VIII

COMO YO HABÍA PREVISTO, mi presencia ya era familiar en el aula, en la Facultad. Yo era uno más entre mis compañeros. Y en algunas materias, no meramente «uno más», sino alguien digno de tener en cuenta y a favor para las consultas. En Literatura y en Historia de la Lengua Francesa, era sin duda la alumna más aventajada.

En Latín, flaqueaba un tanto. En Latín era yo la que tenía que buscar la ayuda de los otros. Atanasio Fernández, el religioso mercedario, era, como es lógico, el que sabía más latín. Pero era inabordable; casi siempre salía presuroso; no daba pie para consultas ni para entablar diálogos.

Andrés Aymat era el segundo fenómeno. Nadie le disputaba el puesto privilegiado. Hacía dos años se había aprendido de memoria un diccionario de Latín; naturalmente, era un «Spes y Vox» viviente y vivía de las rentas de su «Vox» con holgura.

A cambio de sus apuntes de latín y de sus traducciones casi inmediatas, los demás, aparte de nuestra admiración, le proporcionábamos los temas de las otras asignaturas, limpios, triturados, «turmixados».

El pasado curso, con motivo de los primeros parciales, Aymat, fue objeto de una broma que a mí me pareció más bien una comprobación, una revalidación de su título de diccionario parlante.

Julita S. Pacheco, le preguntó a boca de jarro una mañana:

—Andrés Aymat, ¡dime la página 113 del Vox!

Y Andrés recitó paciente:

—Convici, conviciátor, convícior, conviciosus, convícium, convictio…

—¡Y ahora, la 189! —insistió Julita.

—Familiaris, familiaritas, familiáriter, famositas, famosus, fámula…

Julita S. Pacheco, con el diccionario en la mano y el dedo índice recorriendo la página 113 primero, y la 189 a continuación, confirmaba la monótona retahíla de Aymat, asintiendo con la cabeza.

Fue aproximadamente por esos días. Sí, eran los primeros días de junio, los inconfundibles primeros días de junio, tan distintos a los demás. Esos primeros días de calor fuerte, de verano impaciente, que luego, a fin de mes se apacigua, se dulcifica. Esos días de primavera agostada ya, marchita, agonizante. Esos días en que el ambiente universitario se hace febril, ajetreado. En el aire parece que flota un temor concreto: «huele» a exámenes: cucurbitáceas. Las miradas preocupadas y ojerosas. Las muchachas sexies de cada curso aparecen menos sexies y más pobres chicas que no han tenido tiempo de cardarse el pelo. Los donjuanes de turno, menos graciosos, menos piropeadores, han olvidado silbar… No sólo silbar, hay muchas otras cosas que han olvidado y tratan de traer a su memoria en pocos días, en apretadas vigilias.

Fue en esos días cuando el pasado curso preparaba mi examen de Latín. Era el más difícil para mí, el único que verdaderamente me preocupaba.

Tenía apilados mis cuadernos, a su lado varios lápices. Me había vestido para salir nada más comer. Estaba citada en la Universidad con Aymat y Bonilla, para preparar juntos varios temas de Latín y estudiar los apuntes de Aymat, que eran los mejores. Tú me habías aconsejado que en alguna de las materias trabajase con mis compañeros.

Nuestras citas, en vísperas de exámenes, se habían espaciado, a trueque se iban haciendo más y más apasionadas.

Se me estaba haciendo tarde, y a pesar de mi advertencia al llegar a casa, la doncella no me llamaba para el almuerzo. Pulsé el timbre.

—¡Dígame, señora! —apareció Carmen en mi habitación.

—¡Es muy tarde! Ya sabes que te he dicho que tengo prisa. ¿Qué ocurre con la comida?

—Todo está a punto; Nati hace rato que la tiene preparada; pero, el señor, señora, ha telefoneado y ha dicho que vendría a comer… Estamos esperando.

—¡Ah, sí, bien, bien, esperaremos! —le contesté un poco preocupada.

Era extraño que Antonio viniese a comer; pero lo verdaderamente chocante era que avisase previamente. Si a las dos y media no estaba en casa, como norma, comía yo sola.

Me preocupó esta llamada. Me sentí inquieta. ¿Significaría alguna duda? ¿Alguna sospecha? Un temor absurdo se apoderó de mí. Sólo un instante.

Luego fui tranquilizándome. No, de ninguna manera. Antonio era la última persona que sospecharía de mí. Antonio, por sus experiencias eróticas conmigo, tiene la seguridad absoluta de que yo nunca tendré un amante. Lo que demuestra que, en estas cuestiones, para estar verdaderamente seguro hay que no estarlo.

Al entrar en el salón, él estaba de pie, con una copa en la mano. Por el color deduje que se trataría de «Fino San Patricio» que él acostumbra a tomar antes del almuerzo.

—¡Hola, Antonio!

—¡Buenos días, Sara!

Me senté en el diván de la rotonda y dejé mi bolso y mis cuadernos sobre la mesa de mármol.

Antonio estaba sonriente. Su actitud calmó los últimos vestigios de mi inquietud. Se acercó al diván y, sin sentarse, apuró su copa que luego abandonó al lado de mis cuadernos.

Mirándome con un gesto que era una invitación a levantarme, me dijo:

—Cuando quieras podemos comer. Ya me ha dicho Carmen que la «señorita» tenía mucha prisa —termina él, sin abandonar su tono alegre.

Me levante y ocupé mi sitio en la mesa.

—No te preocupes —le dije—, es una prisa… relativa. Estamos en junio y probablemente tú has olvidado lo que esto significa.

Me sonreí abiertamente. Tampoco yo tenía la idea del significado de este mes para sus cosas. Ni hubiera podido decir qué clase de trabajos se hacían en la finca en aquella época. ¿Faenas de recolección? ¿De siega tal vez…? Probable era que, a pesar de mi insinuación, él ignorase el motivo de mis agobios aquellos días.

Pero estaba equivocada; él sabía bien a lo que me refería.

Contestó:

—¡Oh, sí! —se reía ampliamente—… Para mí, significaba… calabazas seguras. Ya sabes que siempre fui un mal estudiante. De todas formas, los sobresalientes no me hubieran servido para los negocios ni me hubieran ayudado a ganar dinero.

Me dolió esta alusión a la impotencia de las Letras en el mundo de los negocios. Se oían comentarios desdeñosos acerca de los estudios en muchos sectores. Porque no ayudaban a ganar dinero, a medrar. ¡Sólo enriquecían el espíritu y fecundaban las ideas! ¡Nada más! ¡Y nada menos!

Yo al escuchar tales asertos sentía un dolor en mi propia carne: como si me echaran en cara algún defecto físico.

