En estas conferencias, una y otra vez, han surgido puntos conflictivos y los he ido dejando abiertos e incompletos en tanto llegáramos al tema del misticismo. Temo que alguno de vosotros habrá sonreído al ver cómo reiteraba la proposición, pero ha llegado la hora de enfrentarse al misticismo seriamente, y de reunir todos los fragmentos dispersos. Pienso que puede afirmarse que la religión personal tiene la raíz y el centro en los estados de conciencia místicos; así pues, dado que por nuestra parte en estas conferencias estamos tratando la experiencia personal como tema exclusivo de estudio, tales estados de conciencia deben formar el capitulo vital a partir del que los otros restantes obtengan su luz. No sé si mi tratamiento de los estados místicos arrojará luz u oscuridad, ya que mi propio temperamento me excluye de disfrutarlos completamente y al observar tan externamente el fenómeno seré tan objetivo y receptivo como pueda, pero creo que como mínimo conseguiré convenceros de la realidad de los estados en cuestión y de la primordial importancia de su función.
Antes de todo me pregunto ¿qué significa la expresión «estados de conciencia místicos»? ¿Cómo separamos los estados místicos de otros estados?
Las palabras «misticismo» y «místico»[225] a menudo se utilizan como términos de mero reproche que podemos aplicar a cualquier opinión que consideremos vaga, indeterminada y sentimental; sin base ni en los hechos ni en la lógica. Para algunos autores, un «místico» es cualquier persona que cree en la transmisión del pensamiento o en el retorno de los espíritus. Empleada en este sentido la palabra tiene poco valor; existen demasiados sinónimos mucho menos ambiguos. Por consiguiente, para hacerla útil y restringiéndola al máximo, haré lo que hice con el término «religión» y os propondré simplemente cuatro características que, cuando una experiencia las alcance, puedan justificar que la llamemos mística para el propósito que nos ocupa. De esta manera abreviaremos la controversia verbal y las recriminaciones que formalmente la acompañan.
1. Inefabilidad. La característica más al alcance por la que clasifico un estado mental como místico es negativa. El sujeto del mismo afirma inmediatamente que debatía la expresión, que no puede darse en palabras ninguna información adecuada que explore su contenido. De esto se sigue que su cualidad ha de experimentarse directamente, que no puede comunicarse ni transferirse a los demás. Por esta peculiaridad los estados místicos se parecen más a los estados afectivos que a los estados intelectuales. Nadie puede aclararle a otro que nunca ha experimentado una sensación determinada sin expresar en qué consiste su cualidad o su valor. Se ha de tener oído musical para saber el valor de una sinfonía, se ha de haber estado enamorado para comprender el talante anímico de un enamorado. Si nos falta el corazón o el oído, no podemos interpretar justamente al músico o al amante e incluso podemos considerarlo absurdo o menguado mental. El místico considera que la mayoría de nosotros damos un tratamiento asimismo incorrecto a sus experiencias.
2. Cualidad de conocimiento. Aunque semejantes a estados afectivos, a quienes los experimentan los estados místicos les parecen también estados de conocimiento. Son estados de penetración en la verdad insondables para el intelecto discursivo. Son iluminaciones, revelaciones repletas de sentido e importancia, todas inarticuladas pero que permanecen y como norma general comportan una curiosa sensación de autoridad duradera.
Estas dos características califican cualquier estado que pretenda ser llamado místico, en el sentido en que yo uso la palabra. Hay otras dos características menos acusadas, pero que habitualmente aparecen y que son:
3. Transitoriedad. Los estados místicos no pueden mantenerse durante mucho tiempo. Salvo en caso de excepción, media hora o como máximo una hora o dos parece ser el límite más allá del cual desaparecen. Con frecuencia, una vez desaparecidos sólo de manera imperfecta pueden reproducirse, pero cuando se repiten se reconocen con facilidad y de una repetición a otra son susceptibles de desarrollo continuado en lo percibido como enriquecedor e importante interiormente.
4. Pasividad. Aunque la llegada de los estados místicos puede estimularse por medio de operaciones voluntarias previas como, por ejemplo, fijar la atención, o con determinadas actividades corporales o de otras formas que los manuales de misticismo prescriben, sin embargo, cuando el estado característico de conciencia se ha establecido, el místico siente como si su propia voluntad estuviese sometida y, a menudo, como si un poder superior lo arrastrase y dominase. Esta última peculiaridad conecta los estados místicos con ciertos fenómenos bien definidos de personalidad desdoblada, como son el discurso profético, la escritura automática o el trance hipnótico. Cuando estas últimas características resultan muy pronunciadas, puede suceder que no quede ningún tipo de recuerdo del fenómeno y que no aporte significado alguno a la vida interior del individuo para la que, podríamos decir, constituye una simple interrupción. Los estados místicos, considerados estrictamente así, nunca son simplemente interruptivos. Siempre queda algún recuerdo de su contenido y un sentido profundo de su incidencia. Modifican la vida interior del sujeto durante los momentos en que suceden. Las divisiones tajantes, de cualquier modo, son difíciles de establecer en este ámbito y tropezamos con todo tipo de gradaciones e interferencias.
Estas cuatro características son suficientes para definir un conjunto de estados de conciencia lo bastante peculiares como para merecer un enunciado especial y exigir un estudio cuidadoso. Así, pues, llamémosle conjunto místico.
El siguiente paso debe ser el de conocer algunos ejemplos característicos. Los místicos grandes a cierta altura de su desarrollo han organizado con frecuencia, de forma muy elaborada, las propias experiencias y una filosofía basada en ellas. Sin embargo, recordad lo que sostuve en la primera conferencia: los fenómenos se entienden mejor cuando los integramos en sus series naturales, los estudiamos en el germen y en la decadencia de la madurez y los comparamos con su progenie exagerada y degenerada. La gama de la experiencia mística es muy amplia, demasiado para que podamos estudiarla por entero en el tiempo de que disponemos. No obstante, el método de estudio serial es tan importante para la interpretación que, si realmente queremos alcanzar conclusiones plausibles, debemos usarlo. Empezaré, por tanto, con fenómenos que no pretenden ningún significado religioso particular, y terminaré con aquellos cuyas pretensiones religiosas son extremas.
El elemento más simple de la experiencia mística parece ser ese sentido profundo del significado de una máxima (o de una fórmula que a veces nos sobreviene). Decimos: «He oído esto durante toda mi vida pero hasta ahora nunca me había dado cuenta de su significado completo». Lutero confesó: «Cuando un hermano de hábito repitió un día las palabras del Credo: “Creo en la redención de los pecados”, vi la Escritura bajo una luz totalmente nueva y al instante sentí como si hubiera vuelto a nacer. Era como si hubiese encontrado la puerta del paraíso completamente abierta»[226]. Esta sensación de significado profundo no queda limitada a las proposiciones racionales; las palabras[227], los efectos de la luz en la tierra y en el mar, los olores y los sonidos musicales, se manifiestan cuando la mente está predispuesta. La mayoría de nosotros podemos recordar el poder extrañamente conmovedor de fragmentos de ciertos poemas leídos cuando éramos jóvenes; fueron algo así como puertas irracionales a través de las cuales el misterio, el desamparo y la angustia de la vida penetraron furtivamente en nuestros corazones para conmoverlos. Quizás ahora las palabras han llegado a ser meras superficies transparentes, pero la poesía lírica y la música están vivas y con significado sólo en la proporción que recojan esas visiones vagas de una vida que prolonga la nuestra, que nos estimula y nos invita y jamás se deja aprehender. Estamos vivos o muertos para el mensaje último y eterno del arte según hayamos conservado o perdido esta sensibilidad mística.
Un paso adelante más pronunciado en la escala mística, se sitúa en un fenómeno extremadamente frecuente, es decir, esa sensación repentina que a menudo nos sobreviene de haber «estado allí antes», como si en un indefinido tiempo pasado ya hubiéramos pronunciado exactamente las mismas palabras, en el mismo lugar y con la misma gente. Como escribe Tennyson:
«Además, algo hay o lo parece,
que me roza con místicos rayos,
como retazos de olvidados sueños,
de algo sentido como algo de aquí;
de algo hecho, no sé dónde;
pero que ningún lenguaje puede explicar»[228].
Sir James Crichton-Browne denominó técnicamente de «estados irreales» a estas repentinas invasiones de una conciencia vagamente reminiscente[229]. Producen una sensación de misterio y de la dualidad metafísica de las cosas, y una sensación de engrandecimiento de la percepción que parece inminente, pero que nunca se completa. Según la opinión de Crichton-Browne, se relacionan con las perplejidades de la autoconsciencia que ocasionalmente preceden a los ataques epilépticos. Pienso que este alienista eminente adopta una visión un tanto absurdamente alarmista de un fenómeno intrínsecamente insignificante. Desciende, escaleras abajo, hacia la locura; nuestro camino sigue fundamentalmente la escalera ascendente. La divergencia demuestra lo importante que es no descuidar ninguna parcela de las conexiones de un fenómeno, ya que lo convertimos en admirable o terrible según el contexto desde el que lo abordemos.
Inmersiones más profundas en la conciencia mística se encuentran en otros estados hipnoides. Sensaciones como las que describe Charles Kinksley seguramente son comunes, particularmente en la juventud:
«Cuando paseo por los campos, de vez en cuando me oprime la sensación de que todo lo que veo posee un significado, si fuera capaz de entenderlo. Esta sensación de estar rodeado de verdades que no puedo comprender a menudo se convierte en un temor reverencial indescriptible… ¿No habéis sentido que el alma era imperceptible para vuestra visión mental, excepto en algunos momentos benditos?»[230].
Un estado mucho más extremo de conciencia mística es el descrito por J. A. Symonds, y probablemente más personas de las que sospechamos podrían darnos desde su experiencia ejemplos similares.
