De lo que voy a contar yo fui testigo: de la traición de la enana, del asesinato de Segundo, de la llegada de la Estrella. Sucedió todo en una época remota de mi infancia que ahora ya no sé si rememoro o invento: porque por entonces para mí aún no se había despegado el cielo de la tierra y todo era posible. Acababa de crearse el universo, como se encargó de explicarme doña Bárbara: «Cuando yo nací», me dijo, «empezó el mundo». Como yo era pequeña y ella ya muy vieja, aquello me pareció muchísimo tiempo.

Por buscarle a mi relato algún principio, diré que mi vida comenzó en un viaje de tren, la vida que recuerdo y reconozco, y que de lo anterior tan sólo guardo un puñado de imágenes inconexas y turbias, como difuminadas por el polvo del camino, o quizá oscurecidas por el último túnel que atravesó la locomotora antes de llegar a la parada final. De modo que para mi memoria nací de la negrura de aquel túnel, hija del fragor y del traqueteo, parida por las entrañas de la tierra a una fría tarde de abril y a una estación enorme y desolada. Y en esa estación entrábamos, resoplando y chirriando, mientras las vías muertas se multiplicaban a ambos lados del vagón y se retorcían y brincaban, se acercaban a las ventanillas y se volvían a alejar de un brusco respingo, como las tensas gomas de ese juego de niñas al que probablemente había jugado alguna vez en aquel tiempo antiguo del que ya no me acordaba ni me quería acordar.

Bajaron todos del tren antes que yo, impulsados por la ansiedad habitual de los viajeros, que más que caminar parecen ir huyendo. Veía perderse sus espaldas andén adelante, las espaldas de los gabanes y los impermeables, de las mujeres y los hombres que se habían interesado tanto en mí durante el trayecto, que me habían preguntado, y ofrecido chocolate y caramelos, y acariciado amistosamente las mejillas, y ahora esas espaldas se alejaban afanosas arrastrando maletas y me dejaban sola, el tren ya muerto y callado tras de mí, por encima una bóveda de hierros oscuros y cristales sucios, por abajo un pavimento gris que despedía un desagradable aliento helado. Mis piernas, desnudas entre los calcetines blancos y la falda de vuelo, tiritaron de frío.

Entonces una sombra azul se inclinó sobre mi cabeza y me envolvió en un perfume dulce y pegajoso.

—Hola… Eres tú, ¿verdad?

No supe qué contestar. Olía a violetas.

—Pues claro que eres tú, qué pregunta tan boba… —continuó la mujer atropelladamente—: Yo soy Amanda, ¿te acuerdas de mí? No, claro, cómo vas a acordarte, si eras tan chica cuando te llevaron… Soy tu tía Amanda, la mujer de tu tío… Antes, hace años, vivíamos juntas. Antes de que te llevaran al orfanato. Tu madre y yo éramos muy amigas. ¿Te acuerdas de tu madre? Ay, me parece que tampoco debería hablarte de esto… Fíjate si soy tonta, estoy un poco nerviosa… Y bueno, pues aquí estamos…

Había hablado de un tirón, sin respirar. Tenía cara de susto. Levantó la mano a la altura de la boca y la dejó ahí unos instantes, blanda y colgante, como si hubiera pretendido morderse las uñas y se hubiera arrepentido en el último segundo. Era joven, con los ojos muy redondos y las mejillas carnosas y pálidas. Llevaba un abrigo largo de color azul claro y una gorrita de punto que parecía hecha en casa. Me miró, sonrió, removió los pies en el suelo, carraspeó: era la imagen misma de la indecisión. Al fin se agachó y levantó sin esfuerzo la pequeña maleta.

—Qué bien, pesa poco… Me alegro porque tendremos que caminar un rato. Bueno, mejor nos vamos, ¿no?

Me agarró de la mano de la misma manera que había cogido la maleta: apretando fuerte, como si me fuera a escurrir de entre sus dedos. Recorrimos el andén, cruzamos unas puertas automáticas y nos zambullimos en el vestíbulo central y en un estruendo bárbaro de altavoces y gritos. Avanzó Amanda entre los remolinos de gente agachando la cabeza y apretándome la mano hasta hacerme daño. Un nuevo par de puertas automáticas se abrió ante nosotras con un suave bufido y nos encontramos en la calle. A nuestro alrededor se extendía la ciudad, cegadora como un incendio. Torres de cristal, escaparates luminosos y recargados, hipnotizantes anuncios de colores. Arriba, un trocito de cielo rosa y un chisporroteo de vidrios encendidos por el sol de la tarde.

—Cuántas luces… —exclamé, admirada.

—Es bonita, ¿verdad? —contestó Amanda con un suspiro—. Por esta parte la ciudad es muy bonita. Claro que yo tampoco la conozco mucho. Llegué anteayer, y ellos creo que llegarán mañana. Pero vámonos antes de que anochezca.

Yo no sabía quiénes eran ellos, pero tampoco me atreví a preguntar. Las niñas no preguntan, y menos si vienen de donde yo venía. Así que echamos a andar, Amanda a buen paso y la maleta y yo colgando de cada una de sus manos. Era la primera vez que veía una ciudad tan llena, tan aturullante, tan cubierta de brillos. No parecía real: era una verbena, una embriaguez de oro. Las aceras estaban adornadas con canastas de piedra llenas de flores naturales, y los escaparates de las tiendas se sucedían los unos a los otros, repletos de tesoros indecibles y derrochando luces. Y luego estaba la gente, todos esos hombres y mujeres que iban y venían con crujientes paquetes en las manos, crujientes sus sonrisas, crujientes sus trajes, todos ellos crujientes desde la coronilla a la punta de sus finos zapatos, como si fueran nuevos, personas a estrenar, sin nada desgastado. Todos ellos, todos, aun siendo muchísimos, vivían en esa ciudad maravillosa, y sin duda tenían casas luminosas y nuevas y eran felices. Y entonces empecé a pensar que quizá también nosotras tuviésemos una bonita casa a la que ir; y que seguramente estábamos a punto de llegar, porque el cielo se iba apagando y la noche bajaba más y más, y las niñas, sabía yo, no podían estar por la noche en las calles. De modo que cada esquina que doblábamos me decía: será aquí. Pero nunca era y continuábamos andando.

Y anduvimos tanto que los escaparates empezaron a escasear y se acabaron las canastas de piedra con flores. Ya no había tantas luces como antes y el aire tenía el color azulón de mi falda tableada. Baba, dije para mí; Baba, que lleguemos pronto. Empezaba a sentirme muy cansada. Las casas eran todas iguales y bonitas, con molduras blancas que parecían merengues; y había muchos árboles, y en cada árbol un perro husmeante, y junto a cada perro un hombre o una mujer, un niño o una niña. La ciudad, por aquí, ya no era una verbena, sino un lugar limpio y quieto, calles primorosas en las que parecía fácil ser feliz. Todo el mundo se preparaba para cenar, la ciudad entera desplegaba ruidosamente sus servilletas, y se acercaba ya la línea de oscuridad definitiva, la noche secreta, adulta e inhabitable. Amanda apretaba el paso y yo la seguía. Y atrás iban quedando los perros, los árboles, las ventanas de visillos cremosos y luz caliente.

Bordeamos parques negrísimos que ya habían sido devorados por las tinieblas, cruzamos calles que parecían carreteras, dejamos atrás las vías del tranvía. ¿En qué momento había desaparecido la gente? Miré hacia atrás y hacia delante y no pude ver a nadie. No había un solo comercio y los portales estaban cerrados. Tropecé: el suelo ya no era regular y había baches, losetas desmigadas, agujeros. En la acera de enfrente apareció una gasolinera iluminada pero vacía; el viento hacía chirriar un anuncio de aceites hecho en chapa. Le eché una ojeada a Amanda: bajo la fría luz de neón se la veía pálida y extraña, con la boca apretada y la mirada fija. Dejamos la estación de servicio atrás y a cada paso se espesaban las sombras. Ahora sí que era de noche; y por la calle ni tan siquiera circulaban coches.

Estaban abandonadas. Las casas por las que pasábamos ahora estaban abandonadas y ruinosas. Ciegas ventanas con los vidrios rajados. Puertas tapiadas con cartones. Muros desconchados. Negros almacenes con la techumbre rota. El aire olía a orines y dejaba en los labios como un sabor a hierro. Alguien apareció en una esquina. Una sombra gris apoyada en la pared. La mano de Amanda apretó la mía y caminamos un poco más deprisa. La sombra nos sonrió cuando pasamos a su lado: Amanda no miró, pero yo sí. Era una mujer muy grande que parecía un hombre. O quizá fuera un hombre y parecía mujer. Pantalones, gabardina y unos hombros tan anchos como un boxeador. Pero el pelo rubio chillón lleno de rizos, la cara muy pintada y una boca mezquina del color de la sangre. Miré hacia atrás: allá al fondo, muy lejos, la gasolinera parecía flotar, como un fantasma, en el resplandor verdoso del neón.

Cruzamos de acera y doblamos por la siguiente esquina: el eco de nuestras pisadas resultaba ensordecedor en el silencio. Empezó a lloviznar. La calle era un túnel oscuro; junto a las escasas y débiles farolas se agitaban las sombras. La noche se extendía sobre el mundo como una telaraña descomunal: en algún rincón acecharía la araña, con las patas peludas, hambrienta y esperándonos. Caminábamos cada vez más deprisa. Amanda iba con la cabeza baja, como pronta a embestir; yo daba pequeñas carreras y jadeaba, y el pecho me pesaba, y el aire húmedo y frío entraba como un dolor en mis pulmones, y en uno de mis costados se hincaba un largo clavo. Las farolas hacían brillar de cuando en cuando el suelo mojado: era un reflejo sombrío, como si las tinieblas, espesas y grasientas, se estuvieran derritiendo sobre el asfalto.

Súbitamente apareció un hombre ante nosotras, salido de la nada y de lo oscuro. Y se acercó con las manazas abiertas y los brazos extendidos, como los monstruos de los malos sueños. Apreté los párpados y pensé: Baba, que se vaya, que desaparezca, Baba, Babita, que no me pase nada… Pero volví a mirar y aún seguía ahí. Vestido con harapos, la barba crecida, los ojos acuosos, como si llorara. Pero sonreía. Amanda dio un tirón, cambió de rumbo, le esquivamos limpiamente como los peces se esquivan en el último momento los unos a los otros en la estrechez de sus peceras; y allá atrás quedó el hombre barbotando palabras que no pude entender, mientras nosotras caminábamos deprisa, muy deprisa, sin correr porque correr hubiera sido rendirse al peligro; sólo caminábamos lo más deprisa que podíamos, con el corazón entre los dientes y perseguidas por el redoble hueco de nuestros propios pasos.

Torcimos por una nueva calle y había luces. Pero no eran luces como las de antes, como el centelleo de la ciudad céntrica y hermosa; eran unos cuantos puñados de bombillas desnudas, agrupadas aquí y allá sobre algunas puertas. De cerca te cegaban y te deslumbraban, pero en cuanto te alejabas cuatro pasos te atrapaban de nuevo las tinieblas: parecían puestas para aturdir, no para iluminar. Subimos por la calle y nos decían cosas. Hombres extraños que había debajo de las bombillas y que nos invitaban a pasar. Y por las puertas entreabiertas salía humo y un resplandor rojizo, un aliento de infierno. Repiqueteaban los tacones de Amanda en las baldosas húmedas, redoblaba mi corazón dentro del pecho; subíamos y subíamos, mirando hacia delante, como si los hombres no existieran, y ellos gritaban, murmuraban, reían, extendían hacia nosotras sus zarpas diablunas. La calle se hacía más y más empinada y las piernas pesaban como piedras; era un vértigo de luces y de sombras y el calor de las bombillas me secaba las lágrimas.

De pronto, cuando menos me lo esperaba, nos metimos en un portal y subimos por una escalera estrecha de madera. Arriba había un mostrador y una señora vieja y muy pintada.

—La dos —dijo Amanda, con una voz ronca y sin aliento.

Se le habían escapado unos cuantos mechones de debajo de la gorra de punto y los tenía pegados a la sofocada cara, no sé si por la lluvia o por el sudor. No tenía buen aspecto, pero la vieja repintada nos miró sin ningún interés y le tendió la llave con gesto aburrido. Amanda tiró de mí pasillo adelante. Se detuvo junto a una puerta, dejó la maleta en el suelo, abrió, entramos, cerró, echó los dos pestillos y se apoyó contra la hoja dando un hondo suspiro. Estaba temblando.

Me soltó la mano y entonces me di cuenta de que la tenía mojada y muy caliente. Me la sequé en la falda con disimulo mientras contemplaba la habitación. Era un cuarto pequeño con dos camas grandes que no dejaban mucho sitio. Las paredes estaban empapeladas con unas flores pardas y en el suelo había una alfombra bastante sucia de color anaranjado y pelo largo. Detrás de la puerta, un lavabo pequeño que parecía nuevo. Al lado, una cómoda desvencijada con unos agujeros redondos allí donde hubieran debido estar los tiradores. Súbitamente algo rugió y restalló en el aire sobre nuestras cabezas, y el cristal de la ventana tintineó.

—No te preocupes, es un avión. Estamos al lado del aeropuerto —explicó la mujer.

Nos mantuvimos en silencio mientras escuchábamos, cada vez más lejano, el retumbar del cielo.

—Ahora que lo pienso, ¿tienes hambre? Allí hay queso y un poco de pan, y después, ¡mira lo que tengo! ¡Chocolate! —dijo Amanda con una animación que sonaba a falsa y sacándose una barrita del bolsillo.

Cogí el chocolate, sobre todo porque ella quería que lo cogiera. Amanda sonrió complacida. Se quitó la gorra de punto y después el abrigo; llevaba unos pantalones negros y un jersey azul y estaba delgadísima. Con su cara redonda y sus mejillas blandas parecía prometer un cuerpo más lleno; pero era muy frágil, huesuda, rectilínea, los hombros estrechos, las muñecas muy finas. Se secó el cabello húmedo con el forro del abrigo y luego se dejó caer sobre la cama con un resoplido:

—Estoy agotada…

Yo hubiera querido preguntarle qué hacíamos allí, a quién esperábamos, cómo iba a ser mi vida. Pero en vez de hacer eso, me acerqué a la ventana y aparté el visillo.

—No sé, lo siento, creí que tardaríamos menos en llegar, me perdí, me asusté… Yo tampoco conozco la ciudad… —musitó.

No abrí la boca. Entonces Amanda se sentó en la cama y me miró muy fijo:

—¿Sabes qué? Todos los viajes terminan convirtiéndose, antes o después, en una pesadilla… —dijo con lentitud.

Miré por la ventana. La calle estaba oscura, el asfalto mojado. Y al fondo, las bombillas, los hombres, la enormidad del mundo.

En unos cuantos días me aprendí las reglas del Barrio. A la luz del sol el Barrio tenía niños, y ancianos vestidos de negro que caminaban arrastrando los pies, y pequeños comercios abarrotados de latas de conservas y tambores de detergente, y bares de esquina con mesas de formica y gatos cojos. Y por encima zumbaban los aviones como los moscardones en agosto: aparecían y desaparecían entre las nubes, plateados, relucientes, tripudos, hincando las narices en los cielos o dejándose caer sobre la tierra, casi encima de nosotros, tan próximos a veces que se les veía el tren de aterrizaje y eran una gran sombra retumbante que corría por encima de las calles.

Pero al llegar la noche se encendían las bombillas y se abrían esas puertas misteriosas que habían permanecido cerradas durante todo el día; y el Barrio era mucho más grande, un vertiginoso laberinto de sombras y esquinas. Por la noche, me dijeron, no era bueno andar sola; y mucho menos por las Casas Chicas, que estaban ya en las lindes, donde todo acababa. Había además una calle que me estaba prohibida: yo la llamaba la calle Violeta, porque, por las noches, salía de sus ventanas un extraño y sepulcral fulgor morado. Entreví ese resplandor un atardecer desde una esquina; Amanda, que iba detrás de mí, me agarró de la mano y me dijo: «No mires». Pero desde la esquina no había nada que ver: sólo la calle en cuesta y esa luz enfermiza.

Había en el Barrio una zona asfaltada que acababa en la Plaza Alta, que era un descampado grande con unos cuantos bares alrededor. Más allá las calles eran simples veredas, con casitas bajas, hierba y tierra, como un pueblo. Y aun luego, en el extremo, estaban los desmontes y las Casas Chicas.