Él continuó, sonriente:

—¿A ti qué tal te va?

—Ya tengo dos liquidadas; no me han dado las notas, pero estoy segura del aprobado por lo menos.

Presumí un poco, después de haberme sentido humillada. Continué:

—Esta tarde tengo que preparar con unos compañeros un nuevo examen. Éste será el más difícil para mí.

—Necesito saber —se puso ya serio— cuándo calculas que terminarás. He recibido una invitación para ir a Francia.

Yo puse toda mi atención en pelar mi naranja. La había dividido en cuatro porciones y el zumo ácido de la piel me había saltado a los ojos, que me picaban.

Él continuó:

—He recibido carta de monsieur Gervais. Le recuerdas, ¿no? Está muy interesado en vendernos la licencia para empaquetar en España todos los productos de su marca. Yo le he dado largas, pues necesito estar unos días en su fábrica antes de decidirme. Él ha resuelto mi indecisión invitándonos a pasar unos días en su Château de Hyères; dice que durante el día trabajaremos y a la noche nos reuniremos con Ivonne y Sara y podemos divertirnos.

Persistía el escozor en mis ojos. Además, sentía un peso enorme en el corazón. El peso de un rodillo que lo aplanase, que lo planchase.

Mi sentido común se impuso. Hice un cálculo aproximado.

—A partir del 25, creo que estaré libre —le concreté—. De todas formas, no serán muchos días, ¿verdad?

La amenaza de nuestra primera separación había encogido mi alma. Todo mi ser estaba pendiente de su contestación.

—¡No! —su negativa inmediata y espontánea, me tranquilizó—. Cinco o seis días a lo sumo. Yo no aguanto más a Gervais. Y tú sola todo el día con Ivonne me arruinaríais con las compras. Les courses! ¿No se dice así?

Habíamos vuelto a la rotonda. Nos habían servido el café.

Yo me sonreí asintiendo a la última pregunta de Antonio sobre las tiendas.

Él, sacando su agenda, consultó las fechas. Puntualizó:

—Si te parece bien, le contestaré que a partir del 27 cuenten con nosotros.

—Sí, sí —respiré algo más aliviada—, me parece bien.

Mi corazón se había esponjado un poco; sin llegar a su perímetro normal, había conseguido liberarse de la presión del rodillo.

Me serví una segunda taza de café y le dije a modo de explicación:

—Hoy tengo que estudiar toda la tarde y seguramente parte de la noche. El café me hará espabilarme.

Antonio me miraba serio y con auténtica curiosidad quiso saber:

—¿Tú crees, Sara, que todo este esfuerzo que estás realizando es importante, merece realmente la pena?

—El esfuerzo que realizo diariamente, me satisface (por un momento pensé añadir: «me hace feliz», pero me pareció excesivo para su comprensión). En cuanto a si verdaderamente merecerá la pena… ¡Qué pregunta tan difícil, Antonio!… Ojalá, algún día, pueda contestármela a mí misma… afirmativamente.

Toda la tarde sentí en mi ánimo la amenaza del peso de la contrariedad que se nos venía encima. Cuando ya metidos por completo en el latín y en las traducciones, Bonilla, Aymat y yo ahondábamos en la composición de las frases y en la colocación de los complementos, conseguía olvidarme; pero luego, en las pausas, en los descansos que nos tomábamos para fumar un cigarrillo, yo notaba aquel obstáculo en mi camino. Mi pensamiento, con sensibilidad de radar, me avisaba de la pared que inevitablemente surgiría en el sendero de nuestro amor. A veces, absorta en los latines percibía el peligro y no se concretaba éste en mi imaginación. Como cuando algo nos ha alegrado esencialmente y ontológicamente domina esta alegría toda nuestra vida, nuestro vivir, preside nuestros actos y, sin embargo, en determinados momentos llegamos a olvidarnos de la causa originaria que la produjo; tenemos incluso que hacer un esfuerzo por recordarla. A pesar de que está señoreando nuestro vivir, nos ha dado el tono.

Así yo, oprimida por la pena de la separación, conseguí olvidar el tan poco deseado viaje, pero una nube empañaba siempre mis mejores momentos; una nubecilla sin importancia, nube de verano propia de aquel mes; pero que por ser la primera en nuestro cielo yo me complacía en contemplar.

Hicimos el viaje en avión a Niza.

Durante el vuelo, con un cielo despejado, sin inquietudes meteorológicas, recordé nuestro último encuentro.

Los exámenes habían terminado para mí; apenas trabajábamos; nos amábamos más. El saber que pasaríamos unos días separados nos hacía más apasionados. Tú, libre de preocupaciones intelectuales, parecías insaciable. ¡Ahora sí que tratabas de materializar, de grabar en mí tu amor! Tus caricias eran marcas candentes en mi piel, imborrables, posesivas. Querías vencer mi amnesia erótica; que tu recuerdo reconociese y atestiguase la fuerza del placer.

Fueron días de locura.

Aún dentro del avión que me llevaba a Niza y que cada segundo me separaba más de ti, yo me notaba dentro de la esfera de nuestro amor, cuyo eje eras tú, y dentro de la locura de los últimos días.

Mis labios se abrieron en una sonrisa complacida y —¡quizá!— sensual.

—Parece que estás encantada con este viaje.

Antonio, de quien me había olvidado, me hablaba en la butaca de al lado, casi al oído.

—¡Sí! —le dije—… ¡Merecía la pena!

Abajo el mar plomizo, inmenso, como masa viscosa, como tierra gris de otro planeta, sobre la que un supuesto arado hubiese trazado blancos surcos. Otro mundo sin horizontes, con sólo techo y suelo.

«¿Quieres ser de otro planeta?». José me había preguntado, gritado más bien; si fuese ciudadana de otro mundo en el que sólo existiesen los pasajeros de este «caravelle» como cohabitantes… Otro mundo sin ti.

Delante de nosotros se sentaban dos señoras americanas opulentas de carnes y chillonas de colores y dólares.

Si los cuarenta pasajeros de este avión formáramos un mundo aparte, un mundo sin horizontes, mejor dicho, con una lejana línea de mar y cielo, como único accidente del paisaje…, si yo me encontrara para siempre encajada en un mundo así… no tendría más remedio que volver a enamorarme de Antonio…

Le miré en este punto de mi divagación, y Antonio —¡qué pena!— miraba coquetonamente a la azafata que haciendo equilibrios por el pasillo, se dirigía a él con un paquete de revistas.

«¡Lo ves! —me dije a mí misma, y tal vez quise explicarte a ti, en mi subconsciente—. ¡Ni siquiera en este pequeño mundo que nos rodea, negando la existencia de otros seres y de ulteriores paisajes, podría volver a enamorarme de Antonio! Porque él, sencillamente, galantearía a todas las pasajeras femeninas del aparato, las dos americanas de las butacas delanteras incluidas».