«De repente, en la iglesia, con otras personas o mientras leía, y, siempre, creo, cuando mis músculos se encontraban relajados, sentía que se aproximaba la inspiración. Tomaba posesión de mi mente y voluntad de manera irresistible, duraba lo que me parecía una eternidad y desaparecía en una serie de rápidas sensaciones semejantes al despertar de la experiencia anestésica. Una de las razones por las que no me gustaba este tipo de trance era porque no podía describirlo. Ni ahora puedo encontrar las palabras que lo hagan inteligible. Consistía en una eliminación gradual, pero rápidamente progresiva del espacio, del tiempo, de la sensación y de múltiples factores de experiencia que parecen calificar lo que gustamos de llamar nuestro Yo. En la proporción en que estas condiciones de conciencia ordinaria eran sustraídas, el sentido de una conciencia subyacente o especial adquiría intensidad. Al final sólo quedaba un yo puro, absoluto y abstracto. El universo parecía sin forma y vacío de significado. Pero el yo persistía formidable en su vívida penetración, sintiendo la duda más intensa sobre la realidad, a punto como parecía de encontrar que la existencia se disipa como lo hace una burbuja. Y entonces, ¿qué? La aprehensión de una disolución cercana, la terrible convicción de que este estado era el último del yo consciente, la sensación de que había recorrido la última fibra del ser hasta el borde del abismo y había llegado a la manifestación de la ilusión, eterna Maya, me agitó o pareció agitarme de nuevo. El retorno a las condiciones ordinarias de existencia sensitiva comenzó, primero, con la recuperación del poder del tacto y, después, por la influencia gradual pero rápida de las impresiones familiares y de los intereses diarios. Al final me sentí de nuevo un ser humano y, aunque el enigma de lo que se entiende por vida quedó sin resolver, estaba agradecido por este retorno del abismo —por esta liberación de una iniciación tan horrible a los misterios del escepticismo […].
»Este trance se repitió con una frecuencia que fue disminuyéndolo hasta que llegué a la edad de veintiocho años. Sirvió para imprimir en mi naturaleza en crecimiento la irrealidad fantasmagórica de todas las circunstancias que contribuyen a una conciencia meramente fenoménica. Frecuentemente me he preguntado con angustia, al despertar de este estado de desnudez sin forma, sutilmente sensitivo, ¿cuál es la irrealidad? ¿Es el paso del yo aprehensivo, vehemente, vacío y escéptico del que salgo, o son estos fenómenos circundantes y los hábitos que velan aquel Yo interior y construyen un yo convencional de carne y hueso? Y también, ¿son los hombres los personajes de algún sueño, la insubstancialidad irreal del cual comprenden en estos momentos llenos de emoción? ¿Qué pasaría si se alcanzase el estado final del proceso?»[231].
En un estado como éste existe ciertamente alguna cosa que sugiere la patología[232]. El siguiente paso hacia los estados místicos nos conduce a un reino que la opinión pública y la filosofía ética han etiquetado desde hace tiempo de patológico, aunque la práctica privada y determinadas tendencias líricas de la poesía aún parecen testimoniar su carácter ideal. Me refiero a la conciencia que producen los tóxicos y los anestésicos, especialmente el alcohol. La influencia del alcohol sobre la humanidad se debe, sin duda, a su poder de estimular las facultades místicas de la naturaleza humana, normalmente aplastada por los fríos hechos y la crítica seca de las horas sobrias. La sobriedad disminuye, discrimina y dice no; la borrachera expansiona, íntegra y dice sí. Es de hecho la gran estimuladora de la función del Sí en el hombre. Lleva al creyente desde la periferia fría de las cosas hasta su corazón radiante. Lo convierte por un momento en uno con la verdad. Los hombres no la persiguen por mera perversidad; para los pobres e incultos ocupa el lugar de la música y de la literatura, y es parte del misterio profundo y de la tragedia de la vida que los relámpagos y los fogonazos de algo que reconocemos inmediatamente como excepcional sólo se nos conceda, a tantos de nosotros, en las tempranas y fugaces fases de lo que en su totalidad constituye un envenenamiento tan degradante. La conciencia embriagada es un trozo de la conciencia mística, y nuestra opinión global de ella ha de encontrar su lugar preciso en la valoración de ese todo más amplio.
El óxido nitroso y el éter, particularmente el primero, cuando están suficientemente diluidos en el aire estimulan la conciencia mística en un grado extraordinario. Parece que al inhalador se le revele lo profundo más allá de la profundidad misma de la verdad. Pero esta verdad se desvanece o escapa en el momento de volver en sí, y si alguna palabra queda de lo que parecía revestirla resulta ser un auténtico sin sentido. De todas formas persiste la sensación de que se dio un significado profundo y conozco a más de una persona que está persuadida de que en el trance del óxido nitroso experimentamos una revelación metafísica genuina.
Hace algunos años yo mismo realicé algunas experiencias sobre este aspecto de la intoxicación por óxido nitroso, y escribí un informe en el que una conclusión tomaba cuerpo, ya en aquel tiempo, y cuya impresión siempre ha permanecido firme. Se trata de que nuestra conciencia despierta, normal, la conciencia que llamamos racional, sólo es un tipo particular de conciencia, mientras que por encima de ella, separada por una pantalla transparente, existen formas potenciales de conciencia completamente diferentes. Podemos pasar por la vida sin sospechar de su existencia, pero si aplicamos el estímulo requerido, con un simple toque, aparecen en toda su plenitud tipos de mentalidad determinados que probablemente tienen en algún lugar su campo de aplicación y de adaptación. Ninguna explicación del universo en su totalidad puede ser definitiva si descuida estas otras formas de conciencia. La cuestión es cómo han de considerarse siendo como son tan diferentes de la conciencia ordinaria. Sin embargo, pueden determinar actitudes aunque no sean de fácil formulación, y asimismo pueden descubrir una región aunque fracasen en ofrecer un mapa. En cualquier caso, impiden ajustar prematuramente las cuentas entre nosotros y la realidad. Recordando mis propias experiencias, todas convergen en un tipo de penetración al que no puedo evitar atribuirle algún género de significado metafísico; su nota dominante es invariablemente una reconciliación; es como si los antagonismos del mundo, que con sus contrariedades y conflictos crea a nuestras dificultades y problemas, se fundiesen en la unidad. No sólo los hace pertenecer, como especies contrastadas, a uno y el mismo género, sino que una de las especies, la más noble y mejor, es ella misma el género, asimila y absorbe a su opuesta. Sé que parece una sentencia oscura expresada así, en términos de lógica común, pero no puedo sustraerme totalmente a su autoridad. Siento que ha de significar algo, algo parecido al significado de la filosofía hegeliana, si pudiera expresarse con claridad. Quienes tengan oídos para escuchar que escuchen; para mí, el sentido vivo de su realidad sólo aparece en el artificial estado mental místico[233].
Acabo de hablar de amigos que creen en la revelación anestésica, para ellos también existe una penetración monista en la que lo otro, en sus diversas formas, es absorbido en lo Uno. «Dentro de esta inspiración —escribe uno de ellos—, olvidando y olvidados, cada uno es todo en Dios. No hay una vida superior ni más profunda ni ninguna otra que ésta en la que nos encontramos. Lo uno queda, lo múltiple cambia y pasa, y todos y cada uno de nosotros es lo Uno que queda… Éste es el ultimátum… Tan seguro como el ser, de donde viene toda nuestra inquietud, en la victoriosa satisfacción, más allá de la duplicidad, la antítesis o el problema, en una soledad vacía de Dios»[234].
¡Esto suena a mística religiosa genuina! Acabo de citar a J. A. Symonds. También relata una experiencia mística con cloroformo:
«Cuando el ahogo y la asfixia pasaron, al principio me sentía en un estado de total turbación; después llegaron los relámpagos de luz intensa, alternándose con la oscuridad, y poseía una penetrante visión de lo que pasaba en la habitación a mi alrededor, pero carecía de sensación táctil. Pensé que estaba cerca de la muerte cuando, de repente, mi alma se apercibió de Dios, que estaba tratando conmigo manifiestamente, palpándome, por así decir, con una realidad presente personal e intensa. Lo sentí derramándose sobre mí como la luz… No puedo describir el éxtasis que sentí. Después, mientras me iba despertando gradualmente de la influencia de la anestesia, el antiguo sentido de mi relación con el mundo comenzó a volver, y el nuevo sentido de mi relación con Dios fue desapareciendo. De repente salté de la silla donde estaba sentado y grité: “Es demasiado horrible, es demasiado horrible, es demasiado horrible”, porque no podía soportar aquella desilusión. Entonces me eché al suelo y al final desperté cubierto de sangre y gritando a los dos cirujanos (que estaban aterrados): “¿Por qué no me habéis matado? ¿Por qué no me habéis dejado morir?”. Pensadlo bien; haber sentido en aquel largo éxtasis de visión sin tiempo a Dios, en toda su pureza, ternura, verdad y amor absoluto, y encontrar después que al fin y al cabo no había tenido ninguna revelación, sino que una excitación anormal de mi cerebro me había engañado…
»Sin embargo, persiste la pregunta ¿es posible que la percepción íntima de la realidad que sucedió cuando mi carne estaba muerta a las impresiones exteriores y al sentido ordinario de las relaciones físicas, no fuese un engaño sino una verdadera experiencia? ¿Es posible que en aquel momento yo sintiese lo que algunos santos dicen que siempre han sentido, la indemostrable pero irrecusable certeza de Dios?»[235].
Con esto conectamos con el más puro y simple misticismo religioso. La pregunta de Symonds nos devuelve a los ejemplos que, según recordaréis, cité en la conferencia sobre la realidad de lo no visible, sobre la comprensión repentina de la presencia inmediata de Dios. De una forma o de otra, el fenómeno no es poco frecuente.
