La última conferencia resultó desagradable en la medida en que trató sobre el mal como elemento que impregna el mundo en que vivimos. Al final llegaremos a la percepción completa del contraste entre dos formas de contemplar la vida características respectivamente de lo que denominamos mentalidad sana —aquellos que nacen sólo una vez— y de las denominadas almas enfermas o aquellas que deben nacer dos veces para ser felices, que como resultado constituyen dos concepciones diferentes de nuestra experiencia del universo. En la religión del nacido sólo una vez, el mundo es una especie de asunto rectilíneo y con una sola historia cuyos relatos presentan una sola denominación; sus partes ostentan el valor que naturalmente poseen, valor que les vendrá dado por la simple suma de lo positivo y lo negativo. La felicidad y la paz religiosa consisten en vivir en el lado positivo del relato.
Para la religión de los nacidos en dos ocasiones, el mundo es un misterio de dos estratos. La paz no se encuentra en la simple suma de lo positivo y la sustracción de lo negativo de la vida, y el bien natural no es simplemente insuficiente y pasajero, sino que la falsedad se esconde en su mismo seno. Como la muerte lo cancela todo si no lo han cancelado ya enemigos anteriores, no se obtiene un balance final y jamás puede quedar algo destinado a nuestro culto último. Preservándonos de nuestro bien real y renunciando con desesperación damos el primer paso hacia la verdad. Hay dos vidas, la natural y la espiritual, y tenemos que perder una antes de poder participar en la otra.
Los dos tipos, en sus formas extremas de naturalismo puro y salvacionismo puro, contrastan violentamente; aunque aquí, como en la mayoría de clasificaciones habituales, los extremos radicales resultan, en cierta medida, abstracciones ideales, y los seres humanos concretos, que bastante frecuentemente encontramos, son variedades intermedias y mezcla de ambas. De cualquier manera, prácticamente todos vosotros reconoceréis la diferencia; por ejemplo, entendéis el desdén de los metodistas conversos por el moralista mentalmente sano que todo lo ve de color de rosa, y de la misma manera sentís aversión hacia este último en la medida en que se asemeja al subjetivismo enfermo del metodista, que muere por vivir y hace de la paradoja y la inversión de las apariencias naturales la esencia de la verdad de Dios[85].
La base psicológica de los nacidos dos veces produce una cierta discrepancia o heterogeneidad en el temperamento innato del individuo, una constitución moral e intelectual unificada incompletamente.
«Homo duplex, homo duplex —escribe Alfonse Daudet—. La primera vez que me di cuenta de que yo era dos fue cuando murió mi hermano Henri y mi padre gritó dramáticamente: “¡Se ha muerto, se ha muerto!”. Mientras mi primer yo lloraba, el segundo pensaba: “Qué real ha sido ese grito, qué bien quedaría en el teatro”. Tenía catorce años…
»¡Esta horrible dualidad me ha hecho frecuentemente reflexionar. Oh, este horrible segundo yo que siempre se sienta cuando el otro está de pie, actuando, viviendo, sufriendo, moviéndose. Este segundo yo que nunca he podido embriagar, hacerle derramar lágrimas, o adormecer. Y cómo penetra en las cosas, cómo finge!»[86].
Recientes trabajos sobre la psicología del carácter han incidido sobre este punto[87]. Algunas personas nacen con una constitución interior armoniosa y equilibrada desde el principio, sus impulsos están de acuerdo entre sí, su deseo sigue sin problemas la tutela del intelecto, sus pasiones no son excesivas y sus vidas punteadas de escasos pesares. Otros, constituidos de manera opuesta, en grados que pueden variar desde algo tan leve que resulta una inconsistencia excéntrica, hasta una discordancia que, en su extremo sumo, puede tener consecuencias inoportunas. Encuentro un buen ejemplo del tipo más inocente de heterogeneidad en la autobiografía de la señora Annie Besant:
«Siempre he sido una extraña mezcla de debilidad y fortaleza, y he pagado cara mi debilidad. De pequeña, sufría una timidez mortificante. Si tenía el lazo de la zapatilla suelto me sentía avergonzada que todo el mundo tenía sus ojos clavados en la desafortunada cordonera. De joven me encogía delante de cualquier desconocido y me sentía como si nadie me quisiera y a ninguno le interesara, por lo que experimentaba una ansiosa gratitud cuando cualquiera me trataba amablemente. Cuando era una joven ama de casa tenía miedo de los sirvientes y prefería pasar por alto un trabajo mal hecho a soportar el sufrimiento de recriminar al autor. He participado en conferencias y debates, y en la calle tengo mucho empuje, pero prefiero prescindir en el hotel de aquello que quería por no pedir al camarero que me lo traiga.