Cerré los ojos y volví a replegarme en tu recuerdo.

Hasta que, unos minutos más tarde, la azafata y Antonio se empeñaron en señalarme un punto lejano que aseguraban se trataba de la costa francesa. Pronto sobrevolaríamos Marsella, Tolón, Hyères (nuestro destino), Giens, Saint-Raphaël, Cannes, Antibes, Niza.

Los Gervais nos esperarían en Niza. Yo había estado en Niza en otras ocasiones, pero nunca había llegado allí en avión.

El aeropuerto de Niza es blanco, alegre, lleno de jardines y flores. Parece un club aeronáutico, un country-club, más que un aeródromo.

Recuerdo flores y sol a la llegada. Los Gervais me inundaron prácticamente de flores: claveles de todos los colores. La flor más española, decían, aunque más tarde tuve ocasión de comprobar que ellos también la cultivaban. Vimos grandes plantaciones de claveles cerca de la costa.

Además del matrimonio Gervais, nos esperaba en el aeropuerto otro matrimonio al que no conocíamos: los Waloski, quienes, en pocos minutos borraron esa impresión de «desconocidos»; su personalidad de «ciudadanos del mundo» derribaba rápidamente las barreras de nacionalidad, idioma, costumbres, etc.

Ella, Paulette, no era guapa ni joven. Su atractivo residía en sus ojos, clarísimos, y en su estilo: muy racée.

Su padre era polaco y su madre francesa, hija de padre inglés. Su vida al lado de Pierre Waloski, otro polaco, judío, con gran fortuna en Francia, la hacía viajar constantemente y tratar gentes diversas dentro de la high life internacional.

Esta predisposición nata para comprender a gentes dispares la había cultivado necesariamente al principio, cuando sus relaciones con Pierre eran solamente profesionales: había sido su secretaria. Se había hecho costumbre en los primeros años de matrimonio. Y finalmente, yo diría que era su «oficio» y, como lo realizaba con complacencia, añadiría que su vocación.

Al poco de llegar nos dijo que aquella semana «solamente» tenían un diner en Mónaco con unos griegos, y un cocktail en Cannes, ofrecido por lady Luke; el resto del tiempo nos lo dedicarían a nosotros y a los Gervais.

Más tarde supe —Ivonne Gervais me lo contó— que los bellísimos ojos de Paulette habían visto la muerte muy cerca: su propia muerte.

Fue durante la guerra. Paulette a pocos metros de su cuerpo, había tenido enfocada una browning empuñada por un alemán que, afortunadamente, no llegó a disparar. Una contraorden en el último segundo detuvo la browning y salvó la vida de Paulette.

Pierre estaba prisionero de la Gestapo. Paulette había conseguido un puesto de intérprete con un oficial alemán del Estado Mayor. Por su trabajo le fue fácil obtener permisos para visitar a Pierre en la Santé con relativa frecuencia. Esta coyuntura la aprovecharon los dirigentes de la Resistencia para, por su intermedio, transmitir mensajes a personajes importantes, prisioneros, como Pierre, de los alemanes.

A última hora, la influencia de su jefe, que la apreciaba sinceramente, y la intervención de la Cruz Roja Internacional consiguieron un canje de Paulette por un joven alemán y la salvaron de un fusilamiento a pocas décimas de segundo.

Además de los Gervais y los Waloski, estaba el sobrino de Ivonne, Philippe. Éste, por ser el más joven o también por su posición en casa de los Gervais, fue el organizador del traslado a la ciudad. Él se encargó de llevar los equipajes en su coche. A mí me envió con Ivonne y Paulette, y a los tres hombres —Pierre, Antonio y Loulou— en el Citroën de este último.

Yo le advertí:

—¿Cree prudente, Philippe, colocarlos juntos? Empezarán a hablar de negocios…

—Es solamente hasta el hotel, madame —dijo Philippe, disculpándose—; es un pequeño prólogo que les concedemos. Après, c’est fini. Hoy es fin de semana y es necesario divertirse. Pas des affaires aujourd’hui! Pasaremos la noche en Niza —continuó explicándome Philippe en funciones de agente de viajes—; mañana por la mañana, por la carretera de la Côte nos dirigiremos a Hyères, a casa.

Ivonne y Loulou Gervais, contrariamente a sus amigos, sólo tenían una nacionalidad: eran franceses.

Y eran encantadores; al menos con nosotros. No podían mostrarse más atentos y demostraban una gran alegría por nuestra visita.

El recorrido del aeropuerto al hotel, con el mar a nuestra derecha y el bello paisaje de exuberante vegetación y cuidados jardines a la izquierda, era una delicia. Era como bajarse del avión en mitad de la Promenade des Anglais y seguir, continuar varios kilómetros.

En los parterres centrales, las verdes adelfas abrumadas de flores rosas rodeaban a las palmeras; la limpieza; los bonitos chalets; la luz; la riqueza…, los hermosos edificios de Niza, los nuevos inmuebles de apartamentos con toldos de colores, todo, todo era fiesta y luz al dirigirnos al hotel.

Influida por la acogida cariñosa y la luminosidad del día, sentí expectación y ansia por cumplir el programa que nos habían señalado: divertirnos aquella tarde del sábado.

Teníamos reservadas habitaciones en un hotel del Paseo de los Ingleses (¡los ingleses siempre en los mejores sitios!). Solamente nos dieron media hora para cambiarnos antes de volver a reunimos en el hall del hotel, para salir a almorzar.

Lo primero que nos sirvieron fue champaña helado, un «Martel» suavísimo que se tomaba sin dificultad. Se brindó por nuestra estancia en la «Côte», mientras esperábamos la bullabesa.

Las bromas y la camaradería surgieron rápidamente en la conversación. Hacíamos planes sobre las cosas que veríamos; ellos, los Gervais y Philippe, nos preguntaban y se interesaban por nuestras preferencias.

Yo me sentía tan contenta y tan alegre en aquel insólito grupo de gentes, y sobre aquel trozo del Mediterráneo, que cuando podía aislar mi pensamiento un segundo de la conversación, me decía: ¿cómo es posible? ¿Cómo puedes estar contenta si él no está aquí? Y me contestaba a mí misma; pero… está allí. Y está allí conmigo. Y yo, en medio de este bullicio, y de las risas y de las bromas, y de las miradas insistentes de Philippe, y sumergida en este ambiente tan sui géneris, y a pesar de mi atención constante a las palabras de todos, en un parpadeo, simplemente, estoy con él. Estoy en él. Y este viaje, y la Costa Azul, y estas gentes y hasta la bullabesa, no serían tan buenas si él no estuviese, si él no existiese.