«Conozco un oficial de policía —escribe mister Trine— que me ha referido que muchas veces, cuando ha terminado el servicio y vuelve a casa por la noche, le penetra una comprensión muy vívida y vital de su unidad con este Poder Infinito, y el Espíritu de Paz infinita le inunda y lo llena de tal manera que parece que sus pies difícilmente puedan quedarse sobre el pavimento, de tan feliz y exultante como queda a causa de esta corriente que fluye interiormente»[236].
Ciertos aspectos de la naturaleza parecen tener un poder peculiar de despertar tales estados místicos[237]. La mayoría de los sorprendentes casos que he recogido han ocurrido en la calle; la literatura ha consagrado este hecho en múltiples pasajes de singular belleza —por ejemplo, este fragmento del Journal Intime de Amiel:
«¿Nunca volveré a tener alguno de aquellos prodigiosos ensueños que tenía antaño? Un día, en mi juventud, al salir el sol, sentado en las ruinas del castillo de Faucigny; otro día en las montañas, bajo el sol de mediodía, sobre Lavey, al pie de un árbol y con la compañía de tres mariposas; de nuevo, por la noche, sobre la costa pedregosa del mar del Norte, mi espalda sobre la arena y mi vista vagando por la Vía Láctea; ¡ensueños grandiosos y dilatados, inmortales y cosmogónicos, cuando se alcanzan las estrellas, cuando se posee el infinito! Momentos divinos, horas estáticas en las que nuestro pensamiento vuela de mundo en mundo, penetra el gran enigma, respira con un aliento, tranquilo y profundo como el del océano, sereno y sin límites como el firmamento azul… instantes de intuición irresistible en los que uno siente su yo inmenso como el universo y tranquilo como Dios… ¡Qué horas, qué recuerdos! Los vestigios que dejan son suficientes para llenarnos de desconfianza y entusiasmo, como si fuesen visitas del Espíritu Santo»[238].
Éste es un relato parecido, tomado de las memorias de aquella idealista alemana tan interesante, Malwida von Meysenburg:
«Estaba sola en la costa cuando todos estos pensamientos fluyeron sobre mí, liberándome y reconciliándome, y de nuevo ahora, como otra vez tiempo atrás en los Alpes del Delfinado, fui impelida a arrodillarme, esta vez delante del ilimitable océano, símbolo del infinito. Sentía que rezaba como nunca lo había hecho, y ahora sé realmente lo que es la plegaria; volver de la soledad de la individualización a la conciencia de la unidad con todo lo que es, arrodillarse siendo mortal y levantarse como inmortal. La tierra, el cielo y el mar resonaban como en una vasta armonía que abarcaba el mundo. Era como si el coro de todos los grandes hombres que han existido estuviese sobre mí. Yo misma me sentía uno de ellos, y parecía que oyese su bienvenida: “Tú también perteneces a la compañía de aquellos que triunfan”»[239].
El conocido fragmento de Walt Whitman es una expresión clásica de este género esporádico de experiencia mística:
«Creo en ti, alma mía…
Solaza conmigo en la yerba, libera el freno de tu garganta…;
Sólo me gusta la calma, el murmullo de tu voz aterciopelada.
Recuerdo cómo yacimos una vez, una transparente mañana de verano.
Prontamente surge y se expande en mí la paz y el conocimiento que supera todos los argumentos de la tierra,
Y sé que la mano de Dios es la promesa de la mía.
Y sé que el espíritu de Dios es el hermano del mío.
Y que todos los hombres que han nacido son también mis hermanos;
Y las mujeres, mis hermanas y amantes,
Y una simple sobrequilla de la creación es amor»[240].
Fácilmente podría aducir más ejemplos, pero con uno será suficiente; pertenece a la Autobiografía de J. Trevor:[241]
«Una clara mañana de domingo, mi esposa y los niños fueron a la capilla unitaria de Macclesfield. Me fue imposible acompañarlos —dejar el sol de las montañas y bajar a la capilla habría sido un acto de suicidio espiritual. Tenía tanta necesidad de nueva inspiración y expansión en mi vida que, con resignación y tristeza, dejé que mi esposa y los niños bajasen a la ciudad, en tanto que yo, con el perro y el bastón, subí más arriba. Con el encanto de la mañana y la belleza de las cumbres y los valles pronto perdí la sensación de tristeza y pesar. Durante casi una hora caminé por la carretera hasta el “El gato y el violín”. En el camino de vuelta, de repente, súbitamente, sentí que estaba en el Cielo —un estado interior de paz, alegría y seguridad indescriptiblemente intenso, acompañado de la sensación de estar bañado de un cálido fulgor de luz, como si la condición externa hubiese producido el efecto interno, una sensación de haber ido más allá del cuerpo, aunque la escena a mi alrededor era más clara y como más cercana a mí que antes, a causa de la iluminación en medio de la cual parecía estar yo. Esta profunda emoción duró, aunque disminuyendo, hasta que llegué a casa y durante algún tiempo después, y desapareció gradualmente».
El escritor añade que por el hecho de haber tenido otras experiencias de tipo similar las conoce bien.
«La vida espiritual se autojustifica ampliamente para aquellos que la viven, pero ¿qué podemos decir a quienes no entienden? Podemos decirles, al menos, que es una vida cuyas experiencias espirituales son reales para su poseedor, porque permanecen cuando se acercan a las realidades objetivas de la vida. Los sueños no pueden soportar esta prueba. Nos despertamos para constatar que sólo eran sueños; los delirios de una mente sobreexcitada no pasan tampoco esta prueba. Estas experiencias más elevadas que yo he tenido de la presencia de Dios han sido raras y fugaces —relámpagos de conciencia que me han empujado a exclamar con sorpresa: ¡Dios está aquí!, o simples intuiciones menos intensas que desaparecen gradualmente. He cuestionado severamente el valor de tales momentos, y no los he mencionado a nadie por miedo a estar construyendo mi vida sobre meras fantasías de la imaginación, pero encuentro que después de todas las pruebas y análisis, hoy son las experiencias más reales de toda mi vida, pues son experiencias que han explicado, justificado y unificado todas las experiencias pasadas y toda la evolución anterior. De hecho, su realidad y su significado de mayor alcance van siendo más claros y evidentes. Cuando las experimenté estaba viviendo la vida más plena, más fuerte, más sana y más profunda. No las buscaba. Lo que buscaba con una determinación absoluta era vivir intensamente mi propia vida, contra lo que yo sabía que era el juicio adverso del mundo. Fue en horas tan reales cuando vino la Presencia Real, y yo me daba cuenta de que estaba inmerso en el océano infinito de Dios»[242].
Incluso el menos místico de vosotros ha de quedar convencido de la existencia de momentos místicos, como estados de conciencia de una calidad completamente específica, y de la profunda impresión que dejan en aquellos que los viven. Un psiquiatra canadiense, el doctor R. M. Bucke, da a los fenómenos más distintamente caracterizados el nombre de conciencia cósmica. «La conciencia cósmica en sus ejemplos más sorprendentes no es simplemente una expansión o extensión de la mente autoconsciente con la que todos estamos familiarizados, sino que posee la añadidura de una función diferente de todas las que posee el hombre medio, en la misma medida que la autoconciencia es diferente de cualquier función que posea alguno de los animales superiores».
«La característica fundamental de la conciencia cósmica es una clara conciencia del cosmos, es decir, de la vida y del orden del universo. Junto con la conciencia del cosmos se produce una iluminación intelectual que, por sí sola, podría situar al individuo en un nuevo plano de la existencia —lo haría incluso miembro de una nueva especie. A esto se une un estado de exaltación moral, una sensación indescriptible de elevación, de júbilo y alegría, y una activación del sentido moral que es por entero sorprendente y más importante que el poder intelectual incrementado. Con esto se alcanza lo que puede llamarse el sentido de la inmortalidad, una conciencia de la vida eterna; no una convicción de que la alcanzará, sino la conciencia de que la posee ya»[243].
Lo que llevó al doctor Bucke a investigar las experiencias de los otros fue su propia vivencia de un ataque característico de conciencia cósmica. Ha publicado su conclusión en un volumen interesantísimo del que tomo el siguiente relato de lo sucedido:
«Había pasado la velada en una gran ciudad, con dos amigos leyendo y discutiendo de poesía y filosofía. Nos separamos a medianoche. Quedaba un largo viaje en cabriolé hasta mi alojamiento; mi mente, bajo la profunda influencia de ideas, imágenes y emociones que me provocó la lectura y la conversación, estaba tranquila y en calma. Me hallaba en un estado de goce tranquilo, casi pasivo; no pensaba en realidad sino que dejaba más bien que las ideas, las imágenes y las emociones fluyesen solas, por decirlo así, en mi mente. De súbito, sin aviso de tipo alguno, me encontré envuelto en una nube del color de las llamas. Por un momento pensé que había fuego, una inmensa fogata en algún lugar cerca de la ciudad; más tarde pensé que el fuego estaba dentro de mí. Inmediatamente me sobrevino un sentimiento de alegría de felicidad inmensa acompañada o seguida de una iluminación intelectual imposible de describir. Entre otras cosas, no llegué plenamente a creer sino que vi que el universo no está compuesto de materia muerta, sino que por el contrario constituye una presencia viva; me hice así consciente de la vida eterna. No era la convicción de que alcanzaría la vida eterna, sino la conciencia de que ya la poseía; vi que todos los hombres son inmortales, que el orden cósmico es tal que, sin duda, todas las cosas trabajaban juntas por el bien de todas y cada una de ellas; que el principio básico del mundo, de todos los mundos, es el que llamamos amor; y que la felicidad de cada uno y de todos es, a largo plazo, absolutamente segura. La visión duró algunos segundos y desapareció, pero su recuerdo ha permanecido durante el cuarto de siglo que ha pasado desde entonces. Sabía que lo que me mostraba la visión era cierto. Había alcanzado un punto de vista desde el cual percibía que debía ser verdad. Esta visión, esta convicción, puedo decir esta conciencia, nunca se ha perdido ni tan siquiera en momentos de profunda depresión»[244].