»En la calle soy combativa defendiendo cualquier causa que me interese y en casa evito cualquier disputa y desacuerdo; soy cobarde en privado y buena luchadora en público. Cuán frecuentemente he pasado largos cuartos de hora desasosegados intentando acumular fuerzas suficientes para corregir a algún subordinado que necesitaba corrección, cuán a menudo me he reído de mí misma por el fraude que soy como valerosa oradora, yo, que me encojo antes de acusar a un chico o una chica de hacer mal su trabajo. Una mirada o una palabra poco amables, han sido suficientes para replegarme en mí misma como el caracol dentro de su caparazón, mientras que, en la calle, la oposición me estimula a hablar como nunca»[88].
Toda esa inconsistencia cuenta sólo como una debilidad simpática, pero un más elevado grado de heterogeneidad puede anular la vida del individuo. Hay personas con una vida hecha a base de zigzags, comienzan a dominar ahora una tendencia, después otra. Su espíritu lucha con la carne deseando cosas incompatibles, impulsos extraños interrumpen sus más meditados planes y sus vidas constituyen un largo drama de arrepentimiento y esfuerzo para reparar errores y ofensas.
La personalidad heterogénea ha sido estudiada como resultado de la herencia; los rasgos del carácter incompatibles y antagónicos de los antepasados se conservan en ella[89]. Podemos tomar esta explicación como lo que vale, ciertamente ha de ser corroborada; pero sea cual sea la causa de la personalidad heterogénea, encontramos ejemplos extremos en el temperamento psicopático del que os hablé en la primera conferencia. Toda la literatura sobre este problema sitúa la heterogeneidad interior en lugar destacado de sus descripciones; de hecho, este rasgo es frecuentemente el que nos hace atribuir ese temperamento concreto a alguien. Un dégénéré supérieur es simplemente un hombre de sensibilidad en muchas direcciones, que tiene más dificultades que sus semejantes para mantener en orden su hogar espiritual y recorre su camino sin desviarse, porque sus sentimientos e impulsos son demasiado vehementes y demasiado contrapuestos mutuamente. Tenemos ejemplos exquisitos de la personalidad heterogénea en las ideas obsesivas e insistentes, en los impulsos irracionales, los escrúpulos morbosos, los temores y las inhibiciones que rodean el temperamento psicopático cuando es muy pronunciado. Bunyan poseía la obsesión de las palabras: «¡Vende a Cristo por eso, véndelo por aquello, véndelo, véndelo!», que recorrían su mente cien veces hasta que un día replicó sin aliento, impulsivamente: «¡No lo haré, no lo haré! ¡Dejadlo ir si quiere!», y esta batalla perdida lo desesperó durante todo un año. Las vidas de los santos aparecen plagadas de estas obsesiones blasfemas atribuidas invariablemente a la acción directa de Satanás. El fenómeno se relaciona con la vida del yo subconsciente, del que a partir de este momento hablaremos más directamente.
Ahora bien, en todos nosotros, estemos constituidos de la forma que sea, pero en un grado más grande en proporción con nuestro nerviosismo, sensibilidad y proclividad a diversas tentaciones, y en el grado más elevado posible si decididamente somos psicopáticos, la evolución normal del carácter consiste principalmente en dirigir y unificar el yo interior. Los sentimientos más elevados y los más bajos, los impulsos útiles y los errores, comienzan siendo un caos en nosotros para acabar formando un sistema estable de funciones de correcta subordinación. La infelicidad puede caracterizar el período de lucha y organización. Si el individuo es de conciencia escrupulosa y activa religiosamente, la infelicidad tomará la forma de remordimiento moral y compunción; se acusará de sentirse interiormente perverso y vil, y de mantener relaciones falsas con el autor del ser que señala el destino espiritual de un hombre. Ésta es la melancolía religiosa y la «convicción de pecado» que desempeñaron un papel tan importante en la historia del cristianismo protestante. El interior del hombre es un campo de batalla para quien soporta dos yoes hostiles e implacables, uno real y otro ideal. Como Víctor Hugo cuando hace decir a su Mahoma:
«Je suis le champ vil des sublimes combats:
Tantôt l’home d’en haut, et tantôt l’home d’en bas;
Comme dans le désert le sable et la citerne».
Vida equivocada, aspiraciones inalcanzables, como dice san Pablo: «El bien que tendría que hacer no lo hago, pero hago el mal que no debería». Auto-aversión, autodesesperación, una carga ininteligible e intolerable de la que el hombre es misteriosamente el heredero.
Dejadme citar algunos casos típicos de personalidad incoherente con melancolía en la forma de autocondenación y sentimiento de pecado. El caso de san Agustín es un ejemplo clásico. Todos recordáis su educación medio pagana, medio cristiana, su emigración a Roma y Milán, su adopción del maniqueísmo y, por consiguiente, del escepticismo, y su búsqueda obstinada de la verdad y la pureza de vida; finalmente, desconcertado por la lucha en el interior de su pecho entre las dos almas, y avergonzado de su débil voluntad, cuando tantos otros conocidos —directamente o bien de oídas— habían roto las cadenas de la sensualidad y se habían entregado a la castidad y la vida elevada, sintió una voz en el jardín que decía:
«Sume, lege» (toma y lee), y abriendo la Biblia al azar vio el texto: «Lejos de lascivia e impudicia…», que le pareció enviado directamente para él mismo y calmó la tormenta interior para siempre[90]. El genio psicológico de Agustín nos ha proporcionado un relato insuperable del problema de poseer un yo dividido.