—Ya me he enterado de todo —me dijo un día Chico—. Nuestra zona llega hasta la Plaza Alta. Ir más allá ya es peligroso.

Chico poseía conocimientos muy convenientes sobre las reglas del lugar pese a ser mucho más pequeño que yo, apenas un niñito, y a ser él también un recién llegado a la ciudad. Pero él venía de otro Barrio, y todos los Barrios, me decía, eran iguales.

Estábamos sentados en el bordillo, frente a la pensión, y él se sujetaba las piernas con los brazos y apoyaba la cara en sus rodillas picudas. Chico era hijo de Amanda y era igual que ella, pero más: aun más frágil, aun más pálido, aun más desproporcionado entre el volumen de su cara y de su cuerpo. Todo él era de color amarillento, incluyendo su pelo; y sólo sus orejas, despegadas y grandes, ofrecían un delicado dibujo traslúcido y un tono rosado. Esas orejas eran lo único verdaderamente vivo que había en su rostro: parecían las trémulas alas de una mariposa a punto de volar.

—Y dos cosas muy importantes: una, no cuentes nunca nada a los extraños, y otra, si oyes ruidos por las noches no te levantes de la cama… —seguía explicando Chico, acunándose las piernas en el bordillo.

Se le veía feliz, porque sabía más que yo. Eso fue al poco de llegar al Barrio. Chico vino con ellos un día después que nosotras, tal y como había anunciado Amanda. Y ellos eran dos: doña Bárbara y Segundo. Amanda temblaba cuando les encontramos, así que yo aprendí a temerlos antes de conocerlos.

Sucedió así: estábamos aún durmiendo Amanda y yo cuando alguien aporreó la puerta del cuarto. Amanda se puso en pie de un solo brinco y se echó aturulladamente el abrigo azul por encima: las manos le temblaban y el abrigo resbaló dos veces de sus hombros antes de que atinara a abrocharse el botón del cuello. Descorrió los pestillos torpemente, tardando mucho más de lo necesario, mientras los golpes arreciaban en la madera. Yo, medio dormida aún, pensé, no sé por qué, que al otro lado de la puerta había un animal grande y salvaje; y que si lograba penetrar en la habitación nos arrollaría. Pero Amanda ya había terminado con los cerrojos; ahora abría la hoja y se hacía a un lado. Y yo sola y desnuda en esa cama inmensa.

Entró en la habitación como un viento frío. Restalló el aire alrededor: no sé si fue un avión o su mera presencia. El cuarto estaba aún en penumbra; el pasillo, fuertemente iluminado. Al principio lo único que vi fue una silueta formidable y oscura recortada contra un fondo de fuego; y una mano que empuñaba una vara, y el trueno en las alturas. Me tapé la cara con la sábana; creo que chillé, no estoy segura. Sentí, en un instante de terror infinito, que alguien me agarraba de un hombro y me arrastraba fuera del embozo. Adiviné ante mí, en el contraluz, una nariz ganchuda, unos ojos brillantes, un collar de frías perlas siseando entre encajes.

—Basta de tonterías —dijo una boca dura que parecía hecha para dar órdenes—. Aquí no te van a servir todas esas mañas.

Sin embargo había algo en su tono que me calmó un poco: un poder tan absoluto que no necesitaba hacerme daño. La mujer me escudriñó en silencio durante unos instantes y lo que vio pareció complacerle. Entrecerró con placidez los ojos y su mirada quedó sepultada en un pozo de arrugas. Se acarició las perlas: sonaron a mar, a agua entre guijarros.

—Yo soy doña Bárbara. No te acordarás de mí. Yo soy tu abuela. De ahora en adelante estás a mi cargo y tendrás que hacer todo lo que te diga. ¿Me has entendido? Soy quien manda aquí.

Parecía esperar algo, de modo que me apresuré a asentir con la cabeza. Ella volvió a mirarme con atención y algo de mí volvió a gustarle. Eso fue un consuelo. Me levantó la barbilla con la mano, entrecerró aun más los ojos, chascó la lengua.

—Cada día te pareces más a tu padre —dijo.

Y dio media vuelta y se marchó del cuarto. En aquella ocasión, en el primer encuentro, ni siquiera advertí la presencia de Segundo. Porque por entonces, antes de que tuviera la cicatriz, Segundo apenas si era visible cuando estaba junto a doña Bárbara. Pero sí vi a Chico, que se coló en la habitación después de que la vieja se fuera y se abrazó a su madre riendo y parloteando felizmente. Me extrañó que Amanda tuviera un hijo, porque no me lo había dicho; y creo que también me extrañó que se hubiera separado de él, que no lo tuviera consigo la noche anterior. Pero del porqué de esa separación no me enteré hasta mucho después; fue una de las muchas cosas que Chico no me supo explicar aquella mañana, cuando estábamos sentados en el bordillo, mientras se abrazaba las piernas flaquitas y me instruía en las reglas del Barrio. Que por lo demás eran sencillas: consistían sobre todo en conocer el lugar que uno ocupaba y en actuar en consecuencia.

Amanda me informó enseguida, nada más aparecer Segundo y doña Bárbara, que todavía faltaba por llegar la enana; y que por eso mi abuela se mostraba algo inquieta. La abuela tenía un gran calendario en la pared, con un dibujo un poco relamido de un mar azul oscuro y un camino de sol pintado sobre las aguas, y tachaba la fecha, todas las mañanas, con trazo impaciente y un grueso lápiz rojo.

Le pregunté a Amanda que quién era la enana y ella no supo o quizá no quiso contestarme.

—Es una persona muy rara, y muy inteligente —se limitó a decir.

Y cuando yo insistía me repetía lo mismo:

—Ya lo verás. Ya la conocerás. Una mujer rarísima.

Hasta que una de esas primeras noches, cuando ya nos habíamos quedado solos en nuestro cuarto (Chico y yo dormíamos juntos en un cuarto doble), el niño se acercó de puntillas y me propuso un trato:

—Tú me haces mi cama durante un mes y yo te enseño una cosa de la enana.

—¿Qué es?

—Unas hojas escritas. Una cosa muy buena. Es una ganga.

—Está bien.

Chico sacó unos papeles de debajo de su colchón.

Luego, cuando estuve haciéndole la cama durante todas esas semanas, pude comprobar que guardaba debajo del colchón un montón de objetos diversos: sus cochecitos metálicos más preciados, una pequeña carpeta azul de gomas llena de papeles, dos o tres hebillas de cinturón, un broche de mujer roto, un puñado de botones brillantes. Pero aquella noche sólo sacó unas cuantas hojas amarillentas de dentro de la carpeta y me las tendió con gesto magnífico. Era una carta, una vieja carta escrita al parecer por la enana a un destinatario desconocido.

—Léela en voz alta —dijo Chico.

Porque él todavía no sabía leer y quería enterarse. De modo que nos sentamos en el suelo y pusimos la lámpara sobre la alfombra, entre nosotros, para que no pudiera verse el resplandor desde el pasillo. Y leí entre susurros esa carta, que fue en realidad la primera historia que supe de Airelai, y que decía así:

Querido mío:

Te echo tanto de menos que vivo con media imaginación, con medio corazón, con la mitad de mis ideas y de mis sentimientos, como el borracho que está a punto de perder la conciencia, a medias entre la vigilia y el desmayo, o como el agonizante con un pie en este mundo y el otro pie metido ya en la nada negra. Quiero decir que sin ti soy media persona, una auténtica pizca, un cachito de carne y de nervios en punta añorando al ser que me completa. Por eso te escribo, aun sabiendo que nunca vas a poder leer estas líneas; las palabras crean mundos, y son capaces de crearme ahora, mientras te estoy escribiendo, la ilusión consoladora de tu presencia.

Una vez conocí a un hombre, no sé si lo sabes, que fue mi maestro en el arte del habla. Esto sucedió hace mucho tiempo, siendo yo muy joven; y en un rincón remoto del Adriático, en la frontera de lo que hoy es Albania. Un tiempo y un lugar más favorables para el misterio, para la credulidad y para la magia, y no como aquí y ahora. Mi maestro era lo que hoy llamarían un charlatán de feria; pero entonces entretenía y enseñaba a las gentes, y las personas confiaban en él. Yo le servía de reclamo: llegábamos a las plazas del mercado y yo hacía unas cuantas cabriolas y daba dos o tres saltos mortales, porque en mi juventud fui una buena acróbata. El espectáculo atraía a los mirones y una vez reunido un buen corro de espectadores mi maestro empezaba con su arte. Era un narrador muy bueno: en cuanto abría la boca todo el mundo se quedaba prendido de sus palabras. Contaba historias dulces de muchachas enamoradas e historias crueles de caballeros ambiciosos; relatos muy antiguos que hombres y mujeres como él habían repetido siglo tras siglo, o cuentos que se inventaba sobre la marcha. Al final, después de las historias, vendía algo. Raspaduras de tiza mezcladas con arena, que él decía que eran polvos de la luna y que, esparcidos por el umbral de la casa, servían para que no entrara la desgracia; o unas bonitas plumas de colores que pertenecían al ave fénix y que había que colocar por las noches debajo de la almohada para evitar los malos sueños. Cuando sucedió lo que ahora te voy a contar estaba vendiendo unas sortijas. Teníamos muchas; se las había hecho un artesano viejo, muy baratas, en una ciudad lejana. Eran unos anillos de bronce, con una piedra engastada negra y mate. No eran ni bonitos ni buenos, pero la gente los pagaba como si lo fueran porque creía que se trataba de una piedra mágica.

¿Conoces la antigua leyenda de Carlomagno y el anillo embrujado? Ésa era la historia que les contaba mi maestro antes de venderles las sortijas. Carlomagno, siendo ya muy viejo, se enamoró perdidamente de una muchacha campesina con la que se casó y a la que hizo su reina. Tanto la quería y tan deslumbrado estaba el anciano emperador que empezó a descuidar sus responsabilidades oficiales, emborronando así una vida de dignidad y respeto. Entonces la muchacha murió súbitamente; Carlomagno ordenó que la pusieran en una sala engalanada y se encerró con el cadáver día y noche. El reino estaba abandonado; los súbditos, atónitos. Alarmado por el exceso, y sospechando un maleficio, el arzobispo Turpin entró a la sala mortuoria y registró el cadáver con disimulo; y, en efecto, encontró y sacó un anillo mágico que había debajo de la lengua de la muchacha. Carlomagno perdió al momento todo interés por la muerta, pero se enamoró arrobadamente del arzobispo. Turbado y escandalizado por la pasión del emperador el arzobispo arrojó el anillo al fondo del lago de Constanza. Y el anciano emperador se pasó el resto de sus días sentado en las húmedas laderas y contemplando el lago. Es una historia triste, como ves; en ese lago encendido por los rayos mortecinos del sol poniente está el retrato de los deseos, que nunca se alcanzan. Mi maestro contaba la leyenda muy bien: lloré algunas tardes al escucharle. Y eso que aún no te había conocido a ti, que eres mi lago.

Después de hablar de Carlomagno mi maestro sacaba sus anillos. Era un hombre muy listo y sabía que una sortija demasiado poderosa infundiría espanto; no decía, por consiguiente, que sus anillos fueran como el del pobre emperador un imán de corazones y esperanzas. Explicaba que la sortija de Carlomagno y las que él vendía tenían la misma piedra, que era una roca partida por el rayo en noche sin luna; y que ese material irradiaba poder y poseía la energía de las centellas. Los hechiceros usaban esas piedras vivas para confeccionar anillos mágicos que servían para un portento u otro, dependiendo del conjuro con que hubieran sido consagrados. Las sortijas de mi maestro poseían la cualidad de la rectitud; y cuando sentían cerca a un ser malvado, con perversas intenciones o las manos manchadas de sangre, la piedra negra del anillo se ponía a sudar. Vendió muchas piezas. Todo el mundo quería saber con quién se trataba.

Estábamos una noche en una ciudad provinciana y pequeña cuando nos vinieron a sacar de la pensión en donde dormíamos. Era la policía y fueron muy bruscos. Nos enteramos, ya en comisaría, que habían degollado a una anciana no lejos de donde vivíamos y le habían robado un buen collar de malaquita y oro. Un vecino de la muerta vio salir al ladrón y aseguró que se trataba de mi maestro, a quien había visto un par de días antes en el mercado. No había más pruebas que ese testimonio; Jamás apareció el collar ni el cuchillo del crimen, ni una gota de sangre en las ropas del acusado. Pero el vecino había comprado una de las sortijas; y cuando fue a comisaría a efectuar el reconocimiento y mi maestro se acercó, la piedra del anillo comenzó a sudar y se perló toda de un agua transparente. El juez no admitió formalmente el prodigio como prueba, pero todo el mundo estaba convencido de que la piedra había señalado al asesino. Eso influyó con toda seguridad en su condena a muerte, de modo que puede decirse que a mi maestro le perdió su propia elocuencia. Yo fui a visitarle en la noche final y luego me entregaron sus pertenencias, porque no tenía ni conocidos ni familia. Me dijeron que había pasado las últimas horas leyendo serenamente un libro y que, cuando vinieron a buscarle para subir a la horca, puso una señal entre las hojas para marcar el lugar por donde iba. Recibí luego el libro: era una edición francesa de Las mil y una noches y tenía, en efecto, un pico doblado entre dos cuentos. Aún guardo el volumen, y la señal. Para un narrador como él, doblar esa hoja con tanta entereza frente a la nada fue una digna manera de morir y un gesto muy elegante. Eso quisiera yo: morir de mi propia muerte, saber acabar con cierta grandeza. Ya que venimos al mundo como animales, ensangrentados y ciegos, inútiles e irracionales, salgamos de esta vida como humanos. Con muertes notorias y simbólicas, dignas del final de una novela: como los héroes que somos de la narración de nuestras vidas. Porque lo que nos diferencia de las criaturas inferiores es que nosotros somos capaces de contarnos, e incluso de inventarnos, nuestra propia existencia. Desde este lado de las palabras, en fin, sin sortija, sin lago y sin paciencia, desesperada por tu ausencia, te escribe para recordarte tu Airelai.

Un día, Segundo fue a hablar con la mujeruca del mostrador, la que daba las llaves; le vi acodarse sobre la madera despintada, mientras ella le miraba con gesto suspicaz y desabrido. Dijo algo Segundo, no le oí, y la vieja negó con la cabeza. Entonces él colocó sobre la mesa un fajo de billetes y luego otro. La mujeruca se apresuró a cogerlos; se ahuecó con los dedos los rizos amarillentos y resecos, salió del chiscón, sonrió y se marchó. Así fue como nos quedamos con toda la pensión. Debíamos de ser ricos.

Doña Bárbara vivía en dos habitaciones grandes que estaban comunicadas por un arco; habían sido en tiempos una academia de baile y todavía conservaban, en uno de los muros, una barra de madera y un espejo rajado. Luego estaba el cuarto de los gatos; el del sofá, que Segundo usaba como sala, y otros dos más, cerrados a cal y canto. Chico y yo permanecimos en el mismo dormitorio en donde yo pasé la primera noche, el de la mugrienta alfombra anaranjada; y enfrente, justo al lado del cuarto del sofá, en una habitación grande y destartalada, dormían Segundo y Amanda, los padres de Chico. A veces se les oía gritar y se escuchaba después un llanto entrecortado. Y en esas ocasiones, Chico se metía en la cama y apretaba los puños y los párpados. Y decía: «Estoy dormido. Estoy completamente dormido». Aunque aquello sucediera en la mitad del día, con el sol entrando a borbotones por la ventana con su aliento de polvo incandescente.

Pero Chico no era el único en meterse en la cama. Doña Bárbara también se pasaba casi todo el tiempo tumbada en el enorme lecho de madera negra que había hecho instalar en sus habitaciones. Ella decía que de ese modo no se desgastaba y que por lo tanto viviría para siempre. Un día le pregunté cuántos años tenía; y ella me contestó que los tenía todos:

—Cuando yo nací, comenzó el mundo.

