Desde aquel encuentro con el Portugués dejé de salir a la calle. Dejé de salir, de comer, de dormir y casi de respirar. Estaba aterrada. Cuando la abuela o Amanda me mandaban a algún recado, primero se lo intentaba pasar a Chico, y si fracasaba y no tenía más remedio que cumplir la comanda, hacía todo el trayecto a la carrera y mirando hacia atrás por encima del hombro para ver si me seguía alguien. La escena en la casa del Portugués me había sumido en una especie de parálisis: ni se la había contado a nadie ni me había puesto a buscar el dinero, como ordenaba el hombre. Permanecía quieta esperando a que se derrumbara el cielo sobre mi cabeza y lo único que permanecía vivo en mí era mi propio miedo. Y así pasaban los días y cada vez estábamos más próximos al fin del mundo.
Hasta que llegó, en efecto, el día fatal; porque si hay algo seguro en este inseguro mundo es que el tiempo siempre se cumple y que el final siempre nos atrapa. Y así, una mañana llamaron a la puerta. Era una hora inocente, las once, quizá las doce, la hora a la que vienen los cobradores del gas y los carteros, y Amanda abrió sin pararse a pensar. Yo la vi desde el otro extremo del pasillo, vi cómo Amanda daba un paso atrás y endurecía, cuerpo, y supe desde ese mismo instante que la cosa iba mal. Un segundo después los visitantes atravesaron el umbral y pude reconocerlos: eran el Portugués y el Hombre Tiburón. Se quedaron plantados en mitad del recibidor, las piernas entreabiertas y unas pequeñas sonrisas frías en sus bocas terribles. Amanda se llevó las manos hacia la cara y las dejó colgando blandamente a medio camino, como siempre hacía.
—Buenos días —dijo el Portugués suave y melifluo—: ¿Está Segundo?
Amanda negó con la cabeza.
—Bueno —dijo el Hombre Tiburón, enseñando los dientes amarillos—. Pues nos quedaremos a esperarle.
Y estiró el brazo y, con toda naturalidad, cerró la puerta de la entrada tras de sí. El gesto pareció devolverle el habla a Amanda:
—No… no va a venir —musitó.
—¿Has oído, Portugués? —ironizó el Hombre Tiburón—. Dice que Segundo no va a venir.
—Qué pena —siguió la broma el otro—. Con las ganas que teníamos de verle.
En ese momento se volvió y me descubrió:
—Vaya, pero si está mi amiga aquí…
Vino hacia mi. Cerré los ojos: Baba, que no llegue; Baba, que se volatilice en mitad del pasillo. Que se abra un agujero en el suelo. Que desaparezca la casa. Que nos muramos todos. Sentí una mano de hierro en mi antebrazo. Abrí los ojos y a dos centímetros de mi cara estaba el Portugués lamiéndose el labio roto.
—Te he estado esperando. Me has fallado. Eso no está bien —dijo con suavidad.
Por encima de su hombro revoloteaba inútilmente Amanda, como una angustiada gorriona que intenta impedir que le roben los huevos de su nido:
—Váyanse de aquí… Qué vienen a buscar… Déjenos en paz… Suelte a la niña… Voy a llamar a la policía… —gimoteaba con un hilo de voz.
No le hacían ni caso. Vi cómo el Hombre Tiburón arrancaba el teléfono de la pared y cómo después comenzaba a registrarlo todo sistemáticamente: el mostrador de recepción de la antigua pensión, el cajetín empotrado de la luz. No pude ver más porque el Portugués me levantó en vilo colgando de un solo brazo. Chillé.
—¿Dónde está? —gruñó—. Acabemos de una vez, me estoy cansando.
—¡No sé nada, yo no sé nada! —lloré. Todo era muy confuso. Creo que Amanda intentó rescatarme y creo que el Portugués la tumbó de un solo bofetón con su mano libre, porque vi a Amanda sentada en el suelo entre un montón de gatos: el Hombre Tiburón debía de haber abierto la puerta del cuarto de los felinos. Y también estaba Airelai, a la que el escándalo habría despertado de su sueño diurno. Todo el mundo gritaba, probablemente yo también, y ahora estábamos juntas Amanda, Airelai y yo, y el Hombre Tiburón nos preguntaba una vez más por el maldito dinero.
De repente se hizo un silencio tan completo que pude escuchar las furiosas embestidas de mi corazón contra las costillas. Al principio no entendí por qué se había quedado todo el mundo tan quieto; luego seguí la mirada de los dos hombres y me encontré con la imponente figura de mi abuela. Doña Bárbara estaba en el vestíbulo, junto a la puerta de su cuarto, vestida con un traje verde oscuro, huesuda, muy erguida, dejando resbalar su amenazadora mirada por el arco de la poderosa nariz. No me extrañó que los hombres se hubieran quedado paralizados: también a mí su presencia me helaba la sangre.
—Vamos… —sonrió el Portugués, y al hacerlo la cicatriz morada y rosa se le retorcía—. No nos va a asustar con ese juguetito…
Entonces descubrí que la abuela llevaba en la mano una pistola. Pequeña, muy pequeña, y plateada.
—Ese cacharro no es de verdad… Y además tú no dispararías, ¿verdad, abuela? —dijo el Hombre Tiburón.
—Claro que no… —dijo el Portugués. Pero era evidente que pensaba que sí, que podía hacerlo. Se secó las manos en el pantalón, carraspeó:
—Bueno… Vámonos. Caminaron los dos lentamente pasillo adelante, contoneándose con tanto orgullo como si se tratara de un desfile y estuvieran esperando el aplauso cerrado de los espectadores. Pasaron junto a la abuela sin mirarla y abrieron la puerta. Antes de salir, el Portugués se atusó el pelo escaso, se tentó las solapas a la búsqueda de un hilo invisible, se demoró sin razón evidente durante un tiempo interminable. Luego miró a la duquesa Inés García Meneses, una gata gorda de rabo pelado que había salido al recibidor a ver el porqué de tanto ruido, y dijo amenazador y silabeante:
—Volveremos. Y se fue detrás del Hombre Tiburón. La enana corrió a cerrar la puerta y echó el cerrojo. Chico salió de debajo del sofá del cuarto del sofá, en donde había estado escondido. La abuela bajó la pistola. Amanda se echó a llorar. Yo respiré. Y durante un buen rato no hicimos cada uno más que eso, Airelai apoyarse contra la puerta recién cerrada, doña Bárbara apuntar hacia el suelo, Chico permanecer en cuclillas junto al sofá, Amanda hipar y yo respirar. Al fin la enana habló, sin moverse, con una voz ronca:
—Volverán. Amanda arreció en sus gemidos.
—La otra vez no le dejaste marchar —añadió Airelai.
—La otra vez era sólo uno. Y yo era más joven —contestó doña Bárbara.
—Y además estaba Máximo —dijo la enana en un susurro.
La abuela asintió con lentitud:
—Sí… estaba Máximo.
Suspiró y se guardó la pistolita en un bolsillo de su traje de abuela:
—Pero si quieren guerra, tendrán guerra —dijo elevando la voz—. Todavía soy una enemiga peligrosa.
Desde que se había declarado la guerra salíamos muchísimo. Doña Bárbara ponía especial empeño en que el enemigo nos viera llevar una vida normal y por tanto hacíamos un montón de cosas anormales que con anterioridad nunca habíamos hecho, tales como pasear todos juntos o tomar helados en la tienda de Rita. Esto era lo que la abuela llamaba «una demostración de fuerza».
—Al final, todas las guerras se ganan gracias a la presión psicológica —repetía.
Pero siempre llevaba encima la primorosa pistolita y había hecho reforzar la puerta de casa con una alarma y cerraduras blindadas.
Unos días después del comienzo de las hostilidades llegaron al Barrio unos políticos de la ciudad. Venían a inaugurar un parque, o, mejor dicho, a abrirlo. Era al Este del Barrio, donde las huertas secas y los campos de cardos. Allí había un gran caserón que yo había visto en mis vagabundeos; tenía unas tapias de piedra que se prolongaban durante cientos de metros y que encerraban un exótico parque que había sido el capricho de algún noble ya muerto. El palacete estaba abandonado y casi en ruinas, pero el parque había sido cuidado con esmero y ahora los políticos lo abrían para el pueblo. Era un poco lejos para doña Bárbara, a la que no le gustaba demasiado caminar, pero como estábamos en plena ofensiva psicológica se decidió que fuéramos a verlo. Incluso la enana se sumó a la expedición, aunque aquel día apenas si dispusiera de tiempo para dormir.
Llegamos allí a media tarde, cuando las ceremonias ya habían terminado y el sol abrasaba los campos polvorientos. Llegamos y entramos, y fue como zambullirse en un mar vegetal. Creo que con anterioridad jamás había estado en un lugar tan bello. Árboles enormes que susurraban sobre nuestras cabezas, pequeñas colinas verdes y musgosas, helechos temblorosos, un riachuelo que caía sobre un lago. Nos sentamos a la orilla, debajo de un castaño, en la penumbra fresca y perfumada.
—Mirad el agua —dijo la abuela.
La miramos. Delante de nosotros, la superficie de la laguna ardía con un fuego dorado. Nosotros en la sombra y el sol lanzándonos chispas desde el agua.
—Es como el mar —musitó doña Bárbara. Incluso ella parecía impresionada por el lugar.
Había bastante gente, pero no tanta como para que resultara molesta. A la derecha se besaban dos adolescentes. Al fondo, una mujer joven estaba tumbada en la hierba con un bebé casi desnudo dormido sobre su estómago. A la izquierda un perro negro chapoteaba alegremente en la orilla en busca de una rama. La encontró, la sacó y se sacudió con entusiasmo, y un millón de gotas brillaron en el aire a su alrededor. No parecía el mundo. No parecía el Barrio.
Pero sí lo era, porque súbitamente vimos al Portugués. Al principio creímos que nos venía siguiendo y nos sobresaltamos. Pero enseguida advertimos su sorpresa: él tampoco esperaba encontrarnos allí. Venía del otro lado de los árboles y caminaba a paso rápido hacia la salida del parque: cejijunto, la cicatriz amoratada, el diente de oro relumbrando. Cuando nos reconoció apretó el paso: detrás de él, medio corriendo, iba la mujer pálida de la oreja cortada, más pálida que nunca, casi lívida, con el niño apretado contra el pecho. Cruzaron los dos cerca de nosotros, salieron del parque por la puerta de atrás y se perdieron por las calcinadas y desérticas eras. Adónde irían por allí, qué les llevaría a ese secarral abandonado.
Me tumbé sobre la espalda. Las hierbas me picaban en el cuello, en las orejas, en los brazos desnudos, en las piernas. Sobre mi cabeza había un encaje de hojas verdes y pedacitos de cielo. El silencio estaba lleno de rumores y el aire, de olores: el perfume de la madera, de las sombras y del calor. Soleadas alamedas de la infancia.
—Vayamos a ver la otra parte de la laguna —dijo Amanda.
—No, no… Esperad un ratito más —contestó doña Bárbara.
La abuela nunca se podía marchar de los sitios que le gustaban. Mientras los demás paseábamos, investigábamos y descubríamos, ella siempre se quedaba pegada a la primera piedra, ávida y absorta. Decía Airelai que eso era porque no podía soportar la pérdida de los momentos hermosos; y que, cada vez que abandonaba un paisaje que la emocionaba, se sentía un poco más cerca de su muerte. Ahora estaba aquí, aferrada al primer castaño del primer repecho de la primera orilla que habíamos encontrado nada más entrar en el parque; y pasaban las horas y no se movía. Chico y yo, Amanda y la enana nos fuimos a ver el resto del recinto. Nos reímos bastante, atrapamos un grillo y Chico se cayó al agua; y cuando regresamos a la primera orilla, la abuela seguía en la misma posición, como una esfinge.
Me senté a su lado. Atardecía, la tierra olía a carne tibia y bajo mis dedos temblaban las hierbas. Miré a doña Bárbara: por su mejilla resbalaba una lágrima transparente y redonda que reflejaba, al revés, la redondez del mundo.
—¿Por qué llora? —pregunté.
—Porque recordaré todo esto en mi último momento.
Y yo no la entendí, porque, aunque para entonces yo ya había descubierto lo que era la muerte, en aquella tarde tan hermosa se me había olvidado.
Tras la visita del Portugués y el Hombre Tiburón, la enana, que había advertido que yo silenciaba algo, me cogió por su cuenta y me hizo contarle todo lo que sabía. Le hablé de mis escapadas por el Barrio, de mi peripecia en las Casas Chicas y de las exigencias y las amenazas del Portugués. Airelai lo escuchaba todo con suma atención y de cuando en cuando formulaba una pregunta concreta para aclarar algún detalle. Cuando terminé de hablar se quedó un buen rato pensativa.
—¿Podrías reconocer la chabola del Portugués? —preguntó al fin.
—Claro que sí —me sorprendí.
—¿Y serías capaz de conducirme hasta allí?
—¡No, no! Nos matará.
—No te preocupes, que no pienso ponerte ni ponerme en peligro. Sólo quiero echar una ojeada y comprobar algunas cosas. Iremos de noche, cuando nadie nos vea; y además llevaremos un conjuro, un talismán muy poderoso y muy antiguo, que cuidará de nosotras y condenará a ese mal nacido. Así que no tengas miedo, porque iremos protegidas por la magia.
Eso dijo la enana y no me dejó muy convencida, porque el miedo que le tenía al Portugués era, por entonces, más grande que mi fe. Pero, mientras preparaba con cuidado nuestra escapada (nadie debía enterarse), Airelai empezó a explicarme las distintas clases de embrujos existentes; y así, me habló de los embrujos primeros, que jamás fallaban y cuya eficacia había sido fehacientemente comprobada desde hacía muchos siglos, pero de los que ningún mago debía abusar, porque eran tan poderosos que chupaban una pizca de la sustancia vital del usuario. Luego estaban los embrujos segundos, y terceros, y cuartos, e incluso los embrujillos sin numerar, popularmente conocidos como besos de mago, que eran hechicerías de poca monta que a menudo fallaban pero que tenían la ventaja de no dejar huella ni en la conciencia ni en la memoria del hechicero.
—Para que me comprendas: un brujo que durante toda su vida sólo hubiera hecho embrujillos, sería inocente como un niño —me explicaba la enana—. Pero, claro, no hay brujos así.
Yo la escuchaba absorta y cada vez me iba persuadiendo más de su poder. Y cuando me dijo que para nuestro temible viaje a las Casas Chicas iba a utilizar un embrujo primero, perdí el miedo y las dudas que tenía; y me quedé convencida de que nuestra incursión tenía como objeto hechizar al maldito Portugués y hacerle picadillo, acabando así de una vez por todas con la guerra.
Un par de días después Airelai decidió que esa misma noche iríamos al confín del Sur. Tras la cena, la enana preparó una rica infusión de hierbas que todos tomaron apreciativamente menos ella y yo; y al poco rato Chico, Amanda y doña Bárbara andaban bostezando por la casa y deseando meterse en la cama, porque la infusión tenía valeriana y otras hierbas y raíces secretas que Airelai había echado y que procuraban un dormir dulce y tranquilo. Así que yo fingí acostarme como los demás y la enana se puso a arreglarse como hacía cada noche, antes de marcharse a donde quiera que fuese por las noches. Pero al rato todos estaban resoplando y yo me pude levantar sin ningún problema.
Me encontré a Airelai en su cuarto, sentada sobre un baúl, escribiendo el conjuro en un pedazo de papel. Era un papel muy bueno, grueso, algo amarillento, y estaba primorosamente recortado con la forma de una estrella de cinco puntas. En el corazón de la estrella, la enana escribió las siguientes palabras:
A I R E L A I T E E S P E R A.
Luego dobló el papel y se lo metió en el bolsillo del minúsculo pantalón negro y estrecho que llevaba.
—Ya está. Ya no puede sucedernos nada.
—¿Por qué se puede leer en todas las direcciones? ¿Y por qué no se entienden más que dos palabras? —pregunté, excitada.
—En realidad no entiendes ni esas dos palabras, bobita: no son lo que tú crees, porque el hechizo está en latín, que es una de las lenguas nobles para la magia. Las otras dos son el árabe y el hebreo. Pero no quieras saber tanto: es peligroso. Basta con que conozcas que es un embrujo muy bueno, de primera. Estamos bien seguras.
Convencida de ello, salimos a la calle y conduje a Airelai sin titubeos por el Barrio tenebroso. La enana iba toda vestida de negro y yo, que no disponía de ropa de ese color llevaba unos vaqueros y una camiseta de color azul marino. Me sentía protegida por el hechizo y por las sombras de la noche; caminábamos por las calles oscuras sin hacer ruido, como dos jirones de bruma y de tinieblas. Las pocas personas que encontramos ni siquiera parecieron vernos. La magia funcionaba.
Pronto llegamos a la altura de la calle Violeta, que ahora en la noche sí era violeta y refulgía con una luz helada y fantasmal. Me detuve en la esquina, sin entrar: las aceras estaban llenas de hombres.
—¿Qué haces? Venga, sigue hacia delante —gruñó la enana.
—Si cruzáramos por aquí acortaríamos muchísimo.
—No se puede entrar en esta calle por las noches, ¿es que aún no te lo has aprendido?
—¿Por qué no se puede? ¿Por qué tiene esa luz?
—Tú quieres saber mucho —se burló la enana—. Tú quieres saberlo todo y eso es imposible. Para sobrevivir, siempre es necesario guardar algún secreto. Mantener una parte oculta, que es justamente lo que en verdad eres. Porque nuestra apariencia exterior responde a lo que los demás conocen de nosotros, pero en realidad somos lo que los otros no saben que somos. Y así, yo soy, sobre todo, lo que tú no sabes de mí, del mismo modo que Jack El Destripador era, sobre todo, Jack El Destripador, aunque en el mundo fuera, según dicen, un familiar de la Reina de Inglaterra.
Me quedé rumiando, impresionada, las palabras de Airelai, porque temí que todas las personas ocultaran a un destripador dentro de sí. Pensando en todo esto se me fueron los minutos sin sentir y cuando quise darme cuenta nos encontrábamos en el extremo del Barrio, junto a los arenales y los basureros. Por aquí ya no había farolas, de modo que la enana sacó una pequeña linterna. En la noche, las colinas de escombros y desechos parecían más grandes y el olor a podrido, más intenso. Todo lo que iluminaba la linterna era desagradable y sucio: neumáticos rotos, latas pringosas, sustancias malolientes e indecibles. El mundo se había convertido en una pesadilla de basura y detrito y nosotras andábamos perdidas dentro de ese mal sueño. Pero el hechizo nos daba fuerzas para seguir andando.
Alcanzamos por fin el repecho, apagamos la linterna nos paramos a mirar a nuestros pies las Casas Chicas. El campamento de chabolas parecía dormir pero había unas cuantas luces, ninguna muy brillante; fijándote bien, se veían deambular algunas sombras. A medida que nuestros ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, pudimos ver que casi todas las personas se dirigían a la misma zona del poblado o venían de ella. Muchos iban solos y otros de dos en dos, pero no parecía que se hablaran; salían como espectros de entre los desmontes de basuras, pasaban ante nosotras sin mirarnos, bajaban el terraplén a trompicones y se dirigían hacia esa zona concreta del poblado que parecía concitar tanto interés. Al poco rato se les veía salir casi corriendo; algunos subían de nuevo el repecho y se perdían en la noche, pero otros se dejaban caer al suelo en cuanto traspasaban la última línea de chabolas y allí, junto a una pileta rota con un grifo, manipulaban algo con la cabeza baja durante un largo rato. Una mujer se asomó a la ventana de la vivienda más cercana; gritó un insulto, amenazó con el puño a las sombras cabecigachas de la pileta, les arrojó, uno detrás de otro, dos objetos contundentes, no sé si dos piedras o dos latas. Pero los tipos siguieron acurrucados y a lo suyo. Los juramentos de la mujer restallaron en la noche caliente y después se cerró el ventanuco de un golpe. Cayeron de nuevo sobre nosotras la oscuridad y el silencio.
—Ya veo —dijo la enana—. ¿Cuál es la casa del Portugués?
—Está por allí. Tendríamos que bajar.
—Pues bajemos.
—¿Cómo?
—Pues con mucha naturalidad. Como verás, hay bastante gente —contestó Airelai.
Y se puso en pie y empezó a descender por el terraplén. Me apresuré a seguirla, porque me espantaba quedarme sola y lejos del hechizo que Airelai llevaba en el bolsillo. Cruzamos a pocos metros de la pileta y nadie nos miró; entramos en el poblado y un viejo de pelo blanco y bastón de madera escupió despectivamente a nuestros pies.
—Y ahora también enanos —gruñó. Airelai no se inmutó, así que yo tampoco. Estaba intentando recordar el lugar exacto de la casa del Portugués. No era fácil, porque todas las chabolas parecían iguales. Empecé a sospechar que no iba a poder reconocer el sitio.
—Sigamos a ése —musitó Airelai. Se refería a un tipo que había bajado el repecho poco antes que nosotras. Nos pusimos detrás y avanzamos por el poblado oscuro. No había luces, pero había ojos; y esos ojos nos miraban, brillando en las tinieblas, desde las puertas abiertas de las chabolas: hacía demasiado calor para cerrar las casas. Estuve esperando todo el tiempo que alguien nos gritara por intrusas, que alguien nos detuviera, que alguien nos echara, que esos ojos salieran y nos fulminaran. Pero nadie se movía en la noche pegajosa y maloliente.
El hombre a quien seguíamos, delgado y con una camisa verde de manga larga, llegó ante una puerta que sí estaba cerrada. Llamó con tres golpes, susurró algo. Abrieron la hoja y sobre las sucias arenas del poblado cayó un cuchillo de luz. El hombre entró, la puerta se cerró a sus espaldas.
—¡Aquélla es la casa del Portugués! —dije casi gritando, excitada por el descubrimiento.
—¿Estás segura? —¡Sí, sí! Creo que la que ha abierto era su mujer. Volvió a franquearse la puerta y salió el tipo de la camisa verde; y esta vez pudimos ver al Portugués en mitad del umbral, bajo la luz.
—Vamos a quedarnos aquí un ratito —dijo la enana. Estábamos escondidas detrás del esqueleto oxidado de una nevera rota: un buen lugar, teniendo en cuenta que éramos pequeñas. Desde allí dominábamos la entrada de la chabola y pudimos ver el goteo de visitantes que el Portugués tenía. Casi todos eran hombres y en general parecían jóvenes, aunque un par de ellos tuvieran un aspecto consumido y enfermo. Estuvimos contemplando el trasiego durante un largo rato y los visitantes nunca permanecían más allá de cuatro o cinco minutos dentro de la chabola.
—Ya está todo visto —dijo la enana—. Podemos marcharnos.
Me extrañó que Airelai no hiciera ningún pase de magia, que no sacara el talismán del bolsillo ni conjurara rayos y tormentas sobre la cabeza del Portugués, pero supuse que el hechizo ya estaba terminado y que la enana habría formulado la maldición para su coleto. Así que nos levantamos y desanduvimos el camino por las callejas miserables y repletas de ojos, subimos por el terraplén y nos detuvimos sin aliento en la cima del repecho.
—No nos ha pasado nada —me maravillé. Y la enana contestó:
—Claro que no.
Pero me pareció advertir en su tono exultante una nota de alivio. Antes de regresar a casa, recorrimos el borde del repecho contemplando la perspectiva de las Casas Chicas desde lo alto, como generales que se deleitan observando el campamento del enemigo vencido. Íbamos sin luz: la luna llena empezaba a filtrar su resplandor entre las nubes y ponía reflejos líquidos en los techos de lata. Iba mirando esos techos cuando tropecé con algo y caí de bruces sobre el suelo. O más bien sobre un bulto oscuro y blando. En la primera ojeada alcancé a discernir una pálida oreja entre las sombras: un ser humano. Chillé mientras aún estaba a cuatro patas y Airelai corrió a taparme la boca.
