EMPECÉ A IR a la biblioteca de la Alianza. Y a leer las tragedias de Racine.
Cuando en clase dieron comienzo las explicaciones tuyas sobre su vida y su obra, «la cual no podía compendiarse en unas horas de curso», me parecía, y luego tú me lo confirmaste, que iban preferentemente dirigidas a mí; conocías, puesto que yo te la había descubierto, mi predilección por Racine, y tus juicios sobre su obra los emitías pensando en mí y en mi comprensión.
Me di perfecta cuenta de que, al entrar en clase, buscabas mi sitio con la mirada, y percatada ésta de mi presencia, comenzabas, tranquilo o apasionado, tu conferencia sobre Racine.
«Sus principales personajes son femeninos —Fedra, Ifigenia, Berenice, etc.—. Las mujeres sienten la pasión más intensamente —decías— (en clase de Psicología les explicarán, tal vez, por qué) y por eso son las mujeres de acusada personalidad las elegidas por Racine para su dramas. Modernamente ha ocurrido lo mismo con nuestro García Lorca; sus personajes favoritos son siempre femeninos».
Al indicarme tú la biblioteca de la Alianza Francesa, creí que esa recomendación implicaba una cita. Estaba segura de que te encontraría allí. No porque yo te atribuyese ningún sentimiento que atañera a mí personalmente, pero sí porque creía que mis opiniones y criterios los tomabas más en serio que los de mis compañeros. En razón tal vez de mi conocimiento profundo del francés, o del interés que yo siempre había mostrado por los clásicos franceses, que te eran tan queridos.
Mi desilusión fue en aumento de día en día al constatar que mis suposiciones eran infundadas. Que toda la simpatía que yo te atribuía hacia mí, se reducía a un simple intercambio de miradas de connivencia temática en clase, y a frases deshilvanadas durante los coloquios.
Cuando ya no lo esperaba vi tu coche aparcado en la acera de la Alianza.
Entré y rellené mi papeleta calculando dónde estarías sentado. Me dirigí al rimero de la pared de la derecha —lo había hecho muchas veces—, donde se encontraba el tomo de Bayaceto que yo leía entonces.
Acariciando los lomos de los libros que se apilaban en aquel estante, en un extremo de la biblioteca, no me decidía a volverme y, dando la cara a los escasos lectores, sentarme en cualquier mesa. Estaba como clavada allí y, al darme cuenta de que pasaban los minutos y no me movía, mis rodillas me temblaron ligeramente.
Respiré profundamente para serenarme y pensé: «Esto es como volver a los quince años». Luego me dije a mí misma: «No seas estúpida» pero… «bendita estupidez» agregué inmediatamente.
—C’est à vous de choisir; vous êtes encore maître.
El verso de Británico, recitado por ti en voz muy baja, me llegó a través de mi turbación.
Me volví y, tratando de parecer desenvuelta, te dije:
—Ya he escogido: hoy me he decidido por Bayaceto —te mostré el libro.
Pero el verso del preceptor de Nerón hube de recordarlo luego, en muchas ocasiones en que pude haber decidido otra cosa…
Haber seguido un camino limpio, de virtud en virtud, pero ¿era virtud acaso mi insatisfacción anterior? ¿Mi egoísmo? ¿Mi total inhibición de la vida? ¿No soy mejor ahora? ¿No escucho a todos y me hago copartícipe de sus problemas? ¿No soy ahora una persona agradecida por todo?
Me gustan los días grises y los de sol; verte y no verte, soñarte; me emocionan los gestos de los niños; cuando alguien me habla, miro sus facciones e, inmediatamente, estoy de su parte; la vida me parece maravillosa, un don, un regalo inapreciable; y ¿no es eso ser mejor?
Si la virtud es la buena disposición del alma para las buenas acciones, ¿no soy más virtuosa ahora que por amarte he perdido, según los moralistas, la virtud?
Con el libro en la mano y tú a mi lado, nos dirigimos a la mesa del fondo.
Saqué mis apuntes; tú, al pasar, habías recogido tu cartera y yo vi que corregías notas.
—¿Ha empezado ya el estudio? —me preguntaste muy quedo, ya que en la biblioteca no se debía hablar.
—No. Sólo tengo unas cuantas notas…
Empezaste a escribir y luego me pasaste un papel que decía:
«Conocimiento del autor y su vida. —De qué modo su vida y sus circunstancias (época) han podido influir en su obra. — Esencia de la obra. — Estudio crítico».
Levanté la vista hacia ti y tú me miraste sonriente. Fue un gesto de mutua simpatía. Seguimos un rato trabajando en silencio.
Consultaste tu reloj y yo, haciéndome solidaria de tu gesto, cerré el libro y me dispuse a salir.
Estaba completamente tranquila y me reía de mi violencia anterior. Tengo complejo de ser una alumna de Filosofía bastante vieja, me dije a mí misma. Y tengo rubores de solterona.
—Echo de menos el tabaco cuando leo y cuando estudio —dijiste a la vez que, sacando un paquete de tu americana, me ofrecías—. Me siento como privado de algo vital. No… me concentro.
