III

LA PRIMERA VEZ que mis ojos te vieron, yo no te vi. Fue después.

El primer día estaba muy obsesionada con mi nueva vida; con mi hambre de letras; con mi nuevo camino recién ¿continuado o emprendido? Porque la muchacha ingenua, alegre y despreocupada que estudiaba segundo en la Facultad de Filosofía en Madrid, no tenía mucho que ver con la mujer madura, egoísta y escéptica que comenzaba tercero en nuestra ciudad. Des mujeres con algunos puntos comunes; pero entre las dos, no una verdadera y lógica continuidad. Indudablemente, ambas llevábamos el mismo nombre. Dos mujeres con el mismo nombre, cuyo otro parecido era puramente casual.

Por eso, el primer día no te vi. Eras un hombre más a la vera del camino. Un paseante que se detiene un momento y nos mira pasar; pero tal vez no nos ve. No ve lo que ven sus ojos. Está viendo dentro de sí. Nuestras miradas se cruzaron, pero yo no te vi. No sentí tu presencia. No te tendí la mano para que me ayudases a seguir. Yo tenía un camino que andar, y saboreaba el paisaje y su novedad. Lo importante para mí oran mi «yo» y mi horizonte. Mis labios no entonaban una canción para distraer el cansancio ni buscaba compañía para el camino. Las personas me tenían sin cuidado; las gentes no habían sabido darme nada. Quizá porque para recibir hay que entregarse primero, y yo nunca me había entregado. Yo me poseía a mí misma.

Aquel día, aquel primer día, yo sabía que iba a ser el blanco de muchas miradas curiosas.

En cada curso surgen siempre caras nuevas; pero mi edad iba a chocar allí. De rayar los veinte, como todos aquellos jóvenes que iban a ser mis compañeros, a acercarse a los treinta, como me ocurría a mí, había una notable diferencia.

Pero desde que mi meta fue doctorarme, los primeros pasos que hube de dar no agotaron mi combustible como en otras ocasiones; al contrario, me estimulaban. Los papeleos para el traslado de matrícula, las colas en Secretaría, las mil preguntas de la Agencia de Madrid, las mil gestiones, todo, todo hacía crecer mi deseo de seguir adelante. Las dificultades eran mi incentivo.

Así, pues, el primer día yo sabía que me enfrentaría con miradas indiscretas, tal vez recelosas. Que los propios catedráticos no serían indiferentes a mi edad y tratarían de enterarse del porqué de esa vocación (o capricho) tan tardía. Pero, aunque estas consideraciones me importunaban, no reblandecían mi resolución. Tenía que atravesar por la curiosidad de aquellos primeros días. Después sería uno más entre ellos. Mi presencia les sería familiar. Mi edad y condición se habrían olvidado ya.

Precisamente, en el momento en que pensé y decidí terminar mi carrera, influyó favorablemente el hecho de no vivir en Madrid. En esta ciudad el ambiente universitario era distinto. En Madrid habría algún profesor que me reconocería. Alguno de mis antiguos compañeros estaría probablemente de auxiliar en alguna cátedra. Los empleados de Secretaría…, los bedeles…; en fin, allí habría sido más enojoso; allí, además de la curiosidad, serían las explicaciones.

Asistí a la inauguración de curso con un traje sencillo y poco maquillada; los ojos, mucho (como las ye-yés); los labios, apenas (también como las ye-yés). Con el corazón rejuvenecido, latiéndome como pájaro loco que a veces se subía a la garganta dificultándome la respiración. Pero esta emoción nueva, mezcla de curiosidad y miedo, era maravillosa; era renacer a la vida. Allí, sentada en una silla, inmersa en un mundo de juventud que llenaba el paraninfo, atenta a las palabras del Rector, volví atrás en el tiempo; me sentí como si apenas hubieran transcurrido los meses de verano y no ocho largos, tristes, monótonos e infecundos años.