—¡Cállate! ¿Qué sucede?
No tuve que contestar porque el bulto impuso su presencia. Airelai lo empujó con la punta del pie: estaba rígido. En ese momento asomó por completo la luna llena: las colinas de basuras relucieron, como si alguien hubiera incrustado joyas entre la mugre. Bajo esa luz lívida y metálica el cadáver parecía más desvalido; era un cuerpo pequeño y encogido sobre sí mismo. Airelai se inclinó y le dio la vuelta. Giró con las rodillas dobladas, como si todo él fuera de madera. Reconocí enseguida sus ojos chinos y carnosos, carentes de pestañas y ahora también de expresión. Muerto parecía más niño; viéndole así, tan desamparado y tan chico, me admiré de haberle tenido miedo. Llevaba todavía una jeringuilla prendida a su brazo y su camiseta estaba tiesa de sangre reseca. La enana se arrodilló junto a él y le cerró los ojos, pero uno de sus espesos y obstinados párpados volvió a abrirse. Extendió Airelai la mano para bajarlo de nuevo pero a medio camino pareció cambiar de idea y se levantó.
—Vámonos —dijo con un estremecimiento. Resonó en ese momento un rugido colosal y sobre la verja del aeropuerto, justo encima de las Casas Chicas, apareció el morro de un avión recién despegado, una nave resplandeciente y enorme que crecía y crecía sobre nosotros y avanzaba milímetro a milímetro por el aire con milagrosa lentitud. Bramaba ese pájaro de hierro sobre nuestras cabezas ocupando todo el cielo, como un dragón de la noche, como una ballena de plata bajo la luna llena, dejando resbalar sobre nosotros su panza poderosa y metálica, y tan cercana que parecía que hubiéramos podido rozarla con sólo estirar el brazo. Pero nunca nos hubiéramos atrevido a tocar a ese dios del aire y de la oscuridad, a ese monstruo bello y jadeante que se elevó chisporroteando en el mar de los cielos, por encima de la enana y de mí y del único ojo abierto del muchacho.
Quizá doña Bárbara intuyera que aquella noche iba a ser crucial; o quizá supiese ya lo de Segundo. Fuera como fuese, antes de que saliéramos de casa me llamó a su cuarto y me pidió que le abrochara el cuello de su traje de seda gris. Un servicio que no necesitaba, porque yo le había visto ponerse este traje en otras ocasiones sin ayuda de nadie. Me subí en una silla, cerré los corchetes y alisé un poco los encajes.
—Ya está. La abuela se volvió y me agarró la barbilla con su mano fría y dura.
—Has crecido —dictaminó—. Y te ha cambiado la cara.
Me miraba tan fijamente como si luego tuviera que copiar mis rasgos de memoria en un papel; pero al mismo tiempo parecía no verme. Me soltó y se puso a rebuscar algo en un cajón de la cómoda.
—¿Eres feliz con nosotros? —dijo.
Era una pregunta muy difícil y me puse a reflexionar sobre ella esforzadamente; pero cuando al fin llegué a una conclusión me di cuenta de que mi abuela no esperaba respuesta. Seguía sacando pañuelos y moviendo cajitas en la cómoda. Al fin su mano se cerró sobre algo.
—Quiero hacerte un regalo. Un regalo muy bueno. Un regalo de verdad. De los que se recuerdan.
Abrió el puño y en su palma refulgió una gota de agua. Era una pequeña esfera de cristal, clara y transparente como el aire; pero en su corazón había una mota tornasolada y turbia, un minúsculo torbellino lechoso. Colgaba la bola de una larga cadena de plata ennegrecida por el desuso.
—Es preciosa —me admiré.
—Póntela. Y llévala siempre. Y acuérdate de mí cuando la mires.
La cadena resultaba tan larga que tuve que darle una vuelta en torno al cuello. La esfera era pesada, aun siendo tan pequeña, y se mantenía fría aunque la temperatura era sofocante. Me pareció muy elegante, el perfecto complemento para una noche de fiesta. Porque aquella noche eran las fiestas del Barrio y se celebraba una verbena en la Plaza Alta, frente a la tienda de Rita. Inmersa aún en la estrategia bélica de dejarnos ver, la abuela había decidido que acudiríamos a la verbena. Para ella esta salida no era sino una escaramuza más, pero para mí era mi primera fiesta pública y nocturna. Estaba emocionada.
Salimos después de cenar Amanda, Chico, doña Bárbara y yo, todos vestidos de punta en blanco. La calle principal del Barrio estaba adornada con cadenetas de papel y banderolas y no parecía tan fea como durante el día. En cuanto a la explanada de la plaza, también estaba toda engalanada y habían puesto unos focos para iluminarla. En una esquina había un pequeño tiovivo, al que Chico arrastró a Amanda inmediatamente; también, habían montado un par de casetas de tiro al blanco, una tómbola y un puesto de churros. De unos altavoces colgados en lo alto de un palo salía una música aturdidora.
—Yo me voy a sentar allí. Vosotros haced lo que queráis —dijo doña Bárbara.
Junto a la pared había dos o tres bancos y unas cuantas sillas de tijera, y todavía quedaba alguna libre. Yo me fui hacia el tiovivo, en busca de Chico y de Amanda, y en el camino me encontré con Airelai. Apareció entre las piernas de la gente como un espectro, se agarró nerviosamente a mi brazo y arrimó sus labios a mi oreja:
—Ya no tienes que tener miedo del Portugués —susurró—. Y mucho menos del Hombre Tiburón.
Dicho lo cual desapareció de nuevo entre la muchedumbre, dejándome intrigada y confusa. Había mucha gente, personas a las que conocía de vista y otras que me eran completamente nuevas. Los pequeños chillaban y se perseguían, los adultos hablaban o bailaban. Yo también chillé y me perseguí con Chico y otros niños; y cantamos y gritamos hasta quedarnos roncos. Funcionaba una especie de tregua general y las pandillas de las diversas zonas se soportaban mutuamente sin atacarse, aunque permanecían reunidos en esquinas distintas de la plaza y se cuidaban mucho de sacar a bailar a las chicas pertenecientes a un clan enemigo. Aun en la noche de fiesta seguían funcionando los viejos códigos y para disfrutar de la verbena sin contratiempos había que saberse las reglas no dichas. Pero nosotros, Chico y yo, las conocíamos bien, de manera que jugamos y reímos y fuimos felices.
De madrugada ya, muy fatigada, me senté en el bordillo de la acera a descansar. La noche se pegaba a mi piel sudada como un velo caliente y suave; una ligera brisa traía de cuando en cuando el aliento a aceite achicharrado de la cercana churrería. Me dolían los pies y tenía la cabeza llena de burbujas: de la fiesta, del cansancio, de la excitación. Una nube de polvo flotaba entre las piernas de los danzantes, pero en el aire tibio pugnaba por asomar ese punto de frescor que traen las madrugadas y que anuncia la llegada de un día nuevo. Era una de esas noches de verano redondas y carnales en las que se detienen todos los relojes.
—¿Quieres un refresco? Te lo regalo.
Miré sobre mi hombro y vi a Rita, la de la tienda. Rita había sacado a la puerta de su comercio un par de mesas plegables, unos cuantos cubos con hielo picado y un montón de cervezas y refrescos, y se había pasado toda la noche trabajando. Ahora que ya empezaba a escasear la clientela se podía permitir un rato de cháchara. Debía de haber hecho un buen negocio, porque se la veía de buen humor.
—Gracias —dije, poniéndome en pie y aceptándole la bebida.
Unos metros más allá, en los bancos, Amanda, Chico y la abuela tomaban chocolate con churros. Doña Bárbara me hizo una seña con el brazo indicándome que nos íbamos a ir pronto. Cabeceé, asintiendo.
—No me gusta —me decía mientras tanto Rita—. Sé que ha entrado mucho tiempo en tu casa, pero no es trigo limpio, no me gusta.
La miré, completamente perdida y sin saber de qué estaba hablando; y seguí la línea de sus ojos y descubrí, al otro lado de la plaza, al Portugués.
—¡El Portugués! —exclamé sin poderlo evitar. Pero ¿cómo era posible? ¿No había dicho la enana que ya no debería temerle?
Y, sin embargo, el hombre parecía encontrarse perfectamente. Estaba apoyado contra la pared con un vaso de plástico en la mano, y su actitud dominante y desdeñosa era más dominante y más desdeñosa que la de todos los chulos de todas las bandas de todas las zonas del Barrio que estaban aquí presentes.
—Ese mismo —seguía diciendo Rita—. Menudo personaje. Parece mentira que haya tenido tratos con tu casa, estando tu abuela, que es toda una señora. Pero, claro, una tiene hijos y tiene hijos. No se puede arreglar lo de los hijos. Se te tuerce uno y es como cuando te toca la lotería, pero al revés. No puedes arreglarlo. Si juegas, no puedes impedir que te toque, y con los hijos siempre estás jugando. Tienes todas las papeletas para la desgracia.
Además de haber hecho una buena caja, Rita debía de llevar encima algunos tragos, porque estaba más locuaz que de costumbre.
—En la tienda se ve mucho mundo. Los mostradores dan mucha cultura. Antes de esto yo trabajaba en un bar americano, así que lo sé bien. Llega la gente y te cuenta cosas. Lo ves todo, lo oyes todo, lo sabes todo. El mundo va pasando y tú estás quieta. Por eso puedes pensar y unir un pequeño detalle con el otro. Por ejemplo, ¿tú sabes por qué tiene la boca acuchillada ese Portugués? Pues porque largó. Porque es un chivato además de todo lo demás que también es. Dicen que contó lo que no tenía que contar y que le saltaron los dientes a martillazos y le cortaron el labio en rodajitas; y que por eso se escapó de su ciudad y se vino aquí. Muy bonito tu colgante. Parece la lágrima de un cocodrilo.
En ese momento se hizo un silencio especial en la explanada. Es decir seguía habiendo ruido, la algarabía de la música, el chisporroteo de la fritanga, el llanto de algún niño; pero todos los presentes estaban aguantando la respiración y la noche parecía haber cristalizado. Y todo este interés, esta conmoción y esta tensión estaba provocada por Segundo. Por Segundo, que había aparecido repentinamente en la plaza; y que ahora estaba parado en mitad de la explanada, contemplando lenta y fríamente el panorama, mientras la gente se alejaba con disimulo de él y dejaba en torno suyo un círculo de soledad y de miedo.
Venía muy cargado Segundo: de resolución, de furia helada, de triunfo. La violencia que emanaba de él llegaba a todos los rincones de la plaza en lentas ondas, envenenando el aire. Estaba bien plantado sobre sus piernas entreabiertas, un hombre grande y denso; y en la mejilla derecha lucía un tajo descomunal y todavía tierno, una raja tumefacta y rojiza que parecía abrir sobre su pómulo una boca monstruosa.
Todo sucedió entonces como si hubiera estado previsto y ensayado, sin otra sorpresa, por parte de nadie, que la relativa a la asombrosa llegada de Segundo, el cual no se movió del centro de la plaza y empezó a recorrer con su mirada todo el perímetro de la explanada; y cuando sus ojos cayeron sobre el Portugués, éste palideció, se chupó nerviosamente el labio roto y salió corriendo como un hurón, haciendo eses, ocultándose entre la gente y con la tripa casi pegada al suelo. Los vecinos resoplaron admirativamente. Fin del primer acto.
Siguieron resbalando los fríos ojos de Segundo por encima de las personas y de las cosas, y al fin se detuvieron con un breve chispazo en los bancos de la pared: en doña Bárbara, que le miraba muy erguida con la misma mirada desafiante, como en un espejo; y en Amanda, exorbitada y temblorosa. A Chico no debió de verle, porque yo tampoco le distinguí en un primer momento: el niño ya se había camuflado, como un camaleón, con el color del muro.
Entonces Segundo se puso en movimiento y los presentimientos volvieron a aguantar la respiración. Salvó el hombre en unas pocas y tranquilas zancadas la distancia que le separaba de los bancos, se inclinó sobre Amanda, la cogió de una mano y tiró suavemente de ella. Amanda se dejó levantar como una pluma: contemplaba a su marido con unos ojos tan redondos que parecía una muñeca, porque ni siquiera parpadeaba. Entonces Segundo la rodeó con sus brazos y la apretó contra él; y alzándola liviana, casi desfallecida, comenzó a bailar con ella la música que salía de los altavoces.
Giraba y giraba Segundo con la mujer en brazos, alumbrado por la luz parpadeante de los farolillos, y ofrecía alternativamente la visión de su horrible mejilla desfigurada y la de su perfil intacto; un perfil que era el de siempre pero que de algún modo era nuevo, más fuerte, más oscuro, como poseedor de un secreto terrible, pero también más atractivo, con la atracción del fuego y los abismos. Y bailaba Segundo siendo al mismo tiempo repulsivo y hermoso, mientras Amanda le miraba no como quien reconoce, sino como quien recuerda, perdida quizá en la embriaguez de los giros, en el deleite de esos brazos poderosos, en la memoria de otros bailes y de otras noches de terciopelo como ésta.
Soltaron el aliento los presentes, aliviados o quizá decepcionados al comprobar que nada sucedía. Y viendo las evoluciones de Segundo por la explanada, poco a poco también los vecinos comenzaron a emparejarse y a bailar como dicen que ocurre en los salones de los palacios de los cuentos, cuando el príncipe y la princesa abren el vals y después todos los invitados les secundan, con pasos y giros cada vez más vertiginosos y más alegres. Del mismo modo el Barrio entero secundó el baile de Segundo con Amanda, y al poco rato toda la explanada estaba llena de parejas danzantes. Pero ellos fueron la pareja de honor aquella noche y también quienes bailaron, de entre todos, con más ferocidad y más delicadeza.
Aquella noche, después de la verbena, regresamos a casa todos juntos, aplastados por un silencio envenenado y demasiado lleno de preguntas no dichas. Chico y yo corrimos a la cama nada más llegar buscando el parapeto de las sábanas. Quise permanecer despierta y escuchar, por si pasaba algo; pero estaba tan cansada que me dormí. Poco después me desperté gritando: Amanda me zarandeaba, desencajada, con el niño en los brazos.
—¡Corre! ¡Corre! —me decía chillando, mientras Chico lloriqueaba medio dormido—. ¡Sígueme y no te detengas a coger nada!
La seguí aturdida por el sueño, sin saber aún qué sucedía; pero salimos al pasillo y olí el humo, y luego vi las llamas lamer la puerta del cuarto del sofá. Me despejé de golpe y no me paré a mirar más; salimos en tropel y en el vestíbulo nos topamos con la abuela, que corría ayudada por la enana. Nos arrojamos escaleras abajo, entre un calor de infierno y una lluvia de ascuas diminutas; los escalones, de madera, echaban humo. Afortunadamente no era más que un piso y pronto salimos a la calle; en la acera se había congregado un buen número de personas y delante de todas estaba Segundo. Amanda sólo llevaba puesta una combinación; la abuela, una bata; la enana, una camiseta; y yo, las bragas y mi bola de cristal con la cadena de plata. Pero Segundo estaba completamente vestido. Delante de nosotros, la pequeña casa humeaba y crujía sonoramente, como si se doliera de las quemaduras. Entonces se escuchó un estallido y una lengua de fuego apareció súbitamente por una ventana. Fue como la señal del comienzo de una carrera: de inmediato surgieron otras llamas en distintas esquinas y en minutos el edificio entero era una tea.
La abuela se echó llorar y esa debilidad tan inhabitual en ella me hizo intuir la dimensión de la catástrofe.
—Mi ropa, mis cosas… —gimió doña Bárbara.
—Compraremos más. Compraremos todo nuevo y mejor —rugió ferozmente Segundo sin dejar de mirar el incendio.
—Mis fotos…
—No necesitamos esas fotos viejas para nada.
Crepitaba la enorme hoguera delante de nosotros, atirantándonos las mejillas con su aliento abrasador y escupiendo a la noche un surtidor de chispas. Ninguno de los presentes podíamos apartar la vista del violento y luminoso fuego; y el más absorto en el espectáculo era el propio Segundo, que, un paso más delante que todos, parecía quererse beber esa atmósfera de infierno.
Restallaban las vigas y chillaban los ennegrecidos marcos de las ventanas, pero todo era inútil porque las llamas iban devorando la casa con rápidos mordiscos. Al rato llegaron los bomberos, cuando el edificio ya se había rendido y no quedaba nada por salvar. Junto a ellos vino un hombre de pelo canoso que se acercó a Segundo y se puso a contemplar el incendio junto a él.
—Qué mala suerte tienes —dijo desganadamente al cabo de un rato—. Ya es el segundo fuego.
Segundo siguió mirando las llamas sin dar ninguna señal de haberle oído. El hombre se subió la cintura del pantalón. Tenía una pequeña barriga, una camisa más bien sucia, una chaqueta arrugada.
—Ya has sido procesado por incendiario —volvió a decir el tipo.
—Y me absolvieron —contestó Segundo con tranquilidad y sin volver la cabeza.
Callaron los dos un rato, y entonces creí ver que el hombre del pelo cano cruzaba una mirada con la enana.
—En realidad a mí esto no me importa, ¿sabes? —dijo al fin con la misma desgana—. Estoy liado con otros asuntos. Con un tal Portugués y con sus negocios. Unos negocios muy sucios, desde luego. Ahora que caigo, alguien me dijo que tú le conoces. Al Portugués. Que hubo un tiempo en el que erais amigos.
Sacó un cigarrillo arrugado del bolsillo de la camisa, lo encendió y dio unas cuantas chupadas lentas y tranquilas. Durante unos instantes sólo se escuchó el rugir del incendio.
—¿Sabes? Te voy a contar una historia curiosa que a mí me han contado —prosiguió el hombre en tono casual—. Hace unas semanas llegó un tipo de fuera a meter las narices en el Barrio. Un hombre grandón, mala dentadura. Bueno, pues ha desaparecido, se ha esfumado. He oído que hubo una pelea, que se movieron las navajas, que alguien lo ha matado. No es que me importe mucho, no lloraré por él, te lo aseguro. Pero, ya ves, tengo la manía de querer enterarme de las cosas. Claro que tú no debes de saber nada de él, ¿verdad?
Segundo no contestó.
—No, claro que no —se respondió a sí mismo el hombre. Y luego, tras una breve pausa—: ¿Y cómo te has roto la cara de ese modo? Es un tajo muy feo… Ya ves, a mí me gusta más la cicatriz de tu hermano. Es más elegante. Como de más hombría.
Dicho lo cual tiró el cigarrillo al suelo y se marchó. Segundo apretó las mandíbulas: vi los músculos brincar junto a sus orejas. Estaba junto a mí, alto y fornido, con su cabeza a varios palmos por encima de la mía. La lumbre encendía sus ojos y se reflejaba en su cara, reverdeciendo la herida de la mejilla, que parecía sangrar bajo el resplandor. Era un rostro intenso y tenebroso rematado por un penacho de chispas. Un rostro sombrío que me recordó algo, quizá un tiempo pasado, quizá una pesadilla, un mal sueño de humo y alaridos, un dragón llameante lamiendo mis mejillas. Me estremecí. A mi lado, Segundo dio un paso hacia delante y escupió sobre la hoguera. Luego se giró, coronado por el incendio como un demonio. Entonces pude verle bien toda la cara. Se reía.
La enana, que sabía mucho de tamaños y de la relatividad de los volúmenes, estaba fascinada por el ser vivo más grande de la Tierra: la ballena. Decía Airelai que siempre le habían cautivado esas criaturas colosales y dulces, ligerísimas en el mar y tristes cautivas de la gravedad en las orillas, en donde a veces embarrancan por alguna enigmática razón para terminar muriendo de su propia grandeza. Y una tarde de aquel verano la enana nos contó la siguiente historia:
«Habréis de saber que las ballenas poseen un cerebro enorme; proporcionalmente, es diez veces más grande que el del ser humano. De modo que son animales muy inteligentes, además de poderosos; pero pese a ello no son agresivos. Eso es lo que más me admira de las ballenas: que, aun sabiendo y pudiendo, sean pacíficas. Estas tremendas criaturas cantan y se comunican, y al parecer tienen un lenguaje muy complejo. Yo sé que chillan y que lloran. Y lo sé porque las he oído y las he visto, o, mejor dicho, he visto y oído a una ballena. Fue hace ya mucho tiempo, pero no la puedo olvidar; y de cuando en cuando tengo que volver a hablar de ella para que su recuerdo no me abrase.
»Ocurrió en el Oeste, en un período de mi vida violento y oscuro, lo cual, visto desde ahora, me parece más bien, salvo excepciones, el tono habitual de la existencia. Pero por entonces yo era aún tan joven que creía todavía en los períodos de buena y mala suerte. Fui a caer, por razones que no vienen al caso, en una pequeña ciudad costera que no tenía nada que recordar, ni siquiera su nombre. Era verano, pero el tiempo estaba extraordinariamente fresco, con las temperaturas más bajas durante décadas. Eso debió de influir en la trayectoria del cetáceo; o quizá no, y simplemente se tratara de un individuo aventurero. El caso es que un día la pequeña flota pesquera regresó a puerto arrastrando tras de sí un animal enorme; era, cosa extraordinaria, una ballena, aunque jamás se habían visto ballenas en esas costas. Los pescadores se emocionaron con el inesperado encuentro y acordaron unir la fuerza de sus barquitos para cobrar la pieza. Con ayuda de los bicheros, de los arpones de pescar pulpos y de la pacífica inocencia del cetáceo, consiguieron alancear a la criatura y enredarla de cables y de redes hasta dejarla inerme. Y así herida y cautiva la arrastraron al puerto.
»La llegada de la ballena supuso una conmoción en la ciudad, porque los lugareños nunca habían tenido la oportunidad de ver una de cerca. De modo que llevaron al animal hasta el muelle viejo de madera, lo ataron a los pilotes con los cables de los arpones y lo dejaron de exposición, para que todo el mundo pudiera verlo. Y vinieron de la ciudad, y vinieron de los pueblos vecinos, y de las granjas: familias enteras, pandillas de jóvenes, autobuses de aquellos, chicas casaderas y padres con sus hijos pequeños, unos niños que chillaban de deleite y aplaudían con sus manos chiquitas al contemplar a ese ser formidable. Y mientras tanto la ballena forcejeaba intentando liberarse y se clavaba más profundamente los hierros en su cuerpo. O bien se mecía fatigada en el agua limosa, sangrando mansamente de sus muchas heridas. Tenía la sangre roja, como nosotros.
»Yo he sido testigo de espantos que no tienen palabras. He visto cojos apedreados por ser cojos, negros quemados vivos por ser negros, ancianos matados de hambre por sus hijos, niñas violadas por sus propios padres. He visto degollar por un paquete de cigarrillos y destripar en el nombre de Dios. Hay gentes que disfrutan de este infierno y yo los conozco bien, porque a menudo me he visto obligada a convivir con ellos. Con los sádicos. Sospecho que las enanas atraemos a los tipos crueles, como las luces brillantes a las polillas. Quizá porque les recordamos a los niños, que son sus víctimas predilectas; o porque nos creen frágiles. Pero yo poseo la gracia y soy poderosa. Por eso siempre les he sobrevivido.
