CON ANTONIO HABÍA COINCIDIDO una mañana temprano al salir de mi habitación. Era una novedad encontrarnos a aquellas horas; a mí nunca me había gustado madrugar.
Señalando con su mirada mis libros, me había preguntado:
—¿Qué tal van las cosas a la estudiante?
—Bien, bien, pero —le contesté yo sonriente—… ¡tengo tan poco tiempo! Necesitaría que los días tuviesen más horas. (¡Yo, que hasta hacía poco era millonaria de tiempo y me entretenía en desperdiciar los minutos!)
Salimos al hall y él abrió la puerta de entrada.
En el rellano se detuvo. Vivimos en un segundo piso y yo nunca tomo el ascensor. Él pulsó el botón y yo esperé a su lado.
Ya dentro, dijo:
—Tengo que ir a Burdeos a finales de mes. Es la Feria. ¿Te gustaría ir? ¿O crees que te hará perder mucho tiempo?
En su pregunta parecía brindarme la posibilidad de rehusar. Y yo acepté esa posibilidad de evadirme de aquel viaje, aliviada.
—Pues…, francamente, estoy aún tan descentrada…, tan atrasada. Hasta que coja el ritmo, ¿sabes? Después, en cualquier momento me será factible perder una clase. Pero…, ahora…, si no te hago realmente falta, preferiría quedarme.
Yo sabía, y lo leí además en su expresión, que mi negativa no le había disgustado. Si, efectivamente, hubiera querido que le acompañase, Antonio, o lo hubiera pedido de una forma distinta, empleando el sistema de chantaje: «O vienes a Burdeos, o te dejas de esos caprichos tontos de la carrera»; o bien hubiera hecho uso de su autoridad y su tono, en ese caso no habría dado lugar a dudas ni a negativas. Antonio es un extraño para mí; pero conozco su idioma y sé interpretar correctamente sus palabras.
Ya habíamos salido al portal. Mi «600» estaba allí, delante de nosotros, a pocos metros. Su coche debía de estar en un garaje cercano; no le gustaba dejarlo bajo las estrellas.
—¡Sí, sí, no te preocupes! Para ir a Burdeos no te necesito. Siempre va bien y da importancia una mujer que habla francés correctamente. Pero en los asuntos serios, si he de tratar alguno, haré uso de un intérprete, y para lo demás…, me defiendo.
Lo dijo bastante contento y yo deduje —¡qué mal pensada!— que, puesto que yo no iba a acompañarle, él había decidido no ir solo.
¡Qué lejanos ya los tiempos en que mis dudas me hacían sufrir! ¡En que la sospecha, o más bien la certeza, de sus flirteos y amoríos me hería y me humillaba! Desde que separamos nuestras intimidades había cesado la guerra y el odio, dando paso a una convivencia indiferente.
Y luego, a partir de mi reanudación de carrera, nuestras relaciones fueron más cordiales. Yo, ocupada, estaba alegre y optimista. Era menos suspicaz. Mi propia libertad para hacer lo que quería, y en este caso, lo que me apetecía más, y lo que me llenaba también, hacía que considerase las «cosas» de Antonio más benévolamente.
Mi carácter era, se volvió a partir de entonces, más igual y menos reservado, de lo que él también se benefició. Y en cuanto a mis deberes de ama de casa, pasada la fiebre de los primeros días seguía cumpliéndolos con eficacia, pues les dedicaba más atención y, aunque disponía de poco tiempo, el interés que ponía en todo hacía que lo resolviese de la forma más rápida y eficiente.
Yo me sentí desde entonces más tranquila y, en lo que cabía, colmada.
Antes de que llegásemos al estudio de Corneille, ya había leído yo El Cid y Horacio. Había tomado notas. Había subrayado todo lo que más me había admirado de sus magníficos caracteres; las expresiones y reacciones que no había comprendido bien, para luego, más tarde, llegado el momento, aclarar conceptos y dudas.
La interpretación de las obras cornelianas, nos decías, debíamos hacerla primeramente objetiva: juzgando el valor intrínseco de la expresión y del lenguaje. Pero también querías que los personajes más destacados, los más sobresalientes, los desmenuzáramos psicoanalizándolos.
«Por qué el conde de Gormaz, en El Cid trata de disuadir a Rodrigo de la lucha; ¿es que le ve joven, inexperto, fácil de vencer? ¿O es que siente hacia él un afecto paternal? ¿O es que en esa piedad hay algo de temor, de vago presagio? El valor del conde de Gormaz estaba probado, pero… ¿los hombres más valientes no son acaso los que tiemblan?».