Estábamos en el hall de la Alianza y encendiste nuestros cigarrillos. Pusimos nuestra atención en las espirales de humo. Yo me dirigí a una mesita cercana, tratando de localizar un cenicero.
—¿Qué le parece lo que va leyendo hasta ahora? —me preguntaste.
—Bien, pero…, es más difícil de lo que pensaba.
—¿En dónde ve la dificultad?
—Me cuesta concretar —te expliqué yo—. No sé por dónde empezar; no sé si dar primacía al hombre o a la obra. Y de ésta, si profundizar en lo más importante, lo más conocido, o dar realce a lo menos representativo. En fin…
Me encogí de hombros expresando así mi indecisión.
—Primeramente, siga la nota que le he dado para estudiar. Luego, hágase un plan, un programa; si no, se volverá loca y yo no quiero tener la culpa de ello —me sonreías y me mirabas confidente—. Además, es un trabajo que tengo interés en que lo haga usted precisamente, pero tómese todo el tiempo que necesite.
Otra vez miraste el reloj y yo aplasté en el cenicero mi cigarrillo a medio consumir.
—¿Tiene prisa?
Tus ojos me miraron directamente y preguntaron sin palabras: «¿Te espera alguien?».
—No, ninguna.
Y mis ojos también respondieron: «No, nadie».
—Podemos ir aquí al lado, al Café Royal.
Yo asentí con la cabeza.
Me ayudaste a ponerme el abrigo, que yo había dejado sobre mis hombros.
Salimos.
En el tramo de calle desde la Alianza al Royal, no hablamos nada, íbamos silenciosos.
Al entrar elegimos instintivamente una mesa apartada. Yo me preguntaba si nuestra conversación sería un diálogo sobre Racine, o si tú iniciarías otros temas.
—¿En qué año empezaste la carrera en Madrid?
Me mirabas sonriente y amistoso, y tu gesto, unido al tuteo que iniciaste, me hicieron sentirme cómoda y segura. Volví a sentirme mujer de mi mundo y de mi generación. En ambos el tuteo era natural.
—En el 56 —te respondí.
Me extrañó que supieses que yo había estudiado en Madrid los primeros cursos; pero no quise inquietarme ni imaginarme cómo lo habrías averiguado. Preferí recordar aquellos años de mi vida sin complicaciones.
—En el 54 y 55 yo fui Auxiliar de la cátedra de Literatura. Así que no nos encontramos entonces, por un año.
Me pareció notar que a la palabra «entonces» le habías dado un matiz importante; no el grado simple de adverbio de tiempo.
(Realmente, José, ¡si nos hubiéramos encontrado entonces! ¡Hace nueve años!…)
—Pues yo debía empezar el 55 —te expliqué—, pero tuve la ocurrencia de hacer un curso completo de francés en un Colegio de Lyon. Una tía mía, religiosa del Sagrado Corazón, había sido destinada a Lyon de Superiora, y me ofreció la oportunidad de pasar un curso interna allí. En calidad de enfant gâtée.
Tuve la certeza de que habías indagado sobre mi vida; de que conocías todo, o casi todo, lo referente a mí. Seguí recordando otros tiempos:
—Don Joaquín sigue de decano in aeternum.
—Sí, o decano, o ministro… —añadiste tú.
Te sonreías como un muchacho. Te habías desdoblado; parecías incluso mucho más joven.
Y, aferrada a mis recuerdos de otros tiempos, seguí rememorando:
—En el curso siguiente al mío, había entonces una chica guapísima, tal vez…
—¡Elena Muguiro! —terminaste tú mi frase—. Una chica guapísima, en efecto; de la que no se sabía qué admirar más: su belleza o su inteligencia. Era un caso rarísimo. Una mujer tan guapa, tan… llamativa… y tan preocupada intelectualmente.
Un poco dolida ante tanto elogio, admití:
—Sí, todos se enamoraban de ella…
Tus ojos me miraron de una forma tan expresiva, que yo traduje: «No, no era mi tipo; me gustan las mujeres más… espirituales, más… como tú».
Me contestaste, muy despacio, delimitando las dos palabras:
—Todos…, no.
Un poco asustada por haber consentido y haberme complacido, en aquella larga mirada de tus ojos, bajé los míos hacia las copas de Martini, y levantando la mía para beber un sorbo, cambié de tema.
—Una copa, un cigarrillo, o una buena música, después de un duro trabajo intelectual, son tan reconfortantes… como debe de ser un buen vaso de tintorro para un albañil.
—Una copa, un cigarrillo y… un amigo —completaste tú la frase—. Porque una copa solo es muy triste.
—Sí, es triste, pero relaja los nervios.
Al hablar yo había hecho una leve flexión con los hombros, iniciando un movimiento de «relax».
—En ese caso, ya no es un placer, un premio, una plácida tregua; es una medicina.
—De todos modos, hoy tenemos las tres cosas —luego, creyendo haber ido demasiado lejos, añadí—: Creo…
—¡Puedes estar segura! Cuenta con la tercera, con mi amistad… siempre.
