DE MI PIEL NACIERON ORTIGAS… cuando, dentro de tu coche, cansados y satisfechos de una jornada extraordinariamente fructífera de trabajo, intentaron tus brazos atraerme y besarme.
Y me sentía pinchosa y reseca cuando intentabas un roce físico.
Admitía mi amor grande, y no te lo regateaban mis palabras ni mis ojos. Pero luchaba porque fuese inmaterial, impalpable…
Discutía mucho acerca de esto contigo; discutía y te expresaba sin recato alguno mis sentimientos, para luego sentir un pudor inexplicable a tu contacto.
Nos separábamos enfadados y disgustados, para después al día siguiente expresarnos, en nuestra primera mirada furtiva, otra vez renovado y más fuerte nuestro amor.
Tus argumentos hubieran convencido rápidamente a cualquiera menos obcecado que yo; a cualquier mujer cuyas experiencias en el amor hubieran sido anteriormente más satisfactorias. Pero el acto del amor era para mí desagradable y humillante y me parecía parcial. Creía que iba a desmerecerte a mis ojos. Que nuestro amor se ensuciaría y que ambos nos arrepentiríamos más tarde.
Por eso, obstinadamente, yo, día a día, resistía.
—No creas —decías— que poseer tu cuerpo es una meta para mí.
Habíamos hablado tanto de la cuestión, que yo abordaba ya el tema como si fuese ajeno a nosotros.
Tú insistías tratando de convencerme de tu punto de vista:
—No pienses ni creas por un momento que es el fin que yo me he propuesto. No —tus manos hacían un ademán ambiguo—. Es algo… sencillamente inevitable.
Y yo estaba decidida a evitarlo a todo trance.
—¿No comprendes —decías en tono poético y elevado— que yo soy como el agua embalsada a punto de rebosar? ¿Que tú eres una pradera reseca, una llanura polvorienta? ¿No lo comprendes? —Tu voz, con sus ricos matices, trataba de abrirse paso en mi cerebro—. ¿No te das cuenta de que mis aguas se han alborotado, que deseo romper las compuertas y bañarte? ¿Que necesito verte, sentirte empapada de mí? ¿Que quiero y aspiro a que seamos una sola cosa; no estanque y pradera sedienta, sino… lago tranquilo?
—Yo, en cambio, no necesito nada más para quererte —argüía machacona—. Ni podría quererte más de lo que te quiero. Yo… —balbuceaba— soy feliz así.
—¡Tú! Estoy seguro de que si yo fuera un hombre de piedra a tu lado, me despreciarías; que en el fondo te halaga mi deseo; que si mis músculos y toda mi sangre no respondieran al atractivo de tu presencia, no te bastaría mi inteligencia ni las luces que ella pueda abrir en tu cerebro. Pero no sé —terminabas cansado e impotente—… no consigo meterte en la cabeza algo tan simple, tan antiguo y tan verdadero como esto.
Y con una mano acariciabas mi sien.
Para mi carrera, tú suponías una ayuda valiosa. Yo no regateaba horas al trabajo, ni esfuerzo, ni pertinacia. Pero a aquel estudio de Psicología Racional (que yo tenía pendiente y presenté en el mes de marzo, a instancias del catedrático) yo no hubiera sabido darle el carácter específico, ni a la vez haber expresado la claridad de conceptos en el epítome del mismo, de no haber estado tus ideas fecundando mis pobres conocimientos.
En todas las asignaturas iba muy bien. Era feliz. Tenía siempre un programa apretado de cosas que hacer. Tenía un futuro lleno, ocupado; tú lo colmabas y llenabas desde que te vi…
Cuando te vi, la primera vez que te vi, en el fondo de mi ser, me sentí arrastrada hacia ti. Noté que estaba yendo hacia ti como los cuerpos en su caída, tercos, impulsados por la fuerza de la gravedad.