«Es el mejor homenaje que podemos rendir a un autor, a un escritor —insistías—. No sólo leer sus libros, sino reencarnar sus personajes. Hacerlos vivir y sentir en nosotros. Tratar de comprender sus razones, sus “porqués”. Ellos, los personajes, han vivido muchas horas íntimamente con él, y si en su vivencia con nosotros alguna vez estamos en desacuerdo con ellos, no se sentirá defraudado el autor; al contrario, habrá conseguido que sus hombres y mujeres no sean estatuas frías, ni fantasmas, ni caracteres de tinta sobre el papel, sino seres vivos, actuales, estén o no equivocados. Lo más importante para el autor, lo primordial es que estén».
Los viernes, a la una, habías organizado unos coloquios en los que informalmente se discutía de Literatura. Especialmente del período literario del curso.
Digo informalmente, porque había una gran diferencia de tono de los coloquios a las clases. En el aula, en el estrado, eras serio y distante. Tus explicaciones eran claras, no buscabas alardes retóricos, pero nos dabas la impresión de superioridad. Hacías notar, no sé cómo, la distancia intelectual. En los coloquios, no sé cómo tampoco, hacías desaparecer las distancias.
Decías que aquellas discusiones serían muy fructíferas. Que aprenderíamos todos, tú incluido, de los demás. La interpretación de los clásicos, vista por distintas personas de una joven generación, podía ser muy interesante, pensabas. De entre todas estas opiniones y juicios sacaríamos una orientación —después de desterrar lo erróneo y pulir expresiones— que fuese a modo de crítica literaria; primero individual y luego de conjunto.
Tratabas de dotar al curso de una especie de Baedeker literario, en el que todos hubiéramos colaborado y al que todos pudiéramos acudir necesitados de orientación y ayuda.
Con eso, nos dabas una tremenda importancia a nosotros mismos. Nos hacías responsables y conscientes de nuestras opiniones, por lo que las madurábamos para no hacerlas a la ligera. Eso contribuyó a elevar mucho el nivel literario del curso. A cultivar su esprit, su sensibilidad.
Así como en clase —tiene razón Bonilla— eres un poco «hueso», en los coloquios ni siquiera notábamos que el criterio final, el juicio definitivo, era el tuyo, matizado por los nuestros, a veces. Pero tu opinión era la que prevalecía siempre, y no nos dábamos cuenta. Tú conseguiste que no lo advirtiéramos.
A veces, se aventuraban pareceres un tanto peregrinos. Pero se hacían libremente —democráticamente—, sin el temor a ser considerados candidatos a la lista negra por el profesor.
Recuerdo un día que Julita S. Pacheco te preguntó:
—¿No le parece, don José, que entre Marcel Proust y Santa Teresa existe cierto paralelismo?
Te quedaste callado un minuto; nosotros contuvimos la respiración, expectantes.
Ella añadió:
—Me refiero a… Las Moradas: he encontrado la misma dificultad que al leer a Proust.
Tú le contestaste, benévolo, canalizando su punto de vista:
—Ambos siguen un camino de introspección, lo que podría significar: «ambos son rectas»; pero luego no coinciden nunca: «son paralelas». La dificultad en Proust está en seguirle, en acompañarle a Balbec o a Guermantes y seguir a su lado, no perdernos en los kilométricos caminos de su pensamiento. Y Santa Teresa es ella quien quiere llevarnos de la mano. El estilo teresiano se caracteriza por su «sencillez y claridad».
Al darnos importancia a nosotros se la diste a la asignatura. No fui yo sola la que le dedicó sus preferencias; la mayoría compartía mi entusiasmo.
Yo oía tus palabras. Te escuchaba sin perder detalle, ni tono, ni matiz. Tomaba notas rápidas cuando algo me admiraba. Te oía…, te oía… No te conocía…, después… sí.
