ANTONIO ES UN CONDUCTOR EXPERTO. Él dice que su carnet es el primero que se dio en la ciudad después de la Liberación. «Veinticinco años de paz al volante», acostumbra a decir, pavoneándose por no haber tenido ningún accidente.
Esta noche, a pesar del carburante en exceso ingerido por todos, voy tranquila sentada a su lado en el Pontiac. A mi derecha va Mr. Simpson.
Descubro una rara belleza en las calles solitarias, en las avenidas desiertas a estas horas primeras de la madrugada.
El asfalto reluce, bajo los faros del coche, partido en dos por la raya amarilla que a veces se hace discontinua y a veces doble. Los disparatados semáforos, funcionando a pesar de la inexistencia de tráfico, nos sorprenden cada vez que surge la luz roja en nuestro camino.
Con el brusco e inevitable frenazo, Mr. Simpson se deja caer a mi lado un poco más de lo que le permite su equilibrio.
Vamos los tres optimistas. La cena ha sido para ellos un éxito; para mí, divertida.
Nos dirigimos al cabaret «La Caracola» en las afueras. Parte de los comensales nos esperan ya allí. Antonio y los otros españoles que no representan ni la autoridad ni el orden, han querido mostrar a los congresistas, algo del folklore español, lo más auténtico posible.
La cena fue espléndida. Y ellos, los congresistas, ni ante la langosta perdían ocasión de indagar sobre lo que les interesaba. Aparte de la seriedad de las sesiones, querían sacar apuntes marginales y escopeteaban con impudor, a veces, cuestiones íntimas de nuestra política interna.
Yo procuraba contestar diplomáticamente, porque estaba allí en calidad de esposa de un financiero; si hubiese sido simplemente una estudiante de Filosofía, una Pérez cualquiera, mis respuestas hubieran sido diferentes y Mr. Kauffman habría aprendido para toda su vida una lección de discreción y tacto.
Al dirigirnos a la cena, al Gran Hotel, Antonio me había puesto al corriente sobre las personas que nos encontraríamos allí y los intereses que movían a unos y otros. Aparte de las autoridades, cuyo papel era meramente representativo, todos los otros españoles esperaban obtener del Congreso beneficios específicos.
Estaban, por ejemplo, los hermanos Barrutia, que habían venido expresamente de Bilbao. Éstos querían obtener a todo trance la distribución de la maquinaria agrícola que al B. I. A. le fuera dable colocar en España. Ellos habían hecho bastante por la Agricultura y su desarrollo estos últimos años. Su empresa se ocupaba de aconsejar técnicamente, por medio de sus peritos e ingenieros agrónomos, a propietarios de grandes extensiones sobre la mejor forma de orientar su producción para obtener una mayor rentabilidad de sus fincas. Es decir: se ocupaban de la mecanización de fincas rústicas, siendo ellos los que vendían a los propietarios o empresarios agrícolas toda la maquinaria precisa para la puesta en marcha de la modernización de sus empresas; para ello, seguían el plan previamente estudiado y trazado por alguno de sus ingenieros.
En calidad y cantidad de señora de Barrutia, se sentó a la mesa, enfrente de mí, una señora de cuarenta y tantos años y ochenta y tantos kilos.
Ella suplía su desconocimiento de los idiomas sonriendo con frecuencia. Tenía una sonrisa encantadora. Resultaba muy agradable su presencia, no sé si por su volumen o su sonrisa, pues daba la impresión de estar encantada y divertida por todo.
Me dijo en un pequeño aparte que tenía cinco hijos; que su cuñado era soltero y adoraba a sus sobrinos, y que a ella le gustaría muchísimo verme pronto por Bilbao. Y estoy segura de que así sería, pues la señora de Barrutia daba la impresión de solidez no sólo física sino moral. Sus palabras tenían que ser consistentes.
En la cena, a mi izquierda, se sentó Mr. Kauffman, vicepresidente del B. I. A. A mi derecha, el Director del Banco Español de Finanzas.