Habían elegido un restaurante sobre el mar.

La gente comía o bebía en traje de baño; con ese afán de primerizas que caracteriza sobre todo a las mujeres (aquí también a ellos) por colorear su piel en pocos días.

Ellas, salvo contadas excepciones, usaban bikini. Y nosotros, los de nuestro grupo, que estábamos completamente vestidos, hubiéramos chocado en otro sitio que no fuera éste, donde lo extraordinario es lo corriente.

Los ojos de los hombres seguían las siluetas de las bañistas. Los de Pierre y Loulou, fugazmente; Antonio, en una mirada larga que las acompañaba hasta que desaparecían y que devolvía a nuestro grupo, bien a su pesar.

Philippe, no sé si por hastío o por halago, me miraba a mí más que a nadie; sus ojos parecían ignorar tantas chicas guapas y tantas cinturas morenas que evolucionaban a nuestro alrededor.

—Hay algunas tiendas que cierran el sábado, ¿no? —quise averiguar.

—¡No, madame! —Philippe se apresuró a informarme—. Es más bien el lunes por la mañana cuando algunos almacenes están cerrados. Pero no son todas las tiendas; sólo dos o tres; yo puedo averiguarlo si usted quiere.

—¿Ya estás pensando en las compras?

Antonio se reía ante mi súbito interés.

Parecíamos un matrimonio feliz. Al menos, un matrimonio normal. Ninguno de nuestros amigos podía sospechar que vivíamos en diferentes mundos; que nuestra camaradería sólo era el resultado de una amañada entente: la solución pacífica de nuestro problema, el cese de anteriores hostilidades…

—He traído pocas cosas, Antonio. Necesito comprar algo… Esta misma tarde empezaré —le contesté yo.

—¡Yo puedo acompañarla!… si lo desea —se ofreció Philippe.

—¡Gracias, Philippe! Acepto encantada. Así dejaremos que los demás descansen y las señoras puedan ir chez le coiffeur.

La tarde del sábado, de compras en Niza, fue como una borrachera. Hacía mucho tiempo que «no perdía» una tarde entera en ese fascinante ejercicio. Las ideas bullían y se agolpaban en mi cabeza; hacía cálculos aproximados y comparaciones con los precios de España; los precios de allí salían siempre favorecidos (¡mentira!) por mi entusiasmo. Mis pies no acusaban cansancio alguno. Las maniquíes de los escaparates eran sugestivas. Las dos primeras prendas que me compré me sentaban de maravilla. La excitación crecía. La imaginación me hacía aborrecer mis ropas y desear todo lo nuevo que se ofrecía a mis ojos.

Tenía travellers checks, y con ellos me hacían el 20% de descuento. Este descuento fue como la última copa, la que tiene la culpa de todo. Me parecía que ahorraba muchísimo dinero con los descuentos y como el viaje supondría beneficios económicos para Antonio, la idea del ahorro no pasó por mi cabeza ni un instante. Más bien me sentí despilfarradora.

Philippe era encantador. Poseía ese conocimiento nato y profundo que del alma femenina disfrutan los franceses. En ellos es como un instinto. Entienden de colores, de líneas, de perfumes sugestivos: «Je reviens», «Moment Suprême», «Robe d’un soir», etc… Él, Philippe, sabía lo que las distintas fragancias podían sugerir…, insinuar. En España, sólo reparan en esas sutilezas las mujeres. Los hombres, si se sienten invadidos por la órbita de un perfume femenino, se dejan llevar por sus propios impulsos; no por lo que el perfume en sí les aconseje. No tienen nez.

Philippe fue un excelente compañero de compras. Dudo que Ivonne y Paulette, con su práctica, hubieran podido ayudarme tanto. Y sobre todo, dudo de que hubiesen resistido tanto.

Me embalé. Todos los productos de maquillaje que tenía los sustituí por otros de una marca nueva, pero ya muy acreditada en el mercado. Probé un color y otro, hasta encontrar el que, siendo más nuevo, me favorecía más. Quise adquirir allí, con los consejos de la visagiste un aire nuevo, una envoltura muy francesa.

Compré dos bañadores y estuve tentada por un bikini; le di mil vueltas en la mano. Veía una pieza y después la otra. La indecisión. La duda. Por fin lo rechacé.

Trop petit! —le expliqué a mi compañero.

Pas trop…! —aseguró él, animándome.

Al regreso al hotel, Philippe me invitó a tomar algo en el bar.

Fuimos a la terraza del hotel, sobre la playa, al otro lado del Paseo. Me senté en una cómoda silla de rotin contemplando el mar.

—¿No le gustaría bañarse y estrenar uno de sus bonitos trajes?

Philippe, al preguntarme, parecía ofrecerme el mar en su gesto.

—¡Oh, no! Estoy… cansada. Además, mi pelo —llevé una mano a la cabeza y terminé—… sería un desastre; estaría muy fea esta noche.

—¡Oh, no! —protestó acaloradamente—. ¡No es posible! Usted estaría muy bonita…, quand même.

Le agradecí el cumplido con una sonrisa.

Mirando al mar, cómodamente sentada, noté el cansancio de varias horas de pie. Me reí francamente recordando algunos incidentes cómicos y hasta ridículos que nos habían ocurrido:

Cuando creí que en el cambio me daban de menos…

Cuando aquella dependienta de Hermes (parecía una princesa) nos creyó marido y mujer.

O, cuando al probarme una chaqueta de felpa para después del baño, me subí la falda para ver el efecto de las aberturas laterales en mis piernas.

Habían sido pequeños equívocos, falsas intimidades, que a otro que no fuese un francés le hubieran decepcionado en la mujer que admira platónicamente.

Pero Philippe era tan francés, que a todas esas pequeñas gaffes sólo les daba una explicación: c’est très féminin. Y todo lo muy femenino es digno de amarse.

Tomando mi «campari» a pequeños sorbos y mi merecido descanso a bocanadas relajantes, hice balance mental de todo lo adquirido. Y añoré unos libros bellamente encuadernados, que además sabía te interesaban. Era Essais, de Montaigne. Lo había visto en una pequeña librería al lado de las Galerías Lafayette. Lo había mirado con gula, haciéndoseme la boca agua de pensar en ofrecértelo como recuerdo de mi viaje. Pero no pude. No me pareció decente ni honesto. Yo no podía comprarte los libros con los travellers de Antonio. Y no tenía dinero propio.

Todo lo que podía ofrecerte, te lo estaba dando: yo misma en el recuerdo.

Por la noche, después de un recorrido por Montecarlo iluminado y unos aperitivos en el Sporting Club, fuimos a cenar al restaurante más en boga de la temporada, sobre el Cap Martin.

