Conferencia III.
La realidad de lo no visible

Si nos pidiesen que caracterizásemos la vida de la religión por medio de los términos más amplios y generales posibles, podríamos decir que consiste en creer en un orden no visible y que nuestra felicidad estriba en ajustarnos armoniosamente a él; la actitud religiosa del alma consiste en afirmar esta doble creencia. En esta conferencia desearía atraer la atención sobre algunas de las particularidades psicológicas de tal actitud, de la creencia en un objeto que no podemos ver.

Nuestras actitudes morales, prácticas, emocionales y religiosas se deben a los «objetos» de nuestra conciencia, a aquellas cosas que creemos que existen, sea real o idealmente. Estos objetos pueden estar presentes ante nuestros sentidos o bien únicamente en nuestro pensamiento, en cualquiera de los dos casos reaccionamos frecuentemente con fuerza tanto en un caso como en otro, con independencia de que el objeto sea o no accesible a nuestros sentidos. Incluso, a veces, la reacción frente a los objetos accesibles tan sólo al pensamiento es más fuerte que la que percibimos frente a los objetos accesibles a los sentidos; el recuerdo de un insulto nos puede irritar más que el insulto mismo en el momento de recibirlo; con frecuencia nos avergonzamos en mayor medida de nuestros disparates después de cometerlos que en el momento de realizarlos. En general, nuestra vida prudente y nuestra moral más elevada se fundamentan en el hecho de que las sensaciones materiales presentes pueden tener menor influencia en nuestra conducta que la idea de hechos remotos; por ello los objetos más concretos de la religión de la mayoría de los hombres, las deidades que adoran, sólo las perciben en forma de idea. Por ejemplo, son muy escasos los creyentes cristianos a quienes se les ha concedido tener una visión sensitiva de su salvador, aunque hay constancia de bastantes apariciones de este tipo, como excepciones milagrosas, que más tarde merecerán nuestra atención. Así, pues, la fuerza de la religión cristiana, en cuanto la creencia en los personajes divinos es la que determina la actitud prevalente del creyente, se ejerce, en general, mediante la instrumentalidad de las ideas puras, para las cuales ninguna experiencia pasada del individuo sirve como modelo.

Pero además de las ideas de los objetos religiosos más concretos, la religión está saturada de objetos abstractos que demuestran tener un poder semejante. Los atributos de Dios como tales, su santidad, su justicia, su misericordia, su carácter absoluto, su trinidad, su infinitud, su omnisciencia, los diversos misterios del proceso de redención, la función de los sacramentos, etc., han sido fuentes fértiles para estimular la meditación de los creyentes cristianos[21]. Más adelante veremos que las autoridades místicas de todas las religiones insisten en la ausencia de imágenes sensitivas definidas, como condición de las verdades divinas superiores. Se espera que esta contemplación (y veremos que la espera se ve recompensada con harta frecuencia) influya fuertemente en la actitud del creyente hacia el bien.

Inmanuel Kant sostenía una curiosa doctrina sobre tales objetos de creencia, como Dios, el mundo, el alma, su libertad y la otra vida. Para Kant, todo esto no es objeto de conocimiento; nuestras concepciones requieren siempre un contenido sensible para ejercitarse, y como las palabras «alma», «Dios», «inmortalidad» no incluyen un contenido sensible distintivo de ningún tipo, se deduce que hablando teóricamente carecen de significado. Pese a ello, y es bastante curioso, poseen un significado definido para nuestra práctica. Podemos actuar como si hubiese un Dios, sentir como si fuésemos libres, considerar la naturaleza como si estuviese llena de designios especiales, hacer planes como si fuésemos inmortales, y encontramos entonces que estas palabras estimulan una vida moral genuinamente diferente. Nuestra fe en la existencia real de estos objetos ininteligibles demuestran que son un equivalente completo del praktischer-Hinsicht, como lo denomina Kant, o desde el punto de vista de nuestra acción, de un conocimiento de lo que deberían ser, si se nos permitiese concebirlos positivamente. En consecuencia, nos encontramos ante el extraño fenómeno, según nos asegura Kant, de una mente que cree con toda su fuerza en la presencia real de un conjunto de cosas de las que no se puede formar noción alguna.

El objeto de recordarles la doctrina kantiana no es expresar opinión alguna sobre la precisión de esta parte particularmente burda de su filosofía, sino ilustrar la característica de la naturaleza humana que estamos considerando, por medio de un ejemplo clásico por su exageración. El sentimiento de realidad puede, en efecto, unirse tan íntimamente a nuestro objeto de creencia que toda nuestra vida se polariza de raíz, por decirlo así, a través del sentido de la existencia de la cosa en la que se cree; pero no podemos decir que esta cosa, por hacer una descripción definida, esté de alguna manera presente en nuestra mente.

Es como si una barra de hierro, sin tacto ni vista, sin ninguna facultad representativa, pudiera, no obstante, estar intensamente dotada de una sensación magnética interior, y como si, a través de las diversas manifestaciones de su magnetismo, pudiera verse determinada conscientemente a diferentes actitudes y tendencias. Esta barra de hierro nunca podrá dar una descripción externa de los agentes que pudieron activarla con tanta fuerza, no obstante, sería intensamente consciente, a través de cada fibra de su ser, de su presencia y su significado para su vida propia.

No son únicamente las ideas de la Razón Pura, como Kant las denominó, las que tiene esta capacidad de hacernos sentir, vitalmente, presencias que articuladamente somos incapaces de describir. Todos los tipos de abstracciones superiores conllevan el mismo tipo de atracción inaprensible. Recordad aquellos fragmentos de Emerson que leí en mi última conferencia. Todo el universo de objetos concretos, tal y como lo conocemos, navega, no sólo para un escritor tan transcendentalista, sino también para nosotros, en un universo de ideas abstractas más amplio y elevado que lo dotan de significado. Así como el tiempo, el espacio y el éter penetran todas las cosas, así también (nos parece) la bondad abstracta y esencial, la belleza, la fuerza, el significado y la justicia penetran todas las cosas buenas, poderosas, significativas y justas.