Por ahora hemos visto bastantes cosas sobre esa conciencia cósmica, tal como se presenta esporádicamente. Hemos de pasar, pues, a su cultivo metódico como un elemento de la vida religiosa. Hindúes, budistas, musulmanes y cristianos la han cultivado metódicamente.
En la India, el ejercicio de la visión mística ha sido conocido desde tiempos inmemoriales con el nombre de yoga. Significa la unión experimental del individuo con la divinidad. Está basado en el ejercicio perseverante y los diferentes sistemas que lo enseñan varían ligeramente la dieta, la postura, la respiración, la concentración intelectual y la disciplina moral. El yogui o discípulo que por esos medios supera suficientemente las opacidades de su naturaleza inferior, entra en la condición llamada samâdhi, y «se encara con hechos que ningún instinto o razón podrá conocer nunca». Aprende encendidamente…
«Que la mente posee un estado de existencia superior más allá de la razón, un estado superconsciente, y que cuando alcanza el estado superior llega ese conocimiento más allá de la razón… Todos los pasos del yoga están pensados para transportarnos científicamente al estado superconsciente o samâdhi… Así como la actividad inconsciente se produce por debajo de la conciencia, hay otra actividad por encima de la conciencia misma que no está acompañada del sentimiento de egoísmo… No existe ningún sentido del yo, y la mente actúa sin deseos, libre de desazones, sin objeto, sin cuerpo. La verdad entonces brilla en todo su fulgor y nos conocemos —ya que el samâdhi es potencial en todos nosotros— tal como somos verdaderamente, libres, inmortales, omnipotentes, liberados de lo finito y de sus contrastes entre el bien y el mal e idénticos con el Abtman o Alma Universal»[245].
Los vedantas afirman que se puede alcanzar la superconsciencia esporádicamente, sin disciplina previa; pero que entonces es impura; su prueba de pureza, como la muestra del valor de la religión, es empírica: sus consecuencias han de ser positivas para la vida. Cuando un hombre sale del samâdhi nos aseguran que permanece «ilustrado, convertido en un sabio, un profeta, un santo, todo su carácter ha cambiado, también su vida ha cambiado, se ha iluminado»[246].
Los budistas, como los hindúes, utilizaban la palabra samâdhi, pero su expresión específica para los estados superiores de contemplación es dhyâna. El primer estado ocurre mediante la concentración de la mente en un punto determinado; excluye el deseo, pero no el criterio ni el discernimiento: todavía es intelectual. En la segunda fase la función intelectual se disuelve y queda satisfecho el sentido de unidad. En la tercera fase desaparece la satisfacción y comienza la indiferencia, junto con la memoria y la autoconciencia. En la cuarta fase la indiferencia, la autoconciencia y la memoria alcanzan la perfección (lo que «memoria» y «autoconciencia» significan en este contexto es dudoso. No pueden ser las facultades que nos resultan tan familiares en la vida inferior). Incluso se mencionan estados superiores de contemplación —una región en la que no existe nada y donde el mediador exclama: «No existe absolutamente nada»—, y se detiene. Entonces alcanza una nueva región donde afirma: «No hay ideas ni ausencia de ideas», y vuelve a parar. Después otra región donde «habiendo alcanzado el fin de la idea y de la percepción, definitivamente se detiene». Esto parecería cuando menos el Nirvana o una aproximación tan completa como la vida permite[247].
En el mundo mahometano la secta sufi y varias escuelas derviches son los poseedores de la tradición mística. Los sufis existieron en Persia desde los tiempos más antiguos, y como su panteísmo es tan diferente del cálido y rígido monoteísmo de la mentalidad árabe, se ha sugerido que el sufismo debe haber sido inoculado al islam por influencias hindúes. Los cristianos sabemos pocas cosas del sufismo, ya que sus secretos sólo se revelan a los iniciados. Para otorgarle cierta vitalidad a su existencia citaré un documento musulmán y dejaremos el tema por el momento.
Al-Ghazzali, teólogo y filósofo persa que vivió y floreció en el siglo XI y que es uno de los doctores del islamismo, ha dejado una de las pocas autobiografías que encontrarse pueden fuera de la literatura cristiana. Sorprende que un género de libro tan abundante entre nosotros esté tan poco representado en otros lugares; la ausencia de confesiones estrictamente personales constituye la dificultad más grande para el estudioso escrupulosamente literario que quiere conocer las interioridades de otras religiones que no sean la cristiana.
Schmölders ha traducido una parte de la autobiografía de Al-Ghazzali al francés:[248]
«La ciencia de los sufis —dice el autor musulmán— aspira a desligar el corazón de todo lo que no es Dios y a darle como única ocupación la meditación del ser divino. Ya que la teoría me es más fácil que la práctica, he leído hasta entender todo lo que puede aprenderse por el estudio y de lo que la gente dice. Entonces reconocí que todo aquello que pertenece exclusivamente a su método es justamente lo que ningún estudio detallado puede comprender, sino que sólo puede alcanzarlo el éxtasis, el trance espiritual y la transformación del alma. Qué grande es, por ejemplo, la diferencia entre conocer las definiciones de salud y plenitud, con sus causas y condiciones, y estar realmente sano y satisfecho. Qué diferente es saber en qué consiste la embriaguez —en tanto que un estado ocasionado por un vapor que se eleva desde el estómago— y estar efectivamente embriagado. Sin duda, el hombre que bebe no conoce ni la definición de embriaguez ni lo que la hace interesante para la ciencia. Cuando está bebido no sabe nada, mientras que el médico, que no lo está, sabe muy bien en qué consiste y cuáles son las condiciones que le predisponen. De manera similar existe cierta diferencia entre conocer la naturaleza de la abstinencia y ser abstinente o haber desligado el alma del mundo. Así aprendí lo que las palabras pueden enseñar sobre el sufismo, pero lo que quedaba no podía aprenderse por el estudio ni de oídas, sino solamente abandonando el alma propia al éxtasis y llevando una vida piadosa.
»Al reflexionar sobre mi situación me encontré atado por todas partes por multitud de lazos y tentaciones. Al considerar mi enseñanza, encontré que era impura ante Dios. Me vi luchando con toda mi fuerza por alcanzar la gloria y por difundir mi nombre. (Aquí sigue un relato de sus meses de duda hasta romper con sus condiciones de vida en Bagdad y cómo, finalmente, cayó enfermo con una parálisis de la lengua). Entonces, consciente de mi propia debilidad y habiendo abandonado completamente mi voluntad, acudí a Dios como un hombre angustiado que no tiene ningún otro recurso. Respondió, como responde al infeliz que le invoca. Mi corazón ya no encontró más dificultades para renunciar a la gloria, la salud y mis hijos. De manera que dejé Bagdad y reservé de mi fortuna sólo lo que era indispensable para mi subsistencia, distribuyendo el resto. Fui a Siria, donde permanecí casi dos años sin otra ocupación que la de vivir retirado y sólo pugnando con mis deseos, combatiendo mis pasiones, aprendiendo a purificar mi alma, a perfeccionar mi carácter, a preparar mi corazón para la meditación, todo según los métodos de los sufis, tal como había leído.
»Este retiro aumentó mi deseo de vivir en solitario y de completar la purificación de mi corazón, y adecuarlo además a la meditación. Pero las vicisitudes de los tiempos, los asuntos familiares, la necesidad de subsistir, cambiaron en algunos aspectos mi primera resolución e interfirieron mis planes para una vida por entero solitaria. Nunca me he encontrado completamente en éxtasis, excepto en escasas horas singulares; sin embargo, conservo la esperanza de alcanzar este estado. Cada vez que los contratiempos me desencaminaban, intentaba volver, y pasé diez años en esta situación. Durante este aislamiento se me revelaron cosas que son imposibles de describir o señalar. Tuve la certeza que los sufis caminaban por el camino de Dios, tanto en sus actos como en su quietud, bien sean internos o externos, y están iluminados por la luz que proviene de la fuente profética. La primera condición para un sufi es purificar su corazón de todo aquello que no sea Dios. La siguiente clave de la vida contemplativa consiste en la humilde plegaria que escapa del alma ferviente y en la meditación sobre Dios, en la que el corazón queda por entero sumido. Pero, en realidad, todo eso apenas es el comienzo de la vida sufi, y su fin es la total compenetración con Dios. Las intuiciones y todo lo que precede son, por decir así, el umbral para aquellos que entran. Desde el principio las revelaciones tienen lugar en forma tan evidente que los sufis ven, delante de ellos mismos, a los ángeles y las almas de los profetas. Oyen sus voces y obtienen sus favores. Entonces el éxtasis cubre desde la percepción de formas y figuras hasta un grado que escapa a toda expresión y que ningún hombre puede intentar explicar sin que sus palabras comporten pecado.