De lo cual deduje que había conocido el Diluvio Universal, el Arca de Noé y a los Reyes Magos. La noticia me maravilló, pero a decir verdad no me sorprendió. Doña Bárbara era tan sabia, tan fuerte, tan grande: no era de extrañar que lo hubiera visto todo. Era una mujer muy alta y muy robusta; los huesos de su rostro, fuertes y prominentes, parecían mal ensamblados los unos con los otros, de modo que el lado derecho de su cara era muy distinto del izquierdo, aunque ambos resultasen igualmente fieros. La nariz era larga y ganchuda; los ojos, dorados y pequeños, intensísimos. Hubiera tenido cara de rapaz de no ser por su gran mandíbula asimétrica.

Siempre iba vestida de manera imponente, incluso cuando permanecía acostada; y se sentaba en el lecho de la misma manera que una reina en su trono almohadillado: no estaba reclinada, sino expuesta. Crujían sus trajes al menor movimiento, pesados ropones de tafetán y seda, de terciopelos y brocados, en color verde oscuro, azul fondo de mar, rojo sangre reseca; el cabello, muy blanco, lo llevaba apretado en un moño perfecto. Alrededor de su cama, sobre las mesas de noche, brincaban las llamitas de las lamparillas de aceite y se enroscaba el atufante humo de las varas de incienso. Parecía una diosa en su capilla; y por eso la única vez que entré en la vieja iglesia del Barrio creí que el retablo del altar mayor, brillando en la penumbra en oro viejo, con sus velas perfumadas y goteantes, sus claveles y su Virgen en medio, no era sino un homenaje a doña Bárbara, un recuerdo de su poder y de su gloria.

Esa inmensa mujer me mandaba llamar de vez en cuando. Me hacía entrar en su cuarto y yo acudía dando diente con diente. Entonces ella me ordenaba sentarme a los pies de la cama y me ofrecía unas riquísimas pastas de piñones. Y hablábamos un poco, o para ser exactos, hablaba ella. A veces me contaba cosas que yo no entendía; y a veces hacía preguntas absurdas: «¿Estás bien?». «Sí, señora». «¿Necesitas algo?». «No, señora». Pero en otras ocasiones se quedaba tan quieta y callada que parecía dormida: y yo no me atrevía ni a roer los piñones para no meter ruido.

Luego, por la noche, Chico me pedía que le contara qué había dicho la abuela. Porque a él doña Bárbara nunca le hacía pasar: parecía ignorarlo casi por completo. A Chico eso le resultaba normal, porque nadie le hacía mucho caso; pero tiempo después la enana nos diría que no era culpa de Chico, sino de su padre. Que era a su padre, a Segundo, a quien doña Bárbara quería mortificar no recibiendo al niño. A Chico le gustó muchísimo esa explicación y a menudo preguntaba, con cara de inocencia, por qué la abuela no le llamaba nunca.

—Porque doña Bárbara no soporta a su hijo, es decir, a este hijo, y nunca le ha soportado. Ése es el asunto. Y tú tienes la mala suerte de que Segundo sea tu padre —repetía la enana por milésima vez, pacientemente.

—Ah… —decía siempre Chico, embelesado.

Cuando ellos llegaron, Amanda me dijo que Segundo era mago. Y que hacía aparecer y desaparecer objetos y cortaba en siete pedazos a una persona. Pero yo no veía que trabajara nunca, ni le conocía cualidades mágicas, ni tenía los baúles de colores ni las ropas bonitas que yo había visto en los magos de la televisión. Y en cuanto a lo de cortar a alguien en siete pedazos, de eso sí le creía muy capaz; pero dudaba mucho que luego pudiera recomponer el estropicio. Lo único que parecía hacer Segundo era pasarse la mitad del tiempo en los bares del Barrio, y la otra mitad dormitando en su cuarto. Dormía de día, y a la caída de la tarde se metía en el cuarto de baño y tardaba muchísimo; al cabo salía recién afeitado, la chaqueta impecable, la camisa muy limpia, tirándose de los puños y mirándose de refilón en el espejo del lavabo mientras cruzaba la puerta.

A veces llegaba de visita gente extraña. Por las tardes, e incluso por las noches; a Chico y a mí nos despertó más de una vez el barullo de voces y de pasos. En esas ocasiones Chico siempre me decía: «No te levantes». Y se tapaba las orejotas con la almohada. Pero una madrugada que se reían mucho salí de la cama de puntillas y entreabrí la puerta. Les vi conversar al fondo, de pie en el pasillo: o venían o se iban. Dos hombres con chaqueta, dos chicas muy chillonas y Segundo. Les estuve contemplando durante un buen rato: parecían estar contándose cosas muy chistosas. De pronto, uno de los tipos se volvió y miró hacia mí: era bajo, moreno, vestido de negro, el labio remangado por una cicatriz, las cejas muy juntas. Me estremecí; el pasillo estaba iluminado, mi cuarto muy oscuro y yo sólo había abierto una rendija: no podía verme. ¿O quizá sí? No me atrevía a moverme por si me delataba y permanecí así, quieta como un madero, un rato larguísimo. El grupo hablaba y reía y el hombre me miraba; y a través del pequeño triángulo que la cicatriz abría en su boca se veía brillar un diente de oro.

Hasta que al fin se fueron y se apagó el cuchillo de luz que se colaba por el filo de la puerta entreabierta; el corredor quedó vacío y a oscuras, el lugar en silencio. Regresé a la cama y soñé toda la noche con hombres de labios cortados que me perseguían; y luego con un caserón gélido y sombrío en donde nos encerraban a los niños que no teníamos padres. Me desperté llorando, como en muchas otras madrugadas; y también en esa ocasión, como las demás veces, sólo pude encontrar algún consuelo repitiendo «Baba», mi palabra secreta, que venía de las profundidades de mí infancia y cuyo significado, si es que tenía alguno, no recordaba. Y así, apreté los puños y los párpados y bisbiseé furiosamente: «Baba, Baba». Como en una letanía contra la desolación de las tinieblas: «Baba, Babita, Baba». Y esa palabra sin sentido aliviaba mi tristeza y dejaba en mi boca un sabor dulce.

En la habitación de doña Bárbara, en la mesilla de la derecha, había dos fotos grandes enmarcadas. Dos fotos de hombres. Uno era mayor, con los ojos azules muy abiertos; no tenía una cara desagradable, pero había algo en su expresión que daba miedo. Y el otro era joven, moreno, también de ojos claros, con los pómulos marcados y los labios gruesos. Un día doña Bárbara cogió ese retrato, me lo enseñó y me dijo: «Éste es Máximo, tu padre». «¿Dónde está?», me arriesgué a preguntar. Y ella tan sólo contestó: «Volverá. Yo sé que volverá».

Y desde entonces tuve la absoluta seguridad de que mi padre vendría, antes o después, para buscarme.

La mayoría de las veces Chico era invisible. Quiero decir que, aunque estuviera ante ti, no le veías. Poseía una rara habilidad para permanecer quieto y callado, como oculto o diluido en los pliegues del aire. Se encogía sobre sí mismo y disminuía de tamaño; y así se pasaba las horas, hecho un ovillo, sentado en el peldaño del portal. No tenía amigos y casi nunca jugaba. Simplemente se sentaba en su escalón, esperando que alguien llegara y le encargara algo. Porque Chico hacía recados. Cazaba moscas para la tortuga de Mariano el del bar. Subía los cafés del desayuno, a media tarde, a las mujeres que trabajaban de noche. Daba mensajes. Llevaba paquetitos. En ese voy y vengo se pasaba los días. No íbamos al colegio, ni él ni yo.

Con sus trabajillos, Chico se sacaba unas cuantas monedas; y cuando reunía un puñado se las gastaba en cochecitos de metal y en golosinas. Solía ir a comprar a la tienda de Rita, que tenía un neón en la pared, en la parte de detrás del mostrador, de modo que Rita siempre estaba a contraluz pero ella te veía claramente. Era una mujer de mediana edad, grande y con mucho pecho; los brazos le salían a ambos lados del tórax, enormes y despegados, como las pinzas de un cangrejo. Decían en el Barrio que un día de invierno Rita había matado a un hombre que intentaba atracarla. El tipo le puso la punta de la navaja entre los senos, y entonces ella agarró un martillo y le reventó de un golpe la cabeza, como quien abre una sandía madura. Aunque algunos sostenían que el muerto no era un ladrón, sino un antiguo amigo; y que no iba a robarle, sino que ya le había quitado, tiempo atrás, algo que no era material y era valioso. Pero todo esto lo decían con mucho tiento y entre susurros, porque Rita estaba casada con Juan El Cabezota, que era un hombre muy bruto. Las palabras podían ser muy peligrosas en el Barrio; y más de uno, por hablar demasiado, había aparecido muerto y con la boca cosida con un alambre entre los desmontes de las Casas Chicas.

Chico venía de la tienda de Rita una tarde que le vi llegar cargado de bolsas de papel. Era un niño que sabía ser generoso en la abundancia y enseguida me tendió, magnánimo, un paquete de mentas. Nos sentamos los dos en el peldaño del portal a masticar caramelos.

—Rita dice que hay un tipo en el Barrio que está preguntando por nosotros.

—¿Por nosotros? ¿Por ti y por mí? ¿Alguien del Barrio? —me asusté.

—Por todos nosotros. Un tío de fuera. Rita no lo conoce.

Y de pronto pensé: puede ser mi padre.

—Pero ¿preguntó por mí? ¿Por mí en concreto?

—Pues sí —se sorprendió Chico—. Qué raro, ¿no? Preguntó por la abuela Bárbara. Y por Segundo. Y por ti. A Rita no le gustó.

Tenía que ser él. Quién más se interesaría por mí. Tenía que serlo.

—Y era moreno, con los ojos claros y los labios gruesos… —aventuré, expectante.

—No lo sé. A Rita no le gustó. Rita me dijo: «Chico, dile a tu gente que os andan buscando».

—Espera, no se lo cuentes a nadie todavía. Yo avisaré mañana a doña Bárbara —dije, no sé por qué: quizá porque presentía, aún sin conocerla, la relación de Segundo con mi padre.

—Bueno —asintió rápidamente Chico.

No creo que le apeteciera mucho tener que hablar con Segundo. Siempre se refería a su padre así, con el nombre de Segundo, o simplemente decía «él». Nunca decía «mi padre». El niño partió meticulosamente un cordón de regaliz y me dio la mitad. Lo masticamos durante un buen rato en tranquilo silencio hasta que, de pronto, noté que Chico se quedaba extrañamente quieto y que empezaba a adquirir el color de la piedra del portal.

—¿Qué pasa?

Me volví y les vi bajar hacia nosotros por la calle: tres chicos como de catorce o quince años. Fijándome más, advertí que uno era el Buga. Me levanté y simulé estar sacando algo del destripado y roñoso cajetín de correos. Nunca había tenido un encontronazo con el Buga, pero todo el mundo sabía que era un chulo.

—Eh, troncos, mirad quien está ahí: el mocoso orejudo —dijo el Buga con buen humor.

Y se acercó hacia Chico, sonriente. No me cupo duda de que venían buscándolo, porque para entonces el niño ya tenía el mismo color que la pared y era perfectamente invisible a menos que de verdad quisieras encontrarlo.

—A ver, mocoso piojoso y orejudo: ¿qué tenemos hoy?

Chico, tembloroso, le tendió los dulces que le quedaban. El Buga los inspeccionó abriendo los papeles.

—¿Y esto es todo? Pues vaya una mierda… —dijo animadamente, metiéndose un puñado de bolas de menta en la boca—. Hoy te lo has papeado todo, eh, cabroncete…

—No… no he comprado mucho, no… no tenía dinero —tartamudeó el niño.

—¿Ah, no? Vamos a verlo —dijo el Buga. Agarró a Chico y en un santiamén le puso boca abajo, colgando de los tobillos; le sacudió así unas cuantas veces, el niño chillando y los dos amigos partidos de risa. Yo no lo pude evitar y di un paso hacia ellos.

—Déjale ya —dije muy bajito. Y enseguida me arrepentí de haber hablado.

Pero para mi desgracia me habían oído.

—¿Qué? ¿Qué dice la piojosa esa? —le preguntó el Buga a uno de sus amigos, como si no pudiera rebajarse a hablar conmigo.

—Que le dejes ya, dice —repitió el otro.

El Buga soltó a Chico, que cayó de cabeza contra el suelo. El golpe retumbó y debió de doler, pero el niño se quedó quieto en el suelo, tal como había caído, sin llorar ni moverse, intentando adquirir la textura y la coloración de las baldosas.

—Pues dejado está. Ya está. Dejado.

Se vino hacia mí y yo noté la presión del muro del portal a mis espaldas. El Buga era bajito y fuerte, con la cara carnosa y los párpados espesos y achinados, casi sin pestañas. El aliento le olía a menta, y los pies, embutidos en unas sucias botas deportivas, a sudor. Me apretó contra la pared y empezó a mascullar irritadamente:

—Y tú de dónde sales, y a ti quién te ha dicho que puedes hablar, puta piojosa, y por qué gritas…

Yo no estaba gritando. A decir verdad creo que no estaba ni respirando. Baba, que no me haga daño.

—Te vas a enterar… Entonces me levantó las faldas y metió su mano debajo de la braga. Sentí sus dedos durante unos instantes, ásperos y calientes, rebuscando por ahí. Un pellizco. Chillé. El Buga sacó la mano.

—Es una mocosa: no tiene ni pelos —dijo con voz cargada de desprecio—. Larguémonos de aquí.

Y se marcharon, no sin antes lanzarle una patada de refilón a Chico, que seguía en el suelo: un puntapié flojo y sin saña, un mero recordatorio de quiénes eran. Me acerqué a Chico y le ayudé a levantarse; le sangraba la nariz y tenía un golpe en la mejilla. Le acaricié la cabeza, satisfecha de haber intervenido.

—Pobrecito, cómo lo siento. Menos mal que yo estaba contigo.

El niño me miró cejijunto y sombrío, mientras se restañaba la nariz con el pico del jersey.

—¿Menos mal? Fue todo por tu culpa… —gruñó.

—¿Ah, sí? —me irrité—. Pues descuida, que no te volveré a ayudar nunca más.

—¡No me has ayudado! ¡No quiero que me ayudes! ¡Tú no sabes nada! Eres una chica.

Me quedé sin palabras.

—Las cosas son así, ¿es que no lo entiendes? —siguió Chico—. Ellos vienen y se burlan un poco; pero si yo les obedezco, no hacen daño.

—¿Ah, no? Mírate la cara.

—¡Porque tú te equivocaste, todo es culpa tuya, no conoces el Barrio!

—Pero, entonces, ¿a ti te da lo mismo que te pongan de cabeza y que te insulten?

Chico se encogió de hombros.

—Cuando vienen les dejo que se coman los caramelos y que me empujen. A éstos y a otros. A los que son más fuertes. Las cosas son así. Y está bien, no me importa. Tampoco me gustaría ser como ellos, ¿sabes? Ellos, los fuertes, se tienen que estar pegando todo el rato los unos con los otros. Pegando de verdad, con navajas y eso. Pero yo sólo tengo que aguantar algún empujoncito. No está mal. Es tranquilo.

Se apartó el jersey de la nariz: ya no sangraba.

—Y los insultos no me importan, y ya sé que mis orejas son feísimas… —titubeó Chico, y la cara se le ensombreció un instante, y casi pareció que iba a hacer un puchero. Pero enseguida se repuso y continuó—. Y que se coman los caramelos, me da igual, que se los coman todos, que les dé un dolor horrible de barriga. Yo ganaré más dinero y compraré muchos más.

Y, diciendo esto, Chico se volvió a sentar en el peldaño del portal, los brazos cruzados, la espalda muy recta, como un digno y orejudo comerciante a la espera de la llegada de la clientela.

El cuarto de los gatos estaba de verdad lleno de gatos. Gatos negros, y grises, y pardos, y atigrados, con las patas blancas, con las patas rotas, enclenques algunos, barrigones otros; gatas finas y coquetas, gatitos impúberes, grandes gatazos llenos de cicatrices de sus peleas con los otros machos. La ventana permanecía siempre abierta para que los animales pudieran entrar y salir a conveniencia, pero aun así el ambiente era fétido y dulzón. La abuela Bárbara cuidaba de los gatos y Amanda cuidaba de la abuela, de Segundo, de Chico, de mí y de la casa.