La tarde de la derrota, la tarde en que al cogerme tú una mano y besármela me revolví inquieta retirándola bruscamente, revistió mi voluntad una coraza de fortaleza y mi epidermis, erizándose, me puso en guardia. ¿Contra quién luchaba? ¿Contra ti? ¿Conmigo misma?
¿De qué materia estaba hecha mi fortaleza? ¿De temor? ¿De atavismo? ¿De egoísmo quizá?
Temor, temor sí, al fracaso, a la desilusión, a la realidad…, a que el principio verdadero de nuestro amor, como decías tú, fuese verdaderamente el fin de todo.
Atavismo… tal vez; llevamos muchos siglos en que para la conciencia religiosa colectiva los mandamientos más privativos son el sexto y el séptimo, cuyo incumplimiento lleva oscuramente implícitos castigos y desgracias.
Egoísmo…; sí pienso que había un resto de egoísmo en mis negativas. Era lo último que me quedaba de mí misma. Me habías absorbido por completo; y yo, avara con la práctica egoísta de ocho largos años, en que había sido dueña absoluta de mí misma y de mi tiempo, me espantaba entregar lo último que me quedaba. Imaginaba que al no tener nada ya de valor que ofrecerte, me abandonarías; que me arrojarías en la cuneta como el carterista, una vez apropiado del dinero, arroja el billetero, por muy «piel de cocodrilo» que sea. Porque le delata, porque es la prueba fehaciente de su culpa. Así creo que yo, sin confesármelo, temía tu asalto. No había comprendido que tú querías enriquecerme, no robarme. Que querías aumentar mi caudal, no mermarlo.
Tampoco había comprendido que la naturaleza se negaba a esta lucha continua y se dolía de ella. Vivía la euforia inmediata a la victoria, pero… no podía dormir.
Mis luchas y mis negativas destrozaban mis nervios. Al tenerte frente a mí me sentía fuerte, pero al quedar sola y deponer las armas me encontraba casi siempre agotada.
Empecé a padecer de insomnio. Hube de recurrir a barbitúricos.
Perdiste muchas batallas… pero al fin ganaste la guerra.
—Me costó sangre y lágrimas —dices a veces recordándolo.
Eran las vacaciones de Pascua.
Como por las mañanas no podíamos vernos, a la tarde, los días laborables, seguíamos yendo a la biblioteca. Cogíamos tu coche y salíamos de la ciudad. Casi siempre tomábamos la carretera de la costa. A veces nos alejábamos bastante. Al Parador de Montemar habíamos ido bastantes tardes.
El Parador había merecido nuestras preferencias porque, situado a unos trescientos metros de altitud, ofrecía desde su terraza una panorámica bellísima. El pueblecito acurrucado en el regazo de la pequeña colina, y el mar, ancho, grisáceo, inmenso, como horizonte lejano. Cuando el día no era claro, el mar sólo era una cinta gris, un presentimiento.
Los clientes del Parador eran en su mayoría extranjeros; casi todos ingleses que apuraban el sol hasta su puesta. La terraza estaba siempre superpoblada, en cambio el salón (esto nos había encantado) desierto, a nuestra disposición.
Nunca te habías enfadado violentamente cuando te rechazaba. Creo que me conoces mejor que yo misma y sabías lo mucho que para mí significabas y que mis negativas podían encerrar algo de temor, mucho de atavismo y un poco de egoísmo quizá, pero nunca, nunca de desamor.
Aquella tarde pareciste dudarlo por primera vez.
—Verdaderamente, Sara, empiezo a dudar de ese amor tuyo del que tanto alardeas —me dijiste al ver que rechazaba tu caricia.
—¡Otro tanto podría ocurrirme a mí! —me dolí yo.
—Ya te lo he dicho: no quiero perseguirte como a una pieza de caza que hay que cobrar a todo trance. Yo —seguiste— sólo pretendo darle forma real y cuerpo a nuestro amor. A este amor que hemos hecho de palabras y pensamientos, todo lo sublimes que tú quieras, sí, pero que al separarnos, al estar lejos de ti, dudo de que exista realmente. Cada vez necesitamos recurrir más a las palabras. ¿Y no comprendes que éstas terminarán agotándose?