Hoy, que sé que no te veré, ni mañana, ni pasado…, tu recuerdo me llega más claramente. Cuando pienso en ti, media hora antes de verte, imagino lo inmediato, lo externo de nuestro encuentro: el traje, el peinado, el lugar… Pero ahora, estos días que sé que no te veré, quiero adentrarme en ti y en mí misma. Cuando te tengo, no puedo pensar: vivo y siento y me absorbes. Hoy que no siento nada, pienso en nosotros lúcidamente y me veo a mí misma, y te veo a ti, como te vi la primera vez que te vi…
No me parecías humano. Yo entonces no reparaba mucho en las personas; y tú, tienes que reconocerlo, eras muy impersonal. Con tu aspecto exterior, pulcro y cuidado; con tu fisonomía sin rasgos violentos; con tu inteligencia y tu oratoria; con tu saber, en fin, se borraba, al menos para mí, toda tu presencia física. Eras un oráculo del que no debe escapársenos una palabra, so pena de perecer (en este caso de ignorancia).
Te vi, aquella mañana, apenas tres meses de la primera vez.
Al comenzar la clase tu voz era ronca; tu voz era lo que yo mejor conocía de ti; quizá lo que ya amaba de ti. Y su tono ese día era distinto, más grave. Me sorprendió y te miré. Y tratando de descubrir las causas del desentono, vi tus rasgos por primera vez. Te vi con tus ojos y con tu nariz; con tu piel y tus arrugas en los párpados; con los pliegues de tu frente. Con tu físico de hombre… de pobre hombre que se había acatarrado. ¡Ya ves, así de simple! Al verte apoyando la cabeza en tu mano, como sosteniendo su peso; al notar tu mirada un poco febril; al oír tus explicaciones con voz entrecortada, a consecuencia de aquel catarro, te sentí hombre por primera vez…
Y te miré con ternura, ¿con ternura? No sé. Era como una especie de punzada en el corazón que irradiase un dolor suave, mitigado; y como si de todo mi cuerpo, de mi piel mejor, brotase un sarampión de pequeñas manos que se tendiesen hacia ti; que compitiesen por cuidarte, para aliviarte. Como si toda yo, en muda súplica, te pidiese:
«No siga. ¡Váyase! ¡Cuídese! Necesita descansar… llamar a un médico».
Y entonces, ya no te oí… Ya no te oí más aquel día; sólo te vi. Y mis ojos no se apartaban de tu rostro. Y te estudiaba detenidamente. Y mi emoción aumentaba hasta casi humedecerme la mirada.
No sé qué más cosas dijiste, sólo que al final —era viernes— añadiste que no habría coloquio.
—No me encuentro bien… —explicaste con un gesto ambiguo, como tratando de disculparte.
Yo salí aprisa. Tenía que hablarte.
—¡Don José! —te llamé.
—Dígame —me mirabas extrañado e hiciste ademán de seguir caminando.
Me puse a tu lado y empecé a hablarte de lo primero que se me ocurrió:
—El coloquio de hoy era sobre Mme. de Sevigné y creo que podríamos hacerlo nosotros; me refiero a un grupo del curso, solos, pues… realmente, no tiene mucha importancia.
Tú, sin dejar de caminar, me replicaste:
—Así que según usted, Mme. la Marquise de Sevigné no es… importante —te sonreías, un poco burlón.
Y yo, por primera vez, al hablarte, observaba el movimiento de tus labios y el brillo de tus ojos y estudiaba toda tu expresión, sin captar la causticidad que encerraban tus palabras.
Por otra parte, era inútil hablarte de temas literarios cuando, por primera vez, me interesaba más el hombre que lo que representaba.
—Pues —sin embargo añadí, continuando el tema iniciado—… es importante, naturalmente, pero no es… trascendente. Ni necesita un estudio profundo; todo en ella es claro. Relata situaciones… costumbres de su época; es a modo de historiadora. Dice lo que pasó ante sus ojos; no —seguí yo exaltándome con mis propias palabras— lo que sintieron esos mismos personajes que ella veía vivir. Era, eso sí, un «espíritu delicado», pero… nada más.
—Y ¿quiere decirme qué es para usted algo más?
Habíamos llegado al patio; cruzamos la puerta principal. La clase y los compañeros quedaban muy atrás.
—¡Oh! —mi asombro, ante tu pregunta a boca de jarro, fue mi inmediata respuesta. Después, un segundo después:
—Racine, por ejemplo —te contesté, sin vacilar, sosteniendo tu mirada—: ¡Jean Racine!
Ahora encuentro mi desbordado entusiasmo de entonces algo rebuscado.
—¡Bien! Es indiscutible —dijiste—. Pero en cuanto al coloquio sin mí, me es imposible autorizarlo. No quiero responsabilizarme de posibles errores. Teniendo en cuenta… su «pobre» concepto sobre Mme. de Sevigné… Y, en cuanto a Racine…, ¿por qué no me hace un estudio detallado sobre su obra y personalidad?