»De entre todos los tipos de crueldad que he conocido, el más extendido es el de aquel que ignora que es cruel. Así son los humanos: destrozan y atormentan, pero se las arreglan para creerse inocentes. Y eso fue lo que sucedió con el cetáceo. Yo estaba casualmente en el puerto cuando volvió la flota, de modo que fui una de las primeras personas en ver a la ballena. Me sobrecogió su magnitud: ocupaba todo el muelle, de punta a punta. Tenía la piel parda y rugosa, con moluscos y anémonas pegados a sus flancos, y, si se quedaba quieta, más que un animal parecía una roca. Pero en algún lugar de esa masa de carne había un pequeño ojo que miraba al mundo enemigo con angustia. Con el tiempo aprendí a reconocer en la criatura distintas expresiones y distintos tonos de voz. Porque chillaba. Desde aquella primera mañana chillaba audiblemente la ballena amarrada a sus lanzas.
»Pasaban los días y el cetáceo se hizo tan popular que el número de visitantes aumentaba y se fue organizando una pequeña industria. La Hermandad de Pescadores comenzó a cobrar entrada al muelle a la segunda semana y algunos comerciantes avispados montaron unos cuantos tenderetes de postales y recuerdos, de bebidas y bocadillos. Incluso había un fotógrafo que te retrataba, por un módico precio, contra la masa enorme y erizada de hierros de la cautiva.
»Al principio iba todas las tardes a verla y los empleados de la Hermandad no me cobraban la entrada: les debía de extrañar mi comportamiento y posiblemente creyeran que, además de ser enana, padecía también cierto grado de idiocia, que es lo que muchas almas rudas suelen pensar de los que son distintos. Me quedaba un buen rato con la ballena, pero las aglomeraciones, las risas y las fiestas de los visitantes terminaron rompiéndome los nervios. Entonces empecé a ir por las noches, cuando no había nadie; me sentaba en el borde del muelle, con las piernas colgando, y acompañaba al animal hasta que amanecía.
»De cuando en cuando, cada vez más espaciadamente, la ballena forcejeaba con furia contra sus ligaduras; los arpones se enterraban un poco más en la carne, se abrían las heridas, el agua enrojecía en torno a ella. Yo entonces le hablaba suavemente y le aconsejaba que no hiciera eso, que sólo podría traerle más dolor. Pero ella continuaba con sus inútiles esfuerzos; creo que no entendía mi idioma, o quizá fuera más importante para ella la esperanza de libertad que el sufrimiento. Aunque no comprendiera mis palabras, aunque no siguiera mis consejos, yo confiaba que mi presencia le fuera de alguna ayuda. Eran unas noches muy solitarias y nos las pasábamos mirándonos. Ella chillaba desgarradoramente en ocasiones y en otras gorjeaba con dulzura, como un pájaro; quizá me estuviera hablando entonces de las otras ballenas de la manada, del placer de zambullirse en las aguas profundas, de los ricos pastos de plancton en el hermoso mar del Norte.
»Transcurrió así un mes de tortura y luego otro. Y mi ballena no se moría. La hubiera soltado, pero me fue imposible desatar o romper los cables de acero. La hubiera matado, pero cómo conseguir matar a una criatura tan grande siendo yo tan chiquita. Su pétrea y hermosa piel se fue agrietando; ya no era parda, sino de un color gris ceniciento. Al final apenas si se movía; llevaba ochenta y siete días atada al muelle y los visitantes empezaban a escasear. Entonces llegaron los pescadores en unas lanchas y arrastraron a la criatura hacia la playa, hasta vararla en la arena. Y se pusieron a descuartizarla con sus grandes cuchillos.
»Desde entonces he leído mucho sobre ballenas, buscando en los libros algún consuelo contra el horror. Así he aprendido, por ejemplo, que una ballena varada fuera del agua fallece al poco tiempo, porque el peso de su propio cuerpo colapsa sus pulmones. Pero la empezaron a descuartizar inmediatamente y aún estaba viva; y se necesita cortar mucho hasta llegar a los órganos vitales de un cetáceo. No chilló, sin embargo. Creo que lo hizo por mí, para que no la oyera».
Después de la noche del Gran Fuego sucedieron varias cosas que nos cambiaron la vida. En primer lugar nos tuvimos que mudar puesto que la antigua pensión había quedado reducida a unas cuantas ruinas achicharradas. Nos fuimos a vivir enfrente, encima del viejo club en donde Segundo y la enana hacían su espectáculo de magia. Era un lugar mucho peor que el que ocupábamos antes: un piso diminuto, húmedo y oscuro cuyas ventanas daban todas a un patio interior que parecía un pozo. Ya no había cuarto para los gatos y la abuela no ocupaba dos habitaciones sino solamente una y muy pequeña, con una camita arrimada a la pared que nada tenía que ver con la majestuosa cama de madera desde la que doña Bárbara reinaba en la otra casa. Segundo se había quedado con la mejor habitación para él y para Amanda, pero tampoco era gran cosa. En cuanto a Chico y a mí, compartíamos camastro en un cuarto tan estrecho que parecía un pasillo. Segundo había mentido cuando dijo, durante el incendio, que tendríamos mejores casas, mejores muebles y una mejor vida.
La enana dormía abajo, en el camerino del club, en su baúl de siempre. Porque, curiosamente, alguien había sacado de la antigua pensión, antes del incendio, su baúl de dormir y todos los demás cofres con los aperos de la magia. Era lo único que parecía haberse salvado del desastre. Un día oí que la abuela le decía a Airelai:
—Tú lo sabías. —Y tenía los ojos ribeteados de rojo y su voz sonaba extraña y hueca.
—A mí sólo me comunicaron que a partir de entonces iba a vivir en el club —contestó la enana—. Y yo, como tú bien sabes, obedezco.
La abuela estaba irreconocible. Ése era el segundo de los grandes cambios que habían ocurrido en nuestra vida: que doña Bárbara ya no parecía doña Bárbara. Ya no tenía sus ropas suntuosas, ni sus pebeteros humeantes de incienso, ni los almohadones de encaje, ni sus muebles, ni las fotos enmarcadas en la mesilla. Pero sobre todo carecía de algo interior: del hierro caliente que antes le asomaba a los ojos, y de la altura, porque ahora era mucho más baja. Se pasaba las horas echando de menos a sus gatos y no fuimos nunca más al cementerio. De hecho, la abuela ya no volvió a salir y se levantaba cada día menos de la cama. Estaba enferma, o eso decía ella, aunque yo no podía acabar de creérmelo, aun viéndola así de alicaída y de bajita. Porque doña Bárbara, yo pensaba entonces, era inmensa y eterna; y esta nube de debilidad no podía ser sino un espejismo transitorio.
Mientras tanto, Segundo también había cambiado. Él, por el contrario, parecía más grande y más oscuro. Sobresalían sus espesas muñecas, de unos trajes que le venían pequeños y su piel era casi tan negra como su mirada. La cicatriz se le fue secando en la mejilla y ahora era un abultado surco rosado y reluciente. Cuando Segundo estaba muy nervioso se rascaba el tajo con la uña del pulgar y pronto aprendimos a interpretar este signo como el preludio de una tormenta doméstica. Una de esas veces en que Segundo se rascaba empecinadamente la cicatriz, poco después del Gran Fuego, Chico salió de puntillas de la nueva casa y ya no regresó. Quiero decir que llegó la noche y no vino, y al día siguiente tampoco apareció, y aunque la enana y Amanda se recorrieron todo el Barrio no consiguieron encontrarlo. Entonces Amanda fue a la policía y unas horas después llegaron a casa con el niño y con una mujer que preguntó muchas cosas y que hizo firmar a Segundo unos papeles, cosa que le puso de pésimo humor y que contribuyó a que se rascara la cicatriz más que nunca. Aquél no fue un buen día.
Desde que regresó Segundo no habíamos vuelto a ver ni al Portugués ni al Hombre Tiburón. Del primero decían que estaba en el Barrio de una ciudad vecina; o eso contaba Rita, que aseguraba haberse enterado por unos familiares que ella tenía en aquel lugar:
—Y por lo visto el Portugués está intentando hacerse un lugar en ese Barrio, pero le va mal.
En cambio, del Hombre Tiburón no se tenía ninguna noticia: parecía que se lo hubiera tragado la tierra.
—Así es, nena. Eso es exactamente lo que le ha pasado al tipo ese: que se lo ha tragado la tierra… —solía decir Rita, y se reía y guiñaba un ojo como si fuera un chiste.
Yo le llevaba la corriente porque Rita era buena y nos regalaba lágrimas de menta. Pero en mi fuero interno sabía que tanto el Portugués como el Hombre Tiburón habían sido derrotados por el conjuro de la enana y que estaban en algún lugar oscuro presos del hechizo: dentro de una montaña, por ejemplo, que es donde, según cuentan los cuentos, los grandes brujos suelen encerrar a sus oponentes. Nunca dije nada, porque sabía que la magia no había que nombrarla; pero me sentía orgullosa de ser la única en el Barrio que conocía la verdad.
A nuestro nuevo piso se subía desde dentro del club, por una escalerita que había detrás de una cortina, junto al escenario. Durante el día, con el club cerrado, eso no suponía ningún problema. Pero por las noches el ruido, el humo y el resplandor rojizo subían hasta nuestra casa rebotando por los escalones. Al principio aquel mundo subterráneo me asustaba; después aprendí a ser más osada y algunas noches bajaba de puntillas las escaleras y atisbaba, desde detrás de las cortinas, el espectáculo de magia. Porque Segundo y Airelai estaban trabajando en el club nuevamente. Y así, yo les veía a través de una rendija bañados en ese aire rojo que parecía irrespirable, agitando resplandecientes cintas en el aire y creando una lluvia de estrellas de la nada.
Una madrugada tuve que ir a buscar una medicina para doña Bárbara. Amanda me acababa de sacar de un profundo sueño y aún estaba aturdida; bajé los escalones, corrí la cortina y me zambullí, sin siquiera pensarlo, en el ambiente cálido y maligno del local. Había mucha gente y mucho ruido; supongo que los altavoces debieron de atronar en mis oídos, pero lo que recuerdo es el retumbar de música que subía por mis piernas y que se aferraba a mi vientre, como si el lugar me estuviera apresando, como si una mano invisible, temblorosa y gigante, estuviera trepando por mi cuerpo. En el escenario había unas mujeres desnudas con la punta de los pechos centelleante y el aire era una pesadilla del color de la sangre. Corrí hacia la puerta y tuve que empujar espaldas y caderas, todas de hombres; y se agachaban hacia mí rostros terribles, ojos desencajados, bocas bisbiseantes que apestaban a alcohol. A partir de entonces tuve que hacer ese mismo trayecto varias veces: siempre me asustó, siempre me angustió, siempre lo vencí. Viviendo encima del club descubrí la enorme diferencia que había entre el local diurno y el nocturno, entre esa especie de sucio almacén que era el club vacío y ese hormiguero desesperado y sudoroso en que se convertía de madrugada. Y aprendí así algo fundamental: que el infierno no es un lugar sino un estado. Un veneno que llevamos dentro de nosotros.
—Son los pájaros, los pájaros negros —mascullaba débilmente la abuela desde la cama—. Escúchalos cómo aletean, los malditos. Son los pájaros negros que vienen a buscarme.
Pero no eran pájaros, sino aviones. Pasaban los aviones por encima de nosotros y hacían tintinear todos los cristales del lúgubre patio. Había aviones grandes y pesados que volaban muy bajo: se les veía la fatiga en la lentitud de sus movimientos y en el ruido que hacían, que era como el parsimonioso rodar de una enorme roca. Había otros, en cambio, que eran como mosquitos, diminutos y nerviosos, apenas un lejano zumbido y una chispa de luz en el horizonte. Algunos aparatos jóvenes y vigorosos rasgaban el cielo con un sonido limpio y siseante, como quien corta con cuchilla una pieza de raso; y también había aviones ominosos y oscuros que hociqueaban al pasar por encima de nosotros, como buscando el lugar apropiado para soltar sus bombas. Cruzaban todos el cielo de manera incesante, durante el día y durante la noche, criaturas inaccesibles y poderosas que vigilaban nuestros actos desde las alturas, seres imposibles capaces de volar aun siendo de hierro.
—Ahí vienen, ahí vienen —decía la abuela.
Y nunca supe si se refería a los aviones o a esos pájaros que ella sola veía. Estaba muy extraña doña Bárbara. A veces tenía fiebre y a veces estaba tan fría como el hielo. Vino a visitarla un médico joven que se rascó la oreja muy azorado y confesó que no le encontraba nada malo. Pero la abuela seguía encogiéndose todos los días un poquito.
—La culpa es de las sombras de esta casa, que se nos han metido a todos dentro —dictaminó Airelai.
Y debía de tener razón, porque desde el Gran Fuego el mundo parecía un lugar mucho más desagradable. El sol se asomaba dubitativo al tenebroso hueco de nuestro patio y nunca se aventuraba a bajar. Durante el día, la luz de nuestros cuartos era gris y pesada como la de un crepúsculo: reptaba por el suelo de las habitaciones repartiendo sombras en todas las esquinas. Y en el cuarto de la enana, esto es, en el camerino del piso de abajo, ni tan siquiera había ventanas.
Una tarde que no estaban en casa ni Airelai ni Segundo se me ocurrió bajar a explorar el camerino. No es que pensara encontrar nada especial allí, sino que me aburría. La abuela dormitaba, Amanda estaba preparando la cena y Chico se había metido debajo de la mesa de la cocina, como solía hacer para estar lo más cerca posible de su madre. A veces, cuando yo no sabía en qué matar el tiempo, me iba al cuarto de la enana y husmeaba entre sus cajas y sus cofres. Me gustaba ver el chisporroteo de sus trajes de escena; y oler y acariciar las brazadas de suave muselina que había en los arcones. El perfume de Airelai, un punzante aroma a musgo y bosque umbrío, había impregnado todo su vestuario.
Aquella tarde, cuando bajé al camerino, era la primera vez que me aventuraba sola en el cuarto de la enana después del Gran Fuego. Aunque sabía que los cofres se habían salvado del incendio, me sorprendió comprobar que todo estaba intacto y que algo del mundo pasado sobrevivía en éste. Lo que más me conmovió fue poder ver de nuevo la cama baúl de la enana. Levanté con cuidado la tapa y ahí estaba todo, el lecho primorosamente preparado con sábanas bordadas, el almohadón de seda y el forro carmesí con las postales pegadas: la ballena surgiendo entre aguas espumosas, el dibujo minucioso y lleno de colorido de los dioses hindúes, la foto de una cabaña de piedra entre montañas, la mujercita antigua subida a la mesa, el retrato deslumbrante de la Estrella.
Me quedé mirando esas postales durante mucho tiempo, intentando recordar cómo las contemplé por primera vez y qué sentí al descubrirlas, cuando aún desconocía todo sobre ellas. Pero uno nunca puede rememorarse en la inocencia, esto es, en la ignorancia. Ahora me parecía increíble que hubiera habido un tiempo en el que desconocía la existencia de la Estrella. ¿Cómo me las había arreglado para vivir sin estar segura, como ahora lo estaba, de la inevitable llegada de la felicidad? Suspiré y hundí un dedo en la almohada de encajes: era suave y blanda. Tanteé después con el mismo dedo en el colchón, que era mucho más firme. Sin pararme a pensarlo, llevada de un impulso, me descalcé y metí una pierna dentro del baúl. Entonces me paré a pensarlo y metí la otra. Siempre quise saber qué se sentía dentro de ese cobijo rojizo y satinado que parecía tan confortable. Me senté en el lecho y luego me tumbé. El baúl me venía chico y tenía que permanecer con las rodillas un poco dobladas, pero aun así resultaba agradable. Estiré la mano y bajé la tapa curva sobre mí; no encajaba del todo porque chocaba con la pestaña metálica de los cierres, de manera que dejaba alrededor una ranura como de un centímetro. Por ese hueco se colaba la luz al interior. Fuera, la luz del camerino venía de un feo tubo de neón pegado al techo: una iluminación desalentada y lívida. Pero al escurrirse esa claridad por la estrecha ranura de la tapa, y al rebotar contra el forro de seda color guinda, el interior adquiría un tono cálido y rosado, una cualidad carnal y dulce. Suspiré y musité mi palabra talismán, baba-baba-baba, sintiéndome mejor de lo que me había sentido desde hacía mucho tiempo. Los encajes de la almohada me rozaban las orejas y yo era una enana, pequeña, muy pequeña; y sabía que nada malo podría sucederme mientras me mantuviese dentro de esa penumbra circular, de ese aire tibio y nutritivo.
Entonces escuché unos pasos en la habitación. Era alguien ruidoso y grande: no podía tratarse de Airelai. Me revolví en el baúl procurando no hacer ruido y atisbé muy inquieta por la ranura. Era Segundo, como yo me temía; Y sólo tenerlo tan cerca, brutal y ceñudo, me congeló la sangre. Le vi correr cofres para abrir un armario empotrado y luego vaciar el armario de focos y herramientas y cajones con cables. Quitó entonces las baldas vacías y por último dio un golpe al lienzo posterior del armario y abrió un pequeño hueco del que sacó una maleta azul. La puso encima del tocador, hurgó en los cierres con una llave e hizo saltar los dos pestillos a la vez. Estaba llena de dinero. La maleta estaba llena de billetes, muchos, muchísimos más billetes que los que traía la enana cuando salía por las noches. Esto debía de ser lo que buscaban el Portugués y el Hombre Tiburón cuando vinieron a casa.
Sacó Segundo cuidadosamente todos los fajos y cuando la maleta estuvo vacía manipuló en su interior y extrajo un panel, dejando al descubierto un doble fondo. Allí había algo fino y rectangular semejante a una tableta de chocolate, sólo que de color azul y aspecto gomoso. Segundo cogió la tableta y, con ayuda de un destornillador enganchó unos cables y unas piezas oscuras al plástico azuloso, atornillándolo todo después con gran cuidado a la maleta. Cubrió el artilugio con el fondo falso y el fondo con los fajos de billetes, cerró la tapa y echó los pestillos, y luego hubo de repetir, pero a la inversa, sus afanes primeros, y acarrear de acá para allá todos los bultos, los cables, los focos y los cofres hasta dejar de nuevo la maleta escondida en las secretas tripas del armario. Sudaba copiosamente Segundo después de semejante esfuerzo: contemplé por la ranura, muy cerca de mi escondite, su rostro carnoso y arrebolado, su cicatriz brutal. Yo también me encontraba empapada en un sudor frío: la maniobra había llevado su tiempo y a esas alturas tenía el cuerpo acalambrado y los nervios locos.
Dio entonces el hombre media vuelta y se dirigió a la puerta, pero al pasar junto al baúl tropezó con mis zapatos. Dio un traspiés y blasfemó, mientras yo moría un poco dentro de mi encierro. Pero cuando recuperó el equilibrio se desembarazó de las sandalias de un puntapié sin prestarles más atención, creyendo quizá que eran de Airelai; y al fin abandonó el camerino con su paso furioso. Tardé en atreverme a salir del baúl y cuando lo hice me temblaban tanto los brazos que apenas si pude levantar la tapa.
Segundo siempre había sido un hombre difícil de tratar, pero ahora, desde su regreso, su humor era más oscuro que nunca y su voluntad más impredecible. Ahora siempre estaba nervioso: en tensión, como esperando algo. Como un animal que teme ser cazado. Y al mismo tiempo, sin embargo, parecía más seguro de sí. Se atrevía a gritarle a doña Bárbara y a desterrarla a su cama chiquita; y era él quien ahora gobernaba a no dudar la casa, con órdenes siempre contradictorias. Mezclaba el vigor cruel con la sospecha, la prepotencia con la inquietud; como no estábamos acostumbrados a este nuevo giro en su carácter, no sabíamos cómo protegernos ni ocultarnos de sus súbitas iras.
Su presencia llegó a ser tan fatigosa que Airelai decidió usar la magia contra él. Decía la enana que ella, directamente, carecía de poder contra Segundo. Que se conocían demasiado y que el hombre había heredado de su padre corazas insalvables contra sus embrujos. Pero una tarde nos explicó que hay un poder que poseen todas las mujeres aunque no lo sepan, que es el poder del tránsito a la vida y a la muerte, de la sangre y de lo que carece de palabras; así como hay un poder que poseen todos los hombres incluso si lo ignoran, que es el poder del óxido y del hierro, de la causalidad y del territorio. Y que por lo tanto toda mujer que estuviera en la edad podía ejercer un influjo hechicero, con tal de conocer los procedimientos adecuados. Sería Amanda, concluyó Airelai, quien embrujaría a Segundo con su ayuda.
Amanda no estaba muy segura de ser capaz de hacerlo, porque nunca estaba segura de nada. No sabía si creía en los conjuros, pero tampoco sabía si no creía. Dudaba sobre todo de sí misma y de su habilidad para procurarse una vida mejor. Tenía tanta desconfianza en el azar que pensaba que todo cambio sólo podía ser para peor como demostraba el transcurrir de su propia existencia, la cual había sido mala de niña, peor de adolescente, mucho peor cuando se hizo novia de Segundo, calamitosa después de su boda, rondando la catástrofe en estos momentos. ¿Ella, poder? No era posible, negaba Amanda obcecadamente abriendo y cerrando mucho sus ojos redondos.
Entonces la enana empezó a contarle historias de la fuerza innata de las mujeres; cómo se empañaban a veces los espejos cuando se asomaban a ellos hembras menstruantes; o cómo se marchitaban las plantas, se erizaban los gatos, se dormían en calma los niños enfermos, se cortaban las salsas, se fundían las bombillas, se pudrían las manzanas, se secaban las heridas y se enmohecían las compotas si las tocaba una mujer sangrando.
—Y además —dijo al cabo Airelai—, si pusieras tanta voluntad en hacer el conjuro como la estás poniendo en decir que no, seguro que te saldría estupendamente.
Y ahí Amanda sonrió y se le sonrosaron las pálidas mejillas; y bajó la cabeza y asintió.
Se trataba de un embrujo muy simple y muy común, explicó la enana, sobre todo en los pueblos del Sur, en donde ella lo había aprendido. Era el llamado sortilegio de aliño, mediante el cual una mujer aliñaba a las personas por medio de una toma de su menstruo. Bastaba con poner unas pocas gotas de la sangre, normalmente en una taza de café. La víctima se la bebía sin advertir nada especial e inmediatamente su voluntad quedaba Jabada, como decían los sureños; esto es, atrapada y supeditada a la de la mujer menstruante.
—Yo no he podido comprobar personalmente este conjuro, porque, como sabéis, en mi vientre no cabe la cuenta de los meses —concluyó Airelai—. Pero tengo entendido que es muy eficaz, sobre todo si se ejerce contra un hombre y si la víctima es el marido o el amante de quien hace el hechizo. Deberíamos probarlo, porque nada perdemos.
Y así se hizo: esperaron hasta la siguiente regla de Amanda y aderezaron con unas cuantas gotas una de las innumerables copas de coñac que se bebía Segundo. Se tragó el hombre todo el vaso y luego dos o tres copas más, ya limpias de sangre; y si bien no advirtió nada extraño en la bebida, tampoco pareció cambiar de comportamiento. Se fue a la cama igual de violento y de borracho que todas las noches.
A los pocos días se hizo evidente que el embrujo no había surtido el menor efecto. Segundo no sólo no se había quedado Jabado, sino que ahora parecía estar aún más desquiciado e iracundo. Entraba y salía de casa dando grandes portazos; se encerraba durante horas en el camerino vacío, en donde yo le imaginaba metiendo y sacando la maleta, contando y recontando su dinero. Se le iban dibujando unos grandes círculos morados en torno a los ojos y una noche interrumpió el espectáculo de magia que estaba haciendo y se pegó con uno de los clientes.
—Te dije que yo no podía servir para esto —se lamentaba Amanda.
—Es que las chicas de ahora sois distintas —reflexionaba la enana—. Ya no funcionan las antiguas costumbres, ya no sirven los conjuros tradicionales. Es curioso: tu sangre ya no marchita y ya no cura. Sois seres mutantes.