«La voluntad nueva que comenzaba a poseer todavía no era demasiado fuerte para superar a la otra, fortalecida por tan larga indulgencia. Así, pues, estas dos voluntades, una vieja y otra nueva, una carnal y otra espiritual, disputaban entre sí y turbaban mi alma. Por propia experiencia entendí lo que había leído “la carne se erige contra el espíritu, el espíritu contra la carne”. Yo era yo en los dos deseos, pero más todavía en aquel que aprobaba que en el que desaprobaba. Sin embargo, fue a través de mí mismo como el hábito consiguió dominar sobre mí, ya que fui de buen grado donde no quería. Ligado todavía a la tierra, rechacé ¡oh, Señor! luchar a tu lado, temeroso de desasirme de todas las cadenas cuando debería haber temido que me frenasen.
»Así, los pensamientos sobre los que meditaba en vos eran como los esfuerzos de alguien que quería despertar pero, dominado todavía por el sueño, vuelve a dormirse en seguida. Frecuentemente, un hombre, cuando está muy adormecido, se propone despertar y aunque no lo pretenda se estimula. Al igual, yo estaba dispuesto a rendirme a vos en lugar de plegarme a mis propios deseos, aunque el primer camino me convencía, el último me agradaba y me retenía. No había nada en mí que contestase a vuestra llamada “despierta tú que duermes”; sólo palabras incoherentes, adormecidas. “¡Ahora sí, ahora, espera un instante!”. Pero la hora no llegaba nunca y el momento se iba alargando… Porque tenía miedo de que me atendieran demasiado pronto y me curasen rápidamente de mi lujuria que más bien deseaba alimentar que ver extinta. Flagelé mi alma con el látigo de las palabras, pero me acobardaba aunque no tenía ninguna excusa… Me repetía en mi interior: “Ven, que sea ahora”, y mientras lo pronunciaba constituía una resolución. Casi lo hacía, pero no lo acababa de hacer. Hice otro esfuerzo y casi triunfé, pero no lo conseguí, dudando entre morir a la muerte o vivir a la vida. El mal al que ya estaba acostumbrado me retenía más que la vida mejor que no había probado»[91].
No hay descripción más perfecta de la voluntad dividida cuando los deseos superiores no poseen aquella agudeza, aquel toque de intensidad explosiva, de calidad dinámica (en la jerga de los psicólogos) que les permita romper el caparazón e irrumpir eficazmente en la vida y reprimir las tendencias inferiores para siempre. Continuaremos en esto más adelante.
Encuentro otra buena descripción de la voluntad dividida en la autobiografía de Henry Alline, el evangelista de Nueva Escocia del que hablé en la última conferencia sobre la melancolía. Los pecados del pobre joven eran, como veréis, de lo más leve, pero se interferían con lo que resultó ser su verdadera vocación y por ello le preocuparon mucho.
«Llevaba una vida altamente moral, pero no encontraba reposo para mi conciencia. Los jóvenes apreciaban mi compañía porque no sabían nada de mi mente, y su estima llegó a ser una trampa para mi alma, ya que bien pronto comencé a apreciar el gozo carnal, aunque todavía me congratulaba de que si no me embriagaba, ni juraba, no había pecado alguno en divertirse y en el gozo carnal y pensaba que Dios sería indulgente con la gente joven y con sus pasatiempos. Todavía observaba una prioridad de deberes y no me arriesgaba a caer en ningún vicio público, pero ello sólo resultó eficaz en tiempo de salud y prosperidad; sin embargo, cuando estaba preocupado o me amenazaba alguna enfermedad, la muerte, o impresionantes tempestades, mi religión no iba bien; encontré que le faltaba alguna cosa y comencé a arrepentirme de tanta frivolidad. Pero apenas la preocupación desaparecía, el demonio y mi propio cuerpo perverso, con la solicitud de mis cómplices y mi aquiescencia, constituían tentaciones fuertes y acababa cediendo. Me volví disipado y rudo, pero al propio tiempo mantenía los momentos de plegaria secreta y de lectura. Dios, que no quería que me destruyera por mí mismo, aún me seguía con su requerimiento y, a veces, en medio de mi alegría, tenía un sentimiento tan grande de mi perdida y abandonada condición que quería alejarme de mis compañeros. Cuando todo acababa y volvía a casa, hacía promesas de no volver a esas diversiones y pedía perdón durante horas y horas, pero cuando volvía a presentarse la tentación, me dejaba llevar. Tan pronto como escuchaba música y bebía un vaso de vino sentía animarse mi espíritu y al momento me entregaba a cualquier género de alegría o diversión que no encontraba licencioso ni abiertamente vicioso; pero cuando regresaba de mi alegre francachela me sentía más culpable que nunca e incluso no podía dormir hasta después de largas horas. Era una de las criaturas más infelices de la tierra.