A veces los felinos no venían solos, esto es, al regresar alguno de sus correrías nocturnas se traía un amigo. Pero a la mayoría los había recogido doña Bárbara de la calle en las pocas ocasiones que salía: en general, sólo dos veces al mes, el primer y el tercer sábado. Se arreglaba la abuela mucho en esos días, se lavaba y cepillaba con esmero el largo y escaso pelo blanco, sacaba todos sus trajes y los extendía por el cuarto antes de decidirse por alguno y se lustraba ella misma las recias botas de botones, que en sus pies, enormes, parecían un calzado militar. Y al final, cuando ya estaba arreglada del todo, metía una ramita de canela en un pañuelo pequeño y muy fino, y el pañuelo se lo metía en el escote.

—¿Estoy bien? —decía entonces—. ¿Voy bastante abrigada? ¿O pasaré calor?

Amanda corría a la ventana, sacaba un brazo para tentar el aire, contemplaba el cielo; pero, como era insegura y dubitativa, nunca era capaz de responder adecuadamente a las preguntas de doña Bárbara. La abuela gruñía insatisfecha, se quitaba la chaqueta, se la volvía a poner, daba unas cuantas vueltas por la habitación mientras Amanda se ponía cada vez más nerviosa e iba creciendo en intensidad el momento de la partida. Y al cabo, ni antes ni después sino en el instante justo, como si hubiera sonado una salva de cañones honorífica (a veces restallaba un avión en las alturas y parecía a propósito), doña Bárbara abría al fin la puerta y desatracaba lentamente de su cuarto como un majestuoso trasatlántico camino de los mares remotos.

En realidad siempre iba al cementerio. Lo sé porque muchas veces me llevó con ella. Llevaba el bastón en la mano izquierda y con la derecha me agarraba del cuello, y era como tener un buitre aferrado a la espalda. Nos miraban mucho. Nos miraban en el Barrio, donde éramos famosos desde que nos habíamos quedado con la pensión. Pero nos miraban aún más en la ciudad, a la que llegábamos en autobús. Sé que mi abuela vestía de un modo raro; pero entonces me parecía una reina, y en los ojos de los demás creía ver miedo y a lo mejor envidia, nunca compasión, curiosidad o desprecio.

Íbamos a un cementerio antiguo y muy pequeño que, con el crecimiento de la ciudad, se había quedado casi en el centro. Era un sitio agradable, sobre todo cuando había sol y los árboles dibujaban en la arena del suelo un tembloroso rompecabezas de luces y de sombras. En esos días la abuela parecía rejuvenecer en cuanto entrábamos por las verjas de hierro. Atrás quedaba el ruido de los coches y el cementerio era una burbuja de silencio fresco y vegetal que olía a tierra regada. Abría la enorme boca doña Bárbara y respiraba ruidosa y golosamente el aire, como si se lo quisiera tragar todo de un golpe. Y a veces se reía, yo no sabía por qué.

Me hacía leer las lápidas y fijarme en las fechas. Luego me estrujaba el cuello y decía cosas raras:

—¡Mira! «En memoria de mi querida esposa, Matilde Morales Pérez, 1847-1901…». Míralo bien… Todos están muertos, todos, menos tú y yo… No lo olvides nunca, no te olvides jamás de que estás viviendo. Entre el mar de tinieblas del tiempo que fue y el interminable mar del tiempo que vendrá, tú estás viviendo ahora, justo ahora, una chispa de luz y de casualidad entre la nada. Un privilegio. La verdad es que no sé por qué viven los idiotas. Y los miserables. Por qué tanto derroche de vida con la gente. Con todas esas personas que ni siquiera saben que están vivos. Cuando yo podría hacer tan buen uso de todos esos años que otros malgastan. No es racional, no es justo ni económico. Si hay alguien ahí arriba, lo ha hecho todo muy mal.

Y soltaba una risotada y seguíamos paseando entre las tumbas, hasta que el sol caía y los árboles empezaban a sisear ese amenazador lamento que los árboles cantan por la noche; y entonces venía el guarda a decirnos que cerraba y yo conseguía al fin arrancar a la abuela del cementerio. Doña Bárbara nunca sabía marcharse de los sitios que le gustaban.

Era de regreso a casa cuando solía hacerse con los gatos. Cogía a los animales callejeros más salvajes y fieros por el cogote, y éstos se dejaban hacer con una mansedumbre inexplicable. Aunque puede que ya se hubiera corrido la voz entre los felinos del Barrio sobre el buen trato que doña Bárbara les dispensaba, porque en ocasiones incluso parecía que los gatos nos saliesen al encuentro. Bautizaba entonces la abuela a cada animal con el nombre de un muerto, Matilde Morales Pérez, Lucy Annabel Plympton, Rodrigo Ruiz Roel, nombres que había recogido por la tarde en el cementerio, sacados de las borrosas lápidas. Doña Bárbara tenía muy buena memoria y siempre llamaba a cada gato por el nombre adecuado. Y así, cuando entraba en el cuarto a darles la comida y cambiarles el agua, hablaba siempre un ratito con ellos, con los que hubiera, porque, como entraban y salían, la población variaba; y se dirigía a los animales por su nombre con todo respeto, como si se tratara de personas. Y algunos es verdad que parecían humanos: Lucy Annabel, una gatita linda e inocente; Rodrigo, un gato gruñón y acatarrado; Matilde, una gata matrona de caderas rotundas.

Si cuento todo esto es porque en el cuarto de los gatos sucedió algo inquietante. Fue al día siguiente de nuestro incidente con el Buga y yo me había pasado toda la mañana recorriendo el Barrio para ver si encontraba a mi padre; es decir al misterioso hombre aquel que me buscaba. Pero no le encontré, y me sentía tan triste que entré en el cuarto de los gatos. A menudo lo hacía: me escurría dentro sin que me vieran, porque allí no aparecía nunca nadie, salvo la abuela por las mañanas; y, una vez superado el primer sofoco del olor, al que te acostumbrabas en unos minutos, allí me sentía segura y acompañada.

Aquella tarde debí de dormirme, porque me sobresaltaron unas voces y cuando abrí los ojos el cuarto estaba a oscuras. Enseguida comprendí que había alguien en la habitación contigua, que era la del sofá, la que Segundo usaba como sala. Una puerta de madera rematada por un montante unía ambos cuartos, y por el ventanuco se colaban la luz y la voz de un hombre.

—Te digo que vamos a tener problemas: te está buscando y estoy seguro de que lo sabe todo.

—Jero ¿qué cojones es todo? No te pases de listo, Portugués… —era la enfurecida voz de Segundo.

—Tú sabes a lo que me refiero… Y yo también lo sé. Y no me estoy pasando de listo… por ahora.

—No me amenaces, Portugués, no me amenaces…

Al otro lado de la puerta hubo un pequeño y tenso silencio.

—Está bien. No discutamos. Somos socios, ¿no? —dijo el llamado Portugués en tono conciliador.

Más silencio.

—Te digo que el tipo es un peligro. Viene de dentro.

—¿De dentro? ¿Quién te lo ha dicho?

—Lo sé. Y seguro que lo envía Máximo.

Agucé la oreja al oír el nombre de mi padre. Así que el recién llegado no era él, pero si un enviado suyo. Y Segundo parecía tenerle miedo.

—Máximo tampoco sabe nada —dijo Segundo con voz dubitativa.

—Sabe que tienes el dinero.

Se escuchó un arrastrar de sillas, un golpe seco, un repentino jadeo, la voz susurrante y crispada de Segundo:

—No vuelvas a repetir eso… No vuelvas ni a pensarlo, ¿oíste, Portugués? Como vuelvas a decirlo te degüello…

Nuevamente el silencio, interrumpido tan sólo por unos pequeños resoplidos.

Al rato, Segundo tomó de nuevo la palabra en un tono más tranquilo:

—El dinero se quemó en el incendio.

—Sí… en el incendio.

—Fue una desgracia.

—La hostia con la desgracia… —gruñó el Portugués.

—Y si la mujer de mi hermano murió, yo no tengo la culpa.

Entonces mi padre había estado casado, pensé con sorpresa; y fue una noticia que me molestó. Pero inmediatamente pareció descorrerse una gruesa cortina dentro de mi cabeza y el cuarto entero se iluminó con mi descubrimiento: esa mujer de la que hablaban, la muerta en el incendio, tenía que ser mi madre. Sentí en el rostro un golpe de calor, el aliento crepitante y goloso de las llamas. Me temblaron las piernas y caí al suelo. Tiré una silla y debí de hacer considerable ruido.

—¿Qué ha sido eso? —se sobresaltó el Portugués.

—Nada. La mierda de los gatos.

Escuché unos pasos y la puerta se abrió; un triángulo de cegadora luz corrió por el suelo hasta alcanzarme. Permanecí quieta donde estaba, aún sentada sobre las baldosas, aterrada y confusa, mientras el Portugués me contemplaba fríamente. Era el tipo de la boca cortada que había visto en el pasillo noches antes.

—Tenías razón… Eran los gatos —dijo al fin el hombre sin dejar de mirarme.

—¿Lo ves? —se escuchó la voz de Segundo desde la habitación—. Lo peor que tienes es que no me crees. Así no te van a ir bien las cosas en la vida, Portugués…

—Sí te creo. El dinero se ha quemado en el incendio. ¿Ves? Te creo.

Y antes de cerrar la puerta sonrió, y su diente de oro relampagueó entre la carne rota de su boca.

Todo cambió cuando al fin llegó Airelai. Primero llegaron sus baúles, muchísimos, pesados, con remaches de hierro en las esquinas y gruesas correas de cuero cubriendo los cierres. Los trajeron un par de hombres en un camión de una compañía de mudanzas, lo cual fue un auténtico acontecimiento en el Barrio, donde nadie que se trasladara usaba ese tipo de compañías porque eran demasiado caras. Ya digo que nosotros debíamos de ser ricos.

Ella apareció cuando ya habían subido casi todos los bultos. Llevaba una boina de fieltro negro adornada con una pluma azul brillante, una malla negra y una falda corta de gasa del mismo azul resplandeciente que la pluma. Toda ella, desde sus zapatitos planos de charol hasta lo más alto del sombrero, debía de medir menos de un metro. A mí me llegaba al pecho y yo aún era una niña.

Abrieron los dos cuartos que quedaban sin ocupar en la antigua pensión y los llenaron con los bultos de Airelai. Tuvieron que correr los muebles a un lado y apenas si quedaba sitio para otra cosa. De los baúles empezaron a salir las cosas más extraordinarias: espadas grandes y puñales pequeños, biombos chinos de papel de arroz, cajas lacadas que se hacían y se deshacían como piezas mecánicas, trajes diminutos bordados de lentejuelas, bolas de vidrio con una luz por dentro, cubos de colores, mesitas plegables, pañuelos y abanicos.

Uno de los baúles estaba acolchado y forrado de seda roja oscura, y allí dentro tenía la enanita su cama, con sábanas de lino y una almohada de encajes. En el interior de la tapa del baúl, Airelai había cosido unas cuantas estampas: unos dibujos abigarrados e inquietantes, que luego ella me explicó que eran dioses hindúes; la foto de una ballena saltando fuera del agua en mitad del océano; un hermoso paisaje verde entre montañas, con una casa de piedra en la ladera; un antiguo retrato en color sepia de una mujer muy pequeña, subida encima de una mesa y vestida con un traje largo; y, por último, en la quinta y más fascinante estampa se veía un estallido de luz sobre un fondo oscuro, como una chisporroteante bola de fuego entre tinieblas. Ésa era la Estrella, me explicó Airelai, era una foto de la Estrella; me aprendí su aspecto gracias a esa imagen y por eso cuando la vi más tarde pude reconocerla.

Airelai trajo la magia. Quiero decir que ella y Segundo empezaron a trabajar en un número de magos en un club que había enfrente de nuestra casa. Porque eso eran las puertas rojizas y humeantes que se abrían tan sólo por las noches: clubs. Qué cosa era un club, eso yo ya no lo sabía. Pero desde luego no eran lugares para niñas.

La llegada de la enana fue un acontecimiento. Incluso doña Bárbara pareció alegrarse. Se levantó de la cama para recibirla:

—Ya era hora de que asomaras —le espetó a modo de saludo.

—No me dejaban pasar los baúles en la frontera —se disculpó Airelai.

—Tenéis que poneros a trabajar cuanto antes.

—Tampoco hay tanta prisa —protestó Segundo.

—Claro que la hay, estúpido —rezongó la abuela—. Con tanto dinero estás llamando la atención demasiado… Ya está la policía investigando, eso dijo Rita la de la tienda.

—Ése no era un policía —protestó Segundo—. Era… —se mordió los labios—. Bueno, quizá sí, quizá tengas razón.

Doña Bárbara le miró con sus ojos de pájaro y con la misma expresión con que un pájaro calibraría al pequeño gusano que dentro de un segundo va a tragarse. Pero luego ese hierro de su mirada se deshizo, le tembló la pesada barbilla, pareció más vieja. Suspiró.

—No vales ni lo que la sombra de tu hermano. Dio media vuelta, entró en sus habitaciones y cerró dando un portazo. Segundo basculó el peso de un pie a otro y miró a la enana.

—Está loca. Ya lo ves, cada día más loca. Pero que te quede claro que aquí el que manda soy yo, ¿has entendido? —dijo con una nota de amenaza en la voz.

—Sí.

—Y él no volverá jamás. No puede. Le quedan muchos años. Y cuando vuelva…

Un avión pasó sobre nosotros y su retumbar se comió el resto de las palabras de Segundo. Vi que la enana movía la cabeza y repetía:

—Sí. Y entonces, no sé por qué, los dos se volvieron y me miraron; y yo simulé estar absorta cascando avellanas con el quicio de la puerta, que era mi excusa para permanecer en el pasillo. Pero Segundo agarró a la enana por un brazo y se la llevó casi en volandas al cuarto del sofá, y ya no pude escuchar más.

Algunos días más tarde, Amanda, Chico y yo fuimos al club de enfrente a ver un ensayo del número de magia. Era por la mañana y, cuando empujamos la puerta, dentro no se veía humo ni el resplandor rojizo. A decir verdad, el lugar resultó de lo más decepcionante: era una especie de garaje grande lleno de muebles. Había sillones de eskai y mesitas pequeñas por todas partes, y las mesas estaban todas rayadas y algunos de los sillones tenían agujeros por donde se escapaba la borra. En el suelo había una moqueta cubierta de quemaduras y de manchas y las paredes estaban tan sucias que era imposible reconocer ningún color. En un rincón había un escenario formado por una tarima de madera y unas cortinas verdes con flecos dorados, mugrientas y desgarradas como todo lo demás; no se veía ninguna ventana y la única luz venía de unas bombillas polvorientas que colgaban del techo. Olía agrio; y a tabaco frío. Era un lugar tan triste que encogía el corazón.

Airelai iba vestida con un trajecito de vuelo todo bordado en lentejuelas rojas y fresas: parecía una pequeña llama ardiendo sobre las viejas maderas del escenario. Segundo llevaba una túnica de seda que le quedaba grande: se daba vueltas a las amplias mangas sobre los codos y se pisaba el ruedo al caminar.

—Maldita sea… ¡Amanda!

—Sí… —balbucía Amanda desde la penumbra.

—A ver si coses esto…

—Si, sí, perdona, luego lo hago.

Segundo estaba de pésimo humor: era la una del mediodía y nunca se levantaba tan temprano. Además no disfrutaba con los juegos de magia: hacía aparecer y desaparecer triángulos plateados debajo de sombreros, multiplicaba ramos de flores de papel y desataba cuerdas en el aire sin dejar de rezongar y con el entrecejo fruncido y sombrío.

—¿Notáis algo raro? ¿Habéis visto el tirón con la izquierda? ¡Amanda!

—¡No! No, todo bien, todo está muy bien, muy bien…

Amanda se comía las uñas y Chico se sentaba junto a ella con la cabeza ladeada. Como siempre que se encontraba ante su padre, Chico mantenía una actitud silenciosa y letárgica, como si estuviera adormecido; pero tenía las orejotas levantadas y alerta, casi tan móviles como las de un conejo.

Segundo nos había llevado al club para comprobar que el espectáculo funcionaba. Detrás de él, en un revuelo de lentejuelas, sin ruido y sin peso, Airelai lo disponía todo y le pasaba los útiles. Yo sólo la miraba a ella. Era tan bonita y lo demás tan feo.