De modo que todo seguía igual tras el fracaso de la magia: con la abuela cada vez más encogida y Segundo cada vez más grande.
—Escuchad a los pájaros, escuchad a los malditos pájaros —decía de vez en cuando doña Bárbara.
Pero eran aviones, que bramaban sobre nuestras cabezas sin hacernos caso. Lo mismo que el sol, que ya ni siquiera se asomaba a nuestro patio. El verano marchaba hacia su fin, los días se iban haciendo más cortos y nuestro piso era un agujero de humedades y sombras. Amanda y Airelai ingeniaron arrimar la camita de la abuela a la ventana; abrieron la hoja, pusieron dos almohadas sobre el alféizar y, como la temperatura era aún cálida y buena, tumbaron a doña Bárbara con la cabeza fuera, sobre las almohadas, de manera que podía contemplar, allá arriba del todo, en la desembocadura del patio, el cuadradito luminoso y azul del cielo inalcanzable. De vez en cuando cruzaba un avión por ese recuadro transparente; y doña Bárbara, sin decir ni palabra, lo señalaba melancólicamente con el dedo.
Doña Bárbara empeoraba. Las manos le temblaban y la cabeza se le había llenado de unas ideas tan oscuras como sus ojos. Un día, por ejemplo, se empeñó en celebrar su cumplemuertes. Se despertó muy temprano, llamó a la enana y a Amanda y les obligó a comprar una tarta y a hacer una jarra de chocolate espeso.
Airelai adornó el cuarto de la abuela con farolillos de papel y serpentinas, y enganchó una tira de encaje barato, de ese que venden por metros en las mercerías, alrededor de la cama. Esto había sido idea de la abuela, que decía que el encaje era un ornamento muy apropiado porque recordaba la orla de las esquelas. Cuando todo estuvo dispuesto celebramos la fiesta. Apagamos la tarta, que tenía un sólo cirio encendido en el medio, y nos la comimos. Estaba muy buena, lo mismo que el chocolate que había preparado Amanda. Chico y yo encendimos bengalas: chisporroteaban en nuestras manos, un fuego dulce que no quemaba.
—Ha sido un cumplemuertes muy bonito —dijo la abuela con voz cansada—. Me gustaría haber acertado. Me gustaría morirme tal día como hoy dentro de un año.
—¡Qué ideas tan morbosas! —protestó Amanda, estremeciéndose.
La abuela frunció el ceño: vi que le había molestado el comentario. Se incorporó con esfuerzo sobre un codo y sus ojos relumbraron una vez más con luces negras:
—¡Tú qué sabes! ¡Tú qué sabes! Sólo quiero un año más. Eso es todo lo que pido. ¡Ojalá tuviera un año! Y no te sientas tan segura: tal vez éste no sea mi cumplemuertes, pero puede ser el tuyo. Porque todos tenemos uno, a todos nos espera esa hora oscura… Incluso a ella —dijo, volviéndose hacia mí: hablaba con furia, como si estuviera enfadada conmigo—. Incluso las niñas como tú se hacen viejas y se acaban…
Resopló y se dejó caer en la cama, agotada. Chico y yo nos echamos a reír porque la abuela ya no daba miedo, y ahora resultaba graciosa cuando se irritaba. Así que nos reímos, con los brazos en cruz y las bengalas llenando de estrellas nuestras manos. De esa manera se acabó la última fiesta.
Después de aquel día doña Bárbara empeoró bastante. Apenas si hablaba; se pasaba las horas contemplando el rectángulo del cielo y dormitando. Y en ocasiones murmuraba:
—Agua. Y lo decía con mucha finura y sentimiento, como quien nombra a una persona amada. Las primeras veces Amanda le dio de beber, pero no se trataba de eso.
—Si pudiéramos llevarla al mar, o al menos a un lago —interpretó la enana.
Pero habían vuelto a cerrar el parque, poco después de inaugurarlo, y el Barrio estaba a cientos de kilómetros de la costa más cercana. Entonces Airelai confeccionó una cruz con unas cuantas cerillas grandes de madera y luego le prendió fuego. Era, explicó, un hechizo contra el ardor del aire y la fiebre de la tierra, un conjuro de agua y de humedades. Y, en efecto, poco después de que la cruz se consumiera comenzó a llover; y al día siguiente, y esto fue lo importante, aparecieron tres o cuatro obreros con sus máquinas grandes y se pusieron a levantar el pavimento en la pequeña plazoleta que había en lo alto de nuestra calle.
—Van a hacer una fuente, una fuente de adorno —vino a decirnos Chico sin aliento en cuanto se enteró de la noticia.
El martillo neumático sonaba como una ametralladora y la pala excavadora como un tanque, y en conjunto el estruendo era tan formidable que parecía que había estallado una guerra a pocos metros de la casa. Ya no podían escucharse los aviones y el mundo trepidaba de tal modo que los dientes te castañeteaban contra el cristal cuando intentabas beber un vaso de agua, así que empezamos a pensar que esta vez la enana se había excedido con su conjuro. Pero la obra iba deprisa: en pocos días ya habían hecho un agujero enorme y después lo recubrieron de cemento y lo alisaron. Y una mañana nos despertamos en medio de un silencio sepulcral, casi ensordecedor por lo inusitado; bajamos a ver qué sucedía y descubrimos que los obreros habían desaparecido llevándose consigo todas sus máquinas grasientas y humeantes, aunque la fuente no parecía terminada. Más que fuente era en realidad un estanque circular de poco calado; tenía un reborde simple de hormigón y estaba cubierto de un palmo de agua negra. En el centro de la circunferencia había una peana cuadrada de cemento de la que sobresalían unos cuantos hierros ya oxidados y unos tubos de plástico. A unos metros de la fuente, apoyado contra el muro entre un sembrado de cascotes, había un rudimentario pez de piedra artificial que probablemente estaba destinado a ir, con su bocaza abierta, sobre la peana de hormigón.
Esperamos unos cuantos días por ver si regresaban los obreros, pero la fuente seguía abandonada. El pez perdió enseguida sus aletas a pedradas y ahora parecía un mojón de carretera provisto de ojos; en cuanto al agua, estaba espesa y polvorienta, erizada de botes y basuras. Un perrillo sin dueño bebió dos lametones y se alejó dando tumbos, como borracho; y ni siquiera el pájaro más estúpido se atrevía a mirarse en su superficie. Pero no había más agua que ésa en las proximidades y el tiempo apremiaba; así que una tarde vestimos a la abuela con uno de los dos trajes que Segundo le había comprado tras el incendio, una oscura y triste ropa de anciana, muy distinta de los hermosos vestidos que antes tuvo; y nos bajamos con doña Bárbara a ver el estanque.
No dijo nada, pero sé que le gustó. Y algunas tardes, cuando se encontraba con suficientes fuerzas, me pedía que la acompañara hasta la fuente. La pileta estaba cada vez más puerca e incluso olía, pero me parece que la abuela debía de estar mirando otra cosa cuando miraba el agua estancada. Los ojos de doña Bárbara estaban empezando a cubrirse con una película azulada, como los ojos de los recién nacidos; y ahora era capaz de clavar su mirada húmeda y brumosa sobre un objeto y dejarla ahí quieta durante mucho tiempo sin tan siquiera parpadear. Así, de esa manera impávida y estatuaria, contemplaba doña Bárbara la superficie de la fuente en los atardeceres; y mientras yo, que me aburría, contaba las latas arrugadas de cerveza, los papeles medio deshechos y los plásticos que sobrenadaban en el charco, ella debía de estar reconociendo en su memoria el reflejo líquido del sol, ese chispazo de oro que resbalaba perezosamente, pese a todo, en la superficie gelatinosa, polvorienta y negra del agua podrida.
Chico estuvo fuera de casa, cuando se fue, durante día y medio. Chico no hablaba mucho; atendía a sus pequeños negocios, tomaba el sol o la sombra en el portal y veía pasar la vida sin hacer muchos gestos. A veces parecía tonto y generalmente no parecía nada: quiero decir que no te parabas a pensar en él ni a mirarlo dos veces. Pero yo sabía que no era estúpido y que tenía una memoria de elefante. Yo iba creciendo y aquel verano pegué un estirón de tal calibre que levanté los ojos por encima del marco del espejo del club; pero Chico seguía estando siempre como estaba y se me iba quedando allá abajo, como por el final de las costillas. Yo creo que toda la energía se le iba en recordar y que por eso no crecía. Por ejemplo, se aprendía las matrículas de los coches de memoria, para saber si rondaban el Barrio gentes nuevas; y sabía cuándo entraba y cuándo salía cada vecino, sus itinerarios acostumbrados, las horas y el cariz de sus rutinas.
Actuaba así porque sentía la necesidad de conocerlo y controlarlo todo, ya que cualquier cambio, por pequeño que fuera, le aterraba. Por eso su huida resultó en él tan extraordinaria, incluso heroica; la causa que le obligó a escapar tuvo que ser sin duda muy poderosa, pero el niño jamás llegó a contarnos el porqué de su acto. Una tarde, sin embargo, después de ablandarle con el regalo de unas cuantas varas de regaliz y de media pastilla de chocolate blanco, que era su debilidad, Chico me contó, si no la razón de su fuga, sí lo que sucedió durante aquel día y medio. Y dijo así:
«Lo que más me asustaba era salir de nuestra zona. Porque yo aquí soy el rey, quiero decir el rey de los pequeños. Y sé dónde meterme, y a quien hay que saludar y a quien hay que evitar. Como sé tantas cosas, yo aquí soy más fuerte que tú, aunque tú no lo sepas; y soy más fuerte entre otras cosas porque tú no lo sabes, no sé si me entiendes. Aunque tampoco quiero que me entiendas mucho, para que no aprendas demasiado. Porque eres más alta y mayor y la abuela te quiere más a ti, de manera que es justo que sepas menos que yo, para que las cosas queden compensadas. Pero te decía que al principio lo que me daba miedo era salir de nuestra zona y encontrarme con los otros jefes, porque en todas las esquinas del Barrio hay algún jefe, o sea que todo el mundo tiene alguien a quien temer, sólo que unos temen a mucha gente y otros tan sólo a unos poquitos, y yo tengo miedo de todo el mundo menos de mi madre y quizá de ti. Bueno, de ti tampoco… El caso es que se me ocurrió que debía buscarme una excusa para poder cruzar a las otras zonas del Barrio sin que me sucediera nada malo. La cosa era poder ser algo, fuera de lo que soy en mi rincón; porque ya te dije que puedes estar más o menos a salvo dentro del Barrio si conoces tu lugar y no te sales de tu sitio. Aquel día que me escapé de casa pensé enseguida en el comercio, porque los comerciantes suelen defender sus intereses con mucho entusiasmo, de modo que creí que podrían protegerme por lo menos un poco. Y así, empecé a cruzar el Barrio yendo de tienda en tienda, como si fuera a cumplir un encargo y comprar algo. Caminaba muy decidido y muy seguro, con los ojos fijos en la próxima tienda que aparecía en el horizonte, y la gente me miraba y pensaba que yo era un comprador y me dejaban en paz.
»Lo más difícil era cuando llegaba a los comercios; en general me paraba a mirar el escaparate, disimulaba un rato y después salía en dirección a la próxima tienda. A veces había algunos chicos sospechosos por los alrededores y me veía obligado a entrar en el local, aunque los tenderos podían ser peores que los chicos y hubo uno que me sacó de su frutería a bofetones porque se creía que le estaba robando. Claro que la ventaja de los comerciantes sobre los chicos es que los primeros nunca se alejan demasiado de su comercio y si sales corriendo no te persiguen.
»El truco funcionó la mar de bien y me crucé el Barrio en unas pocas horas, y estaba yo tan contento con el éxito que quise añadir un detalle de adorno y entre tienda y tienda empecé a hacer tintinear en mi mano unas cuantas chapas de cervezas, como si fueran las monedas con las que iba a pagar la compra; y ése fue un error de principiante, porque un chico me agarró en una esquina, me arreó dos guantazos y me quitó el dinero, y al ver que no era dinero sino chapas, me sacudió un poco más. Ahí fue cuando me manché de sangre toda la camiseta y la cara y el cuello. Y aunque dolió no estuvo tan mal, porque a partir de ahí se me ocurrió un truco nuevo para seguir andando, y fue que cada vez que veía una pandilla o a alguien sospechoso me ponía a hacer eses y a caminar a tropezones como si estuviera a punto de desmayarme; y entonces todo el mundo se apartaba y me dejaba pasar como si manchase, porque ya sabes que en el Barrio lo mejor es que no te vea nadie, pero, si te ven, entonces lo mejor es que se te vea demasiado. Quiero decir que, si llamas mucho la atención, también te evitan; y yo llamaba mucho la atención con toda la sangre encima y andando de ese modo.
»Y así caminé otro montón de tiempo y ya iba ciego de hambre a pesar de las manzanas que había cogido en la frutería; y llegué al límite del Barrio, a un parque seco y grande que si lo cruzas al otro lado empieza ya la Ciudad Bonita. Entré en el parque y me lavé la sangre de la cara en una fuente, porque pensé que allí llamar la atención ya no era bueno. Estaba todo lleno de niños, era por la tarde; y vi a una niña sentada en una piedra que estaba haciéndole ascos a un bocadillo, era una chica delgadita y con las rodillas peladas, y me senté a su lado y nos pusimos a hablar. Ella dijo que su madre la obligaba a comerse ese bocadillo asqueroso de mortadela, lleno de pizcas negras que picaban muchísimo; y era verdad que la madre nos miraba fijamente desde el banco de enfrente, a pocos metros, con una cara furiosa. Yo le dije a la niña que si quería yo podía hacer como que le robaba el bocadillo y ella contestó que sí, que qué estupendo; entonces le expliqué que tenía que mirar para otro lado y sujetar el pan con los dedos flojitos. La niña lo hizo así y yo pegué un tirón del bocadillo y salí corriendo, oí los gritos de la madre a mi espalda pero claro está que no pudo alcanzarme; me comí la mortadela y me supo muy buena.
»Al fin llegué a una estación, que era adonde yo quería llegar porque tenía pensado irme de la ciudad aunque todavía no había decidido de qué modo me iba a subir al tren. Allí había mucha gente, rápidas piernas que daban zancadas para uno y otro lado del vestíbulo, maletas y bolsas, carritos y paquetes. Yo estaba muy cansado, cansadísimo, y pensé que sería bueno dormir un poquito. Así que aproveché el revuelo y entré en los retretes; me metí en uno de los cuartitos, eché el cerrojo y me tumbé en el suelo, acurrucado contra la pared junto a la taza. Me dormí enseguida y me desperté no sé cuánto tiempo después, con una cara enorme muy cerca de la mía y una manaza dura que me zarandeaba. Fue un susto muy grande, porque se trataba de un policía; me sacó en volandas del retrete y era un guardia altísimo y con cara feroz que gritaba cosas que yo no entendía. Enseguida vino una mujer policía con una manta y me cogió en brazos, y eso me gustó más.
»Salimos de la estación, yo envuelto en la manta y de la mano de la mujer uniformada, y afuera el cielo estaba muy negro y la ciudad vacía. Debía de ser muy tarde, más tarde que nunca en toda mi vida, con excepción de la noche de la verbena y del Gran Fuego, y por primera vez me alegré de que los guardias estuvieran cerca. Subimos a un coche de policía, tendrías que haberlo visto, todo nuevo y con el tablero lleno de luces, y nos fuimos a la comisaría y me dieron leche con cacao y galletas y una cama. Pero pese al cansancio que sentía no conseguía dormirme porque todo era muy excitante; y estuve pensando que era una lata ser tan pequeño y que por eso me habían detenido.
»Yo quiero crecer, sabes, quiero crecer cuanto antes, lo más pronto posible. Y cuando crezca no seré como mi madre, no, porque mamá no manda nada. Y no quiero ser como mi padre, porque papá no me dejaría ser como él, me mataría antes si sospechara que yo iba a ser como él y que le podría quitar el sitio. Y tampoco quiero ser como la enana porque no la entiendo, yo no tengo imaginación porque no tengo tiempo para eso; y además un día vi cómo los chicos del Barrio le tiraban piedras y ella puede que sea una bruja poderosa, pero no hizo otra cosa que correr, y como es tan pequeña corría poco. Así que he decidido que voy a ser como la abuela, pero como la abuela antes del Gran Fuego, cuando era tan alta y mandaba tanto, como cuando sacó la pistola aquella con el Portugués y el Hombre Tiburón. Claro que me parece que lo de ser abuela no es una profesión, quiero decir que hay que hacer algo más para ganarse la vida. Yo soy bueno para fingir, así que creo que puedo ser actor; y también puedo ser comerciante, porque los negocios me gustan bastante. Pero lo mejor que tengo es la memoria, y lo mucho que me fijo y lo bien que conozco a todo el mundo; así que creo que se me daría muy bien ser chantajista, como dicen que es el marido de la Rita, que es una profesión que mueve muchísimo dinero, y si no fíjate, la tienda que tiene Rita. Y esto te lo digo a ti pero no se lo cuentes a nadie más porque todavía es un secreto.
»El caso es que pensando en todo esto debí de quedarme dormido en la comisaría, porque de nuevo recuerdo que alguien me despertó y ya era de día.
»Me dieron otra vez más leche con cacao y más galletas, y vino un señor a verme que decían que era médico y un hombre y una mujer nuevos que empezaron a preguntarme cosas. Yo les mentí con mucha educación y les dije que no me acordaba de mi apellido, que no sabía dónde vivía y que me había perdido. De la ceja rota y la sangre en la camiseta dije que había tropezado y me había caído, y de las cicatrices de los golpes antiguos dije que me las había hecho un chico muy malo que se llamaba Buga, porque como está muerto pensé que no importaría mencionarlo, y siempre es bueno soltar algún nombre para que se queden contentos. Luego me metieron otra vez en el coche y me trajeron a casa, como viste. Todo el rato insistieron muchísimo en preguntarme la misma pregunta: que cómo me trataban en mi casa. Y yo siempre contesté que mi mamá y mi papá me querían mucho, porque los policías pasan pero los padres quedan. Incluso los padres que se van siempre regresan».
Cuando vinimos al nuevo piso, después del Gran Fuego, la pequeña cama de la abuela le quedaba tan apretada que abarcaba ambas orillas con caderas y hombros. Pero con el tiempo el lecho fue aflojándose en torno a su cuerpo, como se aflojan los trajes alrededor de los hombres obesos que enferman y adelgazan. Había encogido tanto doña Bárbara que ahora apenas si hinchaba un poco la sábana y eso únicamente por el centro; y no se trataba de que hubiera perdido algunos kilos, sino que había menguado incluso en aquellas zonas del cuerpo que son imposibles de menguar como las manos, que antes eran unas manazas dominadoras y unos puños temibles, y ahora tan sólo eran un montón de huesillos, arañitas traslúcidas paseando torpe y lentamente por el embozo.
A veces perdía la voz, o quizá se encontrara tan débil que no tenía fuerzas para exhalar el aire; y entonces señalaba hacia sí misma con su mano de alambre, y pedía por gestos que la moviéramos un poco, que la empujáramos, que la hamacáramos como quien hamaca a un niño, para refrescar un poco la quemadura de las sábanas. Tenía la carne llagada y los miembros como muertos, y dentro de todo ese destrozo ardía su inteligencia entera. Ella, que siempre se arregló tanto y que fue tan coqueta, sufría ahora la humillación de un organismo sin control, sucio y descompuesto. Estaba presa en el interior de su cuerpo, pasajera a la fuerza de su viaje biológico; y pasaban los días y ella seguía a la espera, sitiada por el fin de las cosas y los dolores.
Otras veces, en cambio, se quedaba quieta como una talla en mármol y reunía todas sus energías para sacar un hilo de voz casi inaudible:
—Qué tiempo hace fuera —preguntaba sin signos de interrogación, porque no tenía aliento para tanto.
—Está bueno —respondía la atribulada Amanda, que, como su hijo, tampoco tenía imaginación.
—Qué tiempo hace fuera —repetía doña Bárbara como si no la hubiese oído.
Y entonces Airelai, que adivinaba lo que quería la abuela, le describía la vida tal y como ésta seguía siendo, torrencial e impávida, al otro lado de las ventanas y de la agonía:
—Hoy es un día muy limpio, porque ha soplado el viento y se ha llevado lo que quedaba del mes de agosto. En lugar de esos polvorientos restos del verano, que estuvieron arrastrándose por las calles hasta ayer mismo, ha entrado hoy en el mundo un aire transparente que huele un poco a invierno. Es un aire extremadamente delicado y mucho me temo que se manchará pronto; pero hoy es delicioso sentir su roce fresco en las mejillas, y chuparlo en los labios. Sabe a gota de lluvia.
Y doña Bárbara clavaba en el techo sus ojos brumosos y paladeaba sus memorias de otoño, que eran parte del equipaje íntimo y secreto que iba a llevarse.
En ocasiones la abuela sufría crisis en las que la pizca de aliento que le quedaba parecía querer escaparse de la ruina de huesos y pellejos. Entonces se crispaba y se aferraba con sus dedos de cristal al cabecero de la cama, un barrote curvo con el niquelado lleno de picaduras; y así agarrada al mundo para que el mundo no se fuera, con los ojos como dos pozos aterrados y combatiendo contra la angustia negra, empezaba a recitar una monótona salmodia:
—Yo soy Bárbara Mondragón Salva Jiménez Dársena… Yo soy Bárbara Mondragón Salva Jiménez Dársena…
Repetía su nombre una y otra vez para no olvidarse de sí misma, para no diluirse en la oscuridad que la esperaba, como si prefiriera esa agonía de horror y de dolor a una nada quizá dulce y sin memoria.
—Qué tiempo hace fuera…
—Una tormenta seca. Corren las centellas por el cielo, pero por aquí abajo no cae ni una gota de agua. Eso sí, sopla un vientecillo que levanta pequeñas polvaredas y que araña las piernas. Es un día extraño y el aire está amarillo.
Mentía Airelai al contar esto, porque la tarde era despejada, gris e insulsa. Pero a nuestro patio no se asomaban los cambios de estación, así que daba lo mismo decir una cosa u otra.
—¿Por qué estás aquí con ella? ¿Por qué la tratas tan bien? —le preguntó Amanda a la enana una mañana, entre susurros, mientras la abuela dormitaba un poco.
—¿Y tú?
—Lo mío es normal. A mí me toca.
—¿Por qué?
—¿Quién lo va a hacer, si no? Es mi destino.
—¿Por qué?
—Por qué, por qué… Tengo mala suerte, ya lo sabes. Así son las cosas. Pero tú… Tú no estás obligada. Y ella no ha sido buena.
—Yo a veces tampoco.
—Quiero decir que es difícil quererla.
—Hemos estado muchos años juntas. Es parte de mi vida. La conozco bien y ella sabe de mí. A veces une más el conocimiento que el cariño.
—Ojalá yo no la hubiera conocido. Ni a ella ni a su hijo.
—La vida es como es. ¿Para qué molestarse en soñar que las cosas hubieran sido de otro modo? Bastante daño hacen ya los deseos proyectados hacia el futuro como para torturarse además con estúpidos deseos hacia el pasado. Pero me preguntabas que por qué estoy aquí y te voy a dar una respuesta: para ver cómo es, para ir aprendiendo.
Ascendía la abuela trabajosamente la última cuesta de su tiempo y su pecho sonaba como un fuelle lleno de fisuras: parecía mentira que un ser tan diminuto y frágil pudiera hacer un ruido semejante sin quebrarse. Segundo empezó a entrar en el cuarto de cuando en cuando. Asomaba su rostro sombrío, con la barba crecida y la camisa sucia, porque ahora se había abandonado y ya no se arreglaba como antes; asomaba la cara y arrugaba el hocico, porque aunque manteníamos la ventana abierta el aire del cuarto era agrio y denso. Al cabo avanzaba unos pasos, se inclinaba sobre el camastro de la abuela y miraba y callaba sin hacer un solo gesto. Parecía una hiena esperando el suspiro final para clavar el diente.