Era propiedad de una conocidísima cantante. Se podía bailar entre plato y plato, en una pequeña pista, encima de las rocas, arrullados por la música y el reflujo del mar.

Al entrar en el restaurante, había que cruzar forzosamente el salón de invierno. Era amplio, bien decorado; abundaban los cuadros surrealistas, o neosurrealistas, como me explicaron más tarde. En un extremo, una hermosa chimenea de piedra sobre la cual se exhibían más de cien llaves de tamaño y hechura distintos: era de momento el capricho coleccionista de la propietaria. Las enormes puertas-ventanas del salón daban a la terraza.

En la terraza, las pequeñas lámparas de las mesas, con pantallas de rafia, esparcían puntos de luz de colores hasta el borde mismo del mar.

En una tarima, tres hombres, contrabajo, piano y batería, interpretaban los ritmos de las canciones que habían hecho famosa a la propietaria del local, alternándolos con las canzonettas de sus vecinos de San Remo, tan à la page aquellos días.

Había también una señorita que a veces cantaba algunas de las canciones. Se acompañaba en su interpretación de movimientos descoyuntados de brazos y hombros: très decontractée era el adjetivo que nuestros amigos daban a la flexibilidad de la joven.

El adorno principal de la terraza, lo llamativo de la misma, lo dramático (como dicen los decoradores), se concretaba en un recipiente de cristal de capacidad extraordinaria, donde pululaban varios ejemplares de langostas.

La chef era una señora muy elegante que nos acompañó a aquella cárcel de cristal para que eligiésemos nuestra prisionera favorita y, antes de media hora, la tendríamos flambée en nuestro plato.

La cena fue exquisita. No podía ser más cosmopolita el ambiente. Había el grupo de París: habladores y reidores, gritándose en voz alta palabras y expresiones que yo no podía comprender, usaban un argot de minoría, de clan. Y el matrimonio mayor, provinciano, comiendo con el peculiar apetito francés. Y las señoras solas, inglesas o americanas, despreocupadas y poco elegantes… Y la señora mayor elegantísima y alhajadísima que hacía comer en un plato a su lado a un diminuto caniche y le hablaba cariñosamente.

Después de los primeros martinis del Sporting, ya nos tuteábamos.

Todos los hombres habían encontrado a las mujeres que no eran la suya très belles y se lo habían dicho. Philippe, me consta, sólo me lo dijo a mí: encore plus belle que cet’après-midi.

Bailamos mientras esperábamos las langostas. El aire era tibio. La noche, luminosa de estrellas. Nos dejábamos llevar por la música suavemente, sin resistencias. Philippe, creo, se dejaba llevar por su entusiasmo también, y la presión de sus brazos era más abrazo que símbolo.

Yo no le correspondía, pero le seguía. El alcohol ingerido embotaba la inteligencia y despertaba la sensualidad que se dejaba mecer sin envaramientos por los brazos de aquel joven apasionado.

Después, el regreso a Niza. El Casino. En la roulette del Palais de la Mediterranée, estuvimos hasta pasadas las tres de la madrugada. Y a las tres, los maridos, los tres maridos, nos abandonaron a nuestra «suerte» para ir a ver el strip-tease del dancing del casino.

La suerte no me favoreció aquella noche. Gané sólo un pleno, ganancias que se fueron rápidamente.

Y otra vez el recuerdo de José…

«¡No me quieras tanto!», pensé alguna vez ante la emoción del juego, la ruleta girando, mis fichas simultaneando diferentes números, sobre el rojo y el negro. Y luego, el vago, absurdo e irrazonado temor de que la orden tácita pudiera cumplirse por arte de birlibirloque y me privara de su amor. Y añadí arrepentida: «¡Sí! ¡Sí! ¡Quiéreme! El juego, el dinero…, ¡no importan! Todo… no importa nada».

El Château de los Gervais era, como tantos otros franceses, de un estilo indefinido. Era más bien una hermosa casa de campo, con aires de castillo del siglo pasado o del siglo XVIII. Lo más bonito era el parque. Daba la impresión de natural, de descuidado; pero las yedras y los céspedes aparecían allí donde debían estar. Y los árboles, viejos algunos, frondosos, en cualquier rincón cobijando una mesa blanca y unas mecedoras, o bordeando el sendero de la entrada, o los sauces dando sombra a un costado de la piscina… parecían oportunas coincidencias de la naturaleza, pero, sin duda, habían costado horas de trabajo y maña a los expertos.

En el fondo del parque se conservaba un pabellón de caza que aseguraban era del siglo XIII; aquel territorio había pertenecido a los condes de Provenza, como casi toda aquella región; y el pabellón —o se había restaurado acertadamente o se conservaba bien— daba la impresión de medieval.

A mí lo que más me gustaba era la pelouse de la casa; arrancaba de las cuadradas piedras de la terraza, por las que se infiltraba, y se extendía hasta el borde mismo de la piscina. Me parecía la concreción del lujo: poder vagar descalza por el césped hasta tirarse al agua.

Todo el domingo lo pasamos en el Château.

Por la tarde hubo invitados a un cóctel íntimo. Sólo doce o catorce personas, además de Brigitte.

En casa de los Gervais nos habíamos encontrado otro miembro de la familia: Brigitte, la sobrina de Loulou. Brigitte era una francesita de diecisiete años, delgada, con formas imprecisas aún; su pelo era rubísimo, casi blanco, suave y brillante, sugería ideas de acariciarlo, como esas sedas chinas que cuando nos las muestran no podemos captar toda su belleza y calidad si no dejamos resbalar nuestra mano por ellas.

Brigitte era muy tímida. El color de sus mejillas se acentuaba cuando era ella el tema de la conversación general o cuando una observación casi siempre bienintencionada era dirigida a su persona.

Sus parientes la hacían blanco de sus bromas y sarcasmos con frecuencia; yo creo que se habían propuesto curarle su timidez y darle esa capa dura, cortical, de las gentes de su mundo, sobre la que van a clavarse las flechas, a veces emponzoñadas, de la vida.

Brigitte era un tallo joven, sin la protección del tejido suberoso. Se encontraba al desnudo de sus propias emociones. Y su pigmentación variaba a inclemencias de comentarios de los demás.

Como hablaba muy bien español, tenía grandes apartes con Antonio, el cual, por primera vez en su trato con la mujer, no le daba la dimensión sensual de siempre, sino que se sentía trovador lejano, caballero atento, protector cariñoso.

A pesar de buscar ella su compañía y estar en casi todas las reuniones —so pretexto del idioma— a mínima distancia una del otro, se les notaba lejos. Sobre todo Antonio, estoy segura, no pensó nunca en roces ni en caricias; se daba cuenta de la admiración de ella y eso le halagaba, le hacía sentirse cómodo; pero esta admiración no irritaba su epidermis; era una onda suave en la que se notaba envuelto, reposados los sentidos; no los incitaba.