Al preguntarle a Mr. Kauffman si estaba satisfecho del giro que había tomado el Congreso y sus sesiones, me contestó:
—¡Oh, sí, madame! Nosotros nos hemos dado cuenta del gran afán de superación de los españoles y del gran sentido de responsabilidad con que algunos financieros, como su marido, exponen sus capitales para mejorar sus productos y alcanzar niveles y precios internacionales. Y estamos decididos a ayudarlos.
—Esa ayuda —le dije yo—, redundará en beneficio de su propio Banco más tarde.
Él me miró con una amplia sonrisa de superioridad dibujada en su rostro, y me explicó:
—Sí, naturalmente. Nuestros clientes no nos dejan su dinero para que hagamos obras altruistas tan sólo, sino para producir beneficios; pero tampoco los beneficios inmediatos son nuestro único propósito. Ayudamos también a la exportación de nuestras maquinarias y creamos entre nuestras naciones lazos y compromisos más fuertes que los políticos. Sólo tenemos un recelo en el caso de España, a la que por otro lado nos sentimos verdaderamente unidos.
Se quedó pensativo.
Yo quise enterarme:
—¿Un recelo? ¿Cuál?
—¿Qué pasará, qué seguridades tendremos cuando muera Franco?
Habló tranquilo, lisa y llanamente.
Yo miré su rostro, rubicundo e impasible, sus mejillas plurinervias, y por su expresión no supe si se trataba de un descarado o un ingenuo.
Le contesté despacio, tomándome el tiempo preciso para que reposara mi indignación:
—Nuestro Gobierno está legalmente constituido. Nuestras leyes no nos las sacamos de la manga de la noche a la mañana. La sucesión de Franco está prevista. Nada pasará, todo continuará como hasta ahora.
Podía haberle dicho muchas más cosas, pero me mortificaba tener que esgrimir argumentos sobre asuntos internos nuestros (¡ellos, los no intervencionistas!). ¿Para qué seguir tranquilizándole? ¿Cómo querían seguridades en un mundo y un tiempo en que a cada minuto se pasaban de moda las ideas? Ellos debían conformarse con realizar la operación si en el momento de firmarla llenaba los requisitos de oportunidad, firmeza y rentabilidad. Si luego, mañana, todas estas circunstancias eran distintas, a otros hombres les correspondería enmendarlas. Pero querían ser previsores del futuro, y el futuro… cada vez es más esquivo.
Míster Kauffman me miraba entre crédulo y risueño.
Sorprendí por detrás de su mirada el gesto despectivo del Director del Banco de Finanzas. Con su labio inferior vuelto hacia la barbilla y las cejas levantadas en paréntesis, parecía decirme: «No hay quien les entienda, más vale dejarlos…».
Sin embargo, Kauffman daba la impresión de haber valorado mis palabras. Debía creer con su astucia de banquero que las confesiones inocentes de una dama española eran más interesantes, y sobre todo más evidentes, que todas las garantías que él y sus colaboradores habían tratado de obtener de una manera oficiosa.
Cuando entramos en «La Caracola», la oscuridad de la sala nos desorienta un tanto. El maître nos acompaña a la mesa de nuestros huéspedes. Éstos, los que se han adelantado a nosotros, nos reciben con un entusiasmo desbordante, como si en vez de minutos hiciera siglos que no nos vemos. Nos hacen sitio entre todos. A mí apenas me dejan sentarme.
Bailo con todos ellos. Como hay hombres en demasía, no nos dejan descansar a las tres señoras del grupo. Todos los hombres, con el whisky y la escasa luz, se sienten audaces; más o menos veladamente me galantean, y se me acercan al bailar más de lo correcto y deseable, creo yo… Antonio me invita a su turno; es un ritmo alegre y movido que no permite aproximaciones excesivas.