»Quien no ha tenido la experiencia del éxtasis no conoce de la verdadera naturaleza del profetismo nada más que el nombre. Puede estar seguro de su existencia, por experiencia propia y por lo que oye decir a los sufis. Así como hay hombres dotados sólo de la facultad sensitiva que rechazan y evitan lo que se les ofrece en la forma de objetos de puro entendimiento, también hay hombres intelectuales que rechazan las cosas percibidas por la facultad profética. Un hombre ciego no puede entender nada de los colores salvo lo aprendido por narraciones y de oídas. Sin embargo, Dios acercó el profetismo a los hombres al darles a todos un estado análogo en sus principales características. Este estado es el sueño. Si se contara a cualquiera, sin experiencia del fenómeno, que hay gente que a veces desfallece y se asemejan hombres muertos y que (en sueños) perciben cosas que están escondidas, lo negarían (y daría sus razones). De todas formas, sus argumentos quedarían rebatidos por la experiencia real; por consiguiente, así como el entendimiento es un estadio de la vida humana por el cual un ojo se abre para discernir diversos objetos intelectuales que la sensación no comprende, de la misma forma en la vida profética la vista queda iluminada por una luz que descubre las cosas escondidas y los objetos que el intelecto no alcanza. Las principales propiedades del profetismo sólo son perceptibles durante el trance espiritual por aquellos que abrazan la vida sufi. El profeta esta dotado de cualidades de las que no poseemos ninguna analogía y que, en consecuencia, no podemos entender. ¿Cómo podríamos conocer su naturaleza verdadera si sólo se conoce aquello que se puede comprender? Pero el trance espiritual que se alcanza por el método de los sufis es algo así como una percepción inmediata, como si se tocara los objetos con la mano»[249].
Esta incomunicabilidad del éxtasis es la nota dominante de todo misticismo. La verdad mística existe para el individuo que experimenta el trance espiritual, pero para nadie más. En esto, como ya he sostenido anteriormente, se parece al conocimiento que se nos ofrece en las sensaciones más que al que nos proporciona el pensamiento conceptual. Tal pensamiento, su lejanía y abstracción, en la historia de la filosofía ha sido comparado frecuentemente de manera desfavorable con la sensación. Es un tópico de la metafísica que el conocimiento de Dios no puede ser discursivo, sino que ha de ser intuitivo, es decir, ha de ser construido en mayor medida según el patrón de lo que en nosotros se llama la sensación inmediata que siguiendo la proposición y el juicio. Pero nuestras sensaciones inmediatas, nuestras sensaciones, no se contentan con aquello que proporcionan los cinco sentidos, y hemos visto y veremos todavía que los místicos pueden negar enfáticamente que los sentidos tengan algún papel en el tipo más elevado de conocimientos que producen sus éxtasis.
En la iglesia cristiana siempre ha habido místicos. Aunque muchos fueron considerados sospechosamente, algunos ganaron el respeto de las autoridades. Las experiencias de éstos fueron consideradas normativas y se basó en ellas un sistema codificado de teología mística en el que cada cosa legítima encuentra su lugar[250]. La base del sistema es la «oración» o meditación, la elevación metódica del alma hacia Dios. Los niveles más elevados de experiencia mística pueden ser alcanzados por la práctica de la oración. Es extraño que el protestantismo, particularmente el protestantismo evangélico, haya abandonado todo lo que era metódico en esta línea. Aparte de aquello a lo que pueda conducir la plegaria, la experiencia mística protestante parece haber sido casi exclusivamente esporádica. La reintroducción de la meditación metódica en nuestra vida religiosa ha sido abandonada en las manos de quienes buscan la salud de la mente (mind-cure).
La primera cosa a la que se debe aspirar en la oración es a desligar la mente de las sensaciones exteriores, ya que interfieren a través de su concentración en cosas ideales. Los manuales como Ejercicios espirituales de san Ignacio, recomiendan al discípulo alejar las sensaciones mediante una serie gradual de esfuerzos por imaginar escenas piadosas. El punto álgido de este tipo de disciplina sería un monoideísmo semialucinatorio —por ejemplo, una figura de Cristo imaginaria que ocupase por completo la mente; las imágenes sensoriales de este género, ya sean literales o simbólicas, constituyen una parte muy importante en el misticismo[251]. Pero en algunos casos determinados la imaginería puede debilitarse por entero, y tiende a hacerlo en los éxtasis más elevados. El estado de conciencia se hace entonces no susceptible de descripción verbal. Los maestros místicos son unánimes en lo que respecta a este punto. San Juan de la Cruz, por ejemplo, uno de los mejores maestros, describe así la condición llamada «unión de amor» que, afirma, se alcanza por la «contemplación oscura». En ésta la deidad penetra el alma, pero de una forma tan oculta que el alma:
«No encuentra los términos ni los medios, ni la comparación a la cual remitir la subliminidad de la sabiduría y la delicadeza de la sensación espiritual que la llena… Recibimos este conocimiento de Dios sin estar revestido de ningún tipo de imagen, en ninguna de las representaciones perceptibles de las que nuestra mente acostumbra a usar en otras ocasiones. Según esta circunstancia, ya que los sentidos y la imaginación no se utilizan, en este conocimiento no obtenemos forma ni impresión, ni podemos dar ninguna explicación ni hacer ninguna semblanza aunque la sabiduría misteriosa y dulce nos llegue tan claramente a las partes más intimas del alma. Imaginad un hombre que ve un determinado tipo de cosa por vez primera en su vida. La puede entender, puede usarla y disfrutarla, pero no puede darle un nombre ni comunicar ninguna idea a pesar de que sólo se trate de una simple cosa sensible. Mucho más grave sería su impotencia cuando va más allá de los sentidos. Ésta es la peculiaridad del lenguaje divino. Cuanto más infundido, íntimo, espiritual y suprasensible es, tanto más excede a los sentidos, internos o externos, y les impone silencio… El alma, entonces, se encuentra como situada en una vasta y profunda soledad a la que no tiene acceso ninguna cosa creada, en un desierto inmenso y sin límites, un desierto que es más delicioso cuando más solitario está. Aquí, en este abismo de la sabiduría, el alma se alimenta de aquello que mana de las fuentes de la comprensión del amor… y reconoce la vileza, la insignificancia y la impropiedad de los términos que utilizamos, aunque sean muy educados y sublimes, cuando intentamos hablar de las cosas divinas con estos medios»[252].
No puedo pretender detallar aquí los numerosos estadios de la vida mística cristiana[253]; el tiempo no sería suficiente por un lado y, además, confieso que las subdivisiones y los nombres que encontramos en los libros católicos no me parece que representen nada objetivamente preciso. Tantos hombres, tantas muertes; imagino que estas experiencias místicas pueden ser tan infinitas como las peculiaridades genuinas de los individuos. Sus aspectos cognitivos, su valor como revelaciones, es lo que nos interesa directamente y es fácil mostrar a través de algunas citas la fuerte impresión que dejan de nuevas profundidades de verdad. Santa Teresa es la experta entre los expertos en describir estas condiciones, así que pasaré inmediatamente a lo que ella escribe sobre una de las más elevadas, la «oración de unión».
«En la oración de unión —dice santa Teresa—, el alma está completamente despierta con respecto a Dios, pero completamente dormida en lo que respecta a las cosas de este mundo y como si estuviese desprovista de todo sentimiento e, incluso si así quisiera, no podría pensar en nada. Así, pues, no necesita utilizar ningún artificio para detener el uso de su comprensión, queda tan impresionada con la inactividad que no sabe lo que ama, ni cómo lo hace, ni lo que desea. Resumiendo, está totalmente muerta para las cosas del mundo y vive solamente en Dios… No sé ni tan siquiera si en este estado le queda suficiente vida para respirar. Me parece que no o, al menos, si respira no se da cuenta. Su intelecto estaría dispuesto a entender alguna cosa de lo que le está pasando, pero ahora tiene tan poca fuerza que no puede actuar en ningún sentido. Por eso una persona que cae en un desfallecimiento profundo parece muerta…
»Así, Dios, cuando levanta a un alma en unión con él mismo, suspende la acción natural de todas sus facultades. No ve, ni oye, ni comprende, mientras está unida a Dios. Pero este tiempo siempre es corto e incluso parece más corto de lo que es. Dios se instala en el interior de esta alma de tal manera que, cuando ella vuelve en sí, le es completamente imposible dudar que ha estado en Dios y Dios en ella. Esta verdad queda impresa en ella con tanta fuerza que, incluso si pasan muchos años sin que vuelva, no puede olvidar el favor que ha recibido ni dudar de su realidad. Si, sin embargo, preguntáis cómo es posible que el alma pueda ver y entender que ha estado en Dios, si durante la unión no tiene ni vista ni puede entender nada, contesto que no lo ve entonces, sino que lo ve claramente más tarde, cuando ha vuelto en sí, y no por una visión sino por una certeza que habita en ella y que sólo Dios le puede dar. Conocí una persona que ignoraba la verdad de que el modo de ser de Dios en todas las cosas ha de ser por pretensión, por poder o por esencia, pero que después de haber recibido la gracia de la que hablo creyó en esta verdad de la manera más firme. De tal forma que, al consultar a un hombre semierudito que era tan ignorante sobre este punto como ella lo había sido antes de ser iluminada, cuando él replicó que Dios está en nosotros sólo por “gracia”, ella no le creyó, tan segura estaba de la respuesta verdadera. Cuando consultó a los doctores más sabios, confirmaron su creencia, cosa que la consoló mucho…
»Pero, repetiréis, ¿cómo puede tenerse esta certeza de cosas que no se ven? Esta pregunta no puedo responderla. Éstos son secretos de la omnipotencia de Dios que no me corresponde penetrar. Todo lo que sé es que digo la verdad, y nunca creeré que ningún alma que no posea esta certeza haya estado realmente unida a Dios»[254].
Los tipos de verdad percibidos por caminos místicos, ya sean sensitivos o extrasensitivos, son diversos. Algunos se relación con este mundo: visiones del futuro, lectura de corazones, la comprensión repentina de textos, el conocimiento de hechos lejanos, por ejemplo, pero las revelaciones más importantes son teológicas o metafísicas.
«San Ignacio confesó un día al padre Laynez que una sola hora de meditación en Manresa le había enseñado más verdades sobre cosas celestiales que todas las enseñanzas de todos los doctores juntos… Un día de oración en las gradas del coro de la iglesia dominicana le hizo ver de una manera precisa el plan de la divina sabiduría en la creación del mundo. En otra ocasión, durante una procesión, su espíritu fue arrebatado por Dios y se le concedió que contemplase, en forma de imágenes adecuadas a la débil comprensión de un habitante de la tierra, el profundo misterio de la Santísima Trinidad. Esta última visión llenó su corazón con tal suavidad que su solo recuerdo, más tarde, le hacía derramar muchas lágrimas»[255].