Entablóse entre los dos una simpatía que era como una unión o correspondencia de intereses mutuos.

Él sentía halagada su vanidad ante la admiración de la chiquilla y cultivaba esta admiración y procuraba no desmerecerla.

Ella se extasiaba ante el hombre fuerte y maduro; ante el invitado de honor de sus tíos que le prodigaba frases galantes y la miraba y la escuchaba dándole importancia y categoría. Era el hombre fuera de la linea de sus compañeros de Liceo.

Brigitte, ¡pequeña y pálida, y dulce y rubia Brigitte! Aquellos días me recordaste otros, ¡ya muy lejanos!, en que yo fui víctima de semejante atracción.

Tu mirada extasiada y el temblor de tus manos al llevarle un whisky a Antonio, o al ofrecerle una taza de té, eran para mí síntomas más claros que las palabras que pudieras decirme; más claros incluso que tus propios pensamientos al respecto, pues era seguro que tú misma no te habrías percatado como yo.

No me diste pena, no. Al contrario; era un sarampión que habías de pasar. ¡No era el amor! A mí me ocurrió exactamente igual.

Antonio daba la impresión de fuerza y vitalidad y de simpatía arrolladora. Y si algo se resistía a esa simpatía era entonces tratado y vencido por su dinero. Por el poder material de su dinero.

A mí, en mi segundo de Filosofía, con diez duros los domingos para mis gastos, me deslumbró la esplendidez de Antonio. En los pocos meses de nuestro noviazgo (de Semana Santa a junio), nuestras relaciones se caracterizaron por la ostentación. Sus regalos, sus visitas inesperadas, sus planes para el futuro, sus extensos telegramas, sus escasas cartas; pero, a cambio, sus conferencias a Madrid casi diarias y, según amigas mías que las cronometraban, de más de media hora.

Antonio, cuando le conocí aquellas vacaciones, me pareció simpático, hombre de mundo, hombre de negocios…, hombre de recursos. Era admirable cómo arreglaba todo, cómo conseguía todo; cómo, a su lado, todo tenía solución práctica; entradas de cine o de teatro, billetes de avión, taxis, habitación en los hoteles cuando todo estaba lleno… ¡todo! En todas partes tenía amigos y siempre le ayudaban a conseguir lo que quería. Por eso yo me sentí como Brigitte: embobada.

Pero a él, de mí, ¿qué será lo que le atrajo? Mi enamoramiento sin duda.

Antonio necesita el halago y la admiración a su alrededor. Al entrar en un salón de sociedad, le urgen a Antonio ojos femeninos que le busquen con insistencia; cuando se percata de este requerimiento, ya está a gusto, se siente cómodo, lo pasa bien. Y el caso es… que casi siempre lo pasa bien.

Por eso creo que mi admiración fue lo que más le admiró de mí. El nombre de mi familia también supuso algo. Y tal vez… mi físico; aunque más tarde en innumerables ocasiones he dudado de esto último; porque le he visto atraído por mujeres tan dispares físicamente, que no he podido saber cuál es su tipo ideal, ni siquiera si existe algún arquetipo en su imaginación.

¡Brigitte! No me diste pena, no. Era tu sarampión. Hacía ocho años yo había pasado el mío; pero del mío me quedó una complicación: el matrimonio.

Recuerdo muchas cosas del pasado. Es curioso (tú dirás que es un signo de madurez; que al llegar a cierta edad queremos saber a qué atenernos respecto al Cosmos y a nosotros mismos), hace poco tiempo me dedico a bucear en el pasado, en mis recuerdos, y a destacar cosas a las que, cuando ocurrieron, no les di mayor importancia y que ahora, después de los años y a través de mi personalidad más acusada (o más madura), las veo y las juzgo de forma distinta a cuando las viví. Y es que yo ahondo ahora en las cosas y antes sólo lo externo me sorprendía. Ahora, para mí, las cosas y las personas, y hasta las palabras no son, no significan nada por lo que aparentan, sino por lo que son en su fondo, por lo que quieren significar, por su profundidad. No hay duda: ahora soy más auténtica.

Al recordar nuestro viaje a la Costa Azul, hay cosas que se han desdibujado en mi mente. Pero en el conjunto de imágenes, reminiscencias, sonidos y hasta… olores, hay una sensación que permanece al día y es la luz. Una impresión de claridad que hirió profundamente mi retina y de una manera abstracta mi memoria.

Si yo fuese pintora, una buena pintora surrealista, o —como dice Paulette— neosurrealista, pintaría un cuadro que para mí sería: «fósil subconsciente», con un centro dominante de luz; una luz conseguida con mezcla de amarillos y blancos, y naranjas y ocres; una luz cegadora que se expandiese por la tela, señoreándola, y en las esquinas pequeños retazos de azul: azul-mar, azul-cielo; y aquí y allá unas pinceladas blancas de risas, de espuma de olas. Fueron unos días de luz y risas. Fueron vacaciones locas de una vida seria. De una vida que entonces yo tomaba muy en serio.

Sin que nada de particular ocurriese (a mí pocas cosas podían ocurrirme allí), recuerdo complacida nuestra excursión a San Tropez.

A primera hora Loulou había llevado a Antonio a sus factorías de Marsella.

A la tarde irían a reunirse con nosotros en Saint-Trop.

Nosotros nos levantamos tarde. Yo me recuerdo a mí misma vagabundeando descalza por el césped del Château, después del desayuno. Era un día claro y luminoso. Yo estaba ilusionadísima por conocer San Tropez.

La excursión se organizó en mi honor. Los Gervais no consideraban mereciese la pena. Aseguraban que me desilusionaría.

Aquel día los Waloski tenían su diner en Mónaco.

Así que Philippe nos acompañaba a Ivonne, a Brigitte y a mí.

Era como estar en familia después de varios días con gentes de cumplido. El atuendo también era como de «andar por casa»: suéters, pantalones, bañadores, sandalias.

En el coche de Philippe íbamos mis tres compañeros y yo, contagiados del mismo entusiasmo. Cantábamos …ma tante lire, lire… (matarile …rile-rile…) y en passant par La Lorraine.

Yo cortaba de golpe las canciones para leer triunfalmente: ¡à Lavandou!… ¡à Cavalaire!… ¡à Saint-Tropez…, 10 km!

En Saint-Trop fuimos directamente a la playa. Queríamos bañarnos y tomar el sol. Aprovechamos cumplidamente la mañana: nadamos, nos reímos, jugamos, y sobre todo nos sentimos como chiquillos los cuatro, como hermanos gemelos de Brigitte; con el espíritu joven y la alegría ingenua de los pocos años.