Se le nota contento, desbordante más bien. Sus ojos pétillent. Me sonríe:
—Está saliendo todo de maravilla, Sara. Les has causado una impresión buenísima. Mientras bailabas, todos te han elogiado con vehemencia y yo creo… que con certeza.
Antonio y yo llevamos muchos años en que ya no nos reprochamos nada, pero tampoco nos prodigamos alabanzas. Por eso me siento un poco embarazada ante su elogio.
Quiero quitarle importancia:
—¡Sí, desde luego! De lo que no carecen es de vehemencia. ¡Luego dicen de los latinos!
—¿Qué quieres decir? —pregunta Antonio, poniéndose serio.
—Nada. No tiene importancia. Que son un poco pegajosos.
Al terminar yo de hablar, la música de baile cesa y se encienden las luces de la pista para anunciar el show.
Un grupo de cantaores y bailaoras interpretan: «Rumbitas Gitanas». Ellas, las bailaoras, jovencísimas, van turnándose y jaleadas por los componentes del cuadro, van una a una ofreciéndonos su versión de la rumba gitana: volantes, taconeo, grandes moños que se deshacen, piernas morenas y nervudas que trenzan pasos trepidantes, cinturas gráciles que se cimbrean en arcos casi imposibles.
Después, la actuación de «Lydia», que interpreta dos canciones ligeras imitando descaradamente a «La Greco».
A continuación, cante «jondo»: «el Rubiales» se destapa cantando por soleares, muy bien «seguido» por su guitarrista; después son fandangos de Alosno y por fin una «seguiriya» gitana, profunda, alucinante, llena de patetismo.
Más baile flamenco. Ahora son dos parejas: bulerías, zorongos, más rumbas gitanas: frenesí.
Míster Simpson, Kauffman y los otros míster, se entusiasman y hasta «palmean» y «olean» el baile.
Como colofón, el plato fuerte. No el «pato a la naranja» como en el Gran Hotel; no, yo aquí le llamaría le canard aux diamants. Bromeo naturalmente; en las situaciones difíciles hace falta el sentido del humor, dicen.
Le canard aux diamants es una señorita que se desviste ante el público —muy despacio, por cierto— y ante mi sorpresa. No porque el número tenga nada de extraordinario, el strip-tease es de una monotonía insoportable, sino por estar presenciándolo en un salón de España que además se llama «La Caracola». Pero ni su actuación ni su indumentaria me chocan: las inevitables medias oscuras y portaligas con perifollos; guantes y plumas que van cayendo y amontonándose en el suelo. Al final: un cinturón de diamantes. Sólo eso, un cinturón de diamantes.
Los míster acogen a la nueva Proserpina con risotadas y aplausos estruendosos, lo que quita embarazo al ambiente de nuestra mesa.
Yo no me atrevo a mirar a Antonio.
Yo pienso en ti y en tu enfado cuando te lo cuente. Te indignarás y me dirás que te sientes muy desgraciado porque no puedes evitarme estas cosas. Sufres cuando te digo que en alguna reunión de sociedad alguien me ha contado un chiste verde. Tu puritanismo para mí, que antes nadie sintió, me emociona. Y me complazco en relatarte las situaciones escabrosas en que a veces me encuentro, como la de esta noche.
Me encanta esta irreflexión tuya, tú tan reflexivo; esa incongruencia que manifiestas, tú tan ponderado, cuando crees que algo ha ofendido mis castos —¡no tanto!— oídos, o alguna imagen pornográfica ha ensuciado mi mirada.
—¡Soy absurdo! Lo sé —dices dando cortos paseos—. Pero al menos, sé que lo soy.
Y con eso te conformas: con que tu razón sepa juzgar tu actitud.
Llegamos a casa pasadas las cuatro. La luz del vestíbulo está encendida, como siempre que Antonio no ha llegado a casa.
Yo voy quitándome las pulseras y los anillos mientras subimos. Así que, al cerrar Antonio la puerta detrás de mí, ve que en el cuenco de mi mano se amontonan broches y pulseras.