Al salir, el chico que se había sentado a mi lado, me parece que era Bonilla —sí, debía de ser Bonilla—, al ofrecerme un paquete de tabaco me preguntó:

—¿Tienes cerillas?

Yo abrí mi bolso, saqué mi encendedor de oro y (eso no lo había previsto) me ruboricé al pasárselo. Mi encendedor era un pequeña joya; era un «Dunhill» de oro con una «S» grabada en diamantes. Me lo había regalado el socio belga de Antonio en A. G. E. S. A.

Yo, que había preparado mi atuendo para mi entrada en la Fonseca, sin lujos ni alamares; yo, que había organizado un ropero especial, como un novia su trousseau, con trajes sencillos y deportivos, había olvidado el detalle del encendedor. Me pareció impropio de aquel ambiente, y tampoco conté con mi rubor a flor de piel, al pensar que aquel chico que en adelante sería mi compañero, se extrañaría ante aquel indicio de lujo.

Pero él, sopesándolo en su mano, antes de encender nuestros cigarrillos, dijo:

—¡Oye, este chisme puede sacarte de apuros, eh!

No supe si Bonilla trataba de tomarme el pelo, o si, como hace siempre, actuaba en funciones de introductor de las «nuevas» y cumplía su cometido desde el primer momento.

—¿Dónde estudiabas antes? —me preguntó entonces Bonilla.

¿Antes? Pensé yo, mi «antes» corresponderá a tu segundo de bachillerato. Pero le contesté, sonriente:

—En Madrid, hace unos años.

Y no le di más explicaciones.

Tampoco había contado yo con que, en los años de mi ausencia, las cosas habían cambiado en la Universidad. Detalles de lujo se observaban en muchos estudiantes. En mis tiempos no sólo andábamos escasos de dinero, sino que presumíamos de ello. Ahora se notaba, no en todos desde luego, pero sí en un pequeño grupo, o ellos lo hacían notar, la holgada posición paterna. En tercero había cuatro o cinco que tenían coche propio. Yo había asistido a clase en trolebús para estar más en ambiente; pero al ver, empleando la frase del momento, «el alto nivel de vida» de los nuevos estudiantes, me decidí a usar las prerrogativas que me otorgaban mis años y el dinero de mi marido: en lo sucesivo iría a la Universidad en mi «600».

«La primera vez no te conocí; la segunda sí…».

Yo me sentaba en las mesas de la tercera fila. Cerca de mí se sentaba Atanasio Fernández, el mercedario. Era más joven que yo, pero mayor que los otros chicos. Yo le presentía un poco desplazado también, por su condición y sus hábitos. E instintivamente buscaba su proximidad en clase. Bonilla, en cambio, buscaba la mía; aquellos primeros días, no sólo no me abandonaba, sino que pretendía darme «doble mando».

Tú aquel primer día de clase esbozaste lo que había de ser el programa del curso: Historia de la Lengua Francesa. El primer período, el románico francés: la langue d’oc y la langue d’oïl. El nacimiento del francés. La depuración y fijación de la lengua francesa. La Reforma de Malherbe. Los Clásicos. El siglo XVII; o sea, el Siglo de Oro francés. Este período, del 1610 al 1715, aproximadamente, era el que más te interesaba. La Literatura francesa moderna, es decir, de los Clásicos a nuestros días, la trataríamos someramente.

Yo te escuchaba y tomaba notas. Estaba fascinada. Por la asignatura: era, sin duda, la más atractiva.

Después tuvimos Paleografía. Y por último Latín. En Latín, «Manolita» —apodo cariñoso que Bonilla me sopló, y por el que varias generaciones conocían al catedrático de Latín— insistió mucho en que este año estudiaríamos el Latín vulgar: la lengua de mercaderes y soldados.

Las clases terminaron aquel primer día muy temprano.

Bonilla, al ver que había tomado nota de libros, se quitó las gafas y, cogiendo mi cuaderno para leer lo que había escrito, comentó:

—Oye, tú no irás a comprar todo lo que han dicho estos plomos, ¿eh?