Algo similar cuenta santa Teresa:
«Un día, estando en oración, se me concedió percibir en un instante cómo todas las cosas son percibidas y contenidas en Dios. No las percibí en su forma propia y, no obstante, la visión que tuve era de gran claridad y quedó impresa vívidamente en mi alma. Fue una de las señales más importante que entre todas sus gracias el Señor me concedió […], la visión fue tan sutil y delicada que el entendimiento no pudo alcanzarla […]»[256].
Sigue diciendo que era como si la Deidad fuese un diamante enorme y extremadamente límpido en el que todas nuestras acciones se encontraban contenidas de manera tal que su pecadora esencia aparecía más evidente que nunca. Un día, explica, mientras recitaba el Credo de san Atanasio:
«Nuestro Señor me hizo comprender de qué manera Dios puede habitar entre las personas. Me lo hizo ver tan claramente que me sentí tan extremadamente confundida como confortada […] y ahora, cuando pienso en la Santa Trinidad, o escucho que se habla de ella, entiendo cómo las tres personas adorables forman un solo Dios y experimento una felicidad inenarrable».
Todavía en otra ocasión le fue dado a santa Teresa ver y entender de qué modo la Madre de Dios había sido admitida en el lugar que ocupa en el cielo[257].
La exquisitez de algunos de esos estados parece encontrarse más allá de todo lo conocido a través de la conciencia ordinaria. Es evidente que implica indirectamente sensibilidades orgánicas que lo permitan, ya que de ello se habla como de algo demasiado extremo para ser soportado y al límite del dolor físico[258], pero constituye un placer demasiado sutil y penetrante para ser expresado en palabras vulgares. Las llamadas de Dios, las heridas de su lanza, las referencias a la ebriedad y a la unión nupcial figuran en la fraseología mediante la que se simboliza. Tanto el intelecto como los sentidos desfallecen en los estados superiores del éxtasis: «Si nuestro entendimiento comprende —dice santa Teresa— es de una forma que le es desconocida y no puede entender nada de lo que comprende. Por mi parte, yo no creo que comprenda nada porque, como he dicho, no se entiende lo que se hace. Confieso que todo esto es un misterio en el que estoy perdida»[259]. En la condición llamada raptus o éxtasis por los teólogos, la respiración y la circulación se encuentran tan menguadas que los doctores se cuestionan si el cuerpo no quedará separado del alma. Nada como leer las descripciones de santa Teresa y las precisiones exactas que hace para persuadirse de que no se está tratando con experiencias imaginarias sino con fenómenos que, aunque raros, reproducen modelos psicológicos perfectamente definidos.
Para la ciencia médica, tales éxtasis tan sólo significan estados hipnóticos inducidos e imitados, sobre una base intelectual de superstición y otra corporal de degeneración e histeria. Sin duda, estas condiciones patológicas han existido en muchos y posiblemente en todos los casos, pero este hecho no nos dice apenas nada sobre el valor para el conocimiento de la conciencia que inducen. Para emitir un juicio espiritual de estados tales, no debemos contentarnos con la terminología médica superficial, sino que debemos inquirir sus resultados para la vida.
Parece que sus frutos han sido diversos. La estupefacción no parece del todo ausente como consecuencia; recordaréis la impotencia de la pobre Margarita María Alacoque en la cocina y en el aula. Muchos otros que vivieron en éxtasis habrían muerto de no ser por el cuidado que les dispensaron sus discípulos y admiradores. Este vivir «en otro mundo» favorecido por la conciencia mística hace que esta superabstracción de la vida práctica tenga una particular tendencia a presentarse en místicos dotados de un carácter natural pasivo y un intelecto débil, pero en las mentes y caracteres fuertes encontramos resultados opuestos. Los grandes místicos españoles, que llevaron el hábito del éxtasis tan lejos como cualquier otro haya podido llevarlo, parecen haber mostrado, la mayoría de ellos, un espíritu y una energía indomables, si consideramos los trances en los que se deleitaban.
San Ignacio fue un místico, pero su misticismo hizo de él uno de los grandes hombres de acción más poderosos que nunca existieron. San Juan de la Cruz, al escribir sobre las intuiciones y los «toques» por los que Dios penetra en la sustancia del alma, nos dice que:
«La enriquecen de manera maravillosa. Una sola de ellas puede ser suficiente para abolir de un solo golpe algunas imperfecciones de las que el alma, durante toda su vida, ha intentado librarse, y dejarla adornada de virtudes y llena de dones sobrenaturales. Una sola de estas consolaciones intoxicadoras la puede recompensar de todas las obras emprendidas en vida, aunque sean innumerables. El alma, investida de un valor invencible y llena de deseo apasionado de sufrir por su Dios, es entonces presa de un tormento extraño, el de no poder sufrir bastante»[260].
Santa Teresa es así de enfática y mucho más detallista. Seguramente recordaréis aquel fragmento que cité de ella en la primera conferencia[261]. Hay numerosas páginas similares en su autobiografía. ¿En qué lugar de la literatura se da un relato más evidentemente veraz de la formación de un nuevo centro de energía espiritual que el que se percibe en su descripción de los efectos de determinados éxtasis que al partir dejan el alma en un nivel superior de excitación emocional?
«A menudo, enferma y nerviosa, con dolores horribles antes del éxtasis, el alma surge de este éxtasis admirablemente dispuesta a la acción y llena de salud […] como si Dios hubiese deseado que el propio cuerpo, obediente a los deseos del alma, compartiese la felicidad del alma […]. El alma, después de este favor, está animada de un grado tan elevado de valor que si en aquel momento el cuerpo fuera cortado a trozos por la causa de Dios, todo lo que sentiría sería el más vivo consuelo. Entonces es cuando las promesas y las resoluciones heroicas nos surgen en profusión, deseos elevados, el horror del mundo y la clara percepción de nuestra propia nadería […]. ¿Qué imperio es comparable al de un alma que, desde esta cima sublime donde Dios la ha elevado, ve todas las cosas de la tierra a sus pies y ninguna de ellas la cautiva? ¡Qué avergonzada está de las anteriores ataduras! ¡Qué sorprendida por su ceguera! ¡Qué gran piedad siente por aquellos que reconoce todavía envueltos en la oscuridad! […]. Se lamenta de haber sido sensible a los momentos de honor, a la ilusión que le hacía percibir honor lo que el mundo así denominaba. Ahora, en este momento, sólo lo ve como una mentira de la que el mundo es su víctima. Descubre, en la nueva luz procedente de lo alto que en el honor genuino no hay nada falso, que ser fiel a este honor es dar nuestro respeto a aquello que lo merece realmente y considerar las cosas que perecen y no son agradables a los ojos de Dios como nada o menos que nada. Ríe cuando ve personas graves, personas de oración, que se preocupan por estos momentos honorables por los que ahora ella siente un profundo menosprecio. Es acorde con la dignidad de su posición actuar así, pretendidamente los hace más útiles a los demás, pero ahora sabe que despreciando la dignidad de su posición por el puro amor de Dios, harían más bien en un solo día que el que harían en diez años si la conservan […]. Ríe sola cuando piensa que hubo un tiempo en su vida en el que hacía caso del dinero y lo deseaba […]. ¡Oh, si los seres humanos se pusieran de acuerdo en considerarlo un barro inútil, qué armonía habría en el mundo! ¡Con qué amistad nos trataríamos los unos a los otros si nuestro interés por el honor y el dinero desapareciera de la tierra! Por mi parte me parece que sería un remedio para nuestras enfermedades»[262].
Por consiguiente, los estados místicos pueden volver más enérgica el alma en aquello que favorece su inspiración. Pero esto podría considerarse como una ventaja sólo en el caso de que la inspiración fuese verdadera. Si la inspiración resultase errónea, la energía sería mucho más ilegítima y equivocada. De manera que volvemos a encontrarnos ante el problema de la verdad que ya señalamos al final de la conferencia sobre la santidad. Recordaréis que pasamos al misticismo para alcanzar alguna luz sobre la verdad. Los estados místicos ¿establecen la verdad de aquellas opciones teológicas en las que se enraíza la vida santa?
A pesar de la imposibilidad de una autodescripción articulada, los estados místicos en general sostienen una corriente teórica bien precisa. Es posible dar el resultado de la mayoría de ellos en términos que apuntan hacia direcciones filosóficas definidas. Una de esas direcciones es el optimismo y la otra es el monismo. Entramos en los estados místicos desde fuera de la conciencia ordinaria como de menos a más, como de la pequeñez a la vastedad y, al propio tiempo, como de la inquietud al descanso. Los consideramos estados reconciliadores, unificadores. Apelan en nosotros a la función del sí más que a la del no. En ellos lo ilimitado absorbe los límites y cierra la cuenta pacíficamente. La negación de cualquier adjetivo que podáis proponer para la verdad última —Él, el Yo, el Atman, ha de ser descrito sólo como ¡No! ¡No!, afirman los Upanishads[263]—, a pesar de que en la superficie parece una función del no, es una negación formulada en nombre de un sí más profundo. Quien llama absoluto a alguna cosa en particular, o dice es esto, parece descartar expresamente ser aquello, es como si lo disminuyese. Por lo tanto rechazamos el «esto», negando a su vez la negación que nos parece que compromete, en interés de una actitud afirmativa superior que nos satisface. El origen del misticismo cristiano es Dionisio el Areopagita. Describe la verdad absoluta exclusivamente a través de negaciones.