Yo te escuchaba con gesto dubitativo, pero tú, sin hacer caso de mi expresión, continuaste:
—Sí, aunque lo niegues; estoy seguro de que muchas noches te despertarás y no sabrás si has soñado; si yo existo realmente. Quiero que mi presencia sea en ti indeleble; que en cualquier parte, en cualquier momento, al pensar en mí, me sientas dentro de ti. Quiero ver este amor nuestro hecho realidad tangible, no sueños, no rayos de luna, sino algo, en fin, que todos los hombres conciben de la misma manera.
Yo, todavía terca y aferrada a mis inútiles argumentos, contesté:
—Los hombres vulgares… sí.
—¿Vulgares dices? —te indignaste, como nunca antes lo habías hecho—. ¿Y qué crees que somos más que un hombre y una mujer vulgares? ¿Qué crees? ¿Que perteneces a otro planeta? ¿Te gustaría? No quieres ser vulgar… Así, pues, ¿quieres ser única? Siendo vulgar, eres hermana de los humanos. ¿Y qué pretendes? ¿Estar sola? Yo no…, yo soy vulgar y ¡bendita vulgaridad! Me da miles y millones de hermanos. Y me hace solidario de un mundo que ríe, llora y… ama.
Te habías acalorado con la discusión. Yo no estaba acostumbrada a tu violencia. Notaba un nudo en el estómago y en mi cabeza una gran confusión.
Deseando que pasase aquel mal momento, te contesté:
—No creo que dudes de mi amor. En este momento, ahora mismo —recalqué—, estoy yo jugándome mucho más que tú.
—Lo sé perfectamente, Sara —me contestaste. Estabas más calmado, pero seguías ceñudo—. Y a estas alturas es tonto tratar de ver quién se juega más. Tus riesgos son mis riesgos. Y si esta situación ofrece algún peligro para ti, también para mí; pues no veo cómo poder separar tu dolor del mío, o tu infortunio del mío, o cómo tú puedas arriesgar más que yo; más que yo, que… te arriesgo a ti.
—Tienes razón. Los dos estamos aquí libremente, gustosamente; es más —añadí—, no hay cosa en el mundo que yo pudiera desear más en este momento. Eso es, no hay otra cosa, no existe nada que yo pueda desear; no anhelo nada más; ni mi cuerpo, ni mis sentidos, ni mi mente tienen apetencia de nada más.
Pensé que una vez más quedaba resuelta la situación. Que al mostrarte mi satisfacción y mi complacencia por los ratos como aquél, que nos proporcionaba nuestro amor, tú no insistirías.
Te miré amorosamente.
—¡Mira! —gritaste y te levantaste de tu asiento. Estábamos solos en el salón—. Dime que luchas y te revuelves contra la idea del adulterio; dime qué monsergas y beaterías impiden tu entrega. Dime simplemente que tienes miedo y no sabes a qué —continuaste, cada vez más exaltada—. Pero… no me digas que tus sentidos no responden a mi proximidad, que tu cuerpo no necesita…, no… desea el contacto del mío, porque… entonces tendré que pensar que —ahora ya gritabas—, o eres una enferma con insuficiencia hormonal o eres una —aún dentro de tu enfado trataste de que la palabra fuerte y grosera sonase un poco más audible a mis oídos—… una… allumeuse.
Los ojos se me nublaron. El nudo del estómago había ido subiendo y atenazaba mi garganta. No quise que la pena asomase a mi mirada.
Cogí mi bolso y mi foulard; mis guantes cayeron al suelo con el precipitado movimiento; los recogí. Salí del salón vacío, más vacío aún que cuando entramos. Al entrar éramos dos; dos personas que se querían, y ahora… salía yo sola.
Tú, después de la larga perorata, te habías dejado caer agotado en el sillón. Y cuando me viste hacer los preparativos precipitados de marcha —¿o tal vez no me viste?—, no cambiaste tu postura.