—Qué tiempo hace fuera…
—Nieva —mentía la enana—. El día es opaco y luminoso, sin viento, y los copos caen muy lentamente. Todo está blanco y blando, muy bonito. Y hay en el aire un silencio y una paz que invitan al sueño.
Pero doña Bárbara se aferraba convulsamente al barrote picado y jadeaba sin querer ceder terreno en la batalla, apurando la pesadilla de su viaje. Cuando los jadeos se hicieron estertores, Amanda consideró conveniente avisar a Segundo. Éste entró en el cuarto con la cabeza hundida entre los hombros y llenó la habitación de su presencia enorme. Se sentó en la cama, que gimió bajo su peso; escudriñó durante unos instantes a doña Bárbara y entonces, cosa extraordinaria, cogió una de las arácnidas manos de la mujer entre sus manos colosales. Allí quedaron esos deditos transparentes, agitados por temblores menudos, acunados delicada y tímidamente entre las zarpas de Segundo, que observaba a su madre con atención y con ansiedad, como esperando algo. Transcurrió así algún tiempo, mientras los minutos se escurrían por la tarde abajo como se escurren los últimos granos de un reloj de arena. Entonces la abuela abrió los ojos de par en par, alzó un poco la cabeza de la cama, contempló fijamente a su hijo y dijo:
—Máximo.
Se oyó un crujido horrible, el restallar de los frágiles huesos al quebrarse cuando Segundo cerró brutalmente sus manazas sobre la de su madre; pero tal vez doña Bárbara ya no sintiera nada, porque cuando cayó de nuevo sobre la almohada ya estaba muerta. Entonces Segundo se puso en pie y aulló, aulló como un loco, como un animal salvaje, con un sonido inhumano y feroz que rebotó en las paredes del cuarto y nos heló el corazón. Y cuando ya Amanda, la enana y yo creíamos que había llegado nuestra hora y que nos despedazaría a todas para saciar el odio que vibraba en su grito, el hombre se giró, chocó con la pared, dio un tirón de la puerta que la arrancó del marco y salió de la habitación tambaleándose.
Yo tenía miedo de crecer demasiado, de cambiar tanto que, cuando mi padre regresara, no pudiera reconocerme. A finales de aquel verano pegué otro estirón y durante algunos días hube de adaptarme a la nueva geometría del mundo, porque ahora mis ojos estaban por encima del cerrojo grande de la puerta, cuyo reborde de metal manchado antes sólo veía si me ponía de puntillas; y las ventanas se habían achicado, y ahora tenía que agacharme para poder ver la parte inferior del cajón de la alacena, que tenía un nudo en la madera que parecía el ojo de un tigre.
Yo tenía miedo de crecer demasiado y tenía también otro temor más desesperado, que era el de haber cambiado ya irremisiblemente; porque recordaba entre móviles sombras aquel tiempo antiguo, mucho antes de mi llegada en tren a la ciudad y antes aún de aquel caserón gris en el que permanecí, junto a otros niños tristes, unos años oscuros; y creía ver borrosamente una figura alta y de color azul que sin duda era mi padre y que acariciaba en silencio mi cara con un dedo azul y tibio. Y mi cara de entonces por fuerza tenía que ser una cara diferente, porque aquello sucedió en una época remota, siendo yo tan chica que aún no era yo misma. Nunca dudé del regreso de mi padre; sabía que algún día llegaría inevitablemente, del mismo modo que llegaría la Estrella, nuestra Estrella luminosa de los buenos tiempos; pero temía que no me recordara, que pasara delante de mí sin siquiera mirarme, como si él fuera ciego o yo invisible. Y a veces lo soñaba: soñaba que mi padre cruzaba a través de mí inadvertidamente, y yo no tenía manos para pararle ni voz para advertirle; yo no era más que un puñado de aire transparente y él un árbol azul que caminaba solo.
Pero entonces la enana me decía que no me preocupara, que cuando llegara el momento mi padre me reconocería sin problemas, como los lobos siempre reconocen, en mitad del campo helado, a los cachorros perdidos de su propia camada. Y que todos esos temores no eran sino los miedos propios de la espera, fantasmas de la ausencia; ella lo sabía bien, explicaba, porque también ella aguardaba a un ser querido; y los días vacíos de la espera caían sobre su espalda como gotas de plomo derretido, dolorosos y lentos. Fue uno de esos días, poco después de la muerte de la abuela, cuando Airelai nos contó lo que sigue:
«Yo sé bien lo que es que un hombre te desee. Me han deseado muchos con una necesidad que es como la del fuego, que necesita seguir quemando cosas para poder sobrevivir; y así, quema paja si la tiene cerca, y si no, madera, o tela, o cartón; espinos y zarzas, suaves hierbas y helechos, e incluso animalillos vivos que intentan huir de su lengua de brasa. El fuego quema de manera indiscriminada, devora todo lo que pilla; y de ese mismo modo, tan hambriento y tan ciego, me han querido quemar algunos hombres. Pero yo soy incombustible para ese tipo de incendio, son otras las llamas que me prenden.
»Me han deseado muchos y por diversas causas: porque soy un monstruo y porque soy perfecta, porque soy muy vieja o porque parezco una niña. Todos quisieron mi cuerpo y lo han tenido; algunos, más bestiales y crueles, también tuvieron mi dolor o mi miedo. Pero sólo un hombre obtuvo mi voluntad y mi tiempo. Aquel hombre me hizo su esclava, porque le amé y le amo. Y la pasión es una enfermedad del alma que te hace perder la libertad irremisiblemente. No hay pasión sin esclavitud; y si quieres a alguien sin ese sentido de derrota, sin esa dependencia ansiosa del ser amado, entonces es que no le amas de verdad. El amor es la droga más fuerte y más perversa de la naturaleza; es un mal luminoso, que te engaña con sus chispas de colores mientras que te devora. Pero una vez que has conocido la vida febril de la pasión, no puedes resignarte a regresar al mundo gris de la vida sensata.
»Cuando le conocí fue bueno conmigo, lo cual es decir mucho, porque aquél fue un tiempo duro lleno de gentes rudas. Tenía unas manos enormes y huesudas que jamás dejaron su huella sobre mí; lo contrario que su aliento, que me grabó sus iniciales en el alma. Si es que a las liliputienses nos cabe en el cuerpo un alma chica. Él nunca me deseó con la ciega voracidad del fuego: estaba conmigo, me hablaba, me escuchaba. Me miraba como si mis ojos estuvieran a la misma altura que los suyos: ha sido el único hombre que me ha mirado así. Anduvimos juntos muchos años; yo trabajaba con él, vivía con él, lo compartíamos todo menos la cama. Pero a mí no me importaba demasiado que faltara esa parte que fuegos poco escrupulosos habían chamuscado. Si estaba con él, y estaba con él muchas horas al día, me sentía satisfecha.
»Pero un día algo salió mal y se vio en la necesidad de huir. Yo le vi hacer apresuradamente la maleta, segura de perderle. Las lágrimas corrían por mi cara y no me tomé el trabajo de disimularlas, porque estaba convencida de que en su agitación ni siquiera tendría tiempo de mirarme. Y entonces sucedió algo maravilloso, lo más bello que jamás me ha ocurrido en toda mi vida: se volvió, me contempló desde sus alturas inalcanzables y exclamó:
»—¿Pero aún no estás lista?
»Me he acordado tantas veces de ese momento que su rostro se me borra, desgastado por el uso de la memoria. Pero aún veo el perfil de su cabeza, la sombra de su cuerpo inclinado sobre mí, el brillo de sus ojos entre rasgos brumosos; y todavía siento sobre mi espalda una lengua de fuego, el rayo que me recorrió al oír sus palabras, un relámpago de felicidad pura y completa. Creo que levité, floté; y hasta la cruz de Caravaca de mi paladar debió de ponerse incandescente. Todavía hoy, tantos años después, me pican tontamente los ojos cuando lo recuerdo.
»Recorrimos o más bien corrimos gran parte del país, sin pasar nunca dos noches en el mismo lugar; y al cabo recalamos en un buen escondite, en una cabaña de piedra perdida en la ladera de un valle remoto. Y allí nos quedamos y fuimos dichosos.
»Vosotros sois todavía muy jóvenes y no sabéis lo que es tener la vida a las espaldas, como un saco revuelto de restos, de tesoros y basuras todos mezclados; un bulto que va creciendo sobre tus hombros y te va pesando cada día más. Se funden los recuerdos en la memoria, los años pasados, los deseos cumplidos y sin cumplir, los sueños y las lágrimas; pierden las escenas del ayer la luz y el latido de la vida, y se empastan en una amalgama gris, en una confusión de imágenes polvorienta y lejana que se diría que ha sido vivida no por ti, sino por otra persona. Es como quien va caminando por el campo y atraviesa un valle y sube a un monte; y mira entonces hacia atrás y observa que el valle que ha cruzado ha sido ocupado por las sombras, y es incapaz de reconocer el camino que ha seguido en ese territorio en el que la noche empieza a remansarse. Porque los acebos que antes tanto brillaban al sol ahora han perdido su lustre, y las flores ya no tienen color, y el río no relumbra, y las revueltas mismas del camino apenas si se distinguen a esa distancia y entre las tinieblas. Y es que la noche que nos espera va devorando también la huella de nuestros pasos.
»Pero hay ocasiones, momentos de tu vida, que permanecen fulgurantes en la memoria aunque el tiempo transcurra; y al volver la mirada hacia atrás ves aquel recuerdo llameando entre la grisura informe del pasado, como una isla de luz en la sopa de sombras. Así arde en mi cabeza aún hoy el recuerdo de los días que pasé con él en aquella cabaña; es un fuego que me ciega cuando vuelvo la mirada hacia atrás, un brillo que duele. Entre las sombras de mi vida, aquellos días todavía siguen encendidos.
»Era un valle muy hermoso, casi abandonado, con unas cuantas casas de piedra y pizarra. Por las laderas se extendía un bosque viejo y húmedo, con robles milenarios y retorcidos cubiertos de hongos y de líquenes, frondosos castaños de frutos puntiagudos, acebos erizados, helechos suaves y esponjosos como plumas de pavo real. El suelo era tan blando como un colchón, capas y capas de hojas muertas, turba, raíces, hongos, organismos microscópicos, insectos laboriosos y animalejos de todos los tamaños, todo restallando y crujiendo y pudriéndose con la imparable fuerza de la vida. Y el aire olía a heno recién segado, a musgo jugoso, a vacas, a tierra gruesa y descompuesta.
»Los dos sabíamos que aquello no podía durar. Que éramos fugitivos y estábamos en nuestro último refugio. Yo me sentía como una condenada a muerte, cosa que en verdad todos somos, esperando a que la felicidad se acabase: que siempre se acaba. Pero mientras tanto bebía golosamente los días, las horas, los minutos, sintiendo pasar el viento del tiempo junto a mi cara.
»Cerca de nuestra casita había un huerto, propiedad del hombre que nos alquilaba la cabaña. Todos los días venía allí la hija del dueño, una niña de unos diez u once años; y se pasaba las horas sentada junto a una hermosa higuera, cantando una canción tras otra para espantar a los pájaros y que no se comieran los carnosos higos. Yo la escuchaba cantar a las horas del sol y del calor mientras las moscas zumbaban y el monte hervía y él dormía un rato en el camastro. Le miraba dormir tan hermoso y tan mío cuando estaba quieto, y sabía que nunca podría vivir algo mejor.
»En aquellos instantes el mundo adquiría una geometría perfecta, un orden visible que me sentía capaz de comprender. Yo me encontraba en mi sitio, en el lugar exacto que me correspondía dentro del universo, del mismo modo que estaban en su justo lugar todas las demás criaturas del planeta, y los vegetales, y las piedras. Todo lo podía ver y entender en ese momento de equilibrio: las incontables hojas del valle, una a una, hasta la más pequeña; las rocas desgastadas, clavándose en la carne de la tierra; cada una de las flores, todas distintas y temblorosas en su vida brevísima; las patitas de los insectos diminutos, las alas transparentes, las trompas chupadoras; y esa algarabía de capullos brotando y pétalos pudriéndose, de criaturas naciendo y falleciendo, entre el viento fértil de la muerte y el rugir de la vida silenciosa.
»Hasta que se cumplió la hora, como siempre sucede inexorablemente. Y llegaron al valle, y nos encontraron, y se lo llevaron. Pero yo sé que algún día volverá y aquí lo estoy aguardando. Por él sería capaz de todo: de matar y de traicionar, de mentir y de negarme a mí misma. Siempre fui torpe, menos ante él. Siempre fui débil, menos con él. Siempre fui enana, menos para él. Desde que se marchó, vivir para mí es sólo esperar. Un tiempo de tránsito. Un tiempo muerto.
»Recuerdo que al atardecer el viento nos traía desde la otra ladera un estruendo de mugidos y berridos. Muchas veces nos quedábamos contemplando la caída del sol mientras el aire se pintaba de un verde azulado y llegaban rebotando hasta nosotros las voces desaforadas de las bestias. Yo siempre creí que eran llamadas sexuales, gemidos del calor del celo y del placer; pero luego, después de que descubrieran nuestro escondite y se lo llevaran, me enteré de que el alboroto provenía de un matadero y que eran gritos de agonía arrancados por el cuchillo del carnicero. Desde entonces cada vez que pienso en aquellos crepúsculos finales los veo en mi memoria del color de la sangre, hermosos y transparentes y terribles. Así de cerca está la dulzura del horror en esta vida tan bella y tan oscura».
La enana abrió de par en par la estrecha ventana del cuarto de doña Bárbara mientras Amanda contemplaba el cadáver de la abuela entre desconcertada y empavorecida, con las manos subiendo y bajando en el aire a media altura, como cortocircuitadas en su camino del regazo a la boca. Yo permanecía en una esquina, camuflada en mi inmovilidad y mi silencio, porque estaba segura de que si advertían mi presencia me echarían del cuarto. No me gustaba estar junto al cadáver pero me gustaba menos la idea de salir allá afuera, donde debía de estar, en algún rincón agazapado, ese Segundo aterrador y aullante.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? —balbució Amanda con voz ahogada.
—¿Tú qué crees? Habrá que amortajarla.
—No… Digo con… Con él. Está como loco. La enana se aupó a la silla y se quedó un rato ahí sentada, pensando y batiendo los piececillos en el aire.
—Pues tú deberías irte. Búscate un trabajo, coge al niño y lárgate.
—No puedo.
—Sí puedes.
—Nos mataría.
La enana suspiró y se frotó las palmas de la mano contra la diminuta falda.
—No empieces de nuevo. Escucha, volveré a trabajar por las noches. Te daré dinero suficiente para que te vayas muy lejos. Para que cruces la frontera. Así estarás a salvo.
—¿Harías eso por mí?
—Me aburre verte siempre tan afligida y tan acobardada. Claro que lo haré. Por mí, no por ti.
Airelai se bajó de la silla de un saltito, se acercó a la cómoda y sacó una botella de alcohol y una caja de gasas.
—Trae unas sábanas limpias para la mortaja. Con ligereza, segura y Silenciosa, la enana cerró la boca de la abuela y sujetó la barbilla con un lazo, conocedora de los procedimientos, experta ejecutora de los ritos finales.
—¡Pero ésas no, mujer! —gruñó hacia Amanda, que traía un juego barato de sábanas de flores en la mano—. Tienen que ser blancas.
—¿Por qué?
—Porque sí, es evidente.
—¿Cómo sabes todas estas cosas?
—¿Y tú cómo no las sabes? ¿De dónde sales que ignoras todo esto? Conocimientos básicos, saberes de mujer elementales.
—A mí nadie me explicó…
—Tú eres mutante, Amanda. Ya te lo he dicho. Estás en tierra de nadie. Lo que has perdido, perdido está, y lo ganado aún no sabes que está ganado. Espero que cuando te marches te espabiles un poco.
—¿Y la niña? No puedo dejarla aquí sola con él. La llevaré conmigo.
El corazón me dio un vuelco. Yo quería vivir con Amanda y con Chico, pero no podía marcharme.
Apreté los puños, sentí el filo de las uñas contra las palmas. No podía. Baba.
—La niña tiene que quedarse aquí, esperando a su padre —dijo la enana lentamente—. Yo cuidaré de ella, porque también espero.
Y entonces se volvió hacia mí y me miró con esos ojitos negros y brillantes, impenetrables, que ahora quedaban ya muy por debajo de la línea de los míos; me miró durante unos instantes y frunció el entrecejo, como si lo que veía le desagradase.
—Vete fuera —dijo al fin en un susurro.
—Airelai, por favor…
—Tenemos que lavarla. Vete fuera.
Salí de la habitación y el resto de la casa se encontraba a oscuras: la tarde estaba cayendo y nadie se había preocupado de encender una luz. Escuché durante unos instantes en el silencio, tan asustada como el animal que espera, entre la maleza, que caiga sobre él el cazador. Me pareció oír un ronco resoplar que venía de la cocina, de modo que crucé el estrecho pasillo de puntillas y entré en mi dormitorio. Miré en primer lugar debajo de la cama y, tal y como esperaba, encontré allí a Chico, perlado de sudor y envuelto en pelusas de polvo y en las tinieblas.
—¿Qué hace? —susurró el niño entrecortadamente.
—¿Quién? —pregunté aunque sabía.
—Él.
—No sé. Me parece que está en la cocina.
Chico salió de su escondrijo reptando sobre los codos. Se sentó en el suelo y me miró, sus ojos brillando en la penumbra.
—¿Qué crees tu que va a pasar ahora? —musitó.
«Que va a venir mí padre y nos salvará a todos. Mi padre, Amanda, la enana, que viviremos juntos tú y yo, juntos y felices. Que nos iremos todos de aquí, nos marcharemos del Barrio, y Segundo se quedará atrás, ahí sentado para siempre en la cocina».
Eso quise decirle a Chico, porque tenía la boca seca, y una bola de hierro en el estómago, y la seguridad de que mi padre ya no podía tardar mucho más, que tenía que regresar ahora, antes de que la abuela desapareciera del todo. Pero en vez de contarle al niño todo eso, me encogí vagamente de hombros.
—No sé. Chico frunció el ceño y se mordió las uñas con nerviosismo. Acaricié la fría bola de cristal que la abuela me había regalado.
—Baba, baba, baba…
—¿Qué dices?
En mi inquietud me había traicionado, había dicho en voz alta, sin querer mi palabra privada.
—Nada. Cosas mías —gruñí.
—¿Qué es eso de «baba»? —insistió el niño.
—No es nada, te digo. Manías. No significa nada.
En ese momento alguien golpeó con los nudillos la puerta de la casa: una llamada que parecía acordada, cinco golpes seguidos y después dos más. La boca se me llenó de una saliva acre. Estiré el cuello y agucé las orejas: esperando. Se encendió la luz del pasillo y oí los ligeros pasos de la enana camino de la entrada; el clic del pestillo, el gruñido de la hoja de madera al abrirse. Y una voz de hombre desconocida, aunque no del todo:
—¿Te sorprendes de verme?
Tenía que ser él: tenía que ser mi padre. Me puse en pie y salí de la habitación pasito a paso: porque deseaba correr y al mismo tiempo tenía miedo, quería llegar a la puerta y no llegar nunca. Iba tan despacio que Chico me adelantó y alcanzó el vestíbulo antes que yo. Se volvió hacia mí con gesto preocupado:
—Es el policía ese —susurró.
Allí, apoyado en el marco de la puerta, estaba el tipo canoso de la camisa sucia que había estado hablando con Segundo la noche del Gran Fuego: era un comisario de policía, según se había enterado después Chico. Suspiré. El tipo me miró un instante y guiñó un ojo. Me pareció odioso.
—Estamos de duelo —dijo la enana—. No es un buen momento.
—¿No? —sonrió—. Pues tengo que hablar con Segundo. Y sé que está.
Airelai empalideció:
—Le digo que no puede entrar. Respete a los muertos.
—Pero al velatorio acuden los amigos de la familia, ¿no es verdad? Yo creía que tú y yo éramos amigos…
Sonreía con la boca, no con los ojos. La enana apretó los puñitos y se hizo a un lado; el hombre entró en la casa y avanzó directamente hacia el fondo, como si supiera, seguido por Airelai, por Chico y por mí.
—¿Y estas tinieblas qué significan? —ironizó el tipo al asomarse al agujero negro de la cocina—. ¿Te escondes o duermes?
En mitad de las sombras, junto a la mesa, se distinguía el bulto más oscuro de Segundo. El policía estiró el brazo y accionó el interruptor de la luz; la pelada bombilla del techo se encendió sobre nuestras cabezas como un sol sucio y agonizante, el miserable sol del juicio final. Segundo parpadeó, deslumbrado; tenía los ojos hinchados, la cara abotargada y una expresión de embrutecimiento que jamás le había visto. Se frotó vigorosamente la boca con el dorso de la mano, como si la tuviera manchada o como si las sombras se le hubieran quedado pegadas a los hocicos, y a continuación se apretó los nudillos y los hizo crujir de un modo horroroso, casi con el mismo sonido seco y roto con que se habían quebrado, poco antes, los dedos de su madre. Luego volvió a extender las manazas, pesadas e inertes, sobre el tablero de la mesa, entre mondas de patatas, cuchillos sucios y migas de pan. Frente a él había una botella de coñac mediada y abierta.
El policía chasqueó la lengua con gesto satisfecho, como si le complaciera verificar el lamentable aspecto de Segundo. Se apoyó en el marco de la puerta y cruzó los brazos.
—Deberías estar más contento de verme. Vengo a hacerte un favor.
Segundo no se movió. Mantenía la cabeza baja y miraba fija y bovinamente a un punto incierto del tablero.
—Vengo a decirte algo —insistió el hombre, haciendo una nueva y expectante pausa.
Un par de segundos cruzaron lentamente la mortecina cocina y se escurrieron tictaqueando por la ventana abajo, sin que nadie se moviera ni dijese palabra.
—Máximo se ha fugado.
De primeras no sentí ninguna emoción. Quizá no comprendí en todo su alcance las palabras del comisario. O quizá yo ya lo intuía, yo ya lo sabía. Seguimos todos quietos. El hombre torció el gesto, fastidiado quizá por la falta de efecto de la noticia.
—Suponemos que vendrá por aquí. Y si viene, estoy seguro de que no dudaréis en avisarnos, ¿no es así?
Silencio. Junto a mi codo percibí, sin mirar, la respiración breve y agitada de Chico, como un animalito asustado y nervioso.
—No creo que dures mucho, cuando llegue —añadió el hombre con irritación—. Él vale bastante más que tú.
—Ya es demasiado tarde —resonó la voz de la enana, extrañamente crispada y ronca—. Demasiado tarde para doña Bárbara.
—Sois una familia encantadora —resopló el policía—. No dejéis de invitarme a las fiestas de cumpleaños.
