II

PERO AÚN QUEDAN RESTOS de primitivismo en todos nosotros…

¿Recuerdas el episodio del pastor? Sí, estoy segura de que lo recuerdas. Porque te avergüenza un poco. Porque nos cuesta olvidarnos de lo que nos sentimos culpables.

Aquella tarde habíamos salido de la ciudad. Habíamos recorrido varios kilómetros de la costa hacia el sur. Querías enseñarme los restos de una iglesia que hacía tiempo habías descubierto. Creías que eran interesantes, y quisiste volver a verlos conmigo. Decías que mis conocimientos de la Historia del Arte eran más recientes y te interesaba mi opinión. Discutimos sobre su estilo y período.

Más tarde, en el pueblo, nos detuvimos a merendar.

A la salida del pueblecito, como había empezado a oscurecer, te perdiste y dimos bastantes vueltas; en una de ellas, nos topamos con un pastor que nos cortaba el paso con su rebaño. Tuviste que detener el coche.

Las voces que el pastor daba al ganado y los ruidos onomatopéyicos con que acompañaba su escaso vocabulario, dieron lugar a algún comentario tuyo, burlón.

El pastor era un hombre joven y cetrino; con esa mirada sin fondo, sin profundidad, que da sin duda la convivencia continua con los animales.

Yo había empezado a amar a las personas.

Ante tu sarcasmo, me puse de su parte. Quise concederle al pastor una virtud, en la que tu superioridad no fuese un handicap.

—A lo mejor —te dije—, sabe querer como nadie.

Tú me miraste furioso y me ofendiste.

Sí, he sido una contable celosa de tus gestos y de tus palabras desde que nos conocemos, y guardo en el «Debe» esta ofensa tuya.

Tus ojos brillaban con una sombra negra en el fondo y me gritaste:

—Pues ¿por qué no vas y… pruebas?

Mis labios se abrieron iniciando una muda protesta. Pero mis ojos debieron de ser más expresivos. Y el dolor, el asombro y la sorpresa que leíste en ellos, no pudiste soportarlo; y mirando hacia delante otra vez, reemprendimos el camino de vuelta a la ciudad.

Regresamos silenciosos, asustados, intimidados por haber visto brotar una chispa de odio en lo que para nosotros era un amor perfecto.

A consecuencia de este incidente repasamos luego juntos el significado del amor y su importancia en las civilizaciones primitivas.

Al día siguiente me dijiste:

—Soy el más incivilizado y bruto de los hombres. Hasta ayer no me conocía bien. Estoy asustado de pensar que puedo perder el dominio de mi razón para ofenderte. Yo te había perdonado ya. Con mi alma porosa —como dice Ortega—, empapada de tu amor, rezumante de tu amor, había recibido tu explosión de odio y la había aceptado como la expresión de celos de cualquier hombre, en cualquier siglo, por una mujer. Te reías del pastor y reaccionaste exactamente como él lo hubiera hecho.

Por eso, cuando formulaste tu disculpa, yo quería en ti al hombre que me había hecho sentirme mujer de cualquier tiempo, de cualquier hora.

Estudiamos el amor platónico y el escolástico. Y el misticismo. Pero fue el estudio del amor y su importancia en las civilizaciones primitivas lo que nos llevó a discusiones apasionadas, a altas cimas de dialéctica, y muy frecuentemente también a bromas y risas alborotadas. Sobre todo cuando tratábamos el tema del adulterio. Me hablabas de cómo era castigado y reprimido.

El motivo del castigo ejemplar a la adúltera no era tanto en razón al amor ultrajado del marido, o al engaño, cuanto en consecuencia de los posibles hijos ilegítimos que tendría que alimentar el esposo y adiestrar su tribu.

Pero, en este punto, te decía yo: «Conmigo harían una excepción, puesto que mi adulterio no representa una amenaza de nuevas bocas al yantar familiar».

Al yantar familiar, al que acudo la mayoría de los días como único miembro. Antonio cada vez aparece menos a las horas de las comidas.

Hoy ha telefoneado; pero no para disculparse, sino para advertirme que esta noche tenemos una cena importante.