Por eso me preocupó cuando Segundo la metió en una caja. Sólo quedaba fuera la cabeza, y las manitas a los lados, y los pies al fondo; y la enana movía manos y pies, que parecían animalitos con vida propia. Entonces Segundo empezó a hincar en la caja los grandes espadones de puño labrado; siseaban horriblemente al cruzar la madera y aparecían al otro lado afilados y por lo menos limpios, porque yo temía verlos salir tintos en sangre. Y cuando el cofre parecía ya un acerico, y era imposible que nada cupiera en su interior sin haber sido ensartado, Airelai aún continuaba sonriente y entera. Ésa fue para mí la primera prueba indiscutible del poder de la enana.

Porque era ella quien poseía la magia, y no Segundo. Así lo comprendimos Amanda y Chico y yo enseguida; y así nos lo explicó luego la propia Airelai:

—Esto es como los ventrílocuos, ¿sabéis lo que es, los habéis visto? Son esas personas que aparecen en escena con un muñeco, y hablan, o hacen bromas; y fingen ponerle la voz a los muñecos. Pero yo sé que no es así, y escuchadme bien. Yo sé que es el muñeco el que habla en lugar del ventrílocuo, y luego finge que el ventrílocuo finge que el muñeco está hablando, ¿me entendéis? Yo también finjo en el escenario que es el mago el que sabe los trucos, pero en realidad soy yo la dueña del secreto y de la palabra. Y ellos sin mí, escuchadme bien, no serían nada.

La abuela se marchaba y yo corría hacia casa para despedirla, cuando, a la vuelta de una esquina, choqué contra un hombre. Fue como empotrarse contra un muro. Dos manazas cayeron sobre mis hombros y un rostro gris descendió hasta colocarse a pocos centímetros del mío.

—Lo siento… —balbucí. En mi aturullamiento sólo veía ante mí un lienzo de piel deteriorada, una gruesa piel granulada y pétrea. La piel se estiró y apareció una línea de dientes amarillos; y más arriba descubrí dos ojos fijos y redondos, como los de los tiburones.

—Lo siento —repetí; y di un tirón con los hombros, intentando escaparme. Pero me tenía bien sujeta.

—Qué casualidad. Qué casualidad —dijo el tipo enseñando amenazadoramente los dientes. Aunque a lo mejor era su manera de reírse—. A ti te estaba buscando.

—No soy yo. No soy yo —contesté enseguida, retorciéndome entre sus manos. No era posible que ese tipo tan horrible fuera el enviado de mi padre.

—Tú eres la hija del Tigre.

—No soy yo, no soy yo —repetí más segura, aliviada de comprobar que, en efecto, yo no conocía de nada a ese tal Tigre.

—Claro que eres tú: la niña de Máximo. ¿Pero es que no te ha hablado nadie de tu padre?

Di un tirón y me libré de sus manazas. Salí corriendo calle abajo y le oí reírse a mis espaldas:

—Por mucho que corras, yo te estaré esperando. Llegué a casa sin aliento, justo a tiempo de ver cómo un gran taxi se llevaba a la abuela hacia un destino ignorado y remoto. Doña Bárbara se había cambiado sus ropas estupendas por un traje sastre gris oscuro. Cada cinco o seis semanas se ponía ese traje triste y aburrido, agarraba un gran bolso de cuero y desaparecía durante un par de días; y cuando regresaba venía enferma. Se metía en la cama y ordenaba cerrar las persianas, como si durmiera; y todos caminábamos por la casa de puntillas. Todos menos Segundo, que en esas ocasiones daba patadas a los muebles y pegaba portazos y parecía estar más exasperado que nunca.

Aquel día que choqué contra el hombre era la primera vez que la abuela se marchaba; y me asustó que doña Bárbara se ausentase justo cuando nos rondaba una amenaza. Porque el tipo aquel nos quería mal, de eso estaba segura. Se lo conté todo a Airelai después de que la abuela se hubiera ido: las palabras del hombre, la dureza de sus manos y de sus ojos.

—Tenía que suceder —murmuró la enana; y se le encapotó su carita menuda.

No dijo nada más y la tarde se fue sin que ocurriera nada memorable, aunque quizá con más silencios, tal vez con más tristeza. Pero por la noche, cuando Chico y yo ya estábamos dormidos, Airelai entró en nuestro cuarto y nos despertó:

—Eh, pequeñas marmotas, abrid esos ojos y levantaos… Vamos a explorar el mundo un poco…

Detrás estaba Amanda, vestida tan sólo con una camiseta larga, las flacas piernas al aire y los pies descalzos, como si la enana también la hubiera levantado a ella de la cama. Amanda asomaba por encima de los hombros de Airelai, con el pelo alborotado y sofocada por un ataque de risitas nerviosas; parecía una niña y no una madre, la madre de Chico como era, y eso resultaba turbador y me irritaba. Pero Chico extendió enseguida los brazos hacia ella, sonriente y adormilado, y Amanda le cogió en volandas, y le apretó contra su pecho, y bailoteó con él entre grandes carcajadas por todo el cuarto. Y yo no tenía ningún cuello tibio y perfumado al que agarrarme. Baba.

—¡Venga, venga! Segundo ha salido y como doña Bárbara no está… ¡estamos solos! —urgía risueña la enana.

No habían encendido ninguna luz, ahora me daba cuenta. La casa estaba a oscuras y en silencio; y por la ventana abierta de par en par entraba el resplandor de la luna llena. El mundo parecía otro envuelto en ese aire de plata tan limpio y tan ligero. El lavabo de la esquina, el armario, la puerta, incluso nuestras manos y el brillo de nuestros dientes al reír: todo se veía más bonito y más nítido. Dulce y sin peso, como la sustancia de los buenos sueños. Y en verdad parecía que seguíamos en la cama y que todo lo que hacíamos no era sino soñar.

Por eso no nos entretuvimos en ponernos la ropa y, como Amanda, seguimos a la enana descalzos y en camisa; porque esa manera de vestirse, o de no vestirse, era sin duda la más adecuada para una noche de nata como aquélla, una noche distinta que parecía que jamás iba a ser vencida por el sol, la noche eterna. Y así, bailamos y saltamos en fila detrás de Airelai de habitación en habitación, e íbamos abriendo todas las ventanas por las que pasábamos. Entraba la luna a borbotones, silenciosa y líquida, dibujando grandes rectángulos de luz sobre el suelo y lamiéndonos los pies desnudos con su lengua fría.

—Qué bonita es la noche —decía Airelai—. Noches de casas oscuras y cocinas vacías, de balcones abiertos y olor a geranio recién regado… La noche es de las mujeres. Y también de los niños, hasta que se hacen hombres y olvidan quiénes son.

Y abría la puerta del cuarto de los gatos y permitía que los animales nos siguieran por toda la casa y se afilaran las uñas en el sofá de Segundo.

Estábamos en junio y ya empezaba a hacer calor; por las ventanas entraba el olor de las madrugadas en verano, que es un aroma seco y tibio, como a sábanas planchadas o a barro recién cocido. Fuimos a la habitación de Amanda, y luego al cuarto de la enana a rebuscar entre sus tesoros, y después corrimos o quizá volamos hasta la cocina, en donde devoramos una miel que, a la luz de la luna, era brillante y negra como azabache derretido.

—Es que, por las noches, las cosas están llenas de sus propias sombras, y por eso son distintas a como son durante el día; porque de día las cosas se desdoblan y la sombra sale de ellas y todo pierde un poco de sustancia —explicaba Airelai—. Pero, claro, como vosotros os pasáis las noches durmiendo como lirones, pues no os habíais dado cuenta.

Y debía de tener razón la enana, porque esa miel espesa y negra era la más rica que jamás había comido; y porque todo era semejante al mundo habitual pero todo era distinto: los colores transparentes, los muebles flotando sin peso en la penumbra, las frescas baldosas acariciando nuestros pies, la casa que parecía respirar en torno nuestro como un animal amable y cariñoso, y ese aire ligero y espumoso, como si lo hubieran batido hasta hacerle cuajar la nata de la luz de la luna.

Y entramos en la habitación de doña Bárbara. Con sigilo, tropezando los unos con los otros, abriendo mucho los ojos para enterarnos de todos los detalles. El sillón era un guardián furioso sumergido en las sombras; cuando la enana descorrió las cortinas, a la luz de la luna se convirtió en un trono. Y en la cama parecía reposar la sombra de doña Bárbara. Nos callamos todos; la gata Manuela Fornos Saríz, que había entrado con nosotros, agachó la cabeza y se fue de puntillas. Moviéndose con la seguridad de quien conoce los lugares, la enana abrió el cajón inferior de la cómoda y sacó la caja cuadrada de las pastas de pifiones. Todos cogimos una y, sentándonos en semicírculo en el suelo, la comimos a la vez y a mordisquitos, como si fuera un rito. Debajo de nosotros daba vueltas el mundo.

Aun sin estar la abuela olía a la abuela; a incienso y a linimento. Miré la foto de mi padre: su rostro destacaba en la penumbra, fuerte e intenso.

—Es Máximo, sí —musitó la enana, que me estaba observando—. Yo me encontraba allí cuando se hizo esa foto.

Intenté disimular porque no quería que supieran que esperaba el inminente regreso de mi padre.

—¿Y el otro retrato?

—Es del marido de doña Bárbara. Vuestro abuelo. Era un mago muy bueno. Aprendí mucho con él —contestó Airelai.

—Me da miedo —dijo Chico.

—Es que está muerto. ¿Entendéis lo que os digo? Cuando le hicieron la foto ya estaba muerto. Nunca consintió en fotografiarse mientras vivía. Decía que los retratos le roban a uno el alma.

Esos ojos azules tan terribles, esa cara de músculos exangües. Chico se abrazó a su madre.

—Me da miedo —repitió. Y se ovilló en el regazo de Amanda.

Retorcido como estaba, la ligera camiseta se le había subido hasta media espalda. Vi la carne blanca y suave del niño, los picudos huesines de la columna vertebral; y esas extrañas marcas oscuras y redondas. Me incliné y miré más de cerca: eran unos pequeños círculos de piel arrugada y más oscura. Había dos o tres, quizá por delante hubiera más. Podrían ser quemaduras. Cicatrices.

—¿Qué tienes aquí? —dije. Chico dio un respingo y se tapó la espalda de un tirón. Y entonces, por ese gesto suyo, comprendí. Comprendí por qué era tan cuidadoso al desnudarse, con lo que yo creí que eran pudores de varón. Comprendí el pavor que le tenía a Segundo.

Nos quedamos en silencio durante un rato largo, mientras la noche seguía crepitando de luz alrededor. Amanda acunaba a Chico entre sus brazos y bisbiseaba una canción de cuna sólo para él. Ahora ya no parecía una niña, sino mucho más vieja de lo que en realidad era. Airelai se levantó con un suspiro y se acercó a la ventana abierta. La seguí. Allí abajo, junto a la farola de la esquina, apoyado en el muro, estaba el hombre contra el que yo había tropezado esa mañana; fumaba un cigarrillo y parecía esperar algo o a alguien con una paciencia inagotable.

—Tenía que suceder —repitió la enana. Un avión rompió el cielo sobre nuestras cabezas: era como el ruido del rodar de unas nubes de piedra. Y después comenzó a amanecer y se acabó también esa noche eterna.

Airelai tenía dibujada la cruz de Caravaca en el cielo de la boca. Un día nos la enseñó y como era tan bajita se tuvo que subir a la mesa de la cocina para que Amanda se la pudiera ver. Se trataba de un reborde blanquecino que le recorría el paladar; no resultaba demasiado espectacular, pero era la marca de la Estrella.

—Esto indica que poseo la gracia. Inmediatamente Chico y yo nos escudriñamos la boca el uno al otro para ver si estábamos señalados. Pero no.

—No seáis tontos: si la tuvierais lo sabríais, porque éste no es el único indicio —dijo la enana—. El más importante es el del poder de la palabra. Si un niño tiene la gracia, habla desde el vientre de su madre. Pero si la madre lo cuenta, si revela el prodigio, la criatura nace con la marca pero pierde la gracia.

Nos quedamos impresionados. Incluso Amanda apretó los labios, amedrentada por las incalculables consecuencias del decir.

—¿Por eso eres así, porque tienes esa cosa en la boca? —preguntó Chico tímidamente.

—¿Cómo así?

—Así de pequeña. Airelai hinchó el pecho diminuto y dio unos cuantos pasos a uno y otro lado con aire satisfecho, como si el niño le hubiera dedicado el mayor elogio.

—Digamos que soy… especial —contestó al fin con una sonrisa.

Y entonces nos contó lo de la Estrella. Porque Airelai hablaba mucho. Con ella, y con sus baúles, y sus útiles de magia, y sus trajes bordados de chispas de luz, llegaron sobre todo las palabras: fascinantes historias de mundos remotos, aventuras extraordinarias, reflexiones incomprensibles pero seguramente importantísimas. Por eso cuando Chico y yo no entendíamos algo, nos aprendíamos las frases de memoria, en el convencimiento de que la vida, con el tiempo, acabaría adaptándose a las palabras de Airelai y nos permitiría extraer su significado. Todo lo sabía nuestra enana; todo lo había vivido. Parecía muy joven, una linda muñeca sin pasado, pero ella aseguraba que tenía muchos años.

—No soy enana, sino liliputiense, esto es, de proporciones delicadas; no deforme ni monstruosa, sino sólo pequeña —explicaba a menudo Airelai—. Los liliputienses somos miniaturas de la vida, muestras perfectas; y por eso mismo, por nuestra perfección, jamás envejecemos. Nunca somos del todo niños, pero tampoco ancianos. Atravesamos la existencia siempre iguales a nosotros mismos, y al cabo, un día cualquiera, nos morimos. Como todos. Pero solemos vivir mucho, porque, como somos pequeños, a menudo la muerte nos olvida.

Desde luego era tersa y muy hermosa, con la piel del color del pan recién tostado, los ojos oscuros, el pelo espeso y liso, azuloso en los reflejos de tan negro. Y una voz fina y suave, adornada aquí y allá por los restos de un acento extranjero, que se te colaba en los oídos como una brisa fresca. Con esa voz ligera e hipnotizadora, Airelai nos contó aquella tarde la siguiente historia:

«Yo nací muy lejos de aquí, hacia el Oriente, al otro lado de mares y montañas. Justo cuando mis padres se estaban amando sin pensar en mí, pasó por encima de ellos una estrella errante, que son las más poderosas, porque no necesitan estar sujetas como estúpidas a su lugar fijo en el firmamento. Y hete aquí que mis padres me concibieron en ese instante, y del fuego cercano de la Estrella yo obtuve la fuerza. Y a los seis meses hablé dentro del vientre de mi madre y grité: “¡Quiero salir de aquí!”. Lo cual fue prueba evidente de que tenía la gracia, no sólo por hablar, sino por decir que quería salir, porque de todos es sabido que ningún niño desea abandonar el vientre de su madre y afrontar, tan solo y tan desnudo, el doloroso peso del mundo.