Segundo levantó la cabeza y nos miró con sus ojos turbios. Sentí que el cuerpo del comisario se tensaba a mi lado, atento y a la espera. Segundo desplazó lentamente su mano derecha sobre la mesa y agarró un gran cuchillo de hoja brillante y puntiaguda, como la de una navaja. No era un movimiento agresivo ni subrepticio, sino el gesto perezoso y torpe de alguien que quiere juguetear con el objeto. Aun así, el policía separó firmemente las piernas sobre el suelo, buscando un apoyo mejor para una emergencia. Durante un rato, Segundo no hizo sino mirarnos de manera embotada y dar vueltas al cuchillo entre sus dedos. Entonces lo levantó por encima de su cabeza muy despacio y lo colocó perpendicular sobre su mano izquierda, que seguía extendida sobre la mesa, con la palma hacia abajo, como muerta. Respiré una vez y el cuchillo aún estaba ahí arriba, quieto en el aire, apuntando amenazadoramente hacia la mano. Respiré otra vez y no se había movido. Pero la tercera vez que llené mis pulmones vi bajar la hoja vertiginosamente, un relámpago de acero dibujado en el aire. Se escuchó un golpe seco y el cuchillo se enterró en el dorso de la mano hasta la empuñadura. Alguien chilló; quizá fuera yo. El hierro era tan largo que tenía que haberse hincado en la mesa, cosiendo la carne a la madera. Segundo nos contempló Plácidamente, mientras los demás intentábamos recuperar la palabra y los latidos del corazón. Después se puso a tirar del mango con la mano derecha y la hoja comenzó a salir centímetro a centímetro. Limpia y deslumbrante, sin gota de sangre. Salió el cuchillo del todo y el dorso de la mano estaba intacto, sin herida ninguna; Segundo apretó dulcemente la punta del puñal con el dedo índice y el acero se replegó sobre sí mismo con un suave siseo de muelle bien engrasado: era uno de los cuchillos trucados de su número de mago.
—Sabía que era mentira, sabía que no eras capaz —barbotó la enana con voz iracunda.
Amanda se echó a llorar a mis espaldas; Segundo se recostó en el respaldo de la silla y brindó oscuramente hacia nosotros con la botella de coñac antes de beberse un largo trago.
A menudo la desgracia llega a ti como una inundación: un día nos creemos asentados en la tierra firme de nuestra seguridad y al día siguiente descubrimos que nuestros pies están hundidos en un pantano. La certidumbre del mundo se desmorona a nuestro alrededor como las fichas de un dominó, hasta producir, partiendo de una aparente menudencia, la devastación total. Eso me dijo Rita, la de la tienda, sólo que ella usó otras palabras:
—Tú ves caer a la gente a tu lado, a ésa le meten el marido en la cárcel, al otro le da un cáncer, a la de más allá se le muere un hijo, y siempre crees que te vas salvando de las balas, porque la vida, te lo digo yo que de esto sé mucho, es como una guerra. Crees que te vas salvando, digo, y que son los otros los que se jeringan, hasta que un día, zas, sangre en una pierna, ya te han dado. Y cuando la pena te hinca el diente, ya no te suelta. La desgracia te come desde los pies a la cabeza.
Estaba rellenando botellas irrellenables con ayuda de un ingenioso y complicado aparato, una especie de jeringuilla muy gruesa.
—No te creas que estas botellas son para mí, no, no, no. En mi tienda me gusta cuidar la calidad. Esto es para Mariano, el del bar de la fuente. Me pidió que le metiera un alcohol más barato en las botellas y yo se lo hago porque puedo y porque sé. Si se vende a copitas, en un bar, te sacas así un buen pellizco. Yo, como vendo normalmente botellas enteras Y pues no sale lo mismo. No merece la pena, porque luego encima los clientes se cabrean.
Amanda me había mandado a comprar unas latitas de atún para la cena y yo siempre que podía me quedaba remoloneando un poco por la tienda, porque Rita me trataba como si yo fuera una persona mayor y contaba siempre cosas interesantes.
—Y a veces la desgracia te pilla antes y a veces después, pero te pilla. Fíjate en Amanda, por ejemplo. Una chica de buena familia. Y con educación, no como yo. Pero se le murió el padre, y la madre no pudo hacer carrera de ella. Ella no me lo ha contado así, pero yo sé que tuvo que ser así. Y la muy boba se torció. Bien jovencita que era cuando se lió con ese desgraciado de tu tío. Y no digo más porque no quiero. Bien tonta que fue. Tiene buena planta, no digo yo que no. Pero enseguida se le ve que es un malaje. Y además un inútil. Nunca supo hacer las cosas a derecho: le falta la sustancia. Tu padre, en cambio, es lo que se dice un hombre. Y además un señor.
Para no delatar mi interés, pasé un dedo por el reborde del mostrador de madera, fingiendo estar muy concentrada en arrancar las cascarillas de la vieja pintura verde que lo recubría; porque había comprobado que bastaba que mostraras interés en un tema para que los adultos lo abandonaran inmediatamente. Al cabo de un ratito levanté los ojos y vi que Rita había hecho un alto en su trabajo y me miraba con atención. Suspiró:
—Y no digo más porque no quiero.
Volvió a coger la jeringuilla y continuó con sus tejemanejes. Sobre su cabeza zumbaba el hilo incandescente de una lámpara azulada matamoscas.
—Claro que ella porque se deja. A buena hora me iba a poner ése a mí la mano encima. Mi Juan es muy bruto, pero nunca me ha tocado.
Se inclinó hacia delante, se apoyó en el mostrador y me guiñó un ojo:
—Además le puedo —susurró, y se echó a reír agitando su poderoso pecho y sus brazos descomunales.
Tuve envidia de su fuerza y de su arrojo, y me escocieron en la espalda, como si alguien hubiera pasado un dedo por las marcas, los últimos correazos que Segundo me había dado. Me miré las manos, pequeñas y débiles, y las comparé con las gruesas manos de Rita, enrojecidas y cuadradas y con las uñas blanquecinas de tan espesas.
—Pues yo voy a aprender kárate —dije.
—¿Kárate?
—Sí, eso que hacen en la tele, en las películas; que dan una patada y rompen una puerta. Y no tienes que ser grande, y ni siquiera fuerte; vi en una película que había un niño que les ganaba a todos.
—Ah, pues muy bien. Tú aprende a dar patadas, hija, que hay que defenderse. Pero mejor aún que saber dar patadas es tener cabeza. Y pensarse las cosas, y cuidarte las espaldas, y no andarse con pejiguerías románticas. Mira, como norma: si te gusta mucho un hombre es que no te conviene, eso es cosa fija. Y te lo digo yo que sé mucho de esto. Pero, claro, una nunca aprende por la experiencia ajena. Te tienes que haber roto el corazón dos o tres veces para que te entre el seso. Las chicas jóvenes están como locas. Encendidas. Yo también lo estuve. Y lo pagué.
Había terminado de trasvasar el whisky barato a las botellas de marca y enjuagó la jeringa y la guardó.
—Y no digo más porque no quiero.
Sacó un trapo y se puso a secar el mostrador. Frotaba y frotaba con la bayeta en el mismo lugar, pensando en otra cosa.
—Como lo del hijo del Portugués. Menudo desalmado. Porque hay desgracias y desgracias. Y luego hay ruinas grandes, completas, de esas de las que no te puedes librar para nunca jamás. Así estaba la mujer del Portugués, claro. Lo mismo que un fantasma. Yo nunca he visto a nadie con peor aspecto. Como loca, cuando la detuvieron. Con los ojos así, y con unas greñas… Claro que no me extraña, después de lo que pasó. Son peores que animales. Hasta un perro cuida con más cariño de sus crías.
—¿Han detenido a la mujer del Portugués?
Rita me miró con sorpresa:
—¿Pero no te enteraste? Fue hace ya unas semanas… Poco después de que tu tío regresara y de que se escapara ese mal nacido… Pero si no se hablaba de otra cosa en el Barrio… ¿Entonces no sabes nada?
Dije que no con la cabeza. Rita se mordisqueó el labio inferior y se me quedó mirando con gesto pensativo, dudando si contarme la historia o no. Esperé pacientemente, convencida de que al final me lo diría todo. Le gustaba demasiado hablar para poder callarse.
—Pues es una cosa horrible, luego no vas a poder dormir si te la cuento. Pero bueno, así es la vida, mejor es saberlo todo y no que luego te pille inocentona y tonta un desalmado. El caso es que se fue el Portugués y unos días después se llevaron a la comisaría a la Portuguesa. Parece que alguien les había denunciado porque el niño que tenían, te acuerdas, un bebé de año y pico, pues el niño había desaparecido, ya no estaba. Y buscaron al crío por todas partes y al final la mujer confesó que lo habían matado; y que lo habían enterrado este verano en las eras abandonadas que hay junto al parque nuevo. Lo hicieron precisamente el día que se inauguró el parque, cuando vinieron todos los figurones de la ciudad, ¿te acuerdas de eso? Y fueron al lugar que decía la mujer y sacaron los restos; y resulta que lo habían enterrado vivo al pobrecito.
Sacó un vaso de debajo del mostrador y se sirvió medio dedo del whisky barato que había estado trasvasando. Se lo bebió de un trago, tosió y carraspeó:
—La verdad es que está malísimo… Y tú no sabías nada de todo esto…
—No. No podía contarle, ni siquiera a Rita, lo que habían sido los primeros días del regreso de Segundo.
En la resistencia azul, encima de nosotras, se achicharraron ruidosamente un par de moscas.
—Pues Chico lo sabía, estoy segura. Yo creo que fue por eso por lo que se marchó de casa. Chico se escapó cuando se enteró de lo que el Portugués le había hecho a su hijo. Digo yo que pensó que Segundo podría hacerle a él lo mismo. Una tontería, porque nadie entierra vivo a un chico grande, arma mucho ruido. Sólo se entierra vivos a los bebés.
Rita cogió el tarro de barras de regaliz negras y rojas y empezó a revolver y a sacar los pedazos rotos, los grumos y muñones de la pasta dulce, errores de fábrica que siempre venían con cada envío. Hizo un montoncito en el mostrador delante de ella.
—Luego la mujer explicó que el hombre la había obligado a hacerlo, porque pensaba que el niño no era suyo: manías de esas de hombres locos y malos. Ahora por lo visto la que está loca es ella, y no me extraña. Me han dicho que han cogido al Portugués en no sé qué ciudad y que está en la cárcel. Espero que en prisión le claven un hierro en el culo. Y no digo más porque no quiero. De todas maneras el Portugués no ha debido de pasarlo muy bien con el comisario, ¿sabes cuál te digo?, el de los pelos grises. Porque dicen que el tipo este ha tenido un montón de problemas por dejar destrozados a los detenidos. Le llaman el Martillo.
Empujó hacia mí los recortes del regaliz.
—Y por eso, por lo violento que es y por todos los problemas que ha tenido, es por lo que le han destinado al Barrio. Anda, coge los dulces y márchate, que te deben de estar esperando en casa. Tiene su gracia pensar que para el comisario somos un castigo.
Desde que la abuela murió, Segundo no había salido de casa. A menudo bajaba al club y se encerraba durante horas en el camerino; pero jamás volvió a pisar la calle. Ya no hacía su número de ilusionismo junto con la enana y el club permanecía cerrado día y noche: por lo visto, y para mi sorpresa, el local era nuestro.
—¿Tú crees que le está haciendo efecto el embrujo de alifio que le hicimos? —le preguntaba Amanda a la enana, en un susurro, llena de esperanzas.
Porque Segundo estaba desconocido, silencioso y ausente. Apenas si comía y en poco tiempo adelgazó de manera notable. La ropa le colgaba de los hombros, que ahora se le veían picudos y abrumados, y le hacía grandes bolsas cuerpo abajo. Se pisaba los pantalones, porque se le caían; y la cara había perdido su consistencia carnal y la fuerza animal que tenía antes. Ahora la delgadez le había tallado en el rostro unos pómulos altos, y los ojos ardían grandes y muy oscuros sobre una nariz mucho más larga. Segundo ya no se parecía a sí mismo, sino más bien a otro: quizá a su padre muerto, en aquel retrato de ojos muy abiertos que tenía la abuela sobre la mesilla y que se quemó en el incendio.
—Dime, ¿tú crees que está bajo mi influjo? —insistía Amanda.
Y la enana observaba a Segundo con ojo crítico y contestaba:
—No. No es eso. Es que está esperando.
Así pasaban los días y esperábamos todos; Segundo y yo, a mi padre; Amanda y Chico, a que Airelai reuniera el dinero para poder irse; la enana, la llegada de su buena Estrella. Los días transcurren lentos y pegajosos para el que espera; las horas se adhieren las unas a las otras en un revoltijo sin color y lo único que queda en la memoria es la escocedura del deseo. Por eso apenas si recuerdo nada de aquellos días finales: son una nube gris en mi pasado. Y si miro hacia entonces sólo me veo de una manera, siempre igual: en la plazuela junto a casa, sentada en el reborde de la fuente a medio terminar que tanto le gustaba a la abuela, vigilando el extremo de la calle y contemplando cómo daban la vuelta a la esquina los minutos.
Por las noches apenas si dormía. Me metía en la cama y apagaba la luz, y era como si se hubiera encendido un neón dentro de mi cabeza. Imposible cerrar los ojos, imposible descansar: los nervios de mi cuerpo eran hilos de fuego. Me agarraba al borde de la estrecha cama, boca arriba, y la oscuridad daba vueltas frente a mí. Me faltaba algo, me perseguía algo, me dolía algo. Fueron días tensos y noches angustiosas, las noches y los días de los últimos tiempos.
Fue entonces cuando empecé a escaparme de casa mientras todos dormían. Esperaba a que Chico se perdiera en la respiración profunda de los sueños y entonces me vestía a tientas con las ropas que había dejado a los pies de la cama. Salía de puntillas: el pasillo estaba tan oscuro que no se advertía ninguna diferencia de visión si cerrabas los párpados. Pero yo me conocía de memoria todos los rincones y todos los pasos; y los baldosines que bailaban y tintineaban, para así evitarlos. Abría la puerta y me llevaba la llave que Amanda siempre dejaba puesta por el interior en la cerradura, para que así no pudiera forzarse la entrada con una ganzúa. Bajaba luego las escaleras interiores y llegaba ahí la peor parte: atravesar el club cerrado y salir a la calle. Seguía sin verse nada, ni la sombra de los dedos puestos a un palmo de la cara; pero yo sabía que ahora en torno a esas tinieblas se extendía la lóbrega enormidad del club, así como antes sólo me rodeaba la seguridad del pasillo de casa. Y en ese espacio inmenso e inmensamente oscuro cabían miedos muy grandes. Cruzaba entonces las sombras sin respirar y a toda prisa, hasta que al fin conseguía alcanzar la puerta del club y salía a la calle, al alivio del aire libre y de la luz de las farolas.
Ya no me daban miedo ni la noche ni la calle; o tan sólo me producían un miedo relativo, el miedo sabio y necesario de la supervivencia. Recordaba mi llegada al Barrio con Amanda y el pánico de esas puertas rojas y esas luces, de esos hombres bisbiseantes que parecían dispuestos a devorarnos. Ahora yo les conocía a casi todos por su nombre: ése era el Mico, aquel que estaba cojo el Margarita, este de la nariz tan grande y toda llena de pelos Paco Pipas. Y ahora sabía que eran en efecto peligrosos, hombres malos y locos, como diría Rita; pero también hombres con unas costumbres y unas normas que generalmente respetaban. Yo estaba dispuesta a cumplir todas las reglas, si me los encontraba: a ser humilde y obediente. Pero sobre todo procuraba que nadie me viera. Era pequeña y flaca y sabía cómo escurrirme entre las sombras.
Vagabundeé así algunas madrugadas, vigilando siempre el horizonte por si veía llegar a un forastero. Recorría las calles principales, las de paso obligado para cruzar el Barrio; y cuando el cielo empezaba a desteñirse en una línea de sucio color gris junto a los tejados, me volvía a casa y a la cama. Y entonces sí dormía, con un sueño como la muerte, sin imágenes.
Siempre evité la calle Violeta, la de los resplandores en las ventanas, que arrancaba de manera perpendicular, rechoncha y corta, de una de las calles principales del Barrio. Airelai, Amanda y la abuela me habían prohibido que la pisara, y no la pisé durante muchas noches. Pero doña Bárbara había muerto, la casa se había quemado, Segundo ni tan siquiera nos miraba. Quiero decir que el mundo había cambiado tanto que las antiguas prohibiciones estaban empezando a parecer demasiado antiguas. Una noche llegué al límite de esa calle secreta y atractiva y sin pararme a pensarlo di un paso adelante, y después otro más. Me detuve, miré a mi alrededor y comprobé que ya me había internado algo así como un metro en la calle Violeta. Que no se llamaba de verdad Violeta: leí la chapa municipal clavada a la pared y ponía Calle de la Jara. Las ventanas iluminadas empezaban unos cuantos metros más allá; había algunos coches, no muchos, aparcados junto a las aceras, y bastantes hombres paseando lentamente junto a las ventanas. No me gustaban esos hombres: había demasiada luz y demasiada gente y me verían, y quizá se enfadaran y me dijeran: «Ésta es una calle prohibida para las niñas», como me había dicho doña Bárbara, mucho tiempo atrás, con su voz de trueno.
Pero ahora que estaba aquí la curiosidad me resultaba insoportable. La calle se extendía ante mí, recta y corta, cayendo cuesta abajo; la zona de luz no abarcaba demasiado. Probablemente pudiera cruzar deprisa, como si fuera a cumplir algún recado, a buscar medicinas para mi abuela muerta, antes de que ninguno de esos hombres se fijara en mí. De hecho, y mientras pensaba en todo esto, un par de tipos habían entrado en la calle y pasado a mi lado, entre las sombras, sin siquiera echarme una ojeada. Eso acabó de decidirme: apreté los puños, tomé aire y me lancé a buen paso por la cuesta.
En cuatro zancadas alcancé la zona iluminada y entré en ella como quien se zambulle en una piscina: casi me extrañó que no se escuchara el ruido de las salpicaduras. Parpadeé, cegada y aturdida por esa luz violeta extraordinaria, que aplastaba los rostros y los objetos y chupaba el color de las cosas. Era un aire lívido y pesado; los movimientos, aquí dentro, parecían más lentos, minuciosos e inacabables movimientos de vídeo ralentizado o de pesadilla. Miré a mi alrededor: ojos vidriosos, un músculo que tiembla parsimoniosamente en una mejilla, un dedo que se alza en el aire muy despacio. No me veían los hombres de la Calle; todos estaban concentrados en mirar a los muros. Y en los muros había unos ventanales fantasmales, grandes vidrieras resplandecientes que se abrían sobre pequeños cuartitos; y en cada cuartito había una mujer que sonreía a los hombres del otro lado del cristal, o les hacía gestos, o les ignoraba, bañada en la amoratada luz de los neones.
Algunas mujeres iban vestidas con tiras de plástico negro y muy brillante, tiras que se enredaban llenas de chinchetas en torno a la garganta, que se enroscaban por las piernas como serpientes, que rodeaban los pechos, dejando el pezón fuera. Había otras con camisas muy cortas, satinadas y de colores diversos, quizá rojas, verdes, amarillas; todos los tonos estaban saturados de ese fulgor violeta y eran rojos sombríos, verdes mortecinos, amarillos sucios. Se sentaban en silloncitos tapizados, o en sillas lacadas, o en taburetes; cruzaban las piernas y enseñaban las nalgas palidísimas. Una de las mujeres era el ser más grueso que yo jamás había visto. Tenía el pelo rubio con las raíces negras, unos labios morados, una bata guateada que le quedaba chica. Sentada como estaba en el sofá, se abría la bata y dejaba asomar un pecho tembloroso, grande como una rueda. En su cuartito había una lámpara de pie con la pantalla a cuadros; una cocinita aseada y recogida; una chimenea de mentira con un gato de escayola; un calendario de pared con la foto de un perro y una niña; una mesa con una tostadora y algunas tazas, como si estuviera a mitad del desayuno. Pero las tazas estaban todas limpias. Separaba la giganta las piernas descomunales y al fondo del túnel de carne de sus muslos se veía una maraña negra que ella se acariciaba. Rugía algún hombre a este lado del cristal, cercano a mí; y el sonido reverberaba y se distorsionaba, como hacen los ruidos debajo del agua.
También parecía distorsionarse la imagen de las cosas: la realidad que yo veía no era firme. Sudaban los hombres un sudor violeta, aunque no hacía calor; y mis pasos resonaban sobre el empedrado como si el suelo estuviera hueco. Había muchos ventanales en ambas aceras; algunos estaban cerrados, con las cortinas echadas. Pero en los demás se pavoneaban todas esas mujeres, rubias y morenas, jóvenes y viejas. Un aturdimiento de labios pintados, ropas llameantes, vellos enredados. Y tanta, tanta carne. Me pareció reconocer a alguna por debajo del grueso maquillaje: vecinas del Barrio a las que Chico subía café a media tarde. Pero no a la mujer grande, a ésa no. Me toqué la frente porque me sentía febril, pero mi piel estaba fría, un poco húmeda.
Había atravesado ya casi toda la calle cuando la vi. Su cuartito estaba adornado con sedas orientales: unas telas tan bonitas, yo lo sabía, aunque aquí tenían un color maligno, purulento. Vestía un cinturón dorado, caído en las caderas, del que colgaba una cortina de cuentas de cristal; aparte de eso no llevaba nada. Lo primero que vi fue el bonito cinturón, y las sedas del fondo. Después reconocí el tamaño y el perfil. Airelai estaba sentada en una sillita diminuta, tenía las rodillas apretadas, las manos apoyadas en las rodillas. El cuerpo muy moreno y muy pequeño. Nunca la había visto desnuda antes. Tenía pechos. Como los de Amanda, a ella sí la había visto, pero chiquititos. Unos pechos muy raros en un cuerpo de niña. Se levantó y apoyó un pie sobre la silla; se abrieron los hilos de cristales y asomó un triángulo de carne del color del bronce con una hendidura en la mitad. Era como yo, no tenía vello. El Buga me había despreciado por ser tan pelona, pero ahora un hombre gordo que parecía estar algo borracho se arrimó a la ventana y lamió el cristal con su lengua rosa.
Entonces Airelai me vio: bajó la cabeza y descubrió mis ojos. Quise huir y no pude, tan fuerte me miraba. En ese momento llegó un viejo todo calvo que aporreó una puerta que había junto a la ventana. La enana se acercó y abrió. Del interior del cuartito salió una bocanada de aire tibio con olor a sándalo:
—Hoy no, Matías —dijo Airelai suavemente, poniendo la mano en el pecho del hombre.
—¿Cómo que no? ¿Y por qué no? —dijo él con suspicacia.
—Mira, me han venido a visitar, yo no me lo esperaba, esta noche no puedo.
El viejo se volvió y me miró. Guiñó los ojos y se rió.
—¡Pero si sois dos! No sabía que había otra. Mucho mejor, me quedo.
—¡No, Matías! No es como yo, fíjate bien. Es una niña de verdad.
El viejo me volvió a mirar con expresión estúpida. Frunció las cejas, preocupado:
—¡Sí que lo es, sí! Éste no es sitio para niñas, Dulce… —reconvino a la enana.
—Lo sé, lo sé. Yo no sabía que iba a venir te lo aseguro.
El tipo resopló y luego me palmeó la mejilla suavemente. Lo hizo con afabilidad, pero me dio asco.
—Muy bien, muy bien, me voy. ¡Pero mañana vuelvo!
—Claro, aquí estaré esperando.
—Buenas noches —murmuró el viejo, y se fue renqueando un poco calle abajo.
—Es un buen tipo —comentó la enana—. Hemos tenido suerte. Pasa.
Me agarró del brazo y me hizo subir los escalones y entrar en el cuartito. Cerró la puerta tras de mí, echó la llave y corrió las cortinas inmediatamente. Se volvió hacia mí, cruzó los brazos sobre el pecho desnudo y sus ojos llamearon:
—Si te ven conmigo, me quitarán la licencia y es probable que me metan en la cárcel. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
Nunca había visto a la enana tan enfadada. Yo estaba mareada, sentía náuseas. Dentro del cuartito, con las cortinas echadas, el aire era de un color violeta incandescente, un aire venenoso e irrespirable. Quise hablar y escuché, ensordecedor, el zumbido eléctrico de los neones. Luego abrí los ojos y estaba en el suelo, con la cara de la enana sobre mí.