«La causa de todas las cosas no es ni el alma ni el intelecto; no tiene imaginación, ni opinión, ni razón ni inteligencia; ni es razón ni inteligencia; no es palabra ni pensamiento. No es ni nombre, ni orden, ni magnitud, ni insignificancia, ni igualdad, ni desigualdad, ni similitud ni disimilitud. No está derecha, ni se mueve, ni está quieta […]. No es esencia, ni eternidad ni tiempo. Ni tan siquiera pertenece al pensamiento. No es ni ciencia ni verdad. No tiene realidad ni sabiduría; ni uno, ni unidad, ni divinidad ni bondad; ni tan sólo espíritu tal como lo conocemos», etc., ad libitum[264].
Pero estas calificaciones no las rechaza Dionisio porque apenas alcancen, sino porque las excede infinitamente; se sitúa por encima de ellas. La verdad absoluta es superluminosa, superesplendorosa, superesencial, supersublime, super todo lo que puede nombrarse. Como Hegel en su lógica, los místicos viajan hacia el polo positivo de la verdad sólo por el Methode der Absoluten Negativität[265].
De aquí derivan las expresiones paradójicas que tanto abundan en los escritos místicos. Como cuando Eckhart habla del desierto tranquilo de la divinidad «donde nunca hubo una diferencia, ni Padre, ni Hijo ni Espíritu Santo; donde no hay nadie y donde la energía del alma alcanza mayor paz que en ella misma»[266]. O como cuando Böhme habla del Amor Original, que «puede compararse a la Nada ya que es más profundo que cualquier cosa, y es como nada respecto a las otras cosas, puesto que no es comprensible por ninguna de ellas. Y porque es nada respectivamente, en consecuencia está libre de todas las cosas, y es tan excelente que no hay nombre que pueda decir lo que es, ya que no hay nada con lo que pueda compararse o expresarlo»[267]. O cuando Angelus Silesius canta: Gott ist ein lauter Nichts, ihn rührt Kein Nun noch Hier; Je mehr du nach ihm greiffst, je mehr entwind er dir[268].
Con este uso dialéctico de la negación como forma de transición hacia clases más elevadas de afirmación, está correlacionado el elemento más sutil de las contraposiciones de la moral en la esfera de la voluntad personal. Desde que la negación del yo finito y sus exigencias, y el ascetismo, se encuentran en la experiencia religiosa como únicas puertas hacia la vida más trascendente y consagrada, este misterio moral se entreteje y se combina con el misterio intelectual en todos los escritores místicos.
«El Amor —continúa Böhme— no es Nada ya que cuando has abandonado totalmente la Criatura y aquello que es visible, y te has convertido en Nada, entonces estás en el Uno eterno, que es Dios mismo y sentirás en ti la virtud más elevada del Amor […]. El tesoro de tesoros para el alma se alcanza cuando arriba Alguna cosa a esta Nada de la que pueden ser creadas todas las cosas. El alma dice nada tengo, ya estoy literalmente despojada y desnuda; nada puedo hacer, nada soy, ya que todo lo que soy es una imagen del Ser, y sólo Dios es para mí YO SOY; y así sentada en mi propia nulidad, glorifico al Ser eterno y no deseo nada para mí, de manera que Dios lo desee todo por mí, siendo para mí Dios y todas las cosas»[269].
En el lenguaje de san Pablo: yo vivo, pero no yo sino Cristo vive en mí. Sólo cuando alcanzo a ser nada puede entrar Dios, y no hay diferencia entre su vida y la mía[270].
La superación de todas las barreras usuales entre el individuo y el Absoluto es la gran aportación mística. En los estados místicos nos hacemos uno con el Absoluto y nos damos cuenta de nuestra unidad; y ésta es la tradición mística triunfante y eterna, que apenas se altera por las diferencias de clima y de credo. En el hinduismo, en el neoplatonismo, en el sufismo, en el misticismo cristiano encontramos la misma nota recurrente, de manera que sobre las manifestaciones místicas existe una unanimidad eterna que debería hacer pensar y reflexionar, y que ocasiona que los místicos clásicos no tengan, tal como se ha dicho, una fecha de nacimiento ni una tierra natal. Hablando perpetuamente de la unidad del hombre con Dios, su discurso antecede a cualquier lenguaje y no envejece[271].
«Esto eres tú», dicen los upanishads, y los vedantas añaden: «Ni una parte ni un modo de Esto, sino idénticamente Esto, el Espíritu absoluto del Mundo»; «Como el agua pura vertida sobre agua pura queda igual, así, oh, Gautama, el Yo de un pensador es el que sabe. Agua en agua, fuego en fuego, éter en éter, nadie los puede distinguir; de igual manera sucede con el hombre cuya mente ha penetrado en el Yo»[272]. «Todo hombre —dice el sufi Gulshan-Râz— cuyo corazón no está ya sacudido por duda ninguna, sabe con certeza que no existe ningún ser salvo el Único […]. En su majestad divina, el yo, el nosotros, el tú, no se diferencian, porque en el Único no puede haber distinción. Cada ser anulado y separado completamente de sí mismo, oye que fuera de él resuena esta voz y este eco: Soy Dios, y posee una manera de existir eterna y ya no está sujeto a la muerte»[273]. En la visión de Dios, afirma Plotino, «lo que percibe no es nuestra razón, sino alguna cosa anterior y superior a ella […]. Quien así percibe no percibe realmente, no distingue o imagina dos cosas. Cambia, deja de ser él, no conserva nada de él. Absorto en Dios, es uno con Él, como el centro de un círculo que coincide con otro centro»[274]. «Aquí —escribe Suso— muere el espíritu y al propio tiempo está vivo en las maravillas de la Divinidad […], y se pierde en la calma de la gloriosa oscuridad deslumbradora y en la unidad simple y desnuda. En la ausencia de forma es donde se encuentra la gloria más alta»[275]. «Ich bin so gross als Gott —canta de nuevo Angelus Silesius—, Er ist als ich so klein; Er kann nicht über mich, ich unter ihm nicht sein»[276].
En la literatura mística se encuentran continuamente frases tan autocontradictorias como «oscuridad deslumbrante», «silencio rumoroso», «desierto fecundo». Demuestran que el elemento a cuyo través mejor nos habla la verdad mística no es la conversación conceptual, sino más bien la música. Muchos textos místicos son, de hecho, apenas otra cosa que composiciones musicales.
«Quien escuche la voz de Nada, el “Sonido sin Sonido”, y lo comprenda, ha de aprender la naturaleza de Dhâranâ […]. Cuando a él mismo su forma le parezca irreal, como le parecen al despertar todas las formas que ve en sueños; cuando deja de oír los muchos, puede discernir el Uno —el sonido interior que sofoca al exterior […]. Ya que cuando el alma oiga, recordará. Entonces, la voz del silencio hablará por el oído interior […]. Ahora, tu Yo está perdido en el Yo, tú, en el Tú, fusionado en aquel Yo del que irradiaste primero […]. ¡Fíjate bien!, has llegado a ser la luz, has llegado a ser el Sonido y tu Señor y tu Dios. Eres Tú Mismo el objeto de toda tu búsqueda, la Voz intacta que resuena a través de la eternidad, libre de todo cambio, del pecado, los siete sonidos en uno, la Voz del Silencio. Om tat Sat»[277].
Estas palabras, si no os provocan la sonrisa al oírlas, probablemente pulsen cuerdas en vosotros que la música y el lenguaje tañen juntas. La música nos transmite mensajes ontológicos que la crítica no ontológica no puede contradecir, aunque pueda reírse de nuestra locura al tomarla en serio. Hay una vertiente en el pensamiento que ronda estas cosas, que desde allí algo murmura mezclándose con las operaciones de nuestro entendimiento, así como las aguas del océano infinito envían sus olas a romperse entre las piedras de las costas.
«Aquí comienza el mar que no termina hasta el fin del mundo. Desde donde estamos,
Podríamos conocer la marca del mar más allá de estas olas que brillan,
Deberíamos saber lo que nunca ha sabido ningún hombre, ni ojo humano nunca ha examinado.
Ah, pero aquí el corazón del hombre se agita, suspirando por la oscuridad con venturosa alegría,
Alejándose de la costa, de la última costa. Delante de la inmensidad del mar»[278].
La doctrina, por ejemplo, de que la eternidad no tiene tiempo, que nuestra «inmortalidad», si vivimos en lo eterno, no es tanto del futuro sino del ahora y aquí, que tan a menudo encontramos expresada en determinados círculos filosóficos, encuentra su soporte en un «¡Escucha, escucha!», o en un «amén» que flota sobre ese nivel misteriosamente más profundo[279]. Reconocemos la contraseña para penetrar la región mística apenas la oímos, pero no podemos utilizarla nosotros mismos, sólo ella posee la custodia de la «contraseña original»[280].
He esbozado los aspectos generales de la conciencia mística de manera extremadamente breve e insuficiente, pero tan ajustadamente como he podido en el tiempo de que disponemos. En conjunto es panteísta y optimista o, como mínimo, lo contrario de pesimista. Es antinaturalista y armoniza mejor con el renacimiento espiritual y con los llamados estados mentales de otros mundos.
Mi próxima tarea consiste en inquirir si podemos invocar la conciencia mística como argumento de autoridad. ¿Proporciona alguna garantía para la verdad del renacimiento espiritual y para la sobrenaturalidad y el panteísmo que estimula? Debo dar una respuesta tan concisamente como pueda.
Brevemente mi respuesta es como sigue. La dividiré en tres partes:
1. Los estados místicos, cuando están plenamente desarrollados, normalmente son, y tienen derecho a serlo, una autoridad absoluta para el individuo que visitan.
2. De ellos no emana ninguna autoridad que convierte en deber el aceptar críticamente sus revelaciones por quienes quedan al margen de ellos.