»A veces abandonaba a los compañeros (frecuentemente diciendo al violinista que dejase de tocar, como si estuviese cansado) y salía dar una vuelta y gemía y rezaba como si el corazón se me rompiera, suplicando a Dios que no me repudiase ni me abandonase a la dureza de corazón. ¡Oh, cuántas horas y noches infelices consumí de esta manera! Cuantas veces me encontraba con amigos alegres y mi corazón estaba a punto de hundirse, me esforzaba por poner un semblante tan alegre como podía para que no desconfiaran; otras veces, iniciaba una conversación con un chico o una chica, proponía cantar una canción alegre con tal de que la preocupación de mi alma no fuese descubierta, hubiera preferido encontrarme confinado en un desierto que continuar con ellos y con sus placeres y diversiones. Por consiguiente, durante muchos meses cuando estaba con alguien fingía hipócritamente tener el corazón contento, pero al mismo tiempo me esforzaba tanto como podía por evitar su compañía. ¡Oh, qué mortal más desgraciado e infeliz era! Todo lo que hacía, a cualquier sitio donde iba, rugía en mi interior una tempestad; y a pesar de todo, continué mis deberes durante muchos meses, aunque ocuparse de ellos constituía una tarea pesada y atormentadora. Pero el demonio y mi propio cuerpo dañado me arrastraban como un esclavo, diciéndome que debía hacer esto y aquello, y terminar eso y aquello, o ir hacia un sitio u otro para mantener mi reputación y conservar la estimación de mis compañeros. Durante todo este tiempo cumplía mis deberes tan estrictamente como podía, y removí cielo y tierra para tranquilizar mi conciencia; vigilaba mis pensamientos y rezaba continuamente, fuese donde fuese, porque no pensaba que hubiera ningún pecado en mi conducta cuando estaba en compañía de mis amigos, ya que no encontraba ninguna satisfacción, sino que simplemente lo hacía, pensaba, por razones legítimas. Con todo, hiciese lo que hiciese o pudiese hacer, mi conciencia gemía día y noche».
San Agustín y Alline emergieron por fin a las aguas tranquilas de la paz y la unidad interiores; ahora os pediré que consideréis algunas peculiaridades del proceso de unificación, cuando éste se da. Puede llegar gradual o abruptamente, puede presentarse a través de sentimientos en ebullición o de acción asimismo alterados, o también a través de las experiencias que más adelante denominaremos «místicas». Llegue como sea, produce una especie de desahogo característico, y este desahogo nunca es tan extremado como cuando se vacía en el molde religiosos. ¡Felicidad!, ¡felicidad!, la religión es el único camino por el que el hombre consigue este premio. Fácil, permanentemente y con éxito rotundo, transforma con frecuencia la miseria más intolerable en la felicidad más profunda y perdurable.
Sin embargo, encontrar la religión es sólo uno de los caminos por los cuales se llega a la unificación, y el proceso de restañar la dispersión interior y reducir la incoherencia constituye un proceso psicológico general, que puede darse en cualquier tipo de materia mental y no ha de asumir necesariamente la forma religiosa. Al juzgar los tipos religiosos de regeneración que estamos a punto de estudiar, es importante reconocer que sólo son una especie de un género que también contiene los otros tipos. Por ejemplo, el nuevo nacimiento puede estar alejado de la religión, asentado en la incredulidad, o puede ir de la escrupulosidad moral a la libertad y la licencia, puede incluso ser producido por la irrupción, en la vida del individuo, de algún nuevo estímulo o pasión, como el amor, la ambición o la codicia, la venganza o la devoción patriótica. En todos estos ejemplos, constatamos la misma forma de producirse, psicológicamente hablando; la firmeza, estabilidad y equilibrio siguen a un período de tempestad, tensión e inconsistencia. En estos casos no religiosos, el hombre nuevo también puede nacer gradualmente o bien de súbito.
El filósofo francés Jouffroy nos dejó una memoria elocuente de su contraconversión, como bien ha titulado la transición de la ortodoxia a la infidelidad el señor Starbuck. Las dudas de Jouffroy lo habían atormentado durante mucho tiempo, pero él fecha la crisis final en una noche en la que su descreimiento se fija y estabiliza con el resultado inmediato de fuerte tristeza por las ilusiones perdidas.
«Nunca olvidaré aquella noche de diciembre —escribe— cuando el velo que había escondido mi propia incredulidad se rasgó. Vuelvo a sentir mis pasos —Jouffroy— en aquella habitación estrecha y desnuda donde, mucho después de la hora de dormir, solía caminar arriba y abajo. Vuelvo a ver aquella luna, medio velada por las nubes, que de tanto en tanto iluminaba los helados cristales de la ventana. Las horas de la noche huían sin que me diera cuenta. Seguía ansiosamente mis pensamientos que, paso a paso, bajaban hasta los fundamentos de mi conciencia, y esparciendo una a una todas mis ilusiones, que hasta aquel momento habían dificultado mi visión, las hacían cada vez más visibles.