—Te has desmayado —dijo Airelai con voz tranquila—. Pero no pasa nada. Ya estás bien.
Aún oía el bisbiseo del neón, aunque no tan fuerte.
—Esa luz… —me quejé.
—Sí, es horrible, ¿verdad?
La enana encendió una lámpara de mesa con pantalla de pergamino y luego apagó los dos tubos fluorescentes. Súbitamente el mundo pareció recobrar otra vez sus sombras y su peso específico, la realidad material con la que siempre estuvo hecho. Me senté en el suelo, muy aliviada.
—Estoy mejor. Mucho mejor.
—Ven aquí. Despacio al levantarte.
La enana se había puesto una bata de seda color guinda y había trepado a una cama llena de cojines que había junto a la pared. Me senté junto a ella. Ella estaba muy seria y yo algo triste.
—¿Por qué has venido? —preguntó.
Me encogí de hombros.
—No sé.
—¿Me has seguido?
—No. No lo sabía.
—¿Qué es lo que no sabías?
—Que esto era así. Que tú estabas aquí.
—¿Qué piensas que hago aquí?
La miré. Algo sucio, pensé. Algo sucio y húmedo y horrible. Como la lengua de aquel gordo.
—No sé.
—Contéstame.
—Frotarte con los hombres. Cosas sucias.
La enana suspiró.
—Estoy trabajando. No es el mejor trabajo que puede tener una chica, pero gano un dinero. Y con ese dinero se podrán marchar Amanda y el niño. ¿Cómo creías tú que yo me ganaba los billetes que traigo por las mañanas?
—No sé. Pensé que hacías embrujos y cosas de magia.
La enana se rió y encendió un nuevo palito de sándalo en el pebetero. Me olió un poco al olor de la abuela, a la habitación de doña Bárbara en la primera casa.
—Es algo parecido, en realidad. Embrujo a los hombres. Hago ilusionismo, porque meto ilusiones en sus cabezas… o un poco más abajo.
Volvió a reír.
—Les hago desearme y cumplo sus deseos. ¿Hay prodigio mayor que el cumplimiento de un deseo?
No contesté porque no comprendía la pregunta. Y porque sabía que no estaba hablando conmigo, sino con ella misma.
—Pero no, tienes razón, es un trabajo sucio. Y feo, y asqueroso, y a veces peligroso. Aunque se gana un buen dinero, mejor que en otros sitios. Y además, qué demonios, hay cosas peores, eso te lo aseguro. En fin lo dejaré en cuanto reúna lo suficiente.
—Yo sé dónde hay dinero. Mucho dinero —musité.
—¿Ah, sí?
—Lo tiene Segundo. Una maleta llena. La tiene escondida en el camerino. En el armario de los focos. Hay que sacarlo todo, las baldas y todo, y quitar una madera que hay atrás. Y ahí hay un agujero con la maleta.
—Así que está ahí… —dijo la enana, pensativa—. Todo el tiempo tan cerca.
Sacudió la cabeza con decisión:
—Pero ese dinero no nos sirve. No podemos tocarlo. Está lleno de sangre y tiene dueño. Amanda no puede usarlo para irse, así que no tengo más remedio que seguir unas noches más en la ventana.
Cogí entre mis dedos un pico de la bata de seda. Tenía un tacto frío y suave, como la bola de cristal que colgaba de mi cuello.
—Airelai…
—¿Qué?
—Airelai, cuando Amanda y Chico se marchen… Tú no te irás, ¿verdad?
La enana suspiró y se frotó la cara con las manos abiertas. Luego se inclinó hacia mí y me miró a los ojos:
—No te preocupes —dijo suavemente—. Me quedaré contigo hasta que tu padre vuelva.
—Yo sé por qué se escapó Chico de casa —me dijo un día la enana—. Y no tiene nada que ver con lo que todos creéis.
Era la hora de la siesta y estábamos las dos en la cocina, yo haciendo recortables con las hojas de una revista vieja y Airelai, que se acababa de levantar, tomándose un café y una tostada. Había colocado un cerro de cojines sobre la silla, como siempre, para poder alcanzar el tablero de la mesa. Tenía la enana la vida muy bien organizada para compensar lo menguado de su altura; ataba largos bramantes a los pestillos de las puertas y de las ventanas, por ejemplo, para no tener que empinarse al abrir y cerrar. Y poseía un pequeño y bonito escabel de madera pintada de rojo, con un agujero en el tablero superior para agarrarlo, del que siempre se servía cuando tenla que subirse a una silla o le era necesario alcanzar algo. En esta ocasión, sin embargo, y contra su costumbre, no se había ido a buscar el escabel, que tal vez estuviera en el camerino, escaleras abajo, y me había extendido los bracitos para que yo la alzara sobre la silla. Tragué aire, la abracé, tiré de ella con todas mis fuerzas y la senté fácilmente en los cojines. No pesaba nada. Creo que me ruboricé, porque era la primera vez que la cogía en volandas. A ella, en cambio, se la veía muy tranquila. Acabó Airelai su tazón de café, se arrellanó en los almohadones y empezó a contarme lo que sigue:
«Sucedió una mañana, poco después de que Segundo regresara. Vi entrar a Segundo en el cuarto de doña Bárbara y cerrar la puerta; se estuvo allí dentro bastante tiempo, quizá media hora o quizá más, y se oía el murmullo indistinguible de sus conversaciones. Al cabo se escuchó gritar a Segundo: “¿Pero qué más quieres que haga? ¡Te libré del tipo ese, y lo hice YO, yo solo!”. Hubo unos pocos minutos más de apretados susurros, y luego Segundo salió de la habitación impetuosamente y con el rostro congestionado. Se fue a la cocina, agarró la botella de coñac y se dejó caer en una silla. Pero no bebió. A decir verdad, estaba completamente sobrio. Se quedó un buen rato quieto, con la botella agarrada por el gollete, la mirada perdida en la pared.
»Yo estaba en la cocina y también Chico, a quien la entrada de su padre había pillado desprevenido. El niño se encontraba jugando en el suelo, junto a la ventana, con sus coches metálicos. Cuando vio llegar a Segundo se puso en tensión; comprendí que hubiera deseado irse de la habitación, pero para ello tenía que pasar junto a su padre, una proximidad no siempre prudente. Además se encontraba a las espaldas de Segundo, de modo que debió de pensar que podría pasar inadvertido si no armaba bulla y se quedaba quieto.
»Transcurrió así algún tiempo sin que ninguno nos moviéramos, hasta que Segundo, sin cambiar de postura, dijo claramente: “Chico”. El niño se agitó pero no hizo nada. “Chico”, repitió el padre con una voz tranquila, “ven aquí”. Vi como el niño empalidecía. Se puso en pie y dio la vuelta a la mesa, lento y tembloroso, hasta colocarse al otro lado del tablero, frente a Segundo. Entonces éste carraspeó y se frotó con incomodidad las grandes manos: los nudillos le crujían como maderas secas. Miró a su hijo y sonrió. ¡Segundo sonriendo! Creo que es la primera vez que he visto algo así. Chico tampoco debía de haberlo visto nunca, porque puso todavía más cara de susto. “Ven aquí”, dijo Segundo palmeándose las rodillas. El niño avanzó un pasito muy pequeño. “Aquí”, repitió él y Chico dio otro paso remolón. “Si quieres te puedo contar un cuento”, dijo Segundo; y el niño seguía todo rígido y aferrado con ambas manos al borde de la mesa, como un pajarito. “No tengas miedo, ven aquí y te contaré una historia muy bonita”, insistió Segundo, aún sonriendo. Chico avanzó otra pizca hacia él; medio centímetro de aire, apenas nada, el menor desplazamiento imaginable. “Mira, para que te quedes tranquilo, puedes escoger. Si quieres puedes irte, y si no, si te quedas conmigo, te contaré un cuento muy divertido. Dime, ¿qué prefieres, quedarte o marcharte? Venga, hombre, contesta, nadie te va a hacer nada…”. El niño torció tímidamente la cabeza hacia la puerta. “¿Qué dices? ¿Qué quieres? ¿Irte o quedarte?”, insistía el risueño Segundo. “Irme”, balbució Chico en un tono de voz casi inaudible. “¿Y si además de contarte la historia te doy este dinero?”, dijo Segundo, sacándose un billete del bolsillo y mostrándoselo a su hijo alegremente. Chico repitió: “Irme. Por favor”. Y entonces sucedió algo pavoroso: Segundo se quedó mirando al niño y comenzó a llorar. Primero fueron unas lágrimas redondas y silenciosas, unas gruesas lágrimas que resbalaban por sus mejillas mientras sus labios seguían petrificados en una sonrisa. Y después se derrumbó todo él como un globo pinchado, le cayó la pesada cabezota sobre el pecho, se le desplomaron los hombros, la abrumada espalda comenzó a sacudirse con los sollozos. Tenía la cara retorcida, la expresión monstruosa; el llanto le salía a chorros por los ojos, nunca vi llorar a nadie de ese modo. Miré a Chico: estaba aterrorizado, con una mirada de incredulidad y horror fija en su padre. Le llamé, intentando calmarle, serenarle: “Chico”, le dije, “Chico, no te preocupes”; pero el niño ni siquiera me oyó. De pronto pareció recuperar la movilidad: se despegó de la mesa y salió corriendo de la cocina, con la rápida agilidad de la ardilla que escapa de un peligro. Y a la mañana siguiente se marchó de casa.
»No le he contado esta escena a nadie hasta ahora, y tal vez no hubiera debido contártela a ti. No se lo dije a Amanda porque no habría entendido nada: ni el porqué de las lágrimas de Segundo ni la huida del niño. Tú tampoco lo entiendes, pero, como eres una niña, el no entender aún no te hace daño.
»Los adultos, en cambio, no soportan no entender una cosa porque no son capaces de admitir el misterio; y se inventan miles de explicaciones estúpidas para llenar el vacío de lo que no comprenden. Se aferran a esas explicaciones tontas de un modo fanático, cuanto más estúpidas más ciegamente las defienden, y llegan hasta a matar por ellas, a degollar por su miedo al vacío y por sus errores.
»Conozco a Segundo desde hace mucho tiempo, desde aquellos años remotos en que yo trabajaba en el espectáculo de magia de su padre. No era un muchacho feo. Siempre fue muy distinto a su hermano, hasta en el físico: Segundo, ancho y carnoso; Máximo, correoso y huesudo. Pero los dos eran altos, buenos mozos. Máximo se parecía más a su padre, incluso tenía sus ojos azules; el rostro de Segundo, en cambio, siempre me recordó la cara de un perro, con ese hocico poderoso y húmedo. Hablo de antes, de mucho antes, de cuando no había adelgazado tanto, de cuando no tenía los ojos hundidos, de cuando no le habían tajado esa horrorosa cicatriz. Fue entonces cuando conoció a Amanda, cuando la enamoró. Quizá entonces fuera un hombre bueno, no lo sé: esa cara de loco se le puso luego. Son un enigma los hombres, para las mujeres. Y las mujeres lo son para los hombres. Varones y hembras son planetas separados y secretos que giran lentamente en la negrura cósmica; y cuando sus órbitas se cruzan, saltan chispas.
»El amor no es sino la acuciante necesidad de sentirse con otro, de pensarse con otro, de dejar de padecer la insoportable soledad del que se sabe vivo y condenado. Y así, buscamos en el otro no quien el otro es, sino una simple excusa para imaginar que hemos encontrado un alma gemela, un corazón capaz de palpitar en el silencio enloquecedor que media entre los latidos del nuestro, mientras corremos por la vida o la vida corre por nosotros hasta acabarnos.
»Te voy a decir otra cosa que no sabes: los liliputienses somos los herederos directos del Paraíso. ¿Recuerdas la foto color sepia que hay en mi baúl? ¿La de la mujercita pequeña de falda de volantes? Ésa es Lucía Zárate, mi mentora; ella me enseñó, siendo ya ancianísima, los secretos de nuestra religión, el saber oculto de la gente menuda. Como yo se lo he enseñado a otros liliputienses y aún lo enseñaré varias veces más, porque ya te he dicho que somos longevos: la foto de Lucía es de finales del siglo pasado pero ella alcanzó a vivir hasta mi tiempo. Y sin embargo, en el retrato ya debía de ser una mujer adulta: digamos treinta años. Acuérdate de que está de pie sobre una mesa redonda cubierta con un mantel fino, de color oscuro y con cenefa de oro. La pared del fondo posee un zócalo muy ancho ricamente labrado; debe de tratarse de un local público, quizá un salón musical o un teatrillo; sé que la mostraban, como una exquisita rareza, en los espectáculos de variedades. Lucía está muy erguida en medio de la mesa, perfecta de proporciones, admirable, el cuerpo tan fino y elegante embutido en un traje de talle ajustado y chorreras al cuello, la falda de volantes adornada con un fleco de cortina que quizá desmerece: debió de pasar grandes estrecheces. Y luego está la cabeza tan linda, los bucles oscuros sobre las orejas, las mejillas frescas y redondas… y esos ojos. Tiene Lucía Zárate en esa foto un mirar avejentado y triste. Somos tristes los liliputienses, no sé si lo has notado. Me imagino el instante del retrato: no hay sillas ni taburetes cerca de la mesa, así que alguien tuvo por fuerza que subirla en brazos. Quizá su patrón, aquel que la explotaba en ferias y teatrillos; o tal vez el fotógrafo. Supongo que el fotógrafo le pediría a la enana que sonriera; metido tras su caja, bajo su trapo negro, que sonría la enana para el retrato. Pero Lucía posó con la boca amarga y apretada, los ojos doloridos. Cuando yo la conocí ya estaba ciega; no alcancé a ver en ella esa mirada de la foto, tan turbia y desolada, tan terrible.
»Lucía medía medio metro. Sólo medio metro, desde sus rizos negros a la punta de sus botines de tafilete, de modo que yo le saco un buen puñado de centímetros. Dicen los expertos que ella ha sido el ser humano más pequeño de la historia; tal vez sea así o tal vez no, porque los registros de altura sólo se han llevado sistemáticamente en el último siglo y de los tiempos anteriores apenas si conocemos a unos pocos liliputienses célebres. Como Soplillo, que acompañó la adolescencia de Felipe II y que, según se ve en el cuadro de Villandrando, era un muchacho moreno y de cara fina, delicado y hermoso; aunque él era mucho más alto que Lucía, puesto que debía de medir cerca de ochenta centímetros. Te recuerdo que los liliputienses no somos enanos vulgares: somos seres menudos pero en todo perfectos. Y en esa perfección, ya te lo he dicho antes, está la huella y la herencia del Paraíso.
»Yo conozco la ley de la gente menuda; y estoy educada en los saberes ancestrales, en los conocimientos ocultos del Principio. Por eso sé que en el origen de las cosas, antes de que existiera el tiempo y el decaer, toda la Tierra era un Edén. Nuestros antepasados, las criaturas que habitaban aquel mundo feliz, eran seres dobles compuestos por un enorme y robustísimo gigante que siempre llevaba, cabalgando sobre sus hombros, a un delicado y bello enano. Vivían ambos socios en simbiosis perfecta y en la más completa comunión de los espíritus: ni siquiera necesitaban hablar para entenderse y por lo mismo el verbo no existía. El coloso aportaba a la pareja su resistencia y su audacia, la intuición y la sensualidad; el liliputiense contribuía con su inteligencia, con la imaginación y la sensibilidad. Eran inmortales y carecían de sexo; quiero decir que el género no existía, y que eran al mismo tiempo gigantes y gigantas, enanos y enanas. No sé si hoy somos capaces de imaginar a esos seres angélicos.
»Había muchas, muchísimas de estas criaturas dobles en el Paraíso, pero apenas si se prestaban atención las unas a las otras, porque estaban absorbidas por la hermosura interior de ser almas gemelas. Eran autosuficientes: les bastaba con tenerse el uno al otro. Iba cada liliputiense con su coloso, a horcajadas de los fornidos cuellos, disfrutando ambos de la completa intimidad; nunca se sentían solos, ni mal interpretados, ni desdeñados, ni poco queridos. Paseaban por los jardines del Edén, gozando de las dóciles panteras de uñas curvas, de los pájaros multicolores y de los osos mansos; de soles deslumbrantes que no daban sofoco y lluvias perfumadas que apenas si mojaban; de días siempre suaves y momentos dulcísimos.
»Ya te he dicho que en aquel mundo original el tiempo no existía: todo sucedía en el mismo suspiro indefinidamente. Por eso, porque no había mañanas ni noches, horas ni minutos, tampoco existía la memoria. Nuestros antepasados vivían en un presente continuo carente de recuerdos y de proyectos, y así eran felices, con una felicidad que tampoco creo que hoy podamos imaginar, pura y sin límites. La dicha absoluta de los inocentes.
»Pero había una pareja que se sentía especialmente unida. Tal vez esto no fuera cierto, tal vez estuvieran tan unidos, ni más ni menos, como el resto de las criaturas inmortales. Pero lo importante es que ellos lo creían así, sobre todo el enano, que pensaba en su gigante y con su gigante y se sentía pletórico por esa relación tan perfecta y hermosa. Tanto amaba el enano a su otro yo, tan feliz estaba con él, que empezó a experimentar una rara desazón, la ambición de no olvidar todos esos dulces momentos que pasaban juntos. Y lo intentó con todas sus fuerzas, intentó el enano grabar en su cabeza los instantes de dicha y recordarlos. Pero todo trabajo resultaba inútil, porque una vez vivida la vida se borraba. Hasta que un día el enano inventó una estrategia; cogió una corteza seca y la tinta de una baya, y pintó la escena que estaba viviendo con el gigante (estaban bañándose y tomando el sol en las pozas del río) en el envés de la piel del árbol.
»El truco funcionó y aquel instante se convirtió en un pequeño recuerdo que se instaló en la cabeza del liliputiense. Escocía el recuerdo allá adentro, escocía y picaba y palpitaba en el interior del cráneo, y a esa primera memoria se iban añadiendo otras, pegotones de memorias diversas que iban conformando una pelota informe. Cuanto más crecían sus recuerdos, más turbado se encontraba el enano; porque ahora buceaba en esos instantes de dicha ya pasados, y comparaba unos con otros, y le parecía que el presente ya no era tan bello como lo que fue. Entonces empezó a sentir una nueva inquietud, como si tuviera un pájaro dentro del pecho, un pájaro grande que no tuviera sitio para extender las alas. Se removía ese pájaro oscuro debajo de sus costillas, dejándole al enano sin aliento; hasta que al fin toda esa presión tomó cuerpo, y subió a su boca, y era un deseo: el enano deseaba que el gigante le manifestara su cariño más claramente.
»La quemazón del desear era totalmente nueva para el liliputiense, de modo que transportó el deseo en la boca durante cierto tiempo, dándole vueltas y mordisqueándolo sin saber qué hacer con él; y el deseo iba desprendiendo una agüilla acre y ácida que le iba abrasando la lengua poco a poco. Hasta que al fin, todo llagado y dolorido, el enano soltó una lágrima, se agarró bien a los cabellos del gigante y dejó salir al deseo, que se escurrió silbante entre sus labios y le hizo decir las primeras palabras de la Tierra: “Quiero que me digas que me quieres”.
»Entonces los cielos se rasgaron con un estruendo bárbaro, los pájaros cayeron muertos sobre el suelo, las panteras degollaron a los corderos. Los ríos se tiñeron de sangre y el horizonte fue devorado por la noche primera. Quiero decir que así perdimos el Paraíso y no con esas tonterías de la manzana: la palabra nos hizo desdichados y humanos. A partir de entonces comenzó a escaparse el tiempo, y ya no hubo más criaturas dobles, sino pobres personas asustadas y solitarias como tú y como yo, seres incompletos, siempre en busca del alma gemela que perdimos. Así surgieron los sexos, como evidencia de nuestra humanidad, esto es, de nuestras limitaciones; como estigma por la mutilación del otro. Y por eso cuando amamos lo hacemos con tanta desesperación, porque nunca podremos poseer ni entender al ser amado como nos poseíamos y entendíamos mutuamente los gigantes y los enanos del Edén. Ya no somos un todo, sino sólo una parte.
»La gente no suele recordar este principio de las cosas, aquel tiempo sin tiempo en el que estábamos unidos y éramos felices. Pero los liliputienses, para nuestro martirio, sí conservamos la memoria, quizá porque aún estamos demasiado cerca, genéticamente, de aquella gente menuda del Paraíso, o porque en nuestras carnes se castiga el error del primer enano. Y es un castigo cruel, eso te lo aseguro; porque no hay nada tan desgarrador como recordar la dicha y saberla perdida. Es ese vacío doloroso lo que arde en los tristes ojos de Lucía Zárate. ¿Te acuerdas de la foto? Se la ve tan sola de pie sobre la mesa, añorando sin esperanza a su gigante. Porque ella sabía, lo mismo que yo sé, que no hay marcha atrás en la desgracia ni alma gemela que pueda romper este cerco de hierro y pesadilla. Y que ahora sólo vamos a horcajadas de nuestra propia muerte».
El estanque de la fuente tenía un reborde de hormigón, gris y rasposo y lo suficientemente ancho para que resultara cómodo sentarse sobre él. Era ahí donde yo me instalaba a cumplir las largas horas de mi espera, contemplando la línea descendente de la calle y el pasar de las gentes. Llegué a aprenderme todas las manchas y las grietas de las viejas casas de alrededor, desconchones con forma de perro, de palmera, de molino; y estudié cómo el sol iba coloreando la acera en su camino por el cielo, cómo husmeaba entrando y saliendo en los portales, cómo resbalaba desdeñoso por las paredes sucias e iluminaba el pez de piedra falsa que nadie colocó en el centro del estanque y que ya estaba definitivamente roto, partido por la mitad y enseñando los alambres de hierro de sus tripas.
Un día estaba allí sentada, después de comer, a la hora de la siesta, cuando el sol pesaba y el Barrio dormía. Estaba allí yo sola, perezosa; nada se movía en esa hora quieta, ni siquiera los papeles arrugados que se habían acumulado en el bordillo. Medio adormilada, deslumbrada de luz, lo vi aparecer ahí abajo, al final de la calle vacía; todo él tenía un color azulado y brumoso porque estaba en el lado de la sombra, y el sol, que se hincaba en el empedrado un metro más allá, era demasiado cegador. Subía el hombre por la acera con paso regular, envuelto en su oscuridad y en una rara calma. Desde el primer momento que lo vi, aun estando tan lejos, supe que no era del Barrio. No se alteró mi pulso, no respiré más fuerte. Todo estaba escrito y en mi cabeza no cabía ninguna ansiedad, ningún pensamiento. En ese instante yo era tan sólo unos ojos que miraban, y mis pulmones, mi corazón, mis riñones, mi cerebro, mi hígado; todas las demás partes de mi cuerpo no eran sino el tranquilo soporte orgánico de esa mirada fija.
Subía y subía y yo empezaba ya a escuchar el repicar de sus pies en el silencio. Un hombre grande, ahora lo veía yo, grande y azul, baflado por la sombra. Estaba ya a la mitad de la calle y él también me miraba. No había nadie más en el mundo, salvo él y yo. Yo me estaba muy quieta y el hombre avanzaba, sus pisadas resonando como los latidos de un corazón, su altura cada vez más evidente al coronar la cuesta. Ya estaba muy cerca pero permanecía aún en el lado oscuro de la calle, en esa penumbra líquida de las horas de siesta, y su rostro y su cuerpo eran todavía un fragmento de noche. Un paso, otro más: ya estaba en la plaza. Dos zancadas más y atravesó las tinieblas como un cohete y entró en la zona de sol. La luz cayó como una catarata sobre sus hombros y le pintó de arriba abajo de colores: zapatos marrones, pantalones gris claro, jersey color canela. Un hombre alto y delgado, de hombros anchos, brazos y piernas largos, huesos grandes. Y sus ojos: profundos y tranquilos, y siempre mirándome.