»Pero yo no estaba tan sola, porque tenía mi don. Y ello me otorgaba el poder de la clarividencia y del entendimiento. A diferencia de los demás humanos, que están tan absortos y encerrados en sus pequeñas existencias que por delante y por detrás sólo atinan a ver oscuridad, yo sabía de dónde venía, y quiénes llegarían tras de mí. Yo sé que ocupo un lugar en la cadena de la vida, como la minúscula gota perdida, pero también arropada, en las aguas de un río torrencial. La Estrella, acostumbrada al ritmo sideral y sobrehumanamente lento de las grandes esferas, me regaló esa aguda percepción de lo inmenso y de lo diminuto. Yo sé que soy pequeña, muy pequeña; pero los demás también lo son y no lo saben. Ése es mi poder, el de la conciencia. Cuando me escuchó gritar dentro de su vientre, mi madre se llevó un susto tremendo. Mi madre era muy joven por entonces, y además se había quedado huérfana siendo aún una niña, de manera que mi abuela, su madre, no tuvo tiempo de transmitirle unos conocimientos tan básicos e imprescindibles como el de saber qué debes hacer si tu hijo te empieza a hablar desde dentro de ti. El caso es que mi pobre y asustada madre al principio se calló y no hizo nada, esperando haber oído mal. Pero yo siempre fui bastante impaciente y cabezota, de manera que seguí gritando que quería salir. Hasta que al fin una tarde mi madre se arregló con esmero, se envolvió la barriga con un chal de lana para amortiguar mis voces y se fue andando hasta el otro extremo del pueblo para consultar a la Vieja Sabia. Y la Vieja Sabia le dijo:

»—Mujer has hecho mal en venir. Me has revelado que tu hijo grita dentro de ti, y sólo por eso, por hablar demasiado, la criatura puede perder la gracia: no deberías habérselo dicho nunca jamás a nadie. Tienes una disculpa, sin embargo, y es que no sabías; y que, aun sin saber, te has comportado con considerable juicio y discreción, y sólo me lo has contado a mí, y en busca de consejo. De manera que mereces que te ayude, y así voy a hacerlo, aunque no sé si conseguiremos enmendar este error. Lo primero que debes saber es que, cuando uno se ha ganado un destino y ha concitado una desgracia, la única manera de evitarla es cambiarla por otra clase de desdicha. Si quieres que tu criatura no pierda su don, tendrá que pagarlo de algún modo. Esto es, tendrá que escoger entre la gracia o el dolor. Pero yo no soy quien para decidir por tu hijo algo tan importante, y ni siquiera tú puedes hacerlo. Recuerdo que hace muchos, muchísimos años, cuando yo era aún una niña, mi abuela, que me enseñó todo lo que sé, me llevó un día de visita a una gran casa de piedra y madera a las afueras del pueblo. Un par de hombres, no sé si eran parientes o criados, nos condujeron por las escaleras de granito y nos llevaron al dormitorio principal. Allí, en una cama inmensa que habían tenido que reforzar con tablones de roble, estaba tumbada una mujer mayor, más o menos de la edad de mi abuela. Tenía los ojos cerrados y respiraba fatigosamente; pero lo más notable era la colosal barriga que poseía, un bulto de dimensiones fantásticas que le hinchaba el camisón como una vela y que reposaba lateralmente sobre la cama. Era tan grande el vientre que la anciana parecía un añadido de él, y no al contrarío. Y entonces mi abuela me dijo:

»—Esta mujer de tripa descomunal que ves aquí fue en tiempos mi mejor amiga. Crecimos juntas y juntas fuimos a nuestros primeros bailes. Ella conoció enseguida a un chico bueno y guapo, y se casó. Al poco se quedó en estado y su felicidad parecía tan completa que casi daba miedo. Pero a los seis meses de embarazo la criatura empezó a hablarle desde dentro del vientre. Era un varón y decía cosas dulces y bonitas. Mi amiga sabía que no debía dar cuenta a nadie del prodigio, pero a la sazón se encontraba cegada por esa estúpida embriaguez de omnipotencia que produce la dicha y el amor. Así que se lo dijo a su marido, y después, asustada por lo que había hecho, pidió ayuda a las comadres, que le explicaron que, si su niño quería conservar la gracia, tendría que pagar con infelicidades y desdicha. No estaba mal encaminado el consejo, pero, como luego verás, era incompleto. El caso es que mi amiga se lo pensó mucho: noches sin dormir y días de llanto. Y al final decidió que su hijo no podía perder el don, aunque el precio fuera alto. De modo que una madrugada salió al patio y, a la oscura luz de las estrellas, aceptó en nombre de su hijo las pesadumbres necesarias con tal de mantener la gracia. Pues bien, eso fue lo peor que pudo hacer. Chilló el niño al oírla, y no paró de chillar dentro de su vientre durante varios días. Pero lo más horrible es que pasaron las semanas, y llegó el momento de parir, y la criatura no salía; se negaba a vivir una vida de desdichas que otros habían escogido por él. Y se cumplió una semana de retraso, y luego un mes. Pasó el primer año, el segundo, el tercero; el niño no nacía, pero crecía dentro de las entrañas de su madre al mismo ritmo con que hubiera ido creciendo fuera. Al poco tiempo el peso y el volumen eran tan tremendos que mi pobre amiga ya no se podía tener en pie y tuvo que confinarse de por vida a la cama. Y allí, en la cama, siguió desarrollándose el niño, que al cabo dejó de ser un niño y se convirtió en un varón hecho y derecho. Y a juzgar por las dimensiones de la barriga, debió de ser un chico alto y fuerte y ahora debe de ser un cincuentón considerablemente gordo. Hace muchos años que mi amiga ha perdido casi por completo la conciencia; sólo vive para alimentarse, cosa que ha de hacer durante varias horas al día, y el resto del tiempo en general dormita.

»—Así habló mi abuela —dijo la Vieja Sabia—, y cuando se calló, y nos quedamos las dos contemplando en la penumbra la montaña de carne temblorosa, pudimos escuchar una voz de varón lejana y débil que exclamaba: “¡No quiero salir!”, entre ecos de humedades, bóvedas reverberantes y chapoteos. Si te cuento todo esto, mujer, es para que comprendas que no podemos decidir por los demás en modo alguno. Que no es lícito bajo ningún concepto imponer a los otros un destino que nosotros les hayamos escogido, aunque creamos que nos mueve el altruismo y que con ello estarnos haciéndoles un bien.

»Así habló la Vieja Sabia —dijo la enana—, y mi madre, aprendida la lección, regresó a casa. Y esa misma noche salió al patio y, a la oscura luz de las estrellas, me comunicó que yo debía escoger entre el sufrir y el don. Y yo me rebelé, y pataleé dentro del vientre de mi madre, y lloré; porque me parecía injusto tener que asumir la responsabilidad de una decisión semejante aún antes de haber nacido. Pero al final elegí, y preferí la gracia; porque prefiero el conocimiento, aun con desdichas, a una felicidad tonta y sin conciencia.

»Ahora bien, estuve tan preocupada durante los últimos meses de mi gestación, y empleé tantas energías en decidir la mejor opción, que descuidé el acabado final de mi anatomía; y así sucedió que, cuando nací, lo hice muy pequeñita, y pronto se vio que me debía de faltar una pieza fundamental en el mecanismo del crecimiento, porque pasaba el tiempo y yo seguía igual de menguada, hasta que mi condición de liliputiense se hizo evidente. Luego descubrí que este tipo de percance es bastante común. Quiero decir que muchas de las embarazadas tocadas por el don hablan de más; y los hijos, turbados por tener que vivir ya en el vientre materno conflictos tan tremendos, suelen descuidar su propia formación o confundir de pura zozobra y aturullamiento, las piezas de ensamblaje. Y así, muchos nacen con seis dedos en cada mano, con los pies torcidos o labio leporino. De modo que cuando os encontréis por el mundo a esos seres singulares de triste apariencia, hombres y mujeres jorobados, o ciegos, o zambos; o bien feos como un demonio, y tullidos, y bizcos, no os creáis por ello que son inferiores y dignos de lástima, porque probablemente están así porque poseen la gracia.

»En cuanto a mí, nunca me he arrepentido de mi elección, aunque mi vida ha sido difícil y siempre he tenido que convivir con alguna desdicha. Pero también, y gracias al don, mi existencia es intensa. Y sé además que algún día volverá mi Estrella, que es una estrella errante, lo que los hombres de ciencia llaman un cometa. Vosotros habéis visto la foto de mi cometa, de mi Estrella, porque la tengo cosida a la tapa del baúl: esa masa de luz, ese hermoso chisporroteo, esa potencia. Una noche ya no muy lejana volverá a cruzar el cielo sobre mí, y esa noche, lo sé, se habrán acabado mis sufrimientos y todos mis deseos se harán realidad. Sé que será así: sucederá».

De este modo habló Airelai cuando nos contó lo de la Estrella, dejándonos boquiabiertos a Chico, a Amanda y a mí. Había atardecido sobre sus palabras y nos quedamos unos minutos callados en el crepúsculo, digiriendo la historia. Luego Amanda preguntó:

—Y si dices que siempre tienes que sobrellevar alguna pena, ¿qué desgracia te sucede ahora?

Porque la enana nos parecía fuerte, libre y feliz. Airelai suspiró:

—Pues ahora… Yo ahora sufro mucho —dijo, ruborizándose. Aunque no lo advirtáis, sufro mucho de amor.

Desde que el tipo con sonrisa de tiburón empezó a vigilar la casa, Segundo había desaparecido. No dijo a dónde iba, y ni tan siquiera que se fuera a marchar; simplemente salió de la pensión un atardecer y ya no regresó. Al principio, Amanda estaba más pálida que nunca y se pasaba las noches en vela esperando el regreso de su marido.

—Es que no quiero que me pille dormida —le comentaba a veces a la abuela.

—Siempre fue un perfecto inútil —contestaba doña Bárbara.

Pero a medida que pasaban los días Amanda parecía serenarse; y a veces hasta se le podía escuchar tarareando algo mientras preparaba la comida o arreglaba la casa. Aunque de pronto detenía con brusquedad sus suaves canturreos y levantaba sobrecogida la mano hacia la cara, en ese gesto tan suyo y tan indefinido, como si fuera a cubrirse la boca y a medio camino se arrepintiera, como si fuera a morderse las uñas y se le hubieran perdido los dedos en el trayecto. Y en esa mano que colgaba blandamente en el aire estaba retratada toda su vida.

—No me puedo creer que se haya ido —musitaba acongojada en esas ocasiones—. Volverá. Lo sé. Nunca me dejará.

—Siempre fue un perfecto inútil —decía la abuela. Vivíamos con las orejas estiradas, esperando oír sus pasos en cualquier momento. Hablábamos, jugábamos, comíamos y dormíamos con esa presencia inminente; y todo lo hacíamos deprisa, para acabar antes de que él volviera, aunque se tratara de una actividad totalmente inocente. Pero el regreso de Segundo era una línea, una frontera; y cuanto más tardaba, más imponente nos parecía el momento de su vuelta, más cargado de significado y de amenaza.

—Es posible que ya no venga nunca más —dijo la enana mientras se abanicaba con un cartón. Era la hora de la siesta y el aire estaba quieto y bochornoso.

—No me lo puedo creer —contestó Amanda.

—¿Por qué?

—No es mi suerte. Quiero decir, tengo muy mala suerte.

—Pero imagínate que eso ha cambiado —dijo Airelai—. Ahora tienes mi fuerza. Ahora vosotros tres tenéis mi fortuna. Cuando llegue mi Estrella se cumplirán todos mis deseos. Y yo deseo que los tres seáis felices: tú, Amanda; y tú; y Chico también. Así es que vuestra suerte es ahora mi suerte.

Amanda suspiró:

—Tú es que eres muy buena, Airelai. Pero él volverá.

Me tumbé boca arriba en el suelo, disfrutando del momentáneo frescor de las baldosas. Por encima de mi estaba el aire estancado y caliente de la habitación; y más arriba, el tejado calcinado; y más arriba, un cielo casi blanco abrasado por un sol insufrible; y más arriba, el firmamento siempre negro que nos rodea, como yo había visto en un programa de televisión. Y por allí, en la inmensidad de esa noche eterna, avanzaba hacia nosotros nuestra Estrella, firme y ciega, dispuesta a concedernos todo.

—¿Por qué no te has ido? ¿Por qué no les has dejado? —preguntó la enana.

Amanda tardó mucho en contestar. Estaba sentada en una silla, vestida con una camiseta y unos pantalones vaqueros viejos cortados a tijeretazos a la mitad del muslo. Metía de cuando en cuando una servilleta en la jarra de agua que había sobre la mesa (habíamos acabado de comer hacía muy poco), y se humedecía con ella el escote y la nuca. La jarra había tenido hielo, pero ya se había derretido. Todos nos movíamos lentamente, y hablábamos lentamente, y pensábamos lentamente, como si moverse, hablar, pensar o respirar fuera un peligro, esto es, como si el calor nos estuviera matando. Y quizá fuera así. Chico quiso acurrucarse en los brazos de Amanda, pero ella le rechazó sofocada y suave. Entonces el niño se tumbó en el suelo, sobre las baldosas, como yo; y se puso a dormitar mientras agarraba con una mano un tobillo de su madre. La abuela también debía de estar durmiendo la siesta en la asfixiante penumbra de sus habitaciones: tomaba somníferos. Y a nuestro alrededor ardía la tierra.

—Pero ¿cómo querías que me fuera? Es imposible —contestó al fin Amanda.

—Cuando viniste aquí, tú sola.

—Ellos se habían quedado con el niño, para que yo no me marchara. Además, ¿adónde voy a ir? Segundo me encontraría. Y me mataría.

—Venga, venga: no eres la única mal casada en el mundo. Otras lo han conseguido.

—Yo no. Lo sé. Yo no.

—Además tú eres una chica preparada, has trabajado como secretaria, sabes escribir a máquina… No les necesitas para nada. Busca un empleo. Coge al niño y vete.

De nuevo Amanda tardó en contestar. La mirada se le perdió en el aire; se veía que estaba esforzándose en imaginar cómo podía ser la vida sin Segundo, sin su brutalidad y sus manos tan duras. Gotas de agua y de sudor brillaban en su escote y el pelo, mojado, se le pegaba a sus mejillas suaves y redondas. Un moscardón agujereaba la penumbra por encima de mi cabeza: embestía una y otra vez el aire denso y pesado y casi parecía oírse el ruido de las sombras al desgarrarse. Si se fuera Amanda, se llevaría al niño. Sólo al niño. Baba.

Amanda suspiró y sacudió la cabeza desesperanzadamente, dándose por vencida:

—No es mi suerte. Mi madre no quería que me casara con Segundo. Pero era muy guapo. Me casé y se acabó. Yo antes era otra cosa, pero me equivoqué y ya no hay remedio. No me puedo escapar de él. La vida es así. Se acabó, Airelai.

Hablaba Amanda con la mirada baja y un extraño temblor le ablandaba la boca y la barbilla, como si se le estuvieran rebelando, e incluso escapando de la cara, y ella careciera de fuerzas suficientes para sujetar barbilla y boca en su lugar. Recordé entonces otra barbilla así, agitada y contrita, desesperada en sus deseos de escapar de debajo de la nariz del propietario. La habíamos visto Chico y yo la tarde anterior enfrente de casa, a la puerta del club en donde, antes de que Segundo desapareciera, éste y Airelai solían actuar como magos. Era la barbilla del Buga, el chulito pandillero. Pero en esta ocasión, cuando le vimos Chico y yo, parecía considerablemente humilde y estaba solo.

—Vengo a hablar con el Portugués —había resoplado el Buga al matón que le abrió el portón y le dejó esperando en la calle.

Cuando vimos llegar al Buga, Chico y yo nos escondimos en las sombras de nuestro portal. Pero el muchacho no nos prestó la menor atención; de hecho, parecía absorto en algo interior y apenas si miraba por donde iba. Con la barbilla temblorosa y los gruesos párpados entrecerrando sus ojos chinos.

—Te dije que no vinieras aquí, qué mierda quieres… —gruñó el Portugués asomándose bruscamente a la puerta.

El cuerpo del Buga se sacudió bajo la voz del hombre. Se inclinó hacia delante y susurró algo que no entendimos. El Portugués arrugó con sorna su boca rota:

—¿Y por qué iba a hacer yo eso por ti? No vales para nada. No me sirves.

En ese momento apareció en el quicio, junto al Portugués, el hombre con sonrisa de tiburón contra el que yo había chocado unas semanas antes. Su presencia fue una desagradable sorpresa para Chico y para mí: hacía unos cuantos días que no le veíamos y estábamos empezando a pensar que se había marchado. El Hombre Tiburón se agarró amistosamente a los hombros del Portugués y sonrió con su boca truculenta.

—¿Qué pasa? —dijo; y había algo en su tono que convertía estas dos palabras inocentes en algo brutal.

El Buga se inclinó aún más hacia ellos y susurró de nuevo. No le oíamos pero vimos su espalda, tensada hacia delante y también hacia abajo, en un movimiento a la vez ansioso e implorante. El Portugués torció el gesto con desagrado y apartó al muchacho de un empujón que casi le tiró al suelo.

—Muérete —dijo aburridamente, sin ningún entusiasmo, antes de meterse club adentro.

—Y no vuelvas —añadió el Hombre Tiburón: y estaba claro que no se trataba de un consejo.

El Buga se quedó un rato contemplando la puerta cerrada y luego se volvió y le pudimos ver la cara: blanca como un papel. Se sujetó el temblor de la barbilla con una mano y apretó los párpados sin pestañas durante unos momentos. Después abrió los ojos, respiró hondo, sacó pecho y echó a andar calle abajo. En los últimos segundos había ganado en altura y en desafío; casi hubiera parecido el Buga de siempre de no ser por ese miserable temblor de su barbilla.