»En vano me aferraba a estas últimas creencias como un náufrago se aferra a los restos de su nave. En vano, despavorido por el vació desconocido donde estaba a punto de caer, recordé la infancia, la familia, mi país, todo aparecía claro y era sagrado para mí; el discurrir inflexible de mi pensamiento era demasiado fuerte; padres, familia, recuerdos, creencias, me esforzaba por abandonarlo todo. La investigación continuó de manera tanto más obstinada y severa en la medida en que llegaba a término, y no paró hasta que alcanzó el final. Entonces supe que no quedaba nada en pie en el fondo de mi mente. Este momento fue terrible; cuando hacia la mañana me levanté de la cama exhausto, me pareció sentir mi vida primera, sonriente y plena, que se apagaba como un fuego nuevo y que delante de mí se abría una nueva vida, donde en el futuro habría de vivir solo, solo con el pensamiento fatal que me había confinado allí y que estuve tentado de maldecir. Los días siguientes a este descubrimiento fueron los más tristes de mi vida»[92].
En el Essay on Decision of Character, de John Foster, se halla un relato de un caso de conversión resuelta a la avaricia que es bastante ilustrativo para ser referido:
«Un joven gastó, en dos o tres años, un importante patrimonio en juegas y desenfrenos, con un buen número de compañeros inútiles que se autodenominaban amigos y que, cuando se agotaron los últimos medios, lo trataron, naturalmente, con desdén y menosprecio. Reducido a la necesidad más absoluta, un día salió de casa con la intención de poner fin a su vida, pero después de vagar un buen rato casi inconscientemente, llegó al borde de un promontorio que dominaba el lugar donde habían estado sus propiedades. Se sentó y permaneció con el pensamiento fijo durante unas horas, hasta que al fin se levantó con una emoción vehemente, exultante. Había tomado una resolución: todas aquellas propiedades volverían a ser suyas; asimismo había confeccionado un plan, que comenzó a ejecutar inmediatamente. Caminó de prisa, decidido a no perder la primera oportunidad, aunque fuese humilde, de ganar algún dinero, aunque se tratase de una miseria menospreciable, y decidió no gastar, si podía evitarlo, ni un cuarto de penique de lo que ganase. La primera cosa que le llamó la atención fue un montón de carbón que un carro había dejado caer delante de una casa. Se ofreció a transportarlo con la pala o con el carretón al lugar donde correspondía y lo contrataron. Le dieron un par de monedas por el trabajo y entonces siguiendo su plan de ahorrar pidió alguna cosa de comer o beber gratuitamente, y se la dieron. Después buscó la siguiente oportunidad, pasó por un buen número de faenas serviles en lugares distintos, con laboriosidad incansable, y escrupuloso en evitar —tanto como podía— gastarse un penique. Aprovechaba sin pensarlo dos veces cualquier oportunidad que se ajustara a su plan, sin mirar la vileza de la ocupación o las apariencias. Con este método, al cabo de un tiempo considerable había ganado bastante dinero para comprar un poco de ganado y volverlo a vender, después de tener algunos problemas para entender el negocio. Rápidamente, pero con cautela, las primeras ganancias las invirtió en nuevos beneficios, manteniendo su extrema severidad, sin desviarse ni una sola vez; y así avanzó gradualmente hacia las transacciones más importantes y comenzó a enriquecerse. No conozco, o lo he olvidado, el curso de su vida, pero el resultado final fue que recuperó sus propiedades con creces; murió como un avaro empedernido, con una fortuna valorada en 60.000 libras»[93].
Dejadme hablar ahora del asunto que nos interesa, es decir, del contenido religioso. Éste es uno de los más simples posibles, un relato de conversión sistemática a la religión de mentalidad sana de un hombre que ya debía ser de este tipo. Muestra cómo, cuando el fruto está maduro, cae apenas tocarlo.
Horace Fletcher, en su libro Menticulture, explica que un amigo que hablaba del autocontrol que los japoneses adquirían por la práctica de la disciplina budista, afirmaba:
«“Primero te has de liberar de la ira y de la ansiedad”. “Pero, ¿es posible?”, dije yo. “Si es posible para los japoneses habrá de serlo para nosotros”, replicó él.
»Al volver, no podía pensar nada más que en las palabras “liberar, liberar”, y la idea debió continuar poseyéndome durante las horas de sueño, porque la primera conciencia de la mañana me llevó al miso pensamiento, con la revelación de un descubrimiento que se expresaba en el razonamiento siguiente: “Si nos podemos liberar de la ira y de la ansiedad, ¿por qué es necesario sufrirlas?”. Sentía la fuerza del argumento y acepté en seguida el razonamiento. El niño había descubierto que podía caminar y ya no se arrastraría más.