Philippe, impuesto de su papel de chevalier servant, nos hacía fotos, nos contaba chistes con profusión de grimaces, nos compraba helados, nos ofrecía su toalla limpia cuando la nuestra estaba hecha una pena, y por último nos llevó a comer a un petit coin que nos encantó; él lo había descubierto en una excursión precedente. La comida fue simple: melón con jamón y pescado a la provenzal. A todos nos apetecía descansar de los substanciosos platos de los días anteriores.

Después de comer regresamos a la playa y medio sesteamos tumbados en unas hamacas, con las piernas siempre expuestas al sol y la cabeza protegida por la toldilla de lona de la silla playera.

La conversación surgía a intervalos espaciados, en esa especie de ensueño en que nos sumerge la digestión cuando no es verdadero sueño. A veces decíamos cosas impensadas, formulábamos deseos espontáneos sin tamizar por las conveniencias, o hablábamos con nosotros mismos incoherentemente. Pero fueron los momentos de mayor intimidad entre nosotros.

Ivonne recordó a su hija:

—¡Pobre Michèle! En Londres, tan aburrida, sin sol…, sin nosotros. ¡Cómo añorará la maison!

—Tía Ivonne, el próximo año seremos dos a aburrirnos allí…

Brigitte se dolía ya de antemano con la perspectiva.

—¿Por qué no la haces venir en verano? —quise saber yo.

—¡Oh, Sara! Los hijos siempre nos dan complicaciones y disgustos, ¿sabes? —me explicaba Ivonne—. Ella tenía un flirt el pasado verano con un chico de Tolón y nos ha disgustado mucho. Él no es comme il faut —siguió, apenada—. Ahora solamente viene a París por Navidad, y Loulou y yo vamos allí con frecuencia.

—Querida tía —intervino Philippe (siempre la llamaba Ivonne, así que lo de chère tante era un preámbulo para sentenciar algo gracioso)—. Creo que Michèle seguirá escribiéndose con su copain y con la separación se creerá más enamorada; hubiera sido mejor dejarla saturarse de él y de sus… méchancetés.

—¿Así que tú crees, Philippe, que la cura del amor es la saturación? —intervine yo, acodada en la lona de la hamaca; quería conocer puntos de vista sobre el amor.

—Cuando el amor es un espejismo, sí —contestó él sin vacilar—. Cuando la persona amada no reúne las virtudes con que nuestra imaginación la ha adornado, sí; entonces, en el punto de saturación es cuando empezamos a ver claro, y entonces —movía mucho sus manos—… ¡Ya está! —accionaba exageradamente—… ¡Se acabó!

Hubo un silencio. Cada cual rumiaba sus pensamientos. Yo recordé el dicho castellano: «quien no ama los defectos del amado, no está verdaderamente enamorado», que contradecía la filosofía de Philippe, de marcada influencia stendhaliana.

Brigitte, la más joven y por eso la más sincera, fue la primera en romper el mutismo:

—No he comprendido cómo Michèle se enamoró de Bob… ¡apenas tiene dos años más que ella! A mí me gustan los hombres mayores…

Después de decir esto, se calló y un rubor sofocó su rostro.

Yo quise sacarla de su azoramiento.

—Te comprendo perfectamente, Brigitte, a mí —en este punto, ¡cautela de la experiencia!, vacilé y no quise herir a Philippe que sería, año más o menos, de mi edad—…, a mí, a tu edad, también me gustaban los hombres maduros.

Otro silencio. Claro que, pensé, al decir a su edad también he querido decir que antes me gustaban maduros… y ahora… no tanto. Tal vez Philippe se esté forjando demasiadas ilusiones. Bueno. ¡Tanto peor para él!

—¿Cuáles son tus proyectos para el próximo año, Sara? —me preguntó Ivonne amablemente.

—¡Para el próximo año! —me preguntaba por mis proyectos. ¡Era tan maravilloso el presente, que no hacía planes para el futuro! Después de una vacilación, le hablé de nuevo—. Terminaré, espero que con éxito, mi 4.° de «Filo» y me prepararé para el 5.° y final de carrera. ¡Será —noté una oleada cálida recorriendo mi cuerpo, apoyando mis palabras— un año muy importante para mí!

A las cinco nos sentamos en «Senequier», donde nos habíamos citado con los maridos, adoptando las consignas del mundillo «tropezien».

Enfrente, los yates anclados en el pequeño puerto «Le Quai Suffren», eran nuestro lejano horizonte; el próximo, el cercano, lo dibujaban y renovaban constantemente los transeúntes de la calzada, tan distintos al resto del mundo, tan característicos, tan iguales unos a otros, tan duales hombres y mujeres…

Allí mismo, a pocos metros de nosotros, ante un caballete, un joven barbudo, en shorts, con jersey a rayas blancas y azules, pintaba sobre una tela. Tenía el aspecto de no haberse lavado en muchos días, de cultivar la suciedad y el desprecio por sus semejantes… Claro que éstos le correspondían en la misma medida, pues pocos se detenían a contemplar su obra.

Aunque algunas veces se oían frases en inglés y alemán, predominaba el sonido suave de las «ces» y el gutural de las «erres» francesas, y el acento y tono del argot tropezien.

Las muchachas, en bikini y descalzas, pasaban comiendo helados, subían y bajaban a los yates. Se paraban a veces y hablaban a voces desde la calzada, con alguno de los propietarios, o se citaban para la noche. En las cubiertas, bajo un toldo casi siempre rayado, unas hamacas, botellas de whisky y grandes ramos de flores. Esta extraña fauna que llevaba los pies sucios, pues caminaba descalza, que vivía semidesnuda, que no daba mucha importancia al sexo ni al amor, que su único afán parecía el étonner, chocar, el poder inventar alguna rareza de vestimenta o actitud, sentía debilidad por las flores. Era su único vestigio de domesticidad. Y lo cultivaban con ahínco, pues se notaba en todas las cubiertas de los yates una competencia entre gladiolos y claveles y también entre los recipientes que los contenían y la disposición más o menos artística de los mismos.

No me desilusionó Saint-Tropez, no. Era como yo había imaginado por reportajes y fotografías. En realidad, el paisaje, el rincón del puerto, las playas, las calles estrechas… me habían gustado más de lo que esperaba; no todo era amañado.

En el aire había una desgana, un contagio psíquico de deambular, de vagar, de vivir sin norte y sin timón.

Me levanté y me acerqué a la tienda de Tabacs para comprar unas postales. Entré también en una tienda de modas y me compré un jersey con frases escritas y una camisa rosa. La camisa tenía agujeritos con taladros metálicos blancos. La mayoría las llevaban: chicas y chicos, todos los que usaban camisa, era una camisa rosa, exacta a la que yo adquirí.