—Yo… no —tartajeé—… no sé si… sabré.
—¿Usted domina el francés, verdad? —quisiste saber.
—¡Si. señor! —te contesté triunfalmente, sin asomo de modestia, encantada de poder resarcirme de aquel «pobre concepto»—. Puedo leer Fedra y Andrómaca tal y como él las escribió.
—Pues bien —te pusiste serio—. Aproveche esa ventaja y hágame un estudio detallado sobre Racine. Naturalmente, se lo tendré en cuenta para las calificaciones.
Te acercabas a tu coche y yo te seguía. Las minúsculas manos que me habían nacido en todo el cuerpo seguían tendidas hacia ti, no se abandonaban. Querían rodearte.
—Don José, ¿puede decirme dónde podría tomar notas o de qué libros sacar apuntes?
Ya sacabas las llaves del coche y abrías la portezuela.
—En la Alianza Francesa, señorita, tiene usted una magnífica biblioteca, puesto que usted lee francés. El próximo día —¡recuérdemelo!— le daré una nota con los libros que debe consultar allí. ¡Perdone! —tosiste un poco—. ¡Este dichoso constipado!
—¡Buenos días! —ya dentro de tu coche.
—¡Buenos días!
Te contesté y me volví.
Regresé a la clase. Regresé triste y como enfadada conmigo misma: no había hecho nada por ti. Nada por el hombre. Las manos pequeñas que, naciéndome de todo el cuerpo, se habían tendido hacia ti, se replegaban acalladas; pero su apaciguamiento me daba una extraña sensación de vacío. Tenía mi tesis por delante; debería ilusionarme, pero algo parecido a una nueva nostalgia había surgido en mí y me aturdía. ¿Es que aquella nueva inquietud iba a turbar mi paz y a socavar mi bien ganada complacencia?
Al entrar en la clase olvidando los planes de estudio que continuamente trazaba mi imaginación, me dediqué a escuchar los comentarios de mis compañeros. Abandoné aquella impaciencia «tiroidal» por no querer perder ningún tema intelectual que se tratase y puse mi atención en lo humano y personal de los profesores que, después de cada clase, salía a colación en los diferentes grupos.
Sobre todo, en lo referente a ti. Cuando te mencionaban, yo, aunque aparentemente absorta en otra cosa, no oía más que lo referente a tu persona. Aquella mañana hacia venir a mi pensamiento otras frases y otros comentarios que había oído durante aquellos tres meses, pero que habían permanecido varados en mi imaginación, al referirse a lo puramente humano del catedrático.
Ahora hacía indagaciones en mi memoria, y cuando venía a cotilleo, me encontraba a mí misma preguntando a los otros cosas de ti. Eras tú, tú hombre, quien me interesaba.
Se alababan y censuraban vuestros coches…, vuestros trajes…, vuestras corbatas. Sabían que tenías una ama de llaves que había sido criada de tu familia y que en la intimidad te llamaba «Pepín»: era asturiana. Sabían que en tu cama tenías una manta de piel de leopardo. Me quedé sorprendidísima, ¿cómo podían saberlo? De muchos de los profesores se contaban cosas íntimas; de lo que no estoy nada segura es de que se supieran realmente; y dudo mucho de que lo que se decía fuera verdad. En un principio se habría parecido a la verdad, pero con el tiempo y de curso en curso había aumentado y se había deformado de tal modo que eran fábulas más que historias; había mucha imaginación suelta por los pasillos.
—¿Una manta de piel de leopardo dices? —inquirí yo, poniendo asombro e inusitado interés en mi pregunta, a la vez que miraba a Carmina Noriega con curiosidad. Era ella quien lo había asegurado.
—Sí, sí, creo que es preciosa. Un primo mío que terminó hace dos años, y ahora está de lector en Cambridge (me costó un poco entender el nombre de la Universidad; Carmina había dicho: «Quembris»), fue a su casa un día a llevarle unos trabajos y me contó que sobre su cama tenía una manta de piel ¡divina!
—¿Pero, Carmina, es que tu primo tuvo que llevarle esos trabajos a la cama? —se reía Bonilla—. ¿O es que eran otros los trabajos que le hacía?
—¡Vete a la m…, Bonilla! —se enfureció Carmina.