—Sigues con la misma costumbre de quitarte las joyas al subir la escalera —comenta él amigablemente.
—Sí, ya ves…
No me gustaría que siguiese indagando mis costumbres de ahora.
Entramos en el pequeño hall, al que dan todos los dormitorios. Yo me detengo en el primero de la derecha, el de huéspedes con baño privado, que he hecho mío hace mucho tiempo.
Él se detiene y abre mi puerta.
Mis manos están ocupadas y creo que ha sido simplemente un gesto galante. No obstante, me quedo inmóvil, sin entrar, pues al seguir él su camino, es violento entrar y cerrarle la puerta.
—Creo que voy a tomar un poco de sal de frutas —se me ocurre decir.
He creído notar una expresión dulzona en su mirada. Y la alusión a las malas digestiones y mi gesto de asco me han parecido muy convenientes para quitar romanticismos a esta soledad de los dos frente a frente, a las cuatro de la madrugada.
—¡Yo también! —dice—. Traeré el agua —se ofrece él.
Yo entro entonces en mi cuarto de baño. Dejo mis cosas y salgo rápida al pasillo para estar allí cuando él regrese con el agua y evitar que pise el umbral de mi puerta.
Trae dos vasos en una pequeña bandeja.
Yo abro el tarro y vuelco una pequeña cantidad en el hueco de mi mano.
Le ofrezco:
—¿Es bastante?
—Sí. ¡Gracias!
Me mira fijamente mientras las sales rebullen en su vaso.
Yo bajo la mirada y pongo una cantidad similar en el mío.
Bebemos.
De sus ojos desaparece aquel brillo, que tal vez erróneamente he interpretado como de fugaz deseo.
Sonriendo, me dice:
—¡Gracias. Sara! ¡Gracias por ser inteligente! Gracias porque todo lo haces bien…
Termina la frase con menos entusiasmo, como apesadumbrado por mi perfección. Hay en sus palabras el presentimiento, o la certeza mejor, de que mi inteligencia ha sido una arma de dos filos en nuestra felicidad.
Y yo, que veía a este hombre con una indiferencia total; a quien juzgaba presumido, insoportable, infatuado de sus triunfos económicos; a quien, en las reuniones de sociedad, veía coquetear con cualquier señora ligera de cascos y pensaba: «¡Qué frívolo! ¡Qué vacío!», esta noche, frente a frente, con tu amor en mí, su mirada melancólica en mis ojos, levanta en mí una suave oleada de ¿ternura?, ¿compasión?…
No hemos sido felices, es verdad. Pero por primera vez pienso que nunca he querido ahondar ni analizar las causas de nuestra infelicidad. Que siempre le he culpado a él de ella. Pero, al notarle hoy, ahora, insatisfecho y apenado, he dudado de que él, y sólo él, haya sido el promotor de nuestro fracaso matrimonial.
Hasta hoy había creído que a él, para ser feliz, le bastaba lo que tenía: sus negocios, su finca, la granja A. G. E. S. A y sus productos, las conquistas fáciles (yo sé que ha habido varias), las mujeres sin complicaciones al margen del matrimonio. Todo eso creí que le bastaba. Y esta noche he comprendido que no; que tampoco era suficiente para él.
Cuando luego, al dirigirse él —¡por fin!— a su dormitorio, yo entré en el mío, sentí miedo y remordimiento de ser tan feliz. De cerrar la puerta de mi cuarto y encontrarme con tu recuerdo, con nuestro amor, grande y perfecto. Miedo de que algo se pueda interponer en la maravillosa unión de nuestras almas. Miedo de que algo interrumpa la comunidad razonada de nuestros pensamientos. Miedo y remordimiento de la sincronización, imposible de mejorar, de nuestros cuerpos…
La unión de nuestros cuerpos… contra la que yo tanto luché.