Al pasar entre las mesas de «Senequier» me fijé que todas las personas que se sentaban allí —la mayoría jóvenes— tenían los ojos fijos en… ninguna parte.

Aparecieron Loulou y Antonio con sendos jerseys azul marino arremangados hasta el codo, con aire jovial y sonrisa en los labios y en los ojos. Les recibimos con grandes muestras de entusiasmo, contagiados por aquel ambiente, en el que, o se vociferaba, o se componía una actitud estática.

Yo notaba la piel tirante en mi cara, pues había tomado exceso de sol, pero sabía que me favorecía.

Brigitte aún no se había quitado su bikini. Ella y Philippe fueron comisionados por Loulou para localizar un barco que se llamaba Casandra y era propiedad de unos amigos suyos de Marsella. Llevaban el encargo de invitarlos a reunirse con nosotros si los encontraban.

Al levantarse Brigitte de su asiento, los ojos de Antonio la siguieron y los míos también. Tenía la piel suave y dorada, y sus formas, imprecisas aún, quedaban apuntadas bajo el dos-piezas. Los ojos de Antonio tenían una mirada limpia.

Quedamos los cuatro solos; parecíamos dos parejas felices en vacaciones, tomándonos unas cervezas en las mesas rojas, sentados en las sillas rojas y bajo el toldo blanco con rayas rojas de «Senequier».

Me acordé de un vestido que había visto en la tienda de al lado; la tienda que pegaba con el café y se llamaba «Choses». Era un poco caro… pero me levanté y les dije que volvía en seguida.

Era un traje de rayas con cuello alto, vuelto; un vestido sin importancia: su originalidad residía en el tejido a rayas diagonales y en la graciosa forma en que la sisa descubría los hombros.

Lo tomé de un colgador y entré hacia el interior, hacia los probadores. Allí, tras unas cortinas, las clientas se vestían y desvestían con rapidez y poca modestia (decir poca es hacerles un favor… o tal vez no). Había chicas de larga melena que llevaban brazadas de prendas y se iban probando una a una con parsimonia, modelando con sus manos sus propios cuerpos sobre las telas finas, como iniciando una provocación ante el espejo; luego no compraban nada. Volvían al día siguiente y recomenzaban el essayage: era su hobby.

En mi cabina había una muchacha con el pelo corto, que sólo llevaba un ligero slip y se probaba el sostén de varios bikinis que había dejado sobre una silla.

En los colgadores había prendas diversas; hasta en el suelo se veía alguna que se habría caído descuidadamente.

Me probé mi traje. Me quedaba un poco grande.

La muchachita de al lado me miró sonriente:

Vous êtes «42» —dijo.

No comprendí al punto. Luego, sí. Por su expresión adiviné que se refería a mi talla. Había tomado una «44» y yo era «42».

Sin quitarme el traje, salí a través de la cortina y pedí a una dependienta uno de la talla «42».

Me desvestí y esperé. Una mano se introdujo a través de la cortina y me alargó el traje; pero no era una mano femenina. Lo cogí y me asomé a ver de quién se trataba: era Antonio. Me volví rápidamente asegurando las rendijas de la tela que hacía de puerta, «¿qué hará aquí? —pensé—, ¡qué frescura, asomarse al probador!».

Me coloqué por último el cinturón del mismo tejido; no ciñendo la cintura, sino señalándola levemente. La muchacha me miraba.

Ça vous va très bien! —me dijo.

Ella se había quitado uno de los muchos sostenes que se había probado y me miraba, con sus pequeños pechos desnudos. Por cierto, tenían el mismo tono que toda su piel: grès cérame.

Antonio esperaba en la caja. Abrí mi bolso, pero la cajera me atajó:

—Está todo arreglado: monsieur ha pagado ya, mademoiselle.

Aquel llamarme mademoiselle, y aquel decir sonriente que monsieur había pagado, me sonó a alcahuetería, a complicidad, y me sentí como una entretenida a quien su amigo acababa de hacer un regalo. En aquel ambiente y en aquella hora, me gustó, me hizo gracia. Miré a Antonio y con una mueca muy femenina, o mejor muy cocotte, al estilo francés, le dije:

—Tu est très gentil, chéri!

Antonio, para los negocios y conversaciones serias, necesita un intérprete; en cambio, conoce todos los matices del francés de salón.

Atravesamos entre las mesas ya llenas de gente. Llegamos a la nuestra, situada al borde de la calzada. Se levantaron los hombres; había uno que no estaba antes: era el amigo marsellés de Loulou; sólo vestía shorts.

Philippe me miró admirativo:

—Vous devenez une véritable tropezienne!

—Pas si sale! —le contesté yo, señalándole las plantas de los pies de nuestras vecinas de mesa, sucias y negras de su deambular descalzas.

Él dijo:

—No, ¡mucho mejor! Une tropezienne de passage

Las cervezas dieron paso a whiskies y gin-tonics. Los amigos de Loulou guiándonos por las cavas de Saint-Trop. Grupos de homosexuales. En uno de los antros, dos muchachas bailando en la pequeña pista muy apretadas. Bueno, o los ritmos eran locos y acompañados de movimientos descoyuntados, o muy lentos, y entonces los cuerpos se adaptaban perfectamente, sin resquicios, como piezas de un puzzle, se pegaban en un contacto caliente: calor de sol, calor de alcohol, calor de pasión.

Yo evitaba los ritmos lentos; decía que no me gustaban. Todos estábamos bastante excitados por alguno de los «tres calores» para tratar de poner comedimiento en los movimientos.

Philippe quiso bailar conmigo uno de los twists, pero agarrado, apretado, diría yo. Su mano me quemaba en la cintura. Noté su aliento muy cerca del cuello, cosquilleando en mi oreja. Empecé a bailar un poco rígida pues preveía que al menor movimiento su boca rozaría mi cara.

Eché hacia atrás la cabeza intentando hablar de cualquier cosa. Nuestras bocas a pocos centímetros. Su aliento al hablar se entremezclaba con el mío. Él se complacía en aquel besar a lo lejos. Yo no. Yo me sentí violenta y culpable. No quería aquello.

Fuimos hacia la mesa y obligué a Antonio a bailar conmigo. Entonces, ya no evité los ritmos lentos: me abracé a Antonio como algo sólido y seguro después de un peligro. Bailaba relajada, apoyando mi cuerpo en el suyo. Él no habló nada. Seguía mi juego. Y sin pronunciar palabra, bailamos… y bailamos…

Yo quería dar una lección a Philippe: la lección de nuestra feliz convivencia amorosa…