—¡No, hombre! —le dije yo, más en situación; casi había cogido el tono—. ¡Me arruinaría! Pero siempre es conveniente conocer la bibliografía preferida de los profesores; si te ves en un apuro, sabes adónde ir, por derecho, a consultar.

—¿Sabes? Yo casi no compro libros. Con los apuntes y la Biblioteca de «la Casa», voy arreglándome…

Arreglándose…, muy mal; Bonilla repetía curso; y en lo referente a los libros, yo tenía mi criterio (¡y en muchas más cosas!) y pensaba comprar todos los autores que se habían citado aquella mañana.

—Aquí el «hueso» es Vidal Oliver —siguió aleccionándome Bonilla.

—Sí, sí, don José, ¡ése…, no se casa con nadie! Eso es —le hizo gracia el doble sentido de la frase y la completó—: in-ca-sa-ble.

Yo le miré un poco extrañada; no me habías dado esa impresión. Ante mi muda atención, continuó explicándome:

—Pregúntaselo a las chicas; ya…, ya verás. Al principio todas se enamoran de él; luego, como es tan exigente, terminan odiándole.

El pobre Bonilla repetía curso por tu culpa. Bueno, quiero decir, por su culpa, pero…, por tu reiterado suspenso.

—¡Bah!… nos trae locos con el esprit y sus monsergas —seguía él despectivamente—; ya te puedes saber las fechas y los períodos, conocer los autores, ya puedes tener una redacción impecable; como no hayas captado el esprit, estás perdida.

Al hablar se arreglaba el cuello de la camisa. Su nuez, bastante desarrollada, subía y bajaba con sus gestos, con su acaloramiento. Tenía muchas marcas en la cara, debidas sin duda, a cicatrices de granos; de reciente acné juvenil. Bonilla apenas había mudado su pubertad.

Volví a sentirme acomplejada.

El mercedario pasó delante de nosotros y nos dijo adiós. Tenía un caminar rápido, aunque no apresurado. Se le notaba una decisión inalterable de llegar. De caminar, sabiendo a ciencia cierta adonde quería llegar.

Su negra capa se perdió en el recodo del pasillo.

Me pareció un poco estúpido y un tanto vano mi perezoso caminar al lado de Bonilla. ¡No era charla insubstancial lo que yo necesitaba! ¡Yo tampoco podía perder el tiempo! Así que me despedí un poco cortante:

—Bueno, oye, voy a adelantarme. Tengo que ir a Secretaría.

—¡Hasta mañana!

—¡Adiós!

Y crucé los viejos pasillos y bajé la escalera. Y en el patio tomé por el corredor de la izquierda, dirigiéndome efectivamente a Secretaría.

Tenía que entregar un certificado que se habían retrasado en enviarme.

Al abrir la puerta que comunica con las oficinas, me sobresalté. Salías tú y, como la puerta es tan pesada y yo la había empujado con fuerza, casi te golpeó.

Tú me miraste asombrado.

Mis años y mis resabios de señora casada, a quien siempre se le cede el paso, me hicieron inclinarme hacia delante, queriendo pasar primero; pero reaccioné, también súbitamente, y me aparté dejándote paso.

Tú, entonces, repuesto de tu asombro, te medio sonreíste:

—¡Por favor! —me dijiste, a la vez que tu gesto me invitaba a seguir adelante.

—¡Gracias! —te contesté.

Y crucé, según tú, altiva.

No lo sé; no recuerdo lo que sentí entonces. Creo que nada especial, excepto una prisa enorme por resolver lo que llevaba entre manos. Por entregar aquel certificado que me habían pedido y que esperaba fuese el último de los papeles. Y luego, prisa e impaciencia también por salir y comprar todos los libros que llevaba apuntados en mi cuaderno de notas. Los quería todos. Necesitaba leerlos todos. No sólo ansiaba aprender lo justo que me exigirían en cualquier materia, sino todo, todo lo referente a esa materia.