Mis pasos sonaron en el parqué del salón, y yo te sentía inmóvil y lejano en tu asiento.
Salí; en la terraza quedaban unos grupos de gente.
Bajé la cuesta del Parador aprisa, casi corriendo; me dejaba resbalar favorecida por la pendiente. Llegué a la carretera. Inicié la vuelta…, el regreso a casa.
Todo había terminado. Sí, había tenido un sueño. Y de aquel sueño sólo quedaba un hombre enmudecido, hundido en el sillón del salón del Parador. Un hombre extraño para mí. Que decía cosas que yo no entendía. Que me insultaba: ¡eso sí que lo entendía!
Caminé más de un kilómetro. Los coches pasaban veloces a mi lado. En su prisa me despeinaban. Yo seguía por mi derecha, sin recordar las normas de la Jefatura de Tráfico: «Peatón, circula por tu izquierda».
Tu coche pasó junto a mí.
Yo continué andando.
Te paraste unos cuantos metros más adelante; al llegar yo a tu altura, abriste la portezuela.
Subí a tu coche sin decir una palabra.
El camino de regreso fue silencioso. Triste y silencioso. Me parecías un extraño, un ser raro. Yo, que creía conocerte tan bien, estaba defraudada; se me antojaba que eras distinto por completo a como yo te había imaginado. ¡Ya no me interesabas!
Mi enfado por tu insulto no había cuajado en una cólera material. No sentía deseos de abofetearte, no. La sorpresa de tu agravio me dejó vacía, hueca. Como recién despertada de un sueño maravilloso del que no queda nada con la luz del día.
En el centro conducías con serenidad y precisión. Sin vacilar te dirigiste a la Alianza. Aparcaste enfrente de mi «600», que había dejado yo en la acera del Café Royal.
Sin romper el silencio que se había establecido entre nosotros, abrí la puerta y bajé.
Tú cortaste el contacto.
Pensé que bajarías y cruzarías la calle conmigo.
En transición de segundos —el clímax del amor es vertiginoso—, al imaginar que bajarías del coche y me acompañarías al mío, que me dirías algo que borrase tus anteriores ofensas, volviste a mí, te traje otra vez a mi sueño.
Fue, sin embargo, una impresión equivocada la que me dio la pauta. Porque tú no te moviste del asiento de tu coche ni me dijiste nada; pero al imaginarlo yo, cuando paraste el motor, regresaste a mí, de quien te habías ido muy lejos.
Aunque no hiciste lo que yo esperaba, cuando crucé la calle supe (las mujeres lo sabemos siempre) que me mirabas; y yo caminé sabiendo que me mirabas, y los pasos de una mujer son distintos cuando sabe que un hombre la admira. Y me sentí mujer. Y me sonreía complacida, sabiendo que «sabía caminar» y teniendo la seguridad de que tus ojos, a su pesar, contemplaban la línea de mis piernas y la curva de mi cintura, sintiendo la sangre alborotada y probada mi femineidad.
«¿Será verdad? —pensé—. ¿Seré una allumeuse?».
Arranqué el «600» y salí rápida.
Tú quedaste allí, anclado en el silencio de tu coche, en la noche ya oscura.
En los días que faltaban para la reanudación de clases, no volvimos a vernos.
Yo no estaba enfadada en el fondo. Pero evitaba verte porque comprendía claramente que nuestros encuentros ya no podían ser como antes; que ya no podía acudir a la Biblioteca, ni al Café Royal. con la esperanza de una cita blanca.
Sabía ahora, con certeza asombrosa, que ya no podría verte a solas sin ser tuya. Que los escarceos habían terminado. Que habías sido paciente y que yo había prolongado demasiado aquella situación absurda.
Tú no insistirías más.
Y yo hacía venir a mi pensamiento tu enfado y tus agravios, para que mi indignación renovada proporcionase argumentos a mi voluntad que hiciesen retrasar la entrega, el rendimiento.