Llegó frente a mí y se detuvo. Cambió de brazo la chaqueta gris que llevaba en la mano. Yo seguía sentada en el reborde de la fuente y él me contemplaba desde muy arriba. Era a él a quien se parecía Segundo después de adelgazar, ahora me daba cuenta. Los mismos pómulos marcados, y esa larga nariz que también había tenido doña Bárbara. Pero esos rasgos que en Segundo parecían tan pesados y desmedidos, incluso brutales, eran en mi padre firmes y finos. Dobló la cintura y se inclinó hacia mi; sus ojos eran azules, y tan dulces.
—Eres tú, ¿verdad? —musitó suavemente—. Tú tienes que ser Baba.
Se apagó y se encendió el sol y el universo crujió con gran estruendo en mi cabeza, recolocándose como se recoloca, con un doloroso tirón, un hueso dislocado. Vi rostros que no sabía que conocía, y una risa de dientes blancos que tintineaba en mi oreja. Habitaciones luminosas, una colcha de flores, una mano de mujer haciéndome cosquillas. Olí un olor tibio y único, el olor de los besos y el cobijo. Recordé por un instante que había sido feliz y volví a perder de inmediato ese recuerdo. Me hubiera echado a llorar desconsoladamente, pero no quería que mi padre me creyera una quejica. Tragué saliva y dije:
—Sí.
—¿Y tú sabes quién soy yo?
—Sí.
Me miró de una manera que no sé decir, durante mucho tiempo. Luego alargó la mano derecha y tocó delicadamente, con la yema de su dedo índice, la bola de cristal que colgaba de mi cuello. Después subió la mano y pasó el dedo por mi mejilla, en un roce suavísimo. Sonrió ligeramente.
—Ahora me tengo que ir —susurró.
—Yo me voy contigo.
Negó con la cabeza, amistoso y tranquilo. Era una presencia enorme sobre mí, una sombra amparadora.
—No puedes venir, tengo cosas que hacer, cosas muy serias.
—Por favor —se me saltaron las lágrimas.
Me miró frunciendo el entrecejo, pensativo, tocándose distraídamente la cicatriz que tenía en la cara: una línea blanca y algo hundida, muy fina, que le cruzaba el pómulo derecho.
—Te diré lo que vamos a hacer: yo ahora me voy y soluciono mis asuntos, y tú me esperas aquí hasta que yo regrese.
Hipé un poco.
—Mira, te voy a dar algo mientras tanto —dijo mi padre con una alegría un tanto forzada—. Algo curioso…
Sacó la cartera y rebuscó en ella hasta encontrar una foto pequeña que me tendió.
—Toma. Te la puedes quedar ahora y luego me la devuelves… Es una foto de tu abuela…
Yo la guardé en el bolsillo de la falda sin siquiera mirarla y sin dejar de llorar. Mi padre suspiró y se irguió.
—No te pongas así, Baba. Es sólo un rato.
—Vuelve —le pedí.
—Te lo prometo.
Le vi rodear el estanque con su paso seguro, enfilar hacia nuestra calle y doblar la esquina. Antes de desaparecer no se volvió a mirarme: lo consideré un mal augurio. Me mordí las uñas de una mano reflexionando sobre cuál sería el comportamiento más conveniente para mí. Me mordí las uñas de la otra mano intentando convencerme de que mi padre volvería a buscarme. Cuando terminé con el último dedo me levanté del reborde y fui tras él.
Nuestra calle estaba vacía, pero supuse que había entrado en el club. Empujé sigilosamente la puerta, abriendo la hoja lo menos posible para que el resplandor exterior del sol no me delatara. Me quedé unos instantes en el pequeño vestíbulo que formaban las colgaduras de terciopelo pelado y sucio y esperé hasta que mis ojos se acostumbraron a la penumbra. Al otro lado se oían unas voces; aparté las cortinas y me colé en el club. Estaba a oscuras salvo las luces generales del escenario, unos focos polvorientos y mortecinos incrustados en el techo. Y en el escenario, bajo esa luz plana y sin nervio, se encontraban discutiendo Segundo y mi padre.
—No fui yo, Máximo, no fui yo.
—Eres un cobarde.
—Te digo que no fui yo. ¿Por qué no me crees? Fue un accidente. Un cortocircuito.
—Claro. Y el segundo incendio también. Eres un cobarde. Y estás loco.
La voz de mi padre apenas si era más que un penetrante susurro; por el contrario, Segundo gritaba y movía los brazos en el aire; se paseaba nerviosamente por el escenario, aunque sin perder la cara a su hermano, que le miraba recostado contra la pared del fondo. Mi padre estaba pálido y su cicatriz era aún más blanca, como una lívida y fina línea que le cruzaba el rostro. La cicatriz de Segundo, en cambio, estaba hinchada y brillante, enrojecida. Era un añadido monstruoso en su cara, como si llevara un repugnante ser viscoso, un informe organismo marino adherido a su mejilla.
—¿Qué quieres hacerme? ¿Para qué has venido? —chilló Segundo con un trémolo de histeria.
—¿Dónde está el dinero?
—¿Qué dinero? ¡Por todos los santos, Máximo, se quemó!
—Recuerda que te vi…
—¡En el segundo incendio! Se quemó en el segundo incendio.
Mi padre escupió al suelo.
—Me das asco.
—¿Por qué me tratas así? ¿Por qué me habéis tratado siempre así? No es justo. Y no me conocéis. No me conoces. —Extendió las manos ante sí y bajó la voz—: He matado. Yo he matado. Deberíais tenerme más respeto. Y más miedo. Soy un hombre peligroso.
—La mataste a ella. Lo sé. Ésa es una de las razones por las que he venido —susurró mi padre con una voz helada que me resultó desagradable.
—¡No! No, no, no —chilló de nuevo Segundo—. Eso fue un accidente. Un cortocircuito. Cielo santo, Máximo, nunca me has dejado vivir, ¿por qué me persigues?
Una pequeña mano se aferró a mi brazo y junto a mí estalló una vocecita furibunda:
—¿Qué demonios estás haciendo aquí?
Era Airelai, una extraña Airelai de ojos llameantes.
—Yo… Mi padre… Ése es mi padre, Airelai…
—¡Ya lo sé, idiota! —rugió la enana.
Miré hacia el escenario: Segundo se retorcía las manos y mi padre me contemplaba con gesto desabrido.
—Vete —me dijo él, con esa voz helada tan terrible. Me eché a llorar.
—Perdón… Yo no quería…
—Vete, Baba —habló de nuevo mi padre, ahora más suave—. No te preocupes. No pasa nada. Vete al estanque y no te muevas de allí, que dentro de un rato iré a buscarte, Airelai me empujó ligeramente hacia la puerta.
—Se ha enfadado conmigo —dije, abrumada.
—No se ha enfadado. Yo sé que no. Ya lo verás. Vete al estanque y espéranos —me consoló la enana.
Antes de que pudiera darme cuenta me encontré parpadeando en la calle, deslumbrada, con la puerta del club cerrada a mis espaldas. Caminé cansinamente hacia la plazuela, angustiada por mi propia torpeza. En la fuente había unos niños ahogando a una lagartija. Me senté en el reborde de hormigón, en el mismo lugar en donde antes había estado, sólo que ahora mirando hacia el otro lado, hacia la esquina por donde mi padre tendría que aparecer. La superficie rugosa del cemento me arañaba los muslos y la tarde pesaba sobre mi cabeza. Y así empezaron a pasar las horas lentamente.
Luego, mucho después de que mi padre muriera y de que todo acabara, estando Chico y yo juntos y solos en la casa nueva mientras el invierno se apretaba detrás de los cristales, el niño me contó lo que había sucedido en el club aquella tarde. Y esto fue lo que dijo:
«Yo estaba allí: oí los gritos desde casa y bajé. Estuve allí todo el rato; incluso te vi a ti, y vi cómo te echaban. Yo estaba escondido en la escalera interior, detrás de la cortina. Tú deberías haber hecho lo mismo: fuiste muy torpe quedándote ahí en medio como boba. Ya sabes que, mirando por la rendija, entre las cortinas, se puede ver el escenario perfectamente. Un poco de refilón, pero muy cerca.
»Cuando tú te marchaste la enana dijo: “Yo sé dónde está el dinero”. Al oírla, Segundo empezó a chillar: “¿Qué dinero, qué dinero?”. Pero Airelai ni le miró: “Está en el camerino, en una maleta azul, dentro de un doble fondo que hay en el armario”, dijo muy tranquila. “¿Estás segura?”, preguntó Máximo. “Acabo de pasar a comprobarlo”. Entonces Máximo se acercó a su hermano y le agarró por las solapas: “Y ahora qué cuento me vas a querer contar, ahora qué dices…”. Pero se calló de repente porque Segundo le había puesto la punta de un cuchillo enorme en la garganta, no sé de dónde lo había sacado pero ahí estaba, un cuchillo grandísimo como los que usa mi madre para cortar la carne. Y había apoyado la punta en el cuello de Máximo y se reía: “¿Que ahora qué digo? Pues ahora digo que esto es otra cosa, ¿verdad? Ahora me respetas más, ¿verdad?”. Máximo no se movió, no dijo nada, estaba quieto y tieso. “Con apretar un poco, sólo un poco, adiós el pobre Máximo”… decía Segundo; y soltó una carcajada que sonaba muy fea. “Pero tengo una idea mejor: ahora vamos a ir todos despacito hasta aquel armario del fondo, y te vas a meter dentro de ese armario con tu enana, y yo os voy a encerrar y me marcharé con mi dinero”. “Y prenderás fuego al local antes de irte, como la vez pasada”, dijo Máximo con la voz tranquila. “¡Qué buena idea! Tendré que pensármelo…”, contestó Segundo.
»Entonces la enana empezó a moverse. Dio un paso adelante y luego otro. Segundo la miró asombrado y luego agitó el cuchillo cerca del cuello de Máximo. “¡Quieta! Como des un paso más, le mato”. Pero Airelai dijo: “No, no lo harás”, y siguió avanzando. “¡Le mato! ¡Le voy a matar! ¡Le voy a degollar!”, chillaba Segundo. Pero la enana llegó junto a ellos, y arrimó un cajón, y se subió a él, mientras Segundo la miraba con los ojos como platos pero sin hacer nada; entonces Airelai se alzó de puntillas, estiró la manita, puso un dedo en la punta del cuchillo y empujó. Y la hoja se encogió, porque era uno de los puñales de mentira del número de magia.
»Segundo se puso muy blanco y dejó caer el cuchillo. Máximo se volvió hacia él con toda calma y cogió algo del bolsillo de atrás del pantalón. La cosa hizo un ruidito y entonces vi que era una navaja automática y que acababa de sacarle la hoja. Y ésta sí que era de verdad, una hoja fina y peligrosa que daba miedo. Segundo miró a Máximo y Máximo miró a Segundo, con la navaja brillando entre los dos. Pero Máximo no se decidía; pasaban los segundos y todo seguía igual. “Acaba de una vez”, dijo la enana. “Segundo no lo hubiera dudado tanto, tenía la pistola de doña Bárbara y te estaba esperando para matarte, pero cuando vi que llegabas yo le robé el arma”. Y entonces la enana se sacó del bolsillo la pequeña pistola plateada de la abuela. Pero Máximo seguía sin decidirse. “Si no me matas ahora”, dijo Segundo con una voz muy ronca, “si no me matas ahora, yo acabaré contigo algún día”. Y me gustó que fuera capaz de decir eso. Máximo bajó la mano, cerró la navaja y se la guardó de nuevo en el bolsillo del pantalón. “Vámonos”, le dijo a la enana. Segundo cayó de rodillas, se tapó la cara con las manos y se puso a llorar. La enana se acercó a él y le tocó en el hombro. “Segundo”, llamó. Segundo estaba todo encogido, apoyado con los codos en el suelo, llorando muy fuerte. “Segundo”, insistió Airelai. Él levantó la cara mojada y sus ojos quedaron a la misma altura que los de la enana. Entonces la enana estiró el brazo, apoyó la pistolita de la abuela en la frente de Segundo y le voló la cabeza. Todo esto fue muy rápido.
»Se fueron enseguida los dos al camerino a recoger el dinero y supongo que fue entonces cuando Máximo te dejó ese puñado de billetes en un sobre a tu nombre. Yo les vi aparecer de nuevo en el club, ya con la maleta; y cruzar la sala y salir a la calle. Hubiera podido seguirles, pero me encontraba demasiado asustado. No, no era eso, no era miedo, era como si no tuviera fuerzas, como si mis piernas no fueran mis piernas, y además estaba el asco, ya me entiendes, no podía salir de detrás de la cortina y meterme en mitad de toda esa sangre, si me quedaba detrás de la cortina era como si la sangre no fuera de verdad, como si fuera una película. Así que no me moví de allí, me quedé quieto durante mucho tiempo, no sé cuánto, hasta que llegó mi madre y se puso a gritar como una loca.
»Luego, oyendo a unos y a otros, me enteré de que Máximo y la enana se habían ido directamente al aeropuerto y habían embarcado en un avión grande y pesado que iba a Canadá. Se fue el avión que explotó aquella noche nada más despegar, con ciento setenta y tres personas dentro. Está claro que fue cosa de la maleta, o sea, de la bomba que tenía la maleta. Por qué estalló entonces, no se sabe. Pero el avión explotó cuando todavía estaba tomando altura y por eso se vio perfectamente en todo el Barrio, una bola de fuego que les dejó a todos achicharrados, por eso el Barrio olía tan mal, a carne quemada, los días de después. Yo no vi la explosión porque todavía estaba detrás de la cortina, pero me han dicho que el cielo se puso todo rojo con el estallido y que fue un espectáculo horroroso.
»También estalló la cabeza de Segundo, y eso sí lo vi. Fue una cosa rara, porque por delante, que era por donde la enana había disparado, no se rompió. Pero por detrás salió volando. Pedazos de cabeza y de sangre y de cosas. Lo que tenemos dentro. Se manchó el escenario y las paredes. Por eso yo no podía salir de mi escondite. Porque todo estaba lleno de él, por todas partes. Ya sé que era mi padre, pero no me importó que lo mataran. Sólo que después de que le dispararan todo me daba asco; y me sentía sucio. Ahora estoy mejor y me alegro de que Segundo ya no viva con nosotros. De todas maneras me gustó que le dijera eso a Máximo: si no me matas ahora, te mataré yo. Tenía miedo pero no se arrugó. Y eso me gustó porque era mi padre; y yo no me parezco nada a él, pero nunca se sabe».
El sol se hundió por detrás de los tejados de las casas, el cielo se puso blanco y luego gris, llegó la noche con pasos silenciosos y se encendió la farola de la fuente, y yo seguía esperando a mi padre en el estanque. Desde donde estaba no se vela más que el comienzo de nuestra Calle; me moría de ganas de ir por lo menos hasta la puerta del club y aguardar ahí a que saliera, pero no me atrevía a desobedecerle de nuevo. Mi padre no me querría, si lo hiciera. Aún recordaba su mirada de horas antes, cuando me había dicho que me fuera: sus ojos duros y furiosos. Tanto que había soñado con su llegada, tanto que había deseado este momento, y ahora me encontraba turbada y confundida, angustiada por mi torpeza, temerosa de haberle defraudado. Cerré los párpados porque la farola daba vueltas. Con toda esta agitación no había comido, y quizá fuera eso. Pero no tenía hambre. Sólo un vacío dentro del estómago y del pecho, un vacío tan grande como una noche oscura.
Abrí los ojos y la farola ya se había quedado quieta. Menos mal. Unos chicos cruzaron la plaza y me miraron. Eran los de la banda del Botines y ya era la tercera vez que pasaban esta tarde. No eran de los Más malos, aunque tampoco fueran buena gente. Pero ahora no me asustaban lo más mínimo, porque nada podía ser peor para mí que el hecho de que mi padre no me quisiera; y ese temor insoportable me apretujaba el corazón y me inundaba la cabeza, no dejándome espacio para ningún otro miedo. Así que les devolví la mirada, desdeñosa, y ellos se marcharon por la calle Ancha dándole patadas a una lata.
Algo suave y tibio se frotó contra mis piernas. Era un gato, no, una gata, tal vez uno de los animales de mi abuela. Los felinos se habían dispersado después del incendio y ya no habíamos vuelto a verlos. Pero esta gatita cariñosa me parecía conocida: le rasqué la barbilla, le levanté la cara. Esas orejas triangulares pintadas de blanco en la punta, las rayas de suave gris y blanco sobre el lomo… Estaba muy delgada, casi esquelética, pero sin duda era Lucy Annabel Plympton.
—Mi querida Lucy, cuánto tiempo sin verte… —dije en voz alta, rascándole la escuálida barriga. Y luego añadí, porque doña Bárbara siempre quiso que se repitieran los nombres enteros—: Lucy Annabel Plympton.
La gata ronroneó encantada. Recordaba perfectamente la tarde que habíamos visto su nombre en el cementerio. Fue en una lápida muy vieja, rajada por la mitad y con moho en las fisuras. «Lucy Annabel Plympton,», decía la inscripción de la piedra: «Amante del árbol y del viento y del agua, de los pájaros y de las flores y de las bestias amigables». Una bestia amigable era la gata, que ahora se estiraba y rodaba juguetonamente por el suelo. De modo que Lucy tenía más o menos dieciocho años al morir. ¿Qué era la muerte? Yo ya sabía lo que era la muerte. Había visto al Buga y a la abuela. Era no ver, no oler, no tocar, no estar. Era desaparecer para siempre jamás. Un vértigo, un miedo mayor que el de las escaleras más oscuras, o el de cruzar el club entre tinieblas. Pero eso sólo les sucedía a los otros. Yo no podía morir: era una niña. La gata me lamió un tobillo, maulló una vez y se marchó corriendo.
Me acordé entonces, no sé por qué, de la foto que mi padre me había dado. ¿Cómo había podido olvidarme de ella durante tanto tiempo? Me temblaba la mano de excitación cuando la saqué del bolsillo de la falda. Era un cartón duro y amarillento, no como las fotos modernas; y tenía un color desvaído y tostado, como la de la enana Lucía Zárate.
Miré la imagen con atención a la luz de la farola. Era una niña más o menos de mi edad, con el pelo rizado y despeinado, movido por el viento. ¿No había dicho mi padre que era una foto de mi abuela? Pero no se parecía a doña Bárbara. La niña era delgada y fuerte; vestía una especie de combinación de algodón con encajes que le llegaba a media pierna y que también flameaba al aire, y unos calcetines, sólo calcetines, no zapatos, todos arrugados en los tobillos y quizá mojados. También los bajos de la combinación parecían empapados: la tela se adhería a su pierna derecha. La niña estaba de pie sobre la arena fina de una playa vacía y a sus espaldas se veía la línea más oscura de un mar espumeante. Miraba de frente la chica y sonreía alegre y orgullosa, envuelta en esa brisa húmeda que debía oler a verano y a peces: las cejas altas, los ojos achinados, la barbilla redonda. Una mano de hielo me apretó el estómago:
No se parecía a doña Bárbara, sino a mí. La niña llevaba al cuello una bola de vidrio. Mi bola de vidrio, la que la abuela me había regalado, con el mismo y diminuto espíritu turbio congelado dentro del cristal. Me llevé la mano al pecho y toqué la esfera suavemente: seguía estando fría, como siempre. La niña llevaba la cadena de la bola como Yo, con una doble vuelta: también debía de ser demasiado larga para ella. A sus espaldas, el mar relucía reflejando un sol que no estaba en la foto. Había una dedicatoria en una esquina, escrita con una tinta un poco corrida y con una letra infantil y redonda: «Para mi querido Papá de su pequeña Baba».
Me metí la foto en el bolsillo y la empujé con fuerza hacia abajo, contra la tela del fondo, hasta que el viejo cartón crujió bajo mis dedos. De repente me irritaba esa niña, ese retrato que mi padre había llevado en su cartera, ese viento, ese mar, esa dedicatoria estúpida. Saqué de nuevo la foto; se había abarquillado y en el envés habían aparecido algunas fisuras. Me incliné sobre el estanque: un palmo de agua negra, botes de cerveza arrugados, vidrios rotos, plásticos flotando, una bota de niño varada en mitad de la pileta sobre un revoltijo de trapos sucios. Abrí los dedos y dejé caer el retrato. Se quedó en la superficie, con la parte abarquillada hacia arriba. Batí un poco el agua con las manos, creando una ligera corriente que se llevó la foto hacia el centro del estanque, como un barquito. Allí empezó a escorarse poco a poco: el cartón debía de estarse empapando. Se hundía el barquito en la estela de luz que la farola pintaba sobre el agua podrida, lo mismo que el sol pintaba caminos relucientes sobre los mares vivos. Pensé en mi padre, en si se molestaría por lo que yo había hecho con el retrato. Pero él me lo había dado.
Miré hacia nuestra calle y estaba oscura, sin que nadie apareciera por la esquina. Miré hacia la fotografía y ya no estaba. Suspiré y me sequé las manos con la falda. Seguí esperando.
Llevaba sentada en el duro reborde un tiempo incalculable y me dolía la espalda. Me puse en pie y caminé un poco; casi sin darme cuenta me encontré en la esquina de nuestra calle. Desde allí se veía, allá al fondo, la puerta del club, que estaba bien cerrada. Me asustó mi propia temeridad: no quería que mi padre me descubriera espiándole de nuevo y retrocedí unos cuantos pasos apresuradamente. Me quedé de pie en mitad de la glorieta irregular, lejos de la esquina y del estanque, en una tierra de nadie a la que apenas si llegaba la luz de la farola. La cara me ardía allí donde mi padre me había acariciado con su dedo, como si tuviera la mejilla tajada, la piel herida. Por encima de mi cabeza había un cielo redondo y líquido, un plácido lago de aire negro reluciente de estrellas. Chisporroteaban en silencio sobre mí, hermosos fuegos fríos; y yo era el centro de todo ese derroche de energía. La Tierra oscura y tibia, dormida bajo mis pies, me sostenía.
Entonces sucedió, entonces fue el prodigio. Oí un estampido a mis espaldas y el cielo enrojeció. Me volví y ahí estaba, en una esquina de la noche, sobre los edificios, tronando y restallando como para avisar de su llegada, incendiada de colores, una masa llameante y poderosa, aún más bella y más impresionante que en la foto del baúl: era la Estrella de la enana.
La reconocí enseguida, supe que era ella, no podía ser otra, la Estrella mágica de la Vida Feliz, una bola de fuego cegadora que devoraba toda la oscuridad. Tronó la Estrella nuevamente y de súbito estalló en mil pedazos, mil estrellas menores, ascuas vivas. Yo asistía embelesada a esa lluvia de oro y vi caer una tras otra las lágrimas de fuego y apagarse en las sombras, Al fin el cielo se vació, el aire se calmó, la noche volvió a remansarse en su negrura. Me quedé temblando en medio de la plaza, que ahora parecía tan mortecina y fea tras el prodigio. Hablaban los vecinos con gran excitación, asomados a los portales y las ventanas, sin saber que lo que había sucedido era por mí y que eso que habían visto era mi Estrella, que había venido desde los remotos cielos siderales para demostrarme que la vida era dulce y que los deseos siempre se cumplían. Alguien regó unos tiestos de geranios, cayó una cortina de gotas sobre el suelo, se respiró el olor verde y vivo de las plantas. Arriba, en la noche recién apagada, una media luna suave y perezosa navegaba en un pequeño mar de nubes. Tanta vida por delante, y toda mía. Y así, tranquila al fin, regresé al áspero borde del estanque y me senté a esperar que volviera mi padre.