3. Niegan la autoridad de la conciencia no mística o racional, basada sólo en el entendimiento y los sentidos. Demuestran que esta última tan sólo es un tipo de conciencia. Abren la posibilidad de otros órdenes de verdad en los que podemos libremente continuar teniendo fe.
Trataré estos puntos de uno en uno.
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Como hechos psicológicos, los estados místicos de tipo bien pronunciado y enfático constituyen normalmente una autoridad para aquellos que los experimentan[281]. Han estado «allí» y lo conocen bien. En vano el racionalismo se lamenta. Si la verdad mística que alcanza a un hombre demuestra ser una fuerza vital, ¿qué autoridad tenemos la mayoría para decirle que viva de otra manera? Podemos encerrarlo en una prisión o en un manicomio, pero no podemos cambiarle la mente —por lo general sólo conseguiremos unirlo más tercamente a sus creencias[282]. Se ríe de nuestros más arduos esfuerzos y, por lo que respecta a la lógica, escapa a nuestra jurisdicción. Nuestras propias creencias «racionales» están basadas en una evidencia exactamente de naturaleza similar a la que los místicos aducen como propia. Nuestros sentidos nos garantizan ciertas realidades, pero las experiencias místicas son percepciones tan directas de hecho para quienes las tienen como cualquier sensación lo pueda ser para nosotros. Los documentos muestran que, incluso aunque los cinco sentidos quedaran en suspenso, son absolutamente sensibles en su cualidad epistemológica, si se me perdona tan bárbara expresión —es decir, son evidencias cara a cara de aquello que parece existir con carácter inmediato.
Resumiendo, pues, el místico es invulnerable y ha de dejársele, nos guste o no, en el disfrute tranquilo de su credo. La fe, dice Tolstoi, es aquello que da vida a los hombres, y los estados de fe y el estado místico son términos prácticamente intercambiables.
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Debo añadir, sin embargo, que los místicos no tienen derecho alguno a exigir que debemos aceptar el carácter liberador de sus peculiares experiencias si nosotros quedamos fuera de ellas y no nos sentimos estimulados particularmente. Lo máximo que pueden pedirnos es admitir que establecen una presunción unánime. Obtienen un consenso y consiguen un resultado inequívoco, y sería sorprendente, dirían los místicos, que este tipo de experiencia unánime resultase ser del todo equivocado. A la postre, esto sería simplemente una apelación al consenso, como la apelación del racionalismo por otra parte; y la apelación al consenso no tiene fuerza lógica. Si lo aceptamos es por razones «sugerentes» y no lógicas; seguimos a la mayoría porque hacerlo conviene a nuestra vida.
Pero incluso la presunción de unanimidad de los místicos está lejos de ser clara. Temo haber simplificado la verdad al caracterizar los estados místicos de panteístas, optimistas, etc.; lo he hecho por razones de exposición y por mantenerme lo más cercano a la tradición mística clásica. El misticismo religioso clásico, hemos de confesar, sólo es un «caso privilegiado», un extracto mantenido con cierta verosimilitud mediante la selección de los especímenes más adecuados y su preservación en «escuelas». Está cortado de un todo mucho más grande, y si tomamos seriamente la porción más grande, como el misticismo religioso lo ha hecho históricamente, encontramos que la supuesta unanimidad desaparece en buena medida. Para empezar, incluso el propio misticismo religioso, que acumula tradiciones y crea escuelas, es mucho menos unánime de lo que he admitido. La Iglesia cristiana ha sido tan indulgente y antinómica como con el ascetismo[283].
Es dualista en la filosofía sankhí y monista en la de los vedas; yo lo he llamado panteísta, pero los grandes místicos españoles no tienen nada de panteístas. Son mentes no metafísicas, con algunas excepciones, para quienes la «categoría de personalidad» es absoluta. La «unión» del hombre con Dios es para ellos mucho más parecida a un milagro ocasional que a una identidad original[284]. Aparte de la felicidad común a todos ellos, es muy diferente el misticismo de Walt Whitman, Edward Carpenter, Richard Jeffries y otros panteístas naturalistas, del misticismo de género más estrictamente cristiano[285]. El hecho es que el sentimiento místico de expansión, de unión y emancipación no tiene ningún contenido específico intelectual propio. Es capaz de establecer alianzas matrimoniales con material proporcionado por las filosofías y teologías más diversas, con la sola condición de que encuentren un lugar en su estructura para su peculiar talante emocional. No tenemos derecho, por lo tanto, a invocar su prestigio indistintamente en favor de ninguna particular creencia sobre el mundo, tal como el idealismo absoluto, la identidad monista absoluta o la bondad absoluta. Sólo está relativamente a favor de todas estas cosas —trasciende la común conciencia humana en la dirección que indican.
Aquí termino con el misticismo religioso propiamente dicho. Pero todavía quedan algunas cosas que decir, ya que el misticismo religioso sólo constituye la mitad del misticismo. La otra mitad no ha acumulado tradiciones, excepto aquellas que proporcionan los manuales psiquiátricos. Abrid cualquier libro de éstos y encontraréis abundantes casos en los que las «ideas místicas» aparecen citadas como síntomas característicos de estados mentales débiles o alucinados. En la psicosis delirante, la paranoia, como a veces la llaman, podemos encontrar un misticismo diabólico, un género de misticismo religioso vuelto del revés. La misma sensación de importancia inefable en los sucesos más pequeños, idéntica atribución de nuevos significados de textos y palabras, las mismas voces y visiones, solicitaciones y cometidos, análogo control de poderes extraños, aunque esta vez la emoción resulte pesimista: en lugar de consuelo obtenemos desolación, los significados son temibles y los poderes enemigos de la vida. Es evidente que desde el punto de vista de su mecanismo psicológico, el misticismo clásico y estos misticismos inferiores surgen del mismo nivel mental, de esa inmensa región subliminal o transmarginal cuya existencia comienza a ser admitida por la ciencia, pero de la que realmente se conoce bien poco. Esta región contiene toda clase de materia: «serafín y serpiente» habitan allí codo con codo. Proceder de la región subliminal no es ninguna credencial infalible. Lo que llega ha de ser tamizado y contrastado, y ha de aceptar asimismo el reto de la confrontación con el contexto y la experiencia total, igual que lo que procede del mundo exterior de los sentidos. Su valor ha de ser determinado por métodos empíricos, siempre que nosotros mismos no seamos místicos.
De nuevo repito, en consecuencia, que los no místicos no tienen obligación alguna de reconocer en los estados místicos una autoridad superior que les confiere su naturaleza intrínseca[286].
3
Sin embargo, la existencia de estados místicos echa abajo la pretensión de que los estados no místicos son una especie de dictadores únicos y últimos de lo que podemos creer. Como norma, los estados místicos añaden simplemente un significado sobresensible a los datos ordinarios externos de conciencia. Son excitaciones como las emociones amorosas o la ambición, regalos a nuestro espíritu por los que los hechos, antes objetivos para nosotros, alcanzan ahora una nueva significación y establecen una nueva conexión con nuestra vida activa. No contradicen a los hechos como tales, ni niegan nada que nuestros sentidos hayan captado[287]. Más bien es el crítico racionalista el que juega el papel de detractor en la controversia, y sus negativas carecen de fuerza, ya que nunca puede existir un estado de hecho al que no se pueda añadir verosímilmente un nuevo significado, siempre que la mente ascienda a un punto de vista más globalizador. Siempre ha de quedar abierta la cuestión de si los estados místicos pueden o no ser puntos de vista superiores, ventanas a través de las cuales la mente mira un mundo más extenso e inclusivo. La diferencia entre las panorámicas desde las más diversas ventanas místicas no ha de impedirnos que sostengamos esta suposición. En ese caso, el mundo más amplio probaría que posee una constitución variada, como la propia de este mundo, y nada más. Tendría sus regiones celestiales y las infernales, sus momentos de tentación y los de salvación, sus experiencias válidas y las falsas, igual que las posee también nuestro mundo aunque, de todas formas, sería un mundo más amplio. Habríamos de utilizar sus experiencias seleccionando, subordinando, y sustituyendo tal como es costumbre en este mundo natural; temeríamos tanto al error como ahora, pero el análisis de ese mundo más amplio de significados, y el trato serio con él, podrían constituir, a pesar de cualquier perplejidad, estadios indispensables en nuestra aproximación a la plenitud final de la verdad.
Pienso que debemos dejar el tema aquí. Los estados místicos no ejercen autoridad especial debido simplemente al hecho de ser estados místicos. Pero los que son superiores apuntan hacia direcciones a las que tienden los sentimientos religiosos, incluso en hombres no místicos. Hablan de la supremacía del ideal, de inmensidad, de unión, de salvación y de reposo. Nos ofrecen hipótesis, hipótesis que voluntariamente ignoramos pero que, en calidad de pensadores, posiblemente no podemos subvertir. El supernaturalismo y el optimismo a que pueden inducirnos, interpretados de una u otra forma, pueden ser, después de todo, percepciones más verdaderas del significado de esta vida.
«¡Oh, un poco más y es demasiado; un poco menos y se pierden mundos!». Puede ser que la posibilidad y legitimación de esos géneros de misticismo sean todo lo que nuestra conciencia religiosa requiere para vivir. En la última conferencia habré de intentar convenceros que éste es el caso. Mientras tanto, estoy seguro que para muchos de mis lectores esta dieta es demasiado escasa. Si el supernaturalismo y la unión interior con la divinidad son verdaderos creo, entonces, que hemos de admitir no tanto la posibilidad como la necesidad de creer. La filosofía siempre ha pretendido que prueba la verdad religiosa con argumentos inapelables, la construcción de filosofías de este tipo ha sido una función preferida de la vida religiosa, si utilizamos este término en el sentido histórico. Pero la filosofía religiosa constituye un tema inmenso y en la próxima conferencia sólo puedo dar el breve vistazo que mis límites permiten.