La libertad de expresión era otra de las prerrogativas de los nuevos estudiantes.
Otro de los muchachos terció:
—Anda que éstas (se refería a las mujeres en general), si ven una cucaracha o un grillo, se suben a una mesa y se ponen a gritar aterradas; pero si pescasen una pantera serían capaces de despellejarla viva.
Carmina miró a ambos despectiva y dijo:
—Vosotros no entendéis ni de hombres ni de pieles. Y Vidal Oliver, además de ser un hombre fenómeno, tiene una manta de piel que costará —su mano calculaba en un ademán oscilatorio—… lo menos… lo menos, veinte mil duros.
Eran comentarios un tanto pueriles y frívolos. Yo me avergoncé de tomar parte en ellos. De haberlos provocado, o si no, alentado. De aquellas charlas insípidas procuraba huir siempre, evitarlas. Al igual que Atanasio Fernández, el mercedario, adoptaba en esos casos una actitud marginal e indiferente. Nosotros, el mercedario y yo, estábamos más en vuestro mundo que en el de ellos, en el de nuestros compañeros. Nosotros, yo al menos, me sentía más solitaria con vosotros, los profesores, que con ellos. Vosotros os acercabais más a mi generación que yo a la de ellos.
Es fácil, a los treinta, pensar y con un pequeño esfuerzo comprender a los hombres de cuarenta o cincuenta; pero es casi imposible tratar de ver el mundo con los ojos de los veinte años.
Así que aquel día me sentí avergonzada y culpable. Me parecía que había traicionado a los nuestros: a ti.
Pero la tan cacareada manta de leopardo se me representó en muchas ocasiones. Cuando tú venías a mi mente, y a partir de aquel día, harto frecuentemente, en el fondo, en el decorado de la representación de tu imagen, siempre estaba la famosa y traída y llevada manta…
Dentro de la emoción intensa que sentí —mucho después— la primera vez que entré en tu casa, dentro de esa emoción y formando parte de ella como las moléculas de la gota de agua, estaba la visión de la manta de piel.
Cuando pisé el living y quise comprobar, rincón por rincón, las cosas que coincidían con las imaginadas por mí, y verificar también las discrepancias, al llegar al de la biblioteca, en el suelo, en el ángulo que limitan las dos librerías, había una piel de leopardo.
Arrodillándome primero, me quedé sentada en ella. Y pasando la mano por su suave pelaje, te pregunté:
—José, ¿tienes más pieles como ésta?
—No —me contestaste—. Ésa es un recuerdo de mi padre. Asistió en África a una cacería y se trajo esa piel. Pero yo siempre he dudado de que se tratase de una pieza cobrada por él. Estoy casi seguro de que la compró. No pensarás pedírmela para hacerte un chaleco…
Bromeabas.
Y no supiste que allí, arrodillada en la piel, tomaba posesión de algo que había rondado en mi imaginación una larga temporada. Me sentaba y acariciaba con mis propias manos, con mis manos de carne y hueso, algo que había sido como un símbolo para mí: el símbolo de tu intimidad.
Ortiz de Rozas —tu adjunto— nos dio la clase al día siguiente. Hay quienes lo prefieren a ti. Los menos, los frívolos. Sus explicaciones siempre están salpicadas de bromas ingeniosas y, sobre todo, de frases alusivas a la actualidad del momento. Ortiz de Rozas practica la actualización —el aggiornamento que dirían los padres conciliares— de los clásicos. A veces, las situaciones modernas coinciden y se identifican con los temas clásicos —por eso son clásicos, porque pueden darse y «llevarse» en cualquier época, en cualquier parte—. Pero él busca la semejanza a todo trance y a veces sus comparaciones resultan un tanto confusas. Aquel día dijo algo de Soraya y Jacqueline Kennedy. Yo no entendí bien la alusión, sin duda apropiada, que los demás, los otros, acogieron con risas complacidas.
Yo, cuando faltabas tú, consideraba perdida la hora, fallida la clase.
Me sentía substancialmente defraudada.
Después aquel lunes, tuvimos Gramática y comentario de texto. Más tarde, Latín. En ambas conseguí concentrarme y distraerme; pues como me exigían una atención inmediata ésta me abstenía de ulteriores divagaciones.
Aquella tarde me reuní con unos compañeros para preparar unos temas y unas traducciones de italiano; era el único examen pendiente de los primeros parciales.
El trabajo me mantuvo al margen de ensoñaciones.