»Desde el momento en que me di cuenta que las manchas cancerosas de la ira y la ansiedad se podían quitar, me abandonaron. Con el descubrimiento de su debilidad se exorcizaron a sí mismas. Desde aquel momento la vida ha presentado un aspecto completamente diferente.
»A pesar de que hasta entonces la posibilidad y el deseo de liberarme de las pasiones depresivas había sido muy real para mí, tardé algunos meses en sentirme por entero seguro de mi nueva posición, pero, como las ocasiones usuales para la ira y la ansiedad se han ido presentando, y me he visto incapacitado para sentirlas, siquiera en el grado más mínimo, ya no las temo ni me protejo constantemente, y me maravillo del aumento de energía y vigor de la mente, de mi fuerza ante cualquier tipo de situaciones y de mi disposición para considerar y apreciar todas las cosas.
»Desde aquella mañana he tenido ocasión de hacer más de diez mil millas en tren. El mozo, el conductor, el camarero, el feriante, agente literario, taxista, y los demás que antes constituían una fuente de irritación y molestia para mí, los he vuelto a encontrar, pero no tengo conciencia de ninguna descortesía. De golpe el mundo se ha hecho bueno, por decirlo así, me he vuelto sensible únicamente a los rasgos del bien.
»Podría explicar muchas experiencias que demuestran una condición mental nueva, pero con una habrá suficiente. Sin el más mínimo sentimiento de aburrimiento o impaciencia he visto cómo un tren, que yo pretendía coger con gran interés y anticipación, salía de la estación sin mí porque mi equipaje no llegaba. El portero del hotel llegó corriendo y jadeando a la estación en el momento en que el tren desaparecía de la vista. Cuando me vio, me miró esperando mi reprimenda y comenzó a balbucear que había quedado bloqueado en una calle estrecha sin poder salir. Cuando acabó le dije: “Es igual, no se podía hacer nada; lo volveremos a intentar mañana. Tenga sus honorarios; me sabe mal que haya sufrido tanto para ganarlos”. La mirada de sorpresa que apareció en su cara tenía tanto de complacencia que en el acto me sentí compensado del retraso. Al día siguiente no aceptó ni un centavo por su servicio, y ahora somos buenos amigos.
»Durante las primeras semanas de mi experiencia permanecí en guardia sólo contra la ira y la ansiedad, pero mientras tanto, al notar la ausencia de las otras pasiones depresivas y menguadoras, comencé a buscar una relación, hasta que me convencí de que todas son originadas en las dos raíces que he señalado. He sentido la libertad durante tanto tiempo que estoy seguro de mi relación con ella, y no podría nunca más abrigar ninguna de las influencias depresivas que una vez alimenté como herencia de la humanidad, como el enajenado se revuelca voluntariamente en un albañal infecto.
»No cabe duda alguna en mi mente de que el cristianismo y el budismo puros, la Mental Science y todas las religiones, enseñan fundamentalmente lo que para mí ha sido un descubrimiento, pero ninguna de ellas lo ha presentado a la luz de un fácil y sencillo proceso de eliminación. Una vez me preguntaba si la eliminación no produciría indiferencia y pereza. Siento un deseo tan grande de hacer alguna cosa útil que parezco un niño de nuevo, como si volviera a tener la energía suficiente para jugar. Podría luchar tan bien como (y mejor que) nunca, si se presentara la ocasión. Eso me exime de la cobardía, no puedo ser cobarde ya que el miedo es una de las cosas eliminadas. Me doy cuenta de la ausencia de timidez delante de cualquier audiencia; cuando era niño estaba bajo un árbol donde cayó un rayo, y recibí una impresión tan fuerte que el efecto me duró hasta que deshice su asociación con la ansiedad. Desde entonces, he tropezado con rayos y truenos en momentos que antes me hubiesen causado grandes depresiones o nerviosismo, y ahora no he notado nada de todo eso. También se ha modificado mi capacidad de sorpresa, y ahora es menos probable que me sorprenda de ruidos o visiones inesperadas.
»En lo que me concierne, ahora no me preocupo por lo que pueden ser los resultados de esta condición emancipadora. No cabe duda de que la perfecta salud que ambiciona la Ciencia Cristiana puede ser una de esas posibilidades, ya que noto sensible mejoría en la forma como el estómago cumple su deber de asimilar la comida que le proporciono, y estoy seguro que trabaja mejor al son de una canción que bajo la hostilidad de una amenaza. Tampoco pierdo este preciso tiempo formulando una idea de la existencia futura o de un cielo futuro. El cielo que tengo dentro de mí es tan atractivo como cualquiera de los prometidos o de los que pudiera imaginar y estoy deseando dejarlo discurrir vaya donde vaya mientras la ira y su progenie no le hagan descarriarse”»[94].
La medicina antigua hablaba de dos formas, Lysis y Crisis —una gradual y otra de súbito— de recuperarse de una enfermedad corporal. En el reino espiritual existen también dos formas, una gradual y otra súbita, por las que se puede lograr la unificación interior. Tolstoi y Bunyan pueden volver a servirnos de ejemplos de la manera gradual, aunque he de confesar desde el principio que es difícil seguir las tortuosidades del corazón de los demás y se percibe que sus palabras no revelan todo el secreto.