Estas ideas, y otras igualmente abstractas, constituyen el fondo de todos nuestros hechos, el origen de todas las posibilidades que concebimos. Proporcionan su «naturaleza», como solemos decir, a cada cosa particular. Una cosa es «lo que» es, porque participa de la naturaleza de alguna de estas abstracciones. Nunca las podemos mirar directamente porque son incorpóreas, no tienen forma ni fundamentos, pero comprendemos las otras cosas a través de ellas, y ante el mundo real descubriríamos nuestro desamparo si llegáramos a perder estos adjetivos, predicados, adverbios y principios de concepción y clasificación.

Esta determinabilidad absoluta de nuestra mente mediante abstracciones es uno de los hechos cardinales de nuestra constitución humana; al polarizarnos y magnetizarnos como lo hacen, nos volvemos hacia ellas y desde ellas las buscamos, las asimilamos, las odiamos, las bendecimos como si fuesen seres muy concretos. Y son seres, seres tan reales en el reino en que vivimos como las cosas cambiantes de los sentidos lo son en el reino del espacio.

Platón hizo una defensa tan brillante e impecable de estos sentimientos humanos comunes que la doctrina de la realidad de los objetos abstractos se conoce desde entonces con el nombre de teoría platónica de las ideas. La belleza abstracta, por ejemplo, es para Platón un ser individual perfectamente definido, del cual el intelecto es consciente como algo adicional a toda belleza perecedera de la tierra. «El método correcto de progresión —dice en el tan citado pasaje del Banquete— es usar las bellezas de la tierra como escalones por los que subimos, por amor a aquella otra belleza, yendo de una a dos y de dos a todas las otras formas bellas, y de estas formas bellas, a acciones bellas, y de las acciones bellas, a las nociones bellas, hasta que desde las nociones bellas se llega a la noción de la Belleza absoluta, y al fin se conoce aquello que es la esencia de la Belleza»[22]. En la última conferencia entrevimos de qué manera un escritor platónico, como Emerson, puede tratar la divinidad abstracta de las cosas, la estructura moral del universo, como un hecho que merece reverencia. En las diversas iglesias sin Dios, que actualmente se están entendiendo por el mundo bajo el nombre de sociedades éticas, encontramos otro símil de la divinidad abstracta; se cree en la ley moral como objeto último.

En la mente de muchos la «ciencia» está ocupando el lugar de la religión. Cuando es así, el científico trata las «leyes de la naturaleza» como hechos objetivos que han de ser venerados. Una excelente escuela de interpretación de la mitología griega afirma que los dioses griegos en su origen, tan sólo eran personificaciones medio metafóricas de aquellas grandes esferas de ley y orden abstractas en las que se divide el mundo natural —la esfera celeste, la esfera oceánica, la esfera terrestre, etc.—, así como ahora podemos hablar de la sonrisa de la mañana, el beso de la brisa o la punzada del frío, sin querer decir con ello que estos fenómenos tengan verdaderamente faz humana[23].

En relación al origen de los dioses griegos no necesitamos en este momento buscar opinión alguna, pero nuestra lista de ejemplos nos lleva a una conclusión semejante a ésta: Es como si en la conciencia humana existiese un sentido de la realidad, un sentimiento de presencia objetiva, una percepción de lo que podemos llamar «algo» más profundo y general que cualquiera de los «sentidos» especiales y particulares mediante los cuales la psicología actual supone que se revelan originalmente las realidades existentes. Si fuese así, podemos suponer que los sentidos desvelan nuestras actitudes y conducta tal como lo hacen habitualmente, excitando en primer lugar este sentido de la realidad. Pero si otra cosa, por ejemplo una idea, pudiese estimularlo de manera similar, tendría la misma prerrogativa de parecer real que poseen normalmente los objetos sensibles. Siempre que las concepciones religiosas pudiesen despertar este sentido de la realidad serían creídas en lugar de ser criticadas, aunque fuesen tan vagas y remotas que resultasen casi inimaginables, aunque no fuesen entidades por su propia condición, como Kant hace que sean los objetos de su teología moral.

Las pruebas más curiosas de la existencia de este sentido de la realidad se encuentran en experiencias de alucinación. Frecuentemente ocurre que una alucinación se desarrolla imperfectamente, y la persona afectada sentirá una «presencia» en la habitación, localizada de una manera bien determinada, orientada de una forma particular, real en el sentido más enfático de la palabra, que a menudo llega de repente y parte de repente, y sin embargo no es ni vista, ni sentida, ni tocada, ni conocida de ninguna de las formas «sensitivas» normales. Dejadme poneros un ejemplo antes de pasar a aquellos objetos cuya presencia preocupa más peculiarmente a la religión.

Un amigo íntimo, una de las inteligencias más agudas que conozco, ha tenido diversas experiencias de este tipo. Como respuesta a mis preguntas escribe:

«Durante los pasados años, he sentido varias veces lo que se llama “conciencia de una presencia”. Las experiencias en las que estoy pensando se distinguen claramente de otro tipo de experiencia que a menudo he experimentado e imagino sería también denominada por mucha gente “conciencia de una presencia”. Pero, para mí, la diferencia entre las dos clases de experiencia es tan grande como la diferencia que media entre sentir un ligero calor del que no se conoce su procedencia y encontrarse en el centro de una conflagración con todos los sentidos alerta.

»Hacia el mes de septiembre de 1884 tuve la primera experiencia. La noche anterior había tenido, en la cama de la habitación de la Universidad, una tan vívida alucinación táctil de ser cogido por el brazo que me hizo levantarme y buscar un intruso en la habitación; pero la sensación de presencia propiamente dicha ocurrió la noche siguiente; después de apagar la vela y meterme en la cama, estuve despierto pensado en la experiencia de la noche anterior.