Transcurrió la primera semana de clases.
El primer día yo vigilaba tu entrada en el aula y me vigilaba a mí misma, para no encontrarme con tus ojos.
Habías elegido, como tema para el primer día de clase, «Influencia francesa a través del Camino de Santiago». Lo habías tratado a principio de curso; pero de pasada. Nos dijiste entonces que, si más adelante el tiempo lo permitía, insistirías sobre el mismo con mucho gusto. Tu disertación fue brillante. Al terminar, muchos alumnos te hicieron consultas.
Yo, callada en mi sitio, tomaba notas; mi pulso era más agitado y, a pesar mío, sentía y comprobaba su irregularidad en el papel.
El viernes aquel no quise asistir al coloquio. Como la asistencia a los mismos era voluntaria, nada me obligaba a ello. Y en cambio quería evitar la agradable familiaridad y el tono sencillo que habías dado a aquellos ratos de los viernes.
Después de la clase de Latín salí precipitadamente.
Tú entrabas en la O. N. U. (como llamábamos a la sala de conferencias) cuando yo cruzaba el zaguán. Mi corazón dio un salto de pértiga y mis rodillas temblaron flojas, ante el terror de que hubieras podido verme en la precipitada huida.
Aquella tarde fue una lucha contra reloj y contra mí misma.
La batalla estaba perdida. El grueso de la artillería ya no disparaba. Eran los últimos estertores de la guerra. Los disparos de soldados aislados que, o bien no habían oído la orden de «alto el fuego», o bien querían continuar por su propia cuenta: la Resistencia.
A las seis pensé acudir a la Biblioteca.
«Estoy atrasadísima —me autoconvencía—, y a este paso no voy a hacer unos exámenes muy brillantes».
Pero… volvía a desanimarme. Y añadía: «mañana, mañana, sin falta».
Consulté de nuevo el reloj: las siete y cuarto.
Al cabo de mucho rato, una nueva consulta: las siete y media.
En este punto me dije: «Por otro lado, yo qué sé si José continúa yendo a la Alianza. Probablemente no habrá ido estos días. No me ha dirigido en clase ni una mirada personal. ¿Y si estoy huyendo de alguien a quien tal vez no volveré a encontrar?».
Esta duda me dolió. Sólo un instante, porque negar tu amor era negar el mío; y el mío tenía una fuerza tal, que ninguna célula de mi cuerpo se rehusaba a su presencia.
Cuando vi tu coche aparcado donde siempre, solitario como barco varado impaciente por llevarnos a los mares de la vida, me sentí confiada, entregada…
Había tomado una resolución; y en el momento en que decidí salir a tu encuentro, me sentía tranquila, calmada, apaciguada. Te traspasé todas mis zozobras y mis dudas, mis temores y mis prejuicios. Y me noté libre y esperanzada.
Nuestro amor sería en adelante lo que tú quisieras que fuese.
Entré en la Alianza y esperé en el hall. Faltaban unos minutos para las ocho. Faltaban apenas segundos para que salieses.
Me senté en una butaca y encendí un cigarrillo. Recordé el primer cigarrillo que allí mismo habíamos fumado juntos… Mi nerviosismo del primer día, con el libro en mis manos, sin atreverme a enfrentarme contigo… nuestras relaciones posteriores… todo, todo.
Cuando apareciste, no podías verme. Yo estaba protegida y medio oculta por un gran macetero.
Aplasté mi cigarrillo en el cenicero. Mi pulso era firme.
Me levanté y fui hacia ti.
Tus ojos, sorprendidos primero, persuadidos después, de mi presencia y su significado, no se apartaban de mi rostro.
Yo te dejaba que leyeses en él claramente, abiertamente, sin doblez.
Y se juntaron nuestras miradas. La mía, sumisa; la tuya, temblorosa de su responsabilidad.
Y tus labios, sólo dijeron:
—¡Sara! (¡cuánto amor puso en mi nombre, tu voz ronca!)… ¡Al fin!