Tu voz era ronca, temblaba en ella una ligera emoción y tus ojos me confirmaban leales tus palabras.
—¡Y tú con la mía! —dije ya sin rubores.
Y te tuteé, como tantas veces había hecho hablándote en mi pensamiento. Además, yo tenía costumbre de tutear a personas que acabaran de serme presentadas. El tuteo, inmediato, en las reuniones de sociedad, indicaba cierto savoir vivre, que favorecía. Pero en la Universidad era diferente y temí por un momento que tú, tan distante a veces, interpretases mal mi familiaridad.
Tu expresión era complacida en cambio, lo que me tranquilizó.
Me dijiste sin dejar de mirarme:
—¡Gracias!
Nos quedamos silenciosos. Tú me mirabas anchamente, como descubriendo mis rasgos y estudiándolos. Tal era tu atención. Yo, liberada de mi anterior nerviosismo, no me retraía a tu contemplación.
Por fin tus ojos se detuvieron en mi mirada. Todo mi rostro y todo mi alrededor se nublaron para ti. Sólo nuestras pupilas. Me preguntaste:
—¿Qué le pides tú a la vida?
—¿Yo? Apenas nada.
—¿Tan poco?
—Hace tiempo, mucho tiempo, con los puños cerrados y los ojos muy abiertos, el corazón anhelante, dispuesta a la lucha, le pedí a la vida… todo. Y la vida me dio nada. Entonces yo me plegué a lo que se me daba y ya no pedí nada. Y así viví en un puro «nadismo». Ahora, hace unos meses, he vuelto a desear algo… tiempo… horas… segundos que me faltan.
—¿Sólo tiempo le pides?
—De momento… sólo eso.
En el ambiente del Royal, las notas de un microsurco, mitigadas un tanto por los ruidos habituales de platillos y cubiertos.
Luis Aguilé alardeaba:
…Yo sé tanto del amor… que te puedo aconsejar…
Al salir, la noche era limpia y brillante. Se presentía, porque sobre nuestras cabezas los edificios sólo dejaban ver una franja larga y estrecha de estrellas, una luna casi llena.
—¡Qué noche más bonita! —exclamé sin darme cuenta.
Luego, ya consciente, añadí:
—Mañana hará un buen día.
Tú corroboraste:
—¡Sí, mañana hará un buen día… aunque llueva!
Las últimas palabras las pronunciaste muy quedas, casi imperceptibles.
Así se iniciaron aquellos días de estudio en la Alianza; de discusiones, para mí muy fructíferas, en el Café Royal. Nuestros temas de conversación eran inagotables. Tan pronto analizábamos la personalidad de cualquier personaje histórico o mítico, como refutábamos ideas o teorías que nos parecían equivocadas. También los temas del momento ocupaban nuestro interés con frecuencia; y el pasado año, las sesiones del Concilio y los esquemas de las mismas dieron lugar a ciertas escaramuzas, de las que tú salías siempre mejor librado.
Nos preocupaba la acentuada disposición del mundo actual a dar importancia, tal vez excesiva, al hombre; tú decías:
«Las más dispares ideologías modernas defienden un humanismo a ultranza. Y la base del humanismo, si quiere ser tal, ha de ser la educación. Al darle preponderancia al individuo, se le responsabiliza. Y no podemos responsabilizar a personas que no estén preparadas. Sólo cuando se haya dotado a todo hombre de una conciencia colectiva, religiosa o artística podremos darle libertad absoluta para proceder. Y entonces tendrá miedo, porque será responsable, porque será consciente de la importancia de su actuar».
Día a día, también fui percatándome de que te quería. Tu presencia se había hecho tan importante en mi vida, que me daba miedo averiguar cuánto. Anteponiendo tu nombre al término «más que», y todas las demás cosas de mi existencia en segundo término, éstas caían lenta pero inexorablemente.
Al principio, me bastó aquella felicidad y tranquilidad nuevas. El sentir, al pisar tú la clase o al verte de lejos, que me envolvías y me rodeabas de una atención especial. Que aunque tus gestos externos no lo demostrasen, estabas pendiente de mí. Me sentía protegida por tu admiración y por tu interés. Y el conocimiento de la importancia mutua me daba a mí una luz nueva que alumbraba y calentaba mi vida; a ti, una nueva ilusión. Mi mirada era más cálida y brillante; la tuya, remozada, se tornó ilusionada.
Pero soñaba con una amistad limpia; con un amor puramente intelectual. Pensaba en ti, pero no te asociaba a ningún transporte físico. Soñaba con asombrarte después de haber encontrado una frase o un concepto que tú no conocieses y nos sirviera de clave para deducir algo. No quería deslumbrarte con mi atractivo físico. Yo veía tus manos en mis sueños pero nunca aferradas a mi cuerpo. Nunca imaginé aquellos primeros días de nuestra amistad que tu boca se uniese a la mía. Pensaba que aquella comunidad espiritual nos bastaría; pero… ¡ay!… estaba equivocada.