»De repente noté que algo entraba en la habitación y se quedaba cerca de la cama. Sólo permaneció allí un minuto o dos. No lo reconocí por medio de ningún sentido ordinario, y sin embargo tenía una “sensación” horriblemente desagradable conectada con aquello. Ese hecho sacudió con mayor fuerza las raíces de mi ser que cualquier otra percepción normal. La sensación tenía en alguna medida la cualidad de un dolor vital desgarrador muy agudo, que se extendía por el pecho, pero en el interior del organismo, y con todo, la sensación no era tanto de dolor como de horror. En todo caso había algo presente en mí y yo sabía de su presencia con mucha más seguridad de la que nunca he tenido acerca de cualquier criatura viviente de carne y hueso. Fui consciente de su partida así como de su llegada, un giro brusco, casi instantáneo, atravesando la puerta y la “sensación horrible” desapareció.

»Cuando me retiré la tercera noche mi mente estaba absorta en unas conferencias que preparaba, y aún estaba concentrado cuando me di cuenta de la presencia real (aunque no de la llegada) de lo que estuvo allí la noche anterior, y de la “sensación horrible”. Entonces ordené a aquello que, si era malo, se fuese, y si no lo era me dijese quién o qué era, y si no se podía explicar que se fuera, que yo le obligaría a hacerlo. Pasó lo mismo que la noche anterior, y mi cuerpo se recuperó rápidamente.

»En otras dos ocasiones en mi vida he tenido la misma “sensación horrible”. Una vez duró un cuarto de hora, y las tres veces la certeza de que en el espacio exterior había algo que era indescriptiblemente más fuerte que la certeza normal de la compañía que se tiene ante la presencia próxima de personas vivas normales. Aquello parecía próximo y más intensamente real que cualquier percepción ordinaria. Aunque lo noté como si fuese yo mismo, por decirlo así, finito, pequeño y angustiado, no lo reconocí como ser individual o persona alguna».

Naturalmente, una experiencia semejante no está conectada con la esfera religiosa. Con todo, a veces puede estarlo, y el mismo corresponsal me informa que en más de una coyuntura diferente tuvo la sensación de una presencia desarrollada con idéntica intensidad y brusquedad, sólo que en aquella ocasión se sintió lleno de una especia de gozo.

«No tenía la simple conciencia de la proximidad de algo, sino que, en medio de una gran alegría, poseía la sorprendente conciencia de alguna bondad inefable. Tampoco era un conocimiento vago, como el efecto emocional de un poema, o de una flor, o de la música, sino el conocimiento seguro de la presencia próxima de un tipo de persona poderosa, y cuando partió, persistió en mi memoria como la percepción de una realidad. Todo lo demás puede ser un sueño, pero no esto».

Mi amigo, aunque parezca raro, no interpretó estas últimas experiencias teísticamente, como si fuesen una señal de la presencia de Dios, pero no sería extraño interpretarlas como una revelación de la existencia de la deidad. Cuando lleguemos al tema del misticismo podremos decir muchas cosas al respecto.

Esperando que estos fenómenos extraños no os desconcierten, me arriesgaré a leeros un par de narraciones similares, mucho más cortas, únicamente para demostrar que estamos tratando un tipo de hecho natural definido. En el primer caso, que obtengo del «Journal of the Society for Psychical Research», la sensación de presencia se transformó, por unos momentos, en una alucinación claramente visualizada —pero suprimo esta parte de la historia.

«Hacía unos veinte minutos que estaba leyendo —dice el narrador— profundamente absorto en el libro, mi mente estaba completamente tranquila, y en aquel momento había olvidado a mis amigos, cuando de repente, sin previo aviso, todo mi ser pareció elevado al estado más alto de tensión o vivacidad. Me daba cuenta, con una intensidad difícil de imaginar por quienes nunca lo han experimentado, que había otro ser o presencia no sólo en la habitación, sino muy cerca de mí. Dejé el libro, y aunque estaba muy excitado, me sentí tranquilo y no era consciente de tener miedo. Sin cambiar de posición, y mirando directamente el fuego, supe de alguna manera que mi amigo A. H. estaba de pie a mi izquierda, pero detrás de mí, de forma que la silla donde me sentaba lo escondía. Moví los ojos sin cambiar mi posición y la parte inferior de una pierna se hizo visible. Instantáneamente reconocí la tela gris-acero de los pantalones que a menudo llevaba, pero era semitransparente, y me recordó la consistencia del humo del tabaco»…,[24] y entonces vino la alucinación visual.

Otro informador escribe:

«Bien entrada la noche me desperté… me sentí como si me hubiesen despertado intencionadamente, y el primer pensamiento fue que alguien entraba en la casa… Me di la vuelta para dormirme de nuevo, e inmediatamente tuve conciencia de una presencia en la habitación, y es extraño decirlo, no era la conciencia de una persona viva, sino de una presencia espiritual. Esto puede provocar una sonrisa pero tan sólo puedo narrar los hechos como me sucedieron. No sé cómo describir mis sensaciones si no es diciendo simplemente que tuve conciencia de una presencia espiritual… También noté, al mismo tiempo, una fuerte sensación de miedo supersticioso, como si algo extraño y horripilante estuviese a punto de ocurrir»[25].

El profesor Flournoy de Ginebra me ofreció el siguiente testimonio de una amiga suya, que posee el don de escribir automática o involuntariamente:

«Siempre que escribo automáticamente, lo que me hace suponer que no es debido al subconsciente es la sensación que percibo de una presencia extraña, externa a mi cuerpo. A veces se caracteriza tan definidamente que podría señalar su posición exacta. Es imposible describir la impresión de la presencia, varía de intensidad y claridad según la personalidad de quien el escrito declara provenir. Si es alguien que aprecio, la siento inmediatamente, incluso antes de escribir, y parece que mi corazón lo reconozca».