Acabo de almorzar sola, y pienso todas estas cosas y te las cuento a ti, en un diálogo ininterrumpido; pues hasta en los momentos en que mi atención ha de fijarse en otras cosas, o he de pronunciar otras palabras, procuro tenerte allí, dejarte a mi lado, excusándome de hacerte esperar unos segundos en la primacía de mis pensamientos.

Estoy deseando decirte todo esto sin prisas ni sobresaltos, tumbados en la arena, como el pasado verano, con toda tu atención pendiente de mis palabras. ¡Hay tantas cosas mías que no te he contado aún! ¡Hay aspectos míos que desconoces todavía!

Esta noche tenemos una cena en el Gran Hotel. Esta noche no podré dedicarte las horas que anteceden al reposo nocturno, en las que, asida fuertemente a tu recuerdo y a nuestro amor, trato de prolongar su existencia a las horas del sueño.

Esta noche regresaré tarde. El Congreso del B. I. A. (Banco de Importación Agrícola), que se encuentra reunido estos días en nuestra ciudad, está estrechamente relacionado con los negocios de Antonio.

Se han importado unas maquinarias agrícolas que Antonio ha instalado en su finca, en la Granja Modelo; aunque la finca es suya y la Granja está situada dentro de los lindes de la misma, en la Granja Antonio es sólo un Consejero.

En el montaje e instalación de la Granja ha actuado una Sociedad, por medio del Consejo de Administración. Alguno de los miembros de esta Sociedad es francés y también hay otro belga. La aportación de éstos no ha sido en capital efectivo, sino en especies: ha consistido en maquinaria y asistencia técnica.

Los congresistas visitaron ayer A. G. E. S. A para tomar nota in situ del rendimiento e interés de estas inversiones y elevar a su Banco el informe pertinente.

Según Antonio, el informe ha sido favorabilísimo.

Al telefonearme, me ha dado algunos detalles:

—Sara, esta noche tenemos una cena. Es la cena oficial de despedida a los congresistas del B. I. A. Se llevan una impresión estupenda de A. G. E. S. A.; tendrás que estar muy amable con ellos esta noche y… —noté una vacilación a través del hilo—… procurar estar muy guapa también.

—Y eso es lo más importante, ¿no? —le pregunto en un tono jocoso.

Para él, la belleza de la mujer es decisiva. Pero mi broma de hoy hubiera sido sarcasmo hace tiempo. Hubiera sido la constatación, una vez más, de nuestra incompatibilidad. Y el pie de guerra que ésta suponía. La lucha por la supremacía de los valores externos de él, o de los íntimos, o la mía.

—¡No! Lo más importante es que eres tú. ¡Mi mujer! —termina él espontáneamente.

—¡Gracias, Antonio!

A veces tiene Antonio cosas extrañas. No puedo darme cuenta de lo que yo represento realmente para él. Ahora que te quiero a ti, le quiero a él un poco más que antes. El amor nos agudiza los sentidos. Aunque digan que es ciego, que lleva los ojos vendados. Pero esa venda es una trama fina que a modo de estameña cierne lo superfluo y nos hace ver más perspicazmente. No sólo nos hace más perspicaces con relación al objeto amado, sino con relación a los demás. Y hasta a él, tan indiferente para mí en todos estos años, le veo más nítido y más perfilado ahora; hasta le comprendo mejor; hasta incluso, como hace un rato, en esta corta conversación telefónica, me hacen gracia sus fanfarronadas.

Hace años, al principio de mi infelicidad, me hubiera empeñado en hacer todo lo contrario de lo que me había pedido. Sí, me hubiera esforzado por estar antipática y fea. Bueno…, puede que…, fea…, no. Es muy difícil para una mujer «mujer» estar a propósito; tratar adrede de aparecer por debajo de sus posibilidades. No, no tengo el valor de María Coronel; ni, sobre todo, veo ninguna razón que me impida estar atractiva esta noche. Y encantadora también. ¿Por qué no? Tú estarás en mí; y como estarás en el fondo de mis ojos, veré tu imagen reflejada en las pupilas de otros hombres. Te veré como te vi la primera vez… que te vi.