Luego se lo contamos a la abuela, Chico y yo. No lo del Buga, sino que habíamos visto al Portugués y al Hombre Tiburón, muy juntos y amigos en el club de la magia.

—Siempre fue un perfecto inútil —suspiró doña Bárbara.

Y se marchó a la cama.

No teníamos dinero. Poco antes éramos ricos pero ahora Segundo seguía sin aparecer y no teníamos dinero. La abuela había vendido o empeñado un reloj de oro y unos tenedores grandes y pesados, sobrecargados de arabescos, que parecían tridentes. Eso me dijo Airelai, que lo sabía todo. Pero aun así no teníamos dinero. Algunos días apenas si había para comer y Amanda nos preparaba pan y sobrasada y se reía muchísimo, porque por un lado le preocupaba la situación económica pero por otro empezaba a pensar que Segundo no volvería, y esa contradicción en los sentimientos la tenía bastante nerviosa y así como algo loca.

Entonces Airelai dijo un día que ya estaba bien y que ella iba a tomar cartas en el asunto. Y comenzó a marcharse de casa todas las noches, embozada en un velo malva y en su misterio. No regresaba hasta muy avanzada la madrugada, con pasitos sin ruido y sin peso, como de conejo, y se metía en su baúl a dormir durante todo el día. Yo supuse que la razón de su comportamiento era la magia, y que si se iba de casa todas las noches era para poder hacer conjuros a la luz de la luna. Porque Airelai volvía siempre con dinero, pequeñas montañas de billetes arrugados que dejaba sobre la mesa del cuarto del sofá antes de irse a la cama, y a mí me parecía imposible que alguien pudiera encontrar todo ese dinero en las noches oscuras si no era a través de algún hechizo. Por las mañanas, al levantarnos, Chico y yo corríamos a la mesa a ver si se repetía una vez más el mismo portento, y era como si todos los días fuera Reyes. Yo escudriñaba los billetes intentando encontrar en ellos algo especial, porque nunca antes había tenido la ocasión de ver dinero encantado. Pero parecían billetes como los demás, algunos incluso muy usados y sucios, con los bordes rasgados y cosas escritas con bolígrafo: palabras absurdas, nombres de mujer, números de teléfono.

Entonces llegaba la abuela y cogía el montoncito de papeles con avidez, los alisaba, los contaba y los doblaba. Y luego llamaba a gritos a Amanda, le extendía majestuosamente unos cuantos billetes y le encargaba con voz de almirante los asuntos del día: que pagara tal o cual cosa, que comprara oporto para ella y, sobre todo, que adquiriera el pienso para los gatos, que se habían marchado casi todos al no encontrar comida en las malas semanas de hambruna y de pobreza, hasta el punto de que sólo resistieron hasta el final cuatro felinos, Zoilo Santana de Olla, Inés García Meneses, Tomasa López López y Dolores Rubio González, a quienes la abuela, agradecida, había decidido otorgar el título de duques. Ahora, con la reaparición de los cuencos de pienso, los gatos estaban regresando poco a poco.

Teníamos dinero y no estaba Segundo, así que vivíamos, por así decirlo, en el mejor de los mundos. Pero echábamos de menos a Airelai. Ahora apenas si la veíamos, entregada como estaba a sus conjuros nocturnos y a sus sueños reparadores durante la jornada; y sin la enana, sin sus ideas, sin sus historias, sin sus palabras, la vida era mucho menos divertida. Y así, Chico y yo nos pasábamos los días aplastados por el peso del verano, solos y aburridos. Tan aburridos que yo empecé a permitirme vagabundeos cada vez más amplios, viajes de exploración a los confines del polvoriento Barrio. Quise que el niño viniera conmigo, pero él se negó. A Chico no le importaba el aburrimiento: es más, incluso parecía disfrutarlo. Sentado en el escalón del portal, su pálida carita relucía de sudor y de satisfacción al ver pasar las horas tan quietas y tranquilas. Jugar con cromos, poner a pelear dos cucarachas o comerse su bocadillo de sobrasada eran para él placeres estupendos. Chico consideraba que la calma chicha era la mejor de las vidas posibles, porque donde no sucede nada no hay dolor.

Pero yo no pensaba así. Yo tenía ilusiones y deseos; yo esperaba, esperaba la llegada de mi padre, o al menos la llegada de la Estrella, que anunciaría nuestra felicidad inevitable. Y como toda persona que aguarda el comienzo de una vida mejor, vivía el tiempo presente con incomodidad y con impaciencia. Quería matar las horas, quería matar el tiempo para que el futuro llegara cuanto antes. Pero el verano era largo y pesado.

Por eso, por el afán de terminar tardes interminables, empecé a explorar el Barrio más allá de la zona autorizada. Porque todos los habitantes del Barrio teníamos nuestras calles, nuestras zonas, el lugar en el que, si respetábamos las reglas, podíamos vivir más o menos seguros. Pero si traspasábamos esas fronteras invisibles y tácitas y nos metíamos en otros territorios, con otros jefes, otras bandas, otras esquinas, otros Bugas, entonces nunca podías estar del todo segura de que el suelo continuara bajo tus pies y el cielo encima de tu cabeza. Todo era relativo en los confines del Barrio.

Sin embargo yo empecé a ir y a venir por todas partes libremente, y me ayudó el verano y el calor, el sol que vaciaba las calles y desdibujaba sus contornos con una neblina cegadora. Recorrí el Norte del Barrio, que se estiraba hacia la parte noble de la ciudad, y descubrí la iglesia con el altar sobrecargado que me recordó a mi abuela. Crucé al Este, y el Barrio limitaba con una zona de fábricas con muchos hombres y mujeres vestidos de mono azul, y altas alambradas, y perros policías olisqueando las vallas. Alcancé el confín del Oeste, y el Barrio se deshacía poco a poco en huertas resecas y casas de labor semiderruidas, en campos de tierra mala comidos por los cardos. Y fui por último al Sur y allí me encontré con más alambradas y más perros policías, porque el Barrio lindaba con el aeropuerto y habían cercado las instalaciones para protegerlas. Aunque, a decir verdad, no era el aeropuerto lo que parecía estar vallado, sino que el Barrio entero parecía estar metido en una jaula. Sobre todo porque era aquí, en el Sur, donde se encontraban las Casas Chicas.

Para ir hacia el Sur primero te topabas con la calle Violeta, que de día no era violeta ni tenía nada extraordinario. La crucé varias veces bajo la luz del sol (la prohibición sólo se refería a las noches) y era una calle más, como cualquier otra, ancha y corta y con grandes ventanas bajas siempre bien cerradas. Luego, tras cruzar esta calle, el Barrio perdía enseguida el asfalto y era cada vez más arenoso. Al poco de caminar llegabas a los desmontes, unas colinas de escombro y de basura en las que siempre rebuscaba algún perro, algún viejo, algún niño. Y cruzando los desmontes y su hedor a podrido llegabas a lo alto de un pequeño repecho y contemplabas a tus pies las Casas Chicas: un mar de chabolas recalentadas, con techos de lata y uralita, puertas de cartón y muros de tetrabrik. Todo ello entre nubes de polvo, carcasas oxidadas de coches, esqueletos de lavadoras y neveras, sofás medio quemados, arenas nauseabundas, un desfile triunfal de cucarachas y un centelleante sembrado de vidrios rotos. Se apretujaban las chabolas las unas contra las otras en la hirviente hondonada, de espaldas a las vallas del aeropuerto, que se veían al fondo; y del asfixiante abigarramiento subían gritos de mujeres, llantos de niños, tímidos ladridos de perros famélicos.

Me había atrevido a ir por segunda vez a las Casas Chicas y estaba observando, fascinada y desde lo alto del repecho, ese paisaje desconcertante, cuando de repente advertí a mis pies una sombra que no era la mía. Quise volverme, pero no me dio tiempo: una manaza cayó sobre mi cuello y alguien me agarró como se agarra a un gato. Un oscuro perfil de hombre que apenas si pude ver se acercó a mi oreja derecha:

—Vaya, vaya… Mira quién está aquí…

La voz me resultaba familiar, pero estaba tan aterrada que había perdido la memoria.

—Ya que has venido, tendré que hacerte los honores. Vamos para casa.

Sin soltar mi cuello, el hombre me empujó y me hizo bajar el desmonte por delante de él. En la hondonada el calor era insoportable y el sol parecía abrasar más; el polvo te subía tobillos arriba y se pegaba a las piernas sudorosas. Caminamos un rato entre las chabolas y apenas si nos miraba nadie, hasta que, con una torsión de su muñeca, el hombre me hizo entrar por una pequeña puerta en una de las casas. El interior estaba tan oscuro que al principio no pude ver nada. Poco a poco empezó a materializarse el mundo a mi alrededor: las paredes, formadas por decenas de envases de leche desnatada; el suelo, de tierra apisonada, limpio y bien barrido; una mesa de formica; una cama grande de patas de madera; un armario de cocina; un hornillo de butano; un televisor y un vídeo. En un rincón, tan quieta que fue lo último que vi, había una mujer extremadamente delgada y de edad indefinida, con un bebé en los brazos. No me miraba a mí, sino al hombre que había venido conmigo, y lo hacía con ojos despavoridos, como el perro que espera que le castiguen. Advertí que mi cuello había quedado libre y me volví. A mi espalda, sonriendo torvamente con su boca triangular, estaba el Portugués.

—Bueno, querrás tomar algo, ¿no? Eres mi invitada —dijo sardónicamente.

Y se volvió hacia la mujer y le ladró algo en un idioma que yo no entendí. Sin soltar al niño, la mujer se afanó en obedecer. Sacó una coca-cola, un vaso, sirvió el refresco, me lo dio. Sorbí un poco. Estaba caliente como una sopa.

—Bien. Ya has bebido. Ya conoces mi casa. Ya nos hemos hecho amigos. Así que ahora me vas a contestar todo lo que yo te pregunte —dijo el Portugués.

Yo me apresuré a asentir con la cabeza.

—Bien. ¿Dónde está el dinero?

Me quedé horrorizada. ¡La primera pregunta y no la sabía!

—¿Qué… qué dinero, señor? —balbucí. El diente del Portugués relampagueó en su boca herida. Me agarró por los brazos y me levantó en vilo:

—El dinero del Tigre… El que tenía Segundo. ¿Dónde está? —bramó aterradoramente.

—No sé, no sé nada —casi lloré—. Cuando se fue Segundo nos quedamos sin dinero… Y ahora Airelai nos trae billetes por las noches…

El hombre me dejó en el suelo con gesto despectivo.

—Ya, ya sé de dónde saca la enana los billetes… Pero a mí no me engañáis, ni tú, ni ella, ni tu abuela. Sé que Segundo no se lo llevó, porque, cuando le advirtieron, huyó sin poder pasar por casa. Y no ha vuelto. Así que, de ahora en adelante, vas a buscar por mí, ¿has entendido?

Asentí de nuevo con la cabeza, aunque no entendía nada. El Portugués se inclinó sobre mí:

—Vas a ser mis ojos, mis manos y mis pies. Vas a registrar toda la casa, ¿comprendes? Sin que te vea nadie. Los cajones, los armarios, debajo de las camas, en las baldosas sueltas, en la habitación de tu abuela, en la cocina, ¡toda la casa!, ¿entiendes?

Volví a asentir y mi docilidad pareció calmarle un poco. Al fondo de la habitación, pegada a la pared, la mujer esquelética seguía muy quieta y con el niño en brazos. El crío, que debía de tener entre uno y dos años, jugueteaba con el pelo lacio y sucio de la madre y en un momento determinado se lo retiró de la cara; y aunque la mujer se apresuró a cubrirse de nuevo con la melena, pude advertir que le faltaba la oreja derecha y que en su lugar había tan sólo una cicatriz desgarrada y rosa.

—Quiero ese dinero. Mucho dinero. Una maleta llena. Búscalo. Y búscalo bien. Te doy una semana. Dentro de siete días nos veremos —dijo el Portugués con suavidad, mientras jugueteaba con mi vaso de coca-cola medio vacío—. Y no creas que puedes escaparte de mí, porque no puedes.

Cerró la manaza en torno al vaso y, sin mover un solo músculo de la cara ni hacer aparentemente esfuerzo alguno, hizo estallar el vidrio en mil fragmentos. Sacudió luego la mano y cayeron al suelo dos gotas de sangre.

—La próxima vez —advirtió— no será sangre mía.

La abuela estaba inquieta. Se hacía y se deshacía el lazo de su blusa morada. Y se arreglaba una y otra vez los almohadones del sillón: porque ahora, en el verano, no permanecía en la cama, en donde hacía demasiado calor, sino en una butaca estratégicamente situada entre la puerta y el balcón, para arañar una chispa de brisa a esa atmósfera tan densa y agotadora. Suspiraba de cuando en cuando doña Bárbara y era como el barritar de un elefante: una demostración de fuerza.

—¿No te extraña que no existan los cumplemuertes? —dijo de repente—. Celebramos con mucho empeño el día de nuestro nacimiento, pero la otra fecha más importante de nuestras vidas, que es la de nuestra muerte, la ignoramos por completo. Y, sin embargo, pasamos por ella cada año, atravesamos ese día crítico completamente ciegos e ignorantes, y a lo peor incluso nos aburrimos, y nos irritamos, y perdemos el tiempo, sin saber que ese mismo día, veinte años después, o cinco, o uno, daríamos cualquier cosa sólo por alcanzar la madrugada…

Me callé: yo ya sabía que no esperaba mi respuesta. Las manos de la abuela, grandes y manchadas, se movían de acá para allá en el aire como pájaros cansados que han perdido el rumbo. Estaba de mal humor, áspera e irritable, pero en esta ocasión, cosa extraordinaria, no me sentí amedrentada. Fue la primera vez que la vi vieja, en vez de simplemente descomunal y sobrehumana.

—¿Por qué me haces esto? —exclamó, doliente y quejosa.

—¿El qué? —me asusté.

Pero enseguida vi que esta pregunta tampoco iba dirigida a mí. Muchas veces doña Bárbara hacía eso: hablaba a los rincones y a las sombras. Así que me tranquilicé y seguí dibujando. Estaba pintando en un papel un mar verde claro, y un barco, y una gaviota. Entonces la abuela se volvió hacia mí y me cogió la mano.

—Fíjate qué mano. Fíjate qué piel —dijo en tono soñador y admirativo—. Suave como la seda de mi blusa. Firme y fresca. Es un placer tocarte la mano. Y contemplarte. Toda tú tan nuevecita. Tan llena de vida que la derramas por todas partes. Mientras que nosotros los viejos estamos tan comidos por la muerte que manchamos de oscuridad a quien se nos acerca. ¿Acaso tú no lo notas? No, tú no. Eres todavía demasiado niña.

Se calló y soltó otro de sus furiosos suspiros.

—Oléis a vainilla, los niños. Incluso esa calamidad que es el pobre Chico debe de oler así. Es un olorcito caliente y dulce. Lo recuerdo muy bien de cuando abrazaba a mis hijos, de bebés. A Segundo; y a Máximo. Hundías la nariz en ellos y respirabas el perfume de la vida. Es curioso, pero no recuerdo cuándo fue la última vez que les olí así. Ésas son otras fechas cruciales que también se nos pasan inadvertidas. Es extraño que vivas estúpidamente esas ocasiones tan importantes sin apreciar su trascendencia. La última vez que olí al último de mis bebés. La última vez que corrí por la calle sin ninguna razón, sólo por el placer de la carrera. La última vez que fui nadando en el mar hasta las rocas. La última vez que me besó un hombre.

Abandoné el dibujo, porque la conversación empezaba a ponerse interesante.

—Jue… ¿el abuelo? —aventuré, señalando al hombre de la foto.

La abuela le miró y se encogió de hombros.

—No. No. Pero eso no importa.

Eran las once de la mañana, pero la habitación se estaba poniendo tan oscura como si estuviera anocheciendo. Y un aire irrespirable, un sofoco densísimo, entraba en el cuarto con las sombras. Doña Bárbara volvió a deshacerse el lazo de la blusa y luego dejó caer sus manos sobre las rodillas, agotada por el bochorno.

—Prométeme que te acordarás de mí. Y que dirás mi nombre en voz alta de vez en cuando, como yo digo los de mis gatos, los de todas esas personas que un día vivieron y que hoy sólo me tienen a mí para nombrarlos. Prométemelo.

—Sí, pero ¿cuándo he de hacer eso?

—Cuando yo me muera.