En un libro anterior he citado con todo detalle un caso curioso de presencia que percibió un hombre ciego. La presencia era la de la figura de un hombre de barba gris, vestido con un conjunto blanco y negro, que se deslizó por la rendija de la puerta y atravesó la habitación hasta el sofá. El hombre ciego protagonista de esta casi alucinación es un individuo excepcionalmente inteligente. No tiene ningún tipo de imagen visual interior y no puede autorepresentarse la luz o los colores, y está seguro que ninguno de los otros sentidos, oído, etc., estuvo implicado en esta falsa percepción. Más bien parece que ha sido una concepción abstracta, con las sensaciones de realidad y de espacio exterior relacionadas directamente; dicho de otra manera, una idea completamente objetivada y exteriorizada.

Estos casos, tomados junto con otros que sería aburrido citar, parecen suficientes para probar la existencia, en nuestra organización mental, de un sentido de la realidad presente más difuso y general que aquel que ofrecen nuestros sentidos particulares. Si los psicólogos tuviesen que encontrar la situación orgánica de esta sensación, tendrían un buen problema —nada sería más natural que conectarla con el sentido muscular, con la sensación de que los músculos se inervan ellos mismos antes de la acción. Sea lo que sea lo que inevra nuestra actividad, o «pone la piel de gallina», nuestros sentido son los que lo detectan más a menudo; parecería real y presente, aunque únicamente fuese una idea abstracta. Pero estas conjeturas tan vagas no nos interesan en este omento, ya que nuestro interés se centra en la facultad más que en su localización orgánica.

Como todas las afecciones positivas de la conciencia, el sentido de la realidad tiene su correspondiente parte negativa en forma de sensación de irrealidad que a veces persigue a las personas, y de la que a menudo oímos quejas.

«Cuando reflexiono sobre el hecho de que he aparecido por accidente sobre un globo como si se tratara del juguete del capricho del universo —dice la señora Ackermann—, cuando me veo rodeada de seres tan efímeros e incomprensibles como yo misma, ilusionados persiguiendo puras quimeras, tengo la extraña sensación de estar en un sueño. Me parece que he amado y sufrido y que bien pronto moriré en un sueño. Mi última palabra será: he estado soñando»[26].

En otra conferencia veremos cómo en la melancolía morbosa este sentido de la irrealidad de las cosas puede convertirse en un dolor insoportable, e incluso conducir al suicidio.

Ahora podemos dar por seguro que, en la esfera específica de la experiencia religiosa, muchas personas (no podemos decir cuántas) poseen el objeto de su creencia, no en forma de simples concepciones que su intelecto acepta como verdaderas, sino en forma de realidades casi perceptibles, experimentadas directamente. Así como el sentido de la presencia real de estos objetos fluctúa en el creyente, también alterna su fe entre la vehemencia y la frialdad. Unos ejemplos harán que nos demos cuenta clara de esto; por lo tanto, paso directamente a citar algunos. El primer ejemplo es negativo. Deplora la pérdida de la sensación en cuestión. Lo he tomado de un relato que me proporcionó un científico que conozco sobre su vida religiosa y me parece que muestra nítidamente en mayor medida que el sentido de la realidad puede ser algo semejante a una sensación que a una operación intelectual propiamente dicha.

«Entre los 20 y los 30 años me volví gradualmente más agnóstico e irreligioso, aunque no puedo decir que llegara a perder alguna vez aquella “conciencia indefinida”, que Herbert Spencer describe tan bien, de una Realidad Absoluta más allá de los fenómenos. Para mí esta Realidad no era lo No conocible de la filosofía de Spencer, porque aunque ya no rezo mis oraciones infantiles a Dios, y nunca he rezado de una manera formal, mi reciente experiencia me revela que he estado en una relación con Aquello que es casi equivalente a la plegaria. Siempre que he tenido un problema, sobre todo cuando he tenido conflictos con otras personas, ya fuesen domésticos o de negocios, o cuando tenía el espíritu deprimido o inquieto por algunos asuntos, reconozco que acostumbraba a buscar ayuda en esta relación curiosa que sentía poseer con aquel Algo cósmico fundamental. Él estaba de mi parte, o yo de la suya, como queráis, en el problema concreto, y el sentido de su presencia subyaciendo siempre me proporcionaba fuerza y parecía infundirme infinita vitalidad.

»En realidad, era una inagotable fuente de justicia, verdad y fuerza a la que acudía instintivamente en momentos de debilidad y siempre me reportaba confianza. Ahora sé que mantenía una relación personal, porque los últimos años he perdido el poder de comunicarme con Ello, y tengo la conciencia de una pérdida definitiva. Siempre que acudía a Ello lo encontraba, después transcurrieron unos años en los que a veces lo encontraba y después, de nuevo, era incapaz de conectar con Ello. Recuerdo que muy a menudo, en la cama, al anochecer, no me podía dormir a causa de esa preocupación; giraba y respiraba en la oscuridad, y mentalmente buscaba tanteando esta sensación de la mente superior dentro de mi mente, que siempre me había parecido al alcance de la mano, por así decir, saliéndome al paso y dando ayuda, pero al final no establecía contacto. En su lugar un vacío, no podía encontrar nada. Ahora, cuando ya casi tengo 50 años, he perdido completamente la capacidad de conectar con Ello, y debo confesar que ha desaparecido una gran ayuda en mi vida. La vida se ha tornado una curiosa experiencia; antes era con toda seguridad exactamente parecida a los rezos del creyente, con la diferencia de que yo no le daba ese nombre. Lo que he llamado Ello no era lo No conocible de Spencer, sino sólo mi Dios individual e instintivo, en el que confiaba y que, de alguna manera, he perdido».