Sea como fuere, Tolstoi, a la zaga de sus inacabables preguntas, parece pasar de una cosa a otra. Primero percibirá que su convicción de que la vida no tenía sentido se refería a esta vida finita. Buscaba el valor de un término finito en el valor de otro y el resultado total sólo podía ser una de aquellas ecuaciones metafísicas indeterminadas que acaban 0 = 0. Con todo, éste es el límite hasta donde el intelecto que razona puede llegar, a menos que el sentimiento irracional o la fe aporten lo infinito. Creyendo en el infinito como hace la gente normal, la vida vuelve a ser posible.
«Desde que la humanidad existe, allá donde ha habido vida, también hubo fe que hizo posible vivirla. La fe constituye el sentido de la vida, el sentido por virtud del cual el hombre no se autodestruye, sino que continúa viviendo. Si el hombre no creyese que hemos de vivir por algo, no viviría. La idea de un Dios infinito, de la divinidad del alma, de la unión de las acciones del hombre con Dios, son ideas elaboradas en las ilimitadas profundidades secretas del pensamiento humano. Hay ideas sin las que no habría vida, sin ellas yo mismo no viviría —dice Tolstoi. Comencé a ver que no tenía derecho a confiar en mi razonamiento individual omitiendo las respuestas que proporcionaba la fe, ya que son la únicas respuestas para la cuestión».
Pero, ¿cómo creer igual que la gente corriente, impregnados de supersticiones vulgares como están? ¡Es imposible, pero su vida es normal! ¡Es feliz! ¡Buena respuesta al problema!
Poco a poco Tolstoi llega a la convicción —dice que tardó dos años en llegar— de que su problema no estribaba en la vida en general, ni en la vida corriente de los hombres corrientes, sino en la vida de las clases superiores, la vida intelectual, la vida de los convencionalismo, artificialidades y ambiciones personales. Había vivido de manera equivocada y debía cambiar. Trabajar para satisfacer las necesidades materiales, abjurar de mentiras y vanidades, solucionar necesidades comunes, ser simple, creer en Dios, la facilidad consiste en eso.
«Recuerdo —dice— un día al principio de la primavera, solo en el bosque, atendiendo ruidos misteriosos. Escuchaba, y mi pensamiento volvió a lo que durante estos tres años lo había ocupado, la búsqueda de Dios. Pero la idea de Él, me preguntaba, ¿cómo la adquiriré?
»Y de nuevo, con este pensamiento, surgieron gozosas expectativas respecto a la vida. Todo en mí despertó y recibió un significado… ¿Por qué busco más allá?, preguntaba una voz dentro de mí. Él está aquí, Él, sin el que no es posible vivir. Conocer a Dios y vivir es la misma cosa. Dios es lo que es la vida. Bien, así pues, ¡vive, busca a Dios, no habrá vida sin Él…!
»Más tarde se me aclararon las cosas y la luz no ha desaparecido nunca por entero. Me había salvado del suicidio. No puedo decir exactamente cuándo se produjo el cambio. Pero de manera tan insensible y gradual como la fuerza de la vida había sido anulada en mí, y había rozado el umbral de la muerte moral, así también, de manera gradual e imperceptible, la energía de la vida volvió. Y lo más extraño todavía, esta energía recuperada no era nueva; constituía la fuerza de mi fe juvenil, la creencia en que la única finalidad de mi vida era ser mejor. Abandoné la vida del mudo convencional reconociendo que no era vida, sino una parodia de la vida, cuyas superficialidades nos impiden comprender». Y a partir de entonces Tolstoi adoptó la vida de los campesinos, sintiéndose auténtico y feliz[95].
Yo interpreto su melancolía no como un simple trastorno accidental del organismo, aunque también lo era. Lógicamente, la provocó el choque entre su carácter interno y sus actividades y aspiraciones externas. A pesar de que era un escritor, Tolstoi era también uno de esos hombres serios para quienes lo superfluo, insincero, codiciable, en fin, las complicaciones y crueldades de nuestra educada civilización resultaban del todo insatisfactorias y para quien las verdades eternas estaban en las cosas más naturales e instintivas. Su crisis sobrevino al poner en orden su alma, descubrir su entorno y vocación genuinos, limpiar de falsedades los caminos que conducían hacia la verdad. Fue un caso de personalidad heterogénea que encontró su unidad y equilibrio tardía y lentamente. Pese a que pocos de nosotros podemos imitar a Tolstoi, quizá porqué no tengamos bastante médula humana en los huesos, como mínimo, la mayoría podemos sentir que, sí acaso pudiésemos, más positivo sería para nosotros.