—Pero cuando usted se muera, abuela, ¿no se va a acabar el mundo?

—Claro que se acabará. Pero tú te inventarás un mundo nuevo.

Fue un alivio saberlo. Justo en ese momento el cielo reventó sobre nuestras cabezas; primero creí que era un avión, pero luego comprendí que se trataba de un trueno.

—¡Al fin! Este calor era imposible —gimió doña Bárbara, poniéndose en pie y dirigiéndose hacia el balcón.

La seguí y durante unos minutos no hicimos otra cosa que contemplar el cielo, que estaba negro e hinchado, y tan bajo que parecía que pudiéramos tocarlo con la mano. Relampagueó horriblemente un par de veces y en las dos ocasiones creí morir, o como poco temí quedarme ciega, pero con una ceguera especial, la ceguera del que ve demasiado. Porque, cuando los rayos se encendieron, la calle se puso lívida, como las calles de los malos sueños, y el cielo perdió su disfraz y reveló su auténtica sustancia: era una muralla pétrea a punto de desplomarse y aplastarnos. Si el mundo es de verdad así, si ésta es la realidad, me dije, prefiero no ver y no saber.

En ese momento empezaron a caer sobre nosotras gotas gruesas y cálidas, gotas que estallaban deliberadamente sobre la piel y que se sentían como dedos ligeros. Levantamos la cabeza hacia las nubes negras y el agua nos acariciaba la cara. La abuela abrió la boca, como hacía a veces en sus visitas al cementerio, pero esta vez no para tragarse el aire del atardecer, sino la lluvia. Y de la calle subía un aroma a tierra mojada tan embriagador como una droga.

No respiraba doña Bárbara, sino que bufaba, como un animal grande y poderoso: un búfalo de agua, creo que pensé. Extendía los brazos en el aire y se dejaba calar por la apretada lluvia. La blusa se pegaba a su pecho amplio y a sus hombros huesudos, y de su prominente nariz caía un hilo de gotas.

—Las tormentas limpian el aire… —bufaba para sí—. Y la lluvia de tormenta limpia las malas memorias…

Comenzó a frotarse suavemente los antebrazos mojados y desnudos, como si se acariciara a sí misma, o quizá estuviera acariciando las gotas que había sobre su piel. Entornó los ojos:

—La última vez que me mojó la lluvia del último verano… ¿Quién sabe? Quizá esto sea todo —dijo lentamente.

Permanecimos unos instantes calladas bajo el redoble ensordecedor del agua.

—Lluvia de tormenta como entonces. Como antes. ¿Te acuerdas de él?

—¿De quién? —balbucí, aterrada, mientras lívidas centellas cruzaban por encima de mi cabeza.

Pero enseguida advertí que doña Bárbara estaba nuevamente hablando consigo misma.

—Los ojos azules, tan hermosos. Y no como en la foto. Tan llenos de vida. No era el sexo, desde luego que no. O no sólo eso. Era saber que él era mi otra parte y que no había nada más que yo precisara, ni agua, ni techo, ni tan siquiera respirar. Y en esas tardes, cuando le deseaba con tanta necesidad y tanto entendimiento, no existía la fealdad, ni la vejez, ni el miedo.

Los truenos rodaban por el cielo con sus ruedas cuadradas organizando un estruendo espantoso, y a veces oscurecían las palabras de doña Bárbara. Pero yo la escuchaba con tanta atención que creo que lo oí todo. Aun sin entenderlo.

—Todavía recuerdo su piel. Caliente y suave, y tan pegada a la mía. Su cuerpo joven, mi cuerpo joven. Y nuestros sudores se mezclaban. Recuerdo sobre todo una emoción: sentirme viva. Sombras doradas de una lámpara de pantalla. Un atardecer invernal y azulado al otro lado de una ventana. Un colchón en el suelo. Siempre fui mala, menos con él. Siempre fui demasiado grande y torpe, menos con él. Siempre fui egoísta, menos con él.

Volvió a extender las manos doña Bárbara: la piel arrugada, manchada de grandes pecas que el agua oscurecía. La tormenta empezaba a amainar.

—Desgraciado aquel que no ha conocido el amor. Esta clase de amor. Ese abismo al que uno se arroja felizmente. Desgraciada la persona que nunca ha sentido, siquiera por un instante, que ella y su pareja eran los dos únicos humanos que jamás habían habitado este planeta. Y desgraciados los que sí se han sentido así alguna vez. Porque lo han vivido y lo han perdido. Yo nunca fui tan hermosa ni tan inteligente como lo fui para él: desde entonces, vivir fue ir descendiendo. Y ahora, ahora que ya apenas si soy Yo, ahora que ya lo olvido todo, para mi desdicha no puedo aún olvidar aquella agonía del deseo y de la carne.

Tronó ya muy lejos, un ruidito ridículo, como una tos del cielo. Ahora llovía desganadamente una lluvia muy fina. Doña Bárbara se apoyó con ambas manos en la barandilla del balcón e inclinó hacia delante su perfil agudo. Ya no parecía un búfalo, sino un pájaro oscuro, un aguilucho mojado y poderoso a punto de desplegar las alas. Pero cuando yo esperaba ya que saliera volando, el pájaro se soltó de la barandilla, se volvió hacia mí y suspiró. Y entonces pude ver que se trataba tan sólo de una mujer anciana. De mi abuela.

La enana había sido diosa, pero ya no lo era. Porque se puede ser dios y luego dejar de serlo, lo mismo que se puede tener la gracia y después perderla. No hay nada seguro en este mundo: en cualquier momento puedes oír sonar tu hora y perder incluso aquello que no sabías que tenías. Eso decía Airelai. Y así nos contó un día la enana su pasado divino:

«Yo he nacido en el Este, como bien sabéis. Donde nace el sol. En un mundo de montañas muy altas y caminos muy chicos en los que las cabras sufren de vértigo. Es un mundo muy antiguo: cuando yo era pequeña, allí no había entrado aún el progreso. Los valles están llenos de templos. Templos labrados de madera, o cincelados en piedra. Con dinteles espesos y patios oscurísimos. Hay muchos dioses en esos valles. Más dioses que habitantes. Y casi todos los dioses son del tipo habitual, esto es, invisibles; o, como mucho, tienen una figura de piedra, o una pintura para representarlos. Pero hay tres diosas vivas, una en cada uno de los tres valles más grandes de mi tierra; y la más importante de las tres es la katami, y ésa fui yo.

»De niña fui muy bella. No quisiera pecar de inmodesta, pero aún soy hermosa. De niña llamaba la atención: en mi tierra no había otra criatura como yo.

»Acababa de cumplir los cinco años cuando la katami anterior sangró sus primeras sangres y perdió la divinidad. Salieron los sacerdotes a todo correr del templo para buscar una nueva diosa, montados en burro por los caminos chicos; y enseguida les llegó la palabra de mi existencia, porque mi belleza era tal que los paisanos la nombraban. Así que al poco llegaron los sacerdotes a mi casa, primero uno, luego otro y después el tercero, más viejo y enteramente calvo. Y empezaron a mirarme y remirarme por todos los rincones, porque además de hermosa la katami ha de ser carente de defectos. Y así, comprobaron que veía bien, que oía estupendamente, que tenía diez deditos con diez uñitas rosas en manos y pies. Que mi piel era toda de un color, sin pecas ni manchas; que parecía sana, y que mi inteligencia era más que mediana. Tan sólo era un poco menguada de tamaño para mi edad; pero, después de mucho cavilar, los sacerdotes decidieron que esa menudencia, y nunca mejor dicho, no era en realidad una imperfección. Y hablaron con mi madre, y mi madre lloró, y yo lloré, y me subieron en el burro y nos marchamos.

»Os puedo asegurar que el trabajo de diosa es sumamente ingrato. Vestía de un modo hermoso, desde luego, con crespones crujientes, sedas deslumbrantes y muselinas tan delicadas y transparentes como alas de libélulas, todo en una gama de tonalidades que iban desde el granate al azafrán, porque el rojo es el color de la katami. Y luego estaba el oro, kilos de oro distribuidos por mi cuerpo, en anillos que me bailaban en los dedos y que había que atar con pizcas de bramante; y en arracadas pesadísimas que me dejaban las orejas doloridas; y en ajorcas de cascabeles para manos y pies que tintineaban con cada movimiento; y en cintos y pectorales y narigueras. Y en el complejo tocado que todos los días llevaba varias horas rehacer: con diminutas figuras huecas de animales enhebradas entre mis cabellos. Toda yo centelleaba de oro en la penumbra: porque el templo de la katami es una casa oscura.

»Todos los días me levantaba muy temprano y las sacerdotisas me vestían y arreglaban durante varias horas. Después desayunaba una comida sana y aburrida; y empezaban las enseñanzas y la liturgia, estudios y ritos que se prolongaban durante toda la jornada. Me trataban bien, siempre intentaban complacerme y me permitían múltiples caprichos (pájaros exóticos, muñecos autómatas traídos de la China, grillos amaestrados), pero yo me sentía muy desdichada. En siete años jamás salí del templo, un viejo palacio que carecía de ventanas al exterior y que sólo se abría, a través de un corredor, a un sombrío patio; y no tenía amigos de mi edad, ni volví a ver a mi familia. O, mejor dicho, sí los veía pero abajo, en el patio, como los demás fieles, sin que yo pudiera hablar con ellos. Yo sabía bien que la tristura de mi vida de diosa formaba parte de mi destino; y que era la cuota de dolor que yo tenía que pagar por mantener la gracia. A veces me miraba la cruz de Caravaca de mi boca en el latón pulido de alguna bandeja (no había espejos en el templo de la katami, para que las diosas no se abrumaran ante el esplendor de su propia imagen), y me sentía orgullosa de haber escogido el conocimiento aun a pesar del sufrimiento. Nunca dije nada de mi gracia a los sacerdotes, porque sabía que les iba a inquietar ese don que ellos no controlaban: los dioses son siempre muy celosos respecto a sus poderes, y aún lo son más los sacerdotes que los sirven.

»De aquellos años refulgentes y oscuros recuerdo sobre todo las historias que me contaron: las enseñanzas del Maestro Mayor, que era aquel sacerdote anciano y calvo. Venía dos o tres veces a la semana y creo que al escucharle me sentía feliz. Él me habló del mundo visible y del invisible, y de la inestabilidad esencial de las cosas, esto es, de cómo todo y todos corremos inevitablemente hacia la destrucción. Y me habló de los otros dioses, para que, como katami, conociera bien a la parentela. Había dioses de todo tipo, me dijo; dioses iracundos y dioses benévolos, agricultores y guerreros, de la fertilidad y de la muerte. Pero todos ellos eran dioses parlantes: por la palabra nos relacionábamos con ellos y con la palabra creaban mundos. Y así, al principio fue el verbo para la mayoría de las divinidades, y luego ese verbo se hizo escritura porque la escritura es la Ley, y los dioses siempre ambicionaron darle un orden al mundo. Por eso todas las religiones poseen libros sagrados; y por eso se dieron casos como el de Woden u Odín, el dios del Norte y de los hielos, que se colgó de un árbol y ayunó y penó durante mucho tiempo, mientras le llovía y le nevaba encima y el viento le mordía las ateridas carnes; hasta que al cabo su penitencia fue premiada y consiguió la maestría en el arte de las runas, esto es, el poder mágico de la palabra escrita.

»Y mientras el Maestro Mayor me explicaba todo esto, yo me iba educando y aprendía a leer y a escribir. Y no sólo en mi lengua común, la lengua de la comida y la bebida y la guerra y el amor, sino también en la lengua primordial, la de la sustancia de las cosas, que es la que se usa en los conjuros. E iba creciendo en sabiduría pero no en tamaño, porque pasaban los años y yo seguía siendo tan chiquita como cuando entré. Y cuando empecé a ver la preocupación reflejada en los ojos de los sacerdotes y las sacerdotisas, me levantaba por las noches y cortaba, sigilosamente, una pizca del ruedo de mis túnicas, para que así creyeran los demás que me quedaban cortas porque yo había crecido. Y esa estratagema les tranquilizó durante algunos meses, pero luego debieron de sospechar algo porque comenzaron a llevarse mis ropas por las noches y a esconderlas en un arcón con doble llave.

»Al cabo la situación se hizo verdaderamente insostenible, porque yo había cumplido los doce años y no sólo no había sangrado todavía, como todas las demás katamis habían hecho ya para esa edad (en mi tierra las mujeres maduramos temprano), sino que además mi aspecto seguía siendo exactamente igual al del día en que entré en el templo. Los sacerdotes estaban horrorizados: habían escogido una katami defectuosa, un sacrilegio del que no se tenía noticia en los milenios que duraba la historia de la diosa. No sabían qué hacer conmigo; temían que yo nunca llegara a menstruar y tenían razón, porque en mi vientre chiquito no caben las flores de sangre de la fertilidad.

»Sospechándose esto, los sacerdotes imaginaban con espanto que tendrían que cargar para siempre jamás con una katami enana que les recordaría en todo momento el error cometido al escogerme. De modo que, después de mucho discutir, decidieron actuar de una manera drástica. Una noche entró la sacerdotisa que se ocupaba de guardar mis ropas en el arcón y degolló una paloma sobre mí, manchándome la entrepierna y las sábanas con la sangre. Y luego me dejó allí, sobre la cama, sin atreverme a moverme, insomne y asustada, con la sangre secándose sobre mis muslos y atirantando mi piel.

»Al amanecer entraron a levantarme como cada día y al descubrir las manchas comenzó el rito habitual de la impureza, la liturgia final de la katami. Me despojaron con suavidad de mis ropas finas; y del oro luminoso con el que me habían adornado durante tantos años. Me dieron una túnica de buen algodón y una bolsa de monedas de cobre: poca cosa. Y me dejaron en la puerta del templo, en mitad del polvo de la calle. Todos actuaron como si de verdad creyeran que la sangre era mía y no de la paloma. Quizá hubo sacerdotisas y sacerdotes que ignoraban el truco; o quizá prefirieron creer la narración mentirosa del hecho antes que el hecho en sí. Porque a menudo el relato de un suceso es más real que la realidad.

»Volví a mi casa y mi familia me acogió afectuosamente. Pero las antiguas katamis provocan la inquietud entre los vecinos y ningún hombre osará jamás casarse con ellas, porque temen morir fulminados si hacen el amor con una exdiosa. De modo que nadie me hablaba, nadie me sonreía, nadie se acercaba a mí. Hasta que me cansé de soportar silencios temerosos y miradas huidizas, y me marché con unos titiriteros que actuaban por los reinos de las montañas y que me anunciaban como la mujer más pequeña del mundo. De los titiriteros pasé a unos feriantes, y de los feriantes a un circo, ya en el Oeste. Y en el circo aprendí la magia de escena, que no es magia real, sino ilusionismo: las rutinas de las cuerdas que se cortan y no se cortan, de puñales que se clavan y no se clavan, de naipes que aparecen y desaparecen. Los trucos que hice con vuestro abuelo y que me habéis visto repetir con Segundo.

»Cuando era katami tenía que estar siempre a la disposición de los fieles. Venían los creyentes al templo a cualquier hora y hacían una ofrenda de pétalos de flores, de trigo, de incienso. Los peregrinos, y aquellos que habían hecho una promesa, pagaban unas monedas, la voluntad, sólo lo que tuvieran y pudieran, y pedían verme. Entonces se les pasaba al patio interior, estrecho y oscuro, con grandes losetas de piedra húmeda y mordida por el moho. Y esperaban allí pacientemente a que yo me asomara por una ventanita del primer piso, entre las celosías de madera labrada del corredor. Y yo me asomaba: chorreando sedas rojas, centelleando de oro. Me aferraba al alféizar y les contemplaba, impávida, sabedora de mi divinidad, concediéndoles la gracia de mi mirada. Y ellos, mis fieles, me adoraban: en el pozo oscuro de aquel patio de piedra me invocaban con el intenso amor de la necesidad. Elevaban hacia mí sus ojos, y sus manos, y sus corazones, siempre pidiendo algo; bisbiseaban una y otra vez mi nombre y al nombrarme, lo sé, me hacían diosa. Todos los humanos llevamos dentro de nosotros la posibilidad de ser divinos y también la de ser diabólicos. En aquel patio sombrío y lúgubre yo conseguí ser una diosa; en otras ocasiones, no sé si algún día os las contaré, me convertí en diablo».