No hay nada más normal, en las páginas de las biografías religiosas, que encontrar épocas de fe viva alternadas con las de duda; probablemente cada persona religiosa recuerda una serie de crisis particulares en las cuales una visión más directa de la realidad, tal vez una percepción directa de la existencia de un Dios vivo, se ha introducido y ha vencido la languidez rutinaria de la fe. En la correspondencia de James Russell Lowell, hay un breve apunte de una experiencia de este tipo.

«El viernes pasado, al atardecer, tuve una revelación. Estaba en casa de Mary y dije alguna cosa sobre la presencia de espíritus (afirmé que yo a menudo era poco consciente de ella). El señor Putman y yo comenzamos una conversación sobre temas espirituales; mientras hablaba algo se alzó ante mí como un destino vago que surgía del Abismo. Nunca había sentido el Espíritu de Dios en mí y a mi alrededor tan claramente, parecía que el aire fuese y viniese con la presencia de algo, no sé de qué. Hablé con la calma y la claridad de un profeta, no os puedo decir en qué consistía aquella revelación, aún no la he estudiado suficientemente, pero un día alcanzaré a perfeccionarla y después sentiréis y conoceréis su grandeza»[27].

Ésta es una experiencia más larga y elaborada de la comunicación manuscrita de un clérigo. La he sacado de la recopilación de manuscritos de Starbuck:

«Recuerdo la noche y casi el lugar preciso, en la cima de la montaña, donde mi alma se expandía, por decirlo de alguna manera, hacia el Infinito. Se produjo una unión impetuosa de los dos mundos, el exterior y el interior; se trataba de lo profundo llamando a lo profundo, lo profundo que mi propia lucha había abierto dentro de mi ser, contestado por lo profundo impenetrable del exterior, que llegaba más allá de las estrellas. Estaba solo con Aquel que me había creado, a mí y a toda la belleza del mundo, el sufrimiento e, incluso, la tentación. Yo no lo buscaba, pero sentía la unión perfecta de mi espíritu con el suyo. El sentido normal de las cosas de mi alrededor había cambiado y, de momento, tan sólo sentía una alegría y una exultación inefables. Era como el efecto de una gran orquesta cuando todas las notas dispersas se han fundido en una armonía distendida que deja al oyente consciente únicamente de que su alma flota, casi rota de emoción. La perfecta quietud de la noche se estremecía tan sólo por un silencio aún más solemne, y la oscuridad era todavía más patente afuera que invisible. No podía dudar que Él estaba allí lo mismo que yo; de hecho, sentía, si es posible, que yo era el menos real.

»Mi fe más elevada en Dios surgió en aquel momento y la idea más verdadera de Dios; desde entonces he permanecido sobre el Monte de la Visión, y he sentido al Eterno a mi alrededor. Pero ninguna otra vez ha sufrido mi corazón la misma agitación. Creo que en aquel momento, si lo he estado alguna vez, estuve cara a cara frente a Dios, y renací de su Espíritu. No hubo, tal y como lo recuerdo, un cambio brusco de pensamiento o de creencias, con excepción del florecimiento de mi primera y tosca concepción; ni tampoco aniquilación de las cosas viejas, sino una rápida y prodigiosa revelación. Desde entonces ninguna de las discusiones que he escuchado sobre la existencia de Dios ha podido debilitar mi fe. Tras haber sentido la presencia del Espíritu de Dios aquella vez, jamás me ha abandonado por largo tiempo. La evidencia que me asegura con más fuerza su existencia está profundamente enraizada en aquella hora de visión, en la memoria de aquella suprema experiencia, y en la convicción, adquirida por la lectura y la reflexión, de que a cuantos han encontrado a Dios les ha ocurrido algo similar. Sé que con justicia puede llamarse mística; no tengo suficientes conocimientos filosóficos para defenderla de esta acusación ni de cualquier otra. Creo que al escribirlo lo he sobrecargado de palabras y no os lo he aclarado suficientemente, pero lo he descrito con tanta precisión como me ha sido posible».

Aquí tenemos otro documento, de carácter aún más definido, que traduzco del francés original, ya que el autor es suizo[28].

«Tenía una salud perfecta, era el sexto día de excursión y estábamos bien entrenados. El día anterior habíamos llegado a Trient desde Sixt pasando por Buet. No estaba cansado ni tenía hambre ni sed, y mi estado de ánimo era igualmente saludable; en Forlaz había recibido buenas noticias de casa, no tenía preocupación alguna ni cercana ni remota, pues contábamos con un buen guía y no cabía ninguna duda sobre qué camino debíamos seguir. Describiré mejor el estado en el cual me encontraba si lo llamo estado de equilibrio. De repente sentí que me elevaba, y también la presencia de Dios (lo explico tal como lo percibí), como si su bondad y su poder penetrasen en mí completamente; el estremecimiento era tan violento que casi no pude decir a los compañeros que continuasen, que no me esperaran. Después, sin poder permanecer en pie ni un momento más, me senté en una piedra y mis ojos comenzaron a derramar lágrimas. Agradecía a Dios que me hubiese permitido conocerlo en vida, que me mantuviese vivo y que se apiadase de una criatura tan insignificante y pecadora como yo. Le suplique ardientemente que consagrara mi vida al cumplimiento de su voluntad y escuché su respuesta: que debía respetarla cada día, con humildad y pobreza, dejando que Él, Dios todopoderoso, juzgara si alguna vez debía ser llamado para dar testimonio suyo de manera más efectiva. Después, poco a poco, el éxtasis abandonó mi corazón, es decir, sentí que Dios había retirado la comunión que me otorgó y pude seguir caminando, muy poco a poco, tan fuertemente poseído como estaba por la emoción interior. Además, había llorado sin parar durante unos cuantos minutos, mis ojos estaban hinchados y no quería que los compañeros me viesen. El estado de éxtasis podía haber durado 4 o 5 minutos, pese a que en aquel momento me pareció mucho más largo. Mis camaradas me esperaron durante 10 minutos en el cruce de Barine, pero tardé 25 o 30 minutos en unirme a ellos, pues, si recuerdo correctamente, me dijeron que me había retrasado una media hora. La impresión había sido tan profunda que subiendo lentamente la vertiente me pregunté si era posible que Moisés, en el Sinaí, hubiese alcanzado una comunicación más intima con Dios. Me parece correcto añadir que en el éxtasis Dios no tenía forma, ni olor, ni color, y además, que el sentimiento de su presencia no iba acompañado de una localización determinada. Más bien era como si mi personalidad se hubiese transformado por la presencia del espíritu espiritual. Cuanto más escrupulosamente busco las palabras que expresen esta íntima relación más claro veo la imposibilidad de describirlo con ninguna de las imágenes usuales. Al final, la expresión que me parece más apta para exponer lo que sentí es ésta: Dios estaba presente pero era invisible, no cayó bajo el dominio de ninguno de mis sentidos, aunque mi conciencia lo percibió nítidamente».