La recuperación de Bunyan parece haber sido todavía más lenta. Durante muchos años le persiguieron textos de las Escrituras alternativamente optimistas y pesimistas, peor a la postre acabó por convencerse de su salvación a través de la sangre de Cristo:
«Mi paz aparecía y desaparecía veinte veces al día, ahora confortado y después preocupado, ahora en paz y antes tan lleno de culpabilidad que era difícil de soportar». Cuando tropezaba con un buen texto —escribe—: «Esto me estimulaba durante dos o tres horas», o bien «ha sido un buen día para mí, espero no olvidarlo nunca», o bien «el encanto de estas palabras era tan importante para mí, que estaba a punto de desmayarme en la silla, pero no de dolor y preocupación, sino de firme alegría y paz». También: «Se apoderaba de forma extraña de mi espíritu, llevaba luz, y puso silencio en mi corazón a todos aquellos pensamientos tumultuoso que antes, como perros infernales sin amo, acostumbraban a ladrar y hacer un ruido espantoso dentro de mí. Me mostró que Jesucristo no había abandonado ni desamparado mi alma».
Similares períodos se acumulan hasta que puede escribir: «Y ahora sólo quedaba la parte molesta de la tempestad, ya que el trueno se había alejado de mí, y apenas persistían algunas gotas que caían encima de mí de vez en cuando», y finalmente: «Ahora las cadenas han caído, estoy liberado de hierros y aflicciones; también han desaparecido las tentaciones, así pues, desde ahora aquellas horribles Escrituras de Dios han dejado de ensordecerme, y vuelvo a casa alegre, por el amor y la gracia de Dios… Ahora podría ver el cielo y la tierra al mismo tiempo, el cielo por mi Cristo, mi Cabeza, mi Virtud y Vida; y la tierra por mi persona, el cuerpo… Cristo fue un Cristo inapreciable para mi alma aquella noche, apenas podía continuar en la cama por la alegría y la paz, y el triunfo a través de Cristo».
Bunyan se hizo ministro del Evangelio, y a pesar de su constitución neurótica y de los doce años que pasó en prisión por inconformista, su vida se volvió útil y activa. Era un pacificador y un instrumento del bien, y la alegoría inmortal que escribió vino a recordar el espíritu de la paciencia religiosa a los corazones ingleses.
Pero ni Bunyan ni Tolstoi podían transformarse en lo que se denomina individuos de una mentalidad sana; habían bebido demasiado en la copa de la amargura para olvidarse nunca de su sabor, y su redención se efectuó en un universo de doble fondo. Cada uno de ellos dio cuenta de un bien que rompió la extremidad efectiva de su tristeza; con todo, la tristeza persistía como un ingrediente menor en el cuerpo de la fe por la cual fue superada. El hecho que nos interesa es que, en efecto, pudiésemos encontrar, y encontrásemos alguna cosa que surgiese del interior de su conciencia y por la que esa tristeza interna se pudiese superar. Tolstoi hace bien en decir aquello que hace vivir al hombre, ya que es exactamente eso, un estímulo, una excitación, una fe, una fuerza que reinfunde el deseo positivo de vivir, incluso en presencia de las percepciones desagradables que un poco antes habían hecho que la vida pareciera insoportable. La percepción del mal apenas quedó alterada en su ámbito; sus últimos trabajos lo muestran implacable con todo el sistema de valores oficiales: la ignominia de la vida elegante, la infamia del imperio, la falsedad de la Iglesia, la presunción vana de las profesiones, la vileza y crueldad que van unidas al éxito, y todas las restantes instituciones criminales y engañosas de este mundo. Su experiencia le había enseñado que ser indulgente con todo eso era aceptar el mal. Bunyan también dejó este mundo al enemigo[96].
«En primer lugar debo pronunciar una sentencia de muerte —dice— sobre todo lo que puede ser propiamente denominado cosa de esta vida; hasta considerarme yo mismo, mi esposa, mis hijos, mi salud, mis alegrías, como muertos para mí y yo muerto para ellos.
»Creer en Dios a través de Cristo, por lo que atañe al mundo que ha de venir; en cuanto a este mundo considerar la tumba mi casa, yacer en la oscuridad y decir a la corrupción: tú eres mi padre, y al gusano, tú eres mi madre y mi hermana… Tener que separarme de mi esposa y de mis hijos era como separar la carne de los huesos, especialmente de mi pobre hijo ciego, que atesoraba junto a mi corazón. ¡Pobre niño!, pensaba, ¡cuántas penas sufrirás en este mundo! Te pegarán, tendrás que pordiosear, pasar hambre, frío, desnudez y mil calamidades, y yo no podré soportar que el viento sople contra ti. Sin embargo, debéis arriesgaros con Dios, aunque me estremece abandonaros».
Apuntan aquí indicios de resolución, pero parece que el torrente de la liberación mística nunca inundó la pobre alma de John Bunyan.
Estos ejemplos pueden ser suficientes para informaros de manera general del fenómeno técnicamente llamado «Conversión». En la conferencia próxima os invitaré a estudiar sus peculiaridades y paralelismos con detalle.