merece la pena vivir. No. creo que Pitágoras estuviese dispuesto a morir por defender su famoso teorema. Y en cambio, ya ves… Miguel Servet… no llegó a retractarse nunca…

—¡Sí, claro! —me mirabas—. Y la hormiguita… tu hormiguita: la matan sus compañeras porque ha «visto» una estrella.

Sentí de pronto frío, a pesar del calor. Una corriente fría recorrió mi espalda. Sentí miedo otra vez. Tuve miedo de la injusticia humana; miedo a estar a su merced. Miedo de mis «verdades»; miedo de estar también a su merced.

Nos encontrábamos a varios kilómetros de la ciudad y ya era completamente de noche.

—¡Vámonos! ¡Es tarde! —dije yo.

—¡Espera!

El tono de tu voz, decrecido, pianísimo, me detuvo. Tu mano acariciaba mi hombro y jugueteaba con el tirante de mi bañador.

Me asusté:

—¡Debe de ser tardísimo! —te insté de nuevo.

—¡Espera!

Insistió tu voz, autoritaria, pero más apagada aún.

Y tus manos porfiaron tercas, obstinadas y diestras, y borraron mi susto…

Nos amamos bajo las estrellas, brillantes puntos de luz (¡mi verdad!), sobre la ardiente arena. El rumor de las olas llegaba a intervalos espaciados. Olía fuertemente a resina de los pinos cercanos. ¡Todo era tan perfecto! Cerré los ojos.

Al abrirlos, un rocío cálido resbaló por mis pestañas y humedeció mis mejillas: dos lágrimas. ¿Por qué? No lo he sabido.

Tú buscaste en la bolsa los cigarrillos. Encendiste uno y me lo ofreciste.

—¡No! —lo rechacé.

La piel de mis labios estaba distendida. Los notaba abultados y desfigurados por las anteriores caricias, y no quise sentir otro roce extraño en mi boca.

Tomaste mi mano y, pegada a la tuya, la apoyaste en tu pecho, sobre tu piel desnuda, sobre tu corazón.

¿Era una postura cómoda? ¿O era allí, exactamente, donde tú querías que reposase?

Mi mano sobre tu corazón captaba su arritmia primero, su vuelta a la normalidad después. Y tu corazón acusaría la irregularidad de mi pulso sobre tu piel. Nuestros cuerpos, nuestras sangres latían al unísono. Y nuestro silencio, sin habernos puesto de acuerdo, decía mucho más —ambos lo sabíamos sin habérnoslo comunicado— que las pobres palabras…

«Ha sido maravilloso» hubiera podido ser el tópico que tradujera el sentir nuestro de aquella hora. Y… ¡qué manoseado! ¡Qué pobre! ¡Qué poca cosa! Comparado a la realidad, ¡qué ridículo!

La punta de tu cigarrillo —¡otra estrella de mi verdad!— y el silencio… Dejamos hablar al mar, a la brisa, a tu corazón, a mi mano, a nuestras epidermis, a nuestro silencio…

Un vacío de todo lo malo. Una felicidad perfecta. No tuve conciencia de otra cosa que no fuese armonía y perfección. Algo que, a veces, se experimenta ante una obra de arte, al leer un poema o al escuchar una buena música. Pero siempre lo sentimos solos, íntimamente. Que cuando, maravillados, pero temerosos de pecar de onanistas estéticos (¡o de putrefactos!), tratamos de compartirlo con otros, al escuchar nuestras impotentes palabras y nuestros balbuceos, nosotros mismos nos avergonzamos por haber traicionado a nuestra emoción. Por haber sido mediocres intérpretes de nuestra exaltación.

Allí, aquella noche, la perfección y la armonía compartidas. Sin palabras. Dos seres conscientes que se comunican, la armonía, la felicidad, la paz.

Acabaste tu cigarrillo y nos levantamos.

Al abrir mi coche, pensé: «Dos seres conscientes, maduros, plenos, a quienes nadie espera en ninguna parte…».

Y el concepto del adulterio… Otro concepto intelectual. Otra verdad formal que mi sensibilidad se negaba a aceptar.