El adjetivo místico se aplica técnicamente, por lo general, a estados de corta duración. Naturalmente, esos momentos de rapto, como los de las dos últimas descripciones, constituyen experiencias místicas de las que diré muchas cosas en otra conferencia. Mientras tanto, aquí tenemos la historia resumida de otra experiencia mística o semimística, en una mente evidentemente dispuesta por naturaleza para la piedad más ardiente. La he extraído de la colección de Starbuck y la señora que la relata es hija de un hombre bien conocido en su tiempo como escritor contra la cristiandad; la rapidez de su conversión muestra bastante bien cómo debe haber un sentido innato de la presencia de Dios en algunas mentes. Explica que fue educada en la ignorancia completa de la doctrina cristiana, pero que cuando estaba en Alemania, y después de relacionarse con algunos amigos cristianos, leyó la Biblia y rezó, y finalmente el designio de la salvación la deslumbró con un torrente de luz.

«Incluso hoy —escribe— no puedo entender que se juegue con la religión y los designios de Dios. En el mismo momento en que sentí la llamada del Padre, mi corazón saltó al reconocerlo, corrí, abriendo los brazos y grité: “¡Aquí, estoy aquí, Padre mío!” “¡Oh, criatura feliz, ¿qué debo hacer?!”. “Ámame”, respondió mi Dios. “Lo hago, Padre, lo hago”, grité apasionadamente. “Ven a Mí”, grito el Padre. “Voy”, palpitó mi corazón. ¿Le dirigí alguna pregunta? ¡No!, nunca se me ocurrió preguntar si era bastante buena, o dudar de mi capacidad, o averiguar lo que pensaba de su Iglesia, o… esperar hasta que estuviese convencida. Convencida ya lo estaba. ¿No había encontrado a mi Dios y a mi Padre? ¿No me amaba? ¿No me había llamado? ¿No había una Iglesia donde yo pudiese entrar?… Desde aquel momento he tenido respuestas directas a mi plegaria, tan significativas que era casi como hablar con Dios y escuchar su respuesta. La idea de la realidad de Dios no me ha dejado nunca ni un solo momento».

Éste es otro caso, que escribe un hombre de 27 años cuya experiencia, probablemente casi tan característica como las anteriores, es descrita con menos viveza.

«En diversas ocasiones he sentido que gozaba de un período de comunión intima con la divinidad. Estos encuentros se producían repentinamente y sin haberlos pedido, y parecían consistir simplemente en la eliminación temporal de los convencionalismos que normalmente rodean y cubren mi vida… Una vez ocurrió mientras contemplaba el paisaje quebrado y ondulado que se extendía en un ancho abrigo sobre el que aparecía el océano en el horizonte, desde la cima de una montaña. Otra vez, en el mismo lugar, cuando por debajo de mí no podía ver más que la expansión ilimitada de una nube blanca, en cuya superficie lisa parecía que unos cuantos picos se hundiesen, incluyendo aquel en que me encontraba. Lo que sentí en estas ocasiones fue una pérdida temporal de identidad, acompañada de una iluminación que me reveló un significado más profundo de la vida del que yo solía otorgarle. Es aquí donde encuentro la justificación para decir que era fruto de la comunicación con Dios. Naturalmente, la ausencia de tal ser sería el caos, no puedo concebir la vida sin su presencia».

La siguiente muestra, de la colección de manuscritos del profesor Starbuck, puede servir para dar una idea de la sensación más habitual y, por decir así, más crónica de la presencia de Dios. Se trata de un hombre de 49 años, seguramente miles de cristianos verdaderos escribirían un relato casi idéntico.

«Dios es más real para mí que cualquier otro pensamiento, cosa o persona. Siento verdaderamente su presencia y vivo en tan íntima armonía con sus leyes como si estuviesen escritos en mi cuerpo y en mi alma, lo siento cuando llueve y cuando hace sol. Lo que mejor describe mis sentimientos es un temor reverencial mezclado con un estado de reposo delicioso. Hablo con Él como con un compañero de oración, y rezo intensamente, y nuestra comunión es muy grata; siempre me responde, a menudo con palabras dichas tan claramente que parece que mi oído externo oiga el susurro, pero en general lo hace mediante fuertes sacudidas mentales. Normalmente leyendo un texto de las escrituras que expone una nueva visión de Él y de su amor por mí, y su preocupación por mi seguridad. Podría poner centenares de ejemplos, en materias de estudio, problemas sociales, dificultades financieras, etc. Nunca olvido que Él es mío y yo soy suyo; es una alegría permanente. Sin Él la vida sería un vacío, un desierto, un erial sin costas ni caminos».

Añado algunos ejemplos escritos por personas de edades y sexos diferentes. También provienen de la colección del profesor Starbuck y podrían ser mucho más numerosos. El primero es de un hombre de 27 años de edad.

«Dios es del todo real para mí; hablo con Él y a menudo obtengo respuesta. Tras pedirle consejo acuden a mi mente pensamientos repentinos y bien diferentes de los que tenía. Hace más o menos un año, estuve durante semanas en la perplejidad más terrible; cuando el problema se me presentó estaba aturdido, pero al rato (dos o tres horas) oí claramente un pasaje del Nuevo Testamento: “Mi gracia es suficiente para ti”. Cada vez que pensaba en el problema oía esta cita. No creo que dudase nunca de la existencia de Dios, o que la haya retirado de mi conciencia… Con frecuencia Dios ha entrado perceptiblemente en mis asuntos, y siento que siempre dirige los más mínimos detalles. Sin embargo, en dos o tres ocasiones me ha ordenado cosas muy contrarias a mis ambiciones y planes».

Otra declaración (no menos valiosa psicológicamente aunque sea infantil) es la de un muchacho de 17 años:

«A veces, cuando voy a la iglesia, me siento, participo en la celebración, y antes de partir, siento como si Dios estuviese conmigo, a mi lado, cantando y leyendo los salmos… Otras veces siento como si pudiera sentarme a su lado, abrazarlo, besarlo, etc… Cuando comulgo en el altar, intento encontrarlo y usualmente noto su presencia».

Os leo unos cuantos casos más escogido al azar:

«Dios me rodea como una atmósfera física; está más cerca de mí que mi propio aliento. Literalmente, vivo, habito y tengo mi ser en Él».

«A menudo parece que estoy en su presencia y hablo con Él. Me han llegado respuestas a la plegaria, frecuentemente son directas y abrumadoras las revelaciones de su presencia y de sus poderes. Otras veces Dios parece lejano, pero siempre por mi culpa».

«Tengo la sensación de una fuerte presencia, y al mismo tiempo tranquilizadora, suspendida en el aire, por encima de mí. A veces siento que me envuelve con brazos que me sostienen».

La imaginación ontológica humana es así; y así es también el convencimiento que origina. Sentimos seres indescriptibles con una intensidad semejante a la de una alucinación. Determinan nuestra actividad vital tan decisivamente como la actitud vital de los enamorados está determinada por la sensación habitual, que los hechiza, de que el otro ser está en el mundo. Un enamorado tiene este sentido constante del ser de su ídolo amoroso, incluso cuando su atención se dirige hacia otros temas y ya no se representa sus facciones. Él no la puede olvidar, ella le afecta totalmente, sin interrupción.

He hablado del poder de convicción de estos sentimientos de realidad y debo quizás extenderme un poco más en este punto. Para quienes los experimentan son tan convincentes como puede serlo cualquier experiencia directa de los sentidos, y, por regla general, son muchos más persuasivos de lo que son jamás los resultados que establece la lógica. En realidad, podemos no experimentarlos en absoluto, seguramente más de uno de los presentes no percibe ninguno en ningún grado, pero si los experimentáis, si los sentís más o menos fuertes, lo más probable es que no podáis evitar mirarlos como genuinas percepciones de la verdad, como revelaciones de un tipo de realidad que ningún argumento en contra, aunque no podáis rebatirlo con palabras, puede sacaros de vuestra creencia. La opinión opuesta al misticismo, en filosofía, se llama racionalismo. El racionalismo sostiene que todas nuestras creencias deberían fundamentarse en razones explícitas que son de cuatro clases: 1) Principios abstractos que se puedan exponer de manera definida; 2) sensaciones determinadas; 3) hipótesis elaboradas basadas en ellas, y 4) inferencias precisas obtenidas lógicamente. Las impresiones vagas de cosas indefinibles no tienen cabida en el sistema racionalista, que, en su vertiente positiva constituye una tendencia intelectual espléndida, no sólo porque todas nuestras filosofías son fruto de ella, sino también porque la ciencia física (entre otras cosas buenas) es su resultado.

No obstante, si miramos en conjunto la vida mental del hombre tal como es, debemos confesar que de la vida que los hombres siguen interior y privadamente, con excepción del aprendizaje y la ciencia, la parte que el racionalismo puede justificar es relativamente superficial. Es la parte de prestige, ya que posee la capacidad de habla, puede recusar pruebas, utilizar argumentos rebuscados y hundirte con la lógica. Pero a pesar de todo, no podrá convenceros ni convertiros si vuestras intuiciones mudas se oponen a sus conclusiones. Si tenemos alguna intuición, proviene de un nivel más profundo de nuestra naturaleza que el nivel verbal donde reside el racionalismo. Toda nuestra vida subconsciente, nuestros impulsos, nuestras creencias, nuestras necesidades, nuestras intuiciones han preparado las premisas y nuestra conciencia siente ahora el peso de los resultados; algo dentro de nosotros sabe con certeza que éstos han de ser más verdaderos que ninguna otra charla racionalista deducida por la lógica, por más inteligente que sea, que los pueda contradecir. Esta inferioridad del nivel racionalista para fundamentar la creencia se manifiesta tanto cuando el racionalismo argumenta a favor de la religión como cuando lo hace en contra. Nuestra literatura sobre las pruebas de la existencia de Dios deducida del orden de la naturaleza, que hace un siglo parecía abrumadoramente convincente, ahora se cubre de polvo en las bibliotecas, por la sencilla razón de que nuestra generación ha dejado de creer en el tipo de Dios que defendía. Cualquiera que sea el tipo de ser que objetive Dios, hoy sabemos que ya no es el simple artífice externo de «estratagemas» que aspiren a hacer manifiesta su «gloria», lo que tanto satisfacía a nuestros abuelos, aunque seamos incapaces de describir de qué forma lo sabemos, ni a los demás ni siquiera a nosotros mismos. Reto a cualquiera de vosotros a que justifique aquí nuestra convicción de que si existe un Dios debe ser un personaje más cósmico y trágico que este Ser.