«¿Cómo —pensaba al regresar a casa— algo tan perfecto puede unirse a las ideas de vicio, engaño y falsificación?».

Yo sabía que si en clase de Lógica hubiera tenido que combinar premisas, la conclusión hubiera sido: «…luego el adulterio es un vicio». Pero no lo sentía así. La inteligencia no me servía. Y la reflexión tampoco. Mi corazón fiel, sólo él, me daba la razón. Estaba de mi parte e intentaba una solución de compromiso con la inteligencia.

Una solución particular, intermedia: un silogismo condicional. La inteligencia no me servía. Y la reflexión tampoco. Pero la inteligencia y la reflexión son importunas e implacables. Y no tardaron en arremeter contra el corazón, dictándole la imposibilidad formal de toda concordia: Nihil séquitur géminis ex particuláribus unquam: De dos premisas particulares no se infiere nada.

Hay pocas cosas mías que desconozcas, que ignores. Desde el principio de nuestro amor, yo te he descubierto (dévoilé) todos mis pensamientos, todas mis ideas, a la vez que te hacía partícipe de mis sentimientos sin disfraz ni doblez. Pero esto no lo sabes tú, no lo sospechas siquiera.

A la mañana siguiente, yo cogí mi coche y volví allí.

Los pinos, las manchas oscuras del aceite de los coches y el lugar exacto de la arena donde nos amamos, donde reposaron nuestros cuerpos. Me quedé mirando, escrutando… buscaba las huellas, el molde exacto con la forma de mi cuerpo, bajo tu abrazo.

Pero… no encontré nada: la arena estaba limpia, lisa de formas.

Solamente la colilla de un cigarrillo…

Allí parada, indecisa, mirando al suelo, sin ver…, pensé si era eso el amor. ¿Algo que se borraba a las pocas horas? ¿No quedaba nada real, tangible? ¿Nada a qué agarrarse para prolongar la emoción? ¿Nada aparte de aquel bienestar, de aquel estar bien conmigo misma y con los otros?

Oí pasos a mi lado. Me volví sorprendida.

Un hombre de unos cincuenta años, con un mono azul de mecánico me miraba de cerca, me observaba.

—¿Busca algo que se le haya perdido? —preguntó.

—No —le contesté—. Bueno… sí —añadí—. Pero… será muy difícil.

—¿Era algo de valor? —quiso saber él.

—De valor… relativo; más bien era un recuerdo…

—¡Ah! ¡Pues es una pena! —luego creyó haber encontrado la solución—. ¿Por qué no pone un anuncio en el bar?

Su brazo extendido y su mano señalaban hacia el pequeño bar, hacia el sombrajo de cañizo de los nórdicos.

—Sí, tal vez lo haga. ¡Gracias!

El hombre siguió su camino. Se fue atravesando los pinos hacia una furgoneta en la que se leían unas siglas comerciales que he olvidado.

Yo volví a quedar sola.

No quise comunicarte mi excursión. No quería hacerte partícipe de mi desilusión y también deseaba guardar algo para mí sola; un pequeño secreto, esta pequeña desilusión, para sufrir un poco en silencio, rumiándolo yo sola. Las mujeres somos sacerdotisas del amor. De todo hacemos conmemoraciones y ceremonias. Los pequeños detalles, insospechados para vosotros, nos conmueven y nos duelen más.

«¿Ha perdido algo valioso?».

Sí, había perdido el lecho del amor. Las huellas del amor. Mi boca —lo había comprobado en el espejo— no acusaba ya los roces ni delataba las latentes caricias. Mis ojos habían llorado y estaban limpios y brillantes. Y mi cuerpo había reposado sobre la arena, te había amado en la arena…, ahora lisa y pura.

¿Cómo se puede reencontrar el amor? —me preguntaba a mí misma—. ¿El amor de la noche pasada? Porque el amor de hoy, o el de mañana, ya no serán como aquél.

No. No pondría un anuncio en el bar.

Mi «recuerdo» se lo habían llevado las horas, los segundos… y yo sabía, que éstos no nos devuelven nada.