La verdad es que en la esfera metafísica y religiosa, las razones explícitas tan sólo nos parecen convincentes cuando nuestros sentimientos no explícitos de la realidad ya han sido inducidos a favor de dicha conclusión. Entonces, ciertamente, nuestras intuiciones y nuestra razón trabajan conjuntamente y pueden surgir excelentes sistemas de gobernar el mundo, como los de la filosofía budista o católica. Aquí, lo que establece el núcleo original de la verdad es siempre nuestra creencia intuitiva, y nuestra filosofía articulada verbalmente no es más que su espectacular traducción en fórmulas; lo profundo es la seguridad no razonada e inmediata de la cual el argumento razonado tan sólo constituye una exhibición superficial: el instinto guía, la inteligencia sigue. Si una persona siente la presencia de un Dios viviente tal como hemos visto en los casos citados, vuestros argumentos críticos por elevados que sean, intentarán cambiar su fe en vano. De todas maneras observad que todavía no digo que sea mejor que el subconsciente y lo irracional deban tener primacía en el reino de lo religioso, me limito a señalar que, de hecho, la tienen.

Todo esto en relación a nuestro sentido de la realidad de los objetos religiosos. Dejadme decir cuatro palabras todavía sobre las actitudes que despiertan de una manera característica.

Ya hemos acordado que son solemnes, y hemos aducido razones para pensar que la actitud más característica es el tipo de felicidad que puede brotar, en casos extremos, del autoabandono absoluto. El sentido del objeto al que se abandona el creyente tiene mucho que ver con la determinación de la estructura precisa de la felicidad, aunque el fenómeno sea más complejo de lo que cualquier fórmula simple admite. En la literatura sobre este tema, la alegría y la tristeza han sido enfatizadas alternativamente. El viejo dicho de que el miedo fue el primer creador de dioses se corrobora en cada época de la historia religiosa, pese a lo cual la propia historia muestra la parte que la alegría ha jugado en ella desde siempre. A veces la alegría ha sido primaria, otras, secundaria: la alegría producida por la desaparición del miedo; este último estado de cosas es el más complejo y completo, y tal como procedemos, si miramos la religión con la amplia perspectiva que exige, creo que tendremos suficientes razones para negarnos a suprimir la tristeza o la alegría. Dicho con los términos más completos posibles, la religión de un hombre implica formas de contracción y expansión de su ser, pero la mezcla cuantitativa y el orden de estas formas varía tanto de una época a otra, de un sistema a otro, que se puede insistir en el temor y la sumisión o en la paz y la libertad como esencias de la cuestión, y permanecer todavía dentro de los límites de la verdad. Es seguro que los observadores de constitución pesimista y los de constitución optimista enfatizarán aspectos opuestos de lo que tienen delante.

La persona religiosa de constitución pesimista hace de la paz religiosa algo sobrio, el peligro todavía planea por encima; aún no controla totalmente la flexión y la contracción. Sería infantil y frívolo que tras la desaparición del miedo nos pusiésemos a reír con nerviosismo y a hacer cabriolas, u olvidásemos completamente el buitre en la rama. Más bien quedaos quietos porque estáis en manos de un Dios viviente. En el libro de Job, por ejemplo, la impotencia del hombre y la omnipotencia de Dios son los temas exclusivos del autor. «Es tan alto como el cielo, ¿qué puedes hacer? Más profundo que el infierno, ¿qué puedes saber?». Existe un entusiasmo adusto hacia la verdad de esta convicción que algunos hombres pueden percibir y que, para ellos, constituye el máximo acercamiento posible al sentimiento de alegría religiosa.

«Con Job —dice el escritor fríamente sincero, autor de Mark Rutherford—, Dios nos recuerda que el hombre no es la medida de su creación. El mundo es inmenso, construido con planos y teorías que el hombre no puede comprender, es trascendente a cuanto existe. Ésta es la carga de cadáveres y el secreto, si hay alguno, del poema; suficiente o insuficiente, no hay nada más… Dios es grande, desconocemos sus caminos: nos quita cuanto tenemos, pero si poseemos un alma paciente podemos atravesar el valle de las sombras y volver a salir a la luz del sol. ¡Podemos hacerlo o no podemos!… ¿Qué más podemos decir ahora, cuando hace ya dos mil quinientos años de lo que Dios nos dijo desde el zarzal?»[29].

Si pasamos al observador optimista, por otro lado, encontramos que la liberación es incompleta a menos que la dificultad haya sido completamente superada y el peligro olvidado. Estos observadores nos dan unas impresiones que, para las mentes pesimistas que acabamos de describir, omiten toda la solemnidad que proporciona la paz religiosa tan diferente de las alegrías puramente físicas. En opinión de algunos escritores, una actitud puede denominarse religiosa aunque no tenga ni rastro de sacrificio o de resignación, ninguna tendencia a la genuflexión o inclinaciones de cabeza. Cualquier «admiración habitual y regulada —dice el profesor J. R. Seeley—[30] merece ser denominada religión»; de acuerdo con sus tesis piensa que la Música, la Ciencia, y la llamada «Civilización» constituyen las religiones más genuinas de nuestro tiempo, ya que están organizadas y se cree sorprendentemente en ellas. Por supuesto, la manera resuelta e insensata que pensamos debemos utilizar para imponer nuestra civilización a razas «inferiores», por medio de fusiles, etc…, recuerda el espíritu primero del Islam que extendía la religión con la espada.

En la última conferencia os cité la opinión ultrarradical del señor Havelock Ellis, para quien la risa, de cualquier forma, puede ser considerada un ejercicio religioso, ya que es un testimonio de la liberación del alma. Cité dicha opinión con el propósito de probar su inexactitud. Ahora debemos ajustar más cuidadosamente nuestra valoración sobre esta manera de pensar optimista. Es demasiado complejo para decidirlo improvisadamente, por lo que propongo que hagamos del optimismo religioso el tema de las dos próximas conferencias.