80

Layla se quedó dentro del Mercedes. El interior del coche estaba caliente, la silla era muy cómoda y ella se sentía segura dentro de los confines de aquella gran jaula de acero. Además, tenía frente a sus ojos un maravilloso paisaje: los faros brillaban con intensidad en la parte delantera del coche y la luz iluminaba un buen trecho de noche antes de desvanecerse a lo lejos.

Después de un rato empezaron a caer copos de nieve, cuyo lento y tortuoso descenso sugería que no querían dejar de caer desde las nubes.

Aunque permanecía en silencio, encendiendo y apagando el motor cada cierto tiempo tal como Qhuinn le había enseñado a hacer cuando hacía mucho frío, su mente no estaba en blanco. No. A pesar de que seguía mirando al frente y registraba la silenciosa caída de la nieve, la carretera que se extendía frente a sus ojos y la tranquila campiña… lo que veía era la imagen de ese guerrero. De ese traidor.

Ese macho que parecía estar siempre con ella, en especial cuando estaba a solas.

Aunque estaba sola en ese coche, en la mitad de la nada, la presencia del guerrero era tangible y sus recuerdos de él eran tan fuertes que Layla habría podido jurar que él estaba ahí, a su alcance. Y el anhelo de verlo… Querida Virgen Escribana, la nostalgia que sentía era algo que no podía compartir con ninguna de las personas que amaba.

Era tan cruel tener una reacción como esta ante alguien que era…

Layla se sobresaltó en el asiento y lanzó un grito que resonó por todo el interior del coche.

Al comienzo no estaba segura de que lo que se había materializado frente a los faros fuera real: Xcor parecía estar plantado en la carretera y su cuerpo enorme y forrado de cuero parecía absorber los dos rayos de luz tal como lo habría hecho un agujero negro.

—No —gritó Layla—. ¡No!

Layla no estaba segura de con quién estaba hablando, o qué era lo que estaba negando. Pero sí tenía clara una cosa: mientras el guerrero daba un paso al frente y luego otro, supo que el soldado no era producto de su imaginación ni de sus intensos deseos, sino una persona muy, pero muy real.

Pon el coche en marcha, se dijo mentalmente. Pon el coche en marcha y pisa el acelerador.

Pero se quedó paralizado, esperando.

—No —siseó cuando él comenzó a acercarse.

Su cara era exactamente como la recordaba: perfectamente simétrica, con pómulos altos, ojos pequeños y un ceño fruncido permanente entre las cejas rectas. Tenía el labio superior torcido hacia arriba, de manera que parecía estar siempre gruñendo, y su cuerpo… su cuerpo se movía como el de un gran felino, moviendo los hombros con un poder apenas contenido mientras sus piernas lo impulsaban hacia delante con la promesa de una fuerza brutal.

Y sin embargo… Layla no estaba asustada.

—No —gimió Layla.

Él se detuvo cuando llegó apenas a unos treinta centímetros del coche; su abrigo de cuero volaba con el viento a su alrededor, mientras sus armas brillaban con la luz. Tenía los brazos a los lados, pero no los mantuvo así. De repente los subió, con movimientos lentos… para quitarse algo que llevaba a la espalda.

Se trataba de un cierto tipo de arma, que puso delicadamente sobre el vehículo.

Y luego sus manos, aquellas manos enfundadas en guantes de cuero negro, se dirigieron al pecho… para sacar dos armas que llevaba debajo del abrigo. Y las dagas que tenía en un arnés que colgaba en forma de X sobre sus pectorales. Y un trozo de cadena. Y también algo más que brilló con la luz pero que ella no reconoció.

El guerrero puso todo sobre la capota del coche.

Y luego dio un paso atrás, levantó los brazos y giró, moviéndose muy lentamente.

Layla respiró con fuerza.

Su naturaleza estaba lejos de ser guerrera. Nunca se había sentido inclinada a la guerra. Pero sabía por instinto que, dentro del código de un guerrero, el hecho de quitarse las armas frente a otra persona simbolizaba una especie de entrega, una demostración de vulnerabilidad que no era fácil de hacer. Desde luego, él seguía siendo letalmente peligroso, un macho con esa constitución y ese entrenamiento era capaz de matarte con sus propias manos.

Pero se estaba ofreciendo a ella.

Mostrando, de la manera más visible posible, que no pretendía hacerle ningún daño.

Layla movió la mano hacia la hilera de botones que había en el panel lateral y se quedó ahí como paralizada. Sin embargo, no estaba totalmente quieta, pues tenía la respiración agitada, como si estuviera huyendo, su corazón latía como loco y una capa de sudor empezaba a cubrir su labio superior…

Quitó el seguro de las puertas.

Querida Virgen Escribana ayúdame… pero quitó el seguro de las puertas.

Cuando el ruido del seguro levantándose reverberó por todo el coche, Xcor cerró por un instante los ojos y su expresión se relajó, como si estuviera agradeciendo un regalo que no esperaba recibir. Luego se acercó…

Al abrir la puerta del otro lado, una ráfaga de aire frío se coló enseguida al interior del coche y luego él acomodó su cuerpo enorme en el asiento del pasajero, junto a ella. La puerta se cerró con solidez y los dos se miraron.

Gracias a las luces interiores del coche, Layla pudo observarlo con más detalle. El guerrero mantenía la boca ligeramente abierta y también respiraba de manera pesada; su pecho subía y bajaba al ritmo de su respiración. Parecía casi salvaje, como si el fino velo de la civilización hubiese desaparecido de su rostro… O, mejor, quizás nunca había habido tal velo. Sin embargo, aunque otros habrían dicho que él era horrible debido a su deformidad, para ella… era hermoso.

Y eso era un pecado.

—Eres real —dijo ella como para sí misma.

—Sí. —La voz del guerrero era profunda y cavernosa, una caricia para los oídos del Layla. Pero luego se quebró, como si él tuviera un dolor—. Y tú estás embarazada.

—Lo estoy.

El guerrero volvió a cerrar los ojos, pero ahora parecía como si acabara de recibir un golpe.

—Yo te vi.

—¿Cuándo?

—En la clínica. Hace varias noches. Pensé que ellos te habían golpeado.

—¿La Hermandad? ¿Por qué habrían de…?

—Por mi culpa. —El guerrero abrió los ojos. Había tanta angustia en ellos que Layla quiso consolarlo de alguna manera—. Yo nunca habría querido ponerte en esta posición. Tú no tienes nada que ver con esta guerra y mi lugarteniente nunca debería haberte involucrado en ella. —La voz se iba haciendo más y más profunda—. Tú eres una inocente criatura. Incluso yo, que carezco de honor, lo reconocí al instante.

Si carecía de honor, ¿por qué se había desarmado antes de entrar al coche?, pensó Layla.

—¿Te has apareado con un macho? —preguntó él de manera brusca.

—No.

De repente el labio superior del guerrero se levantó todavía más para dejar al descubierto unos tremendos colmillos.

—Si alguien ha abusado de ti…

—No. No, no… Yo lo decidí por mí misma. Y por el macho. —Layla se llevó la mano al vientre—. Quería tener un hijo y cuando mi período de fertilidad llegó, en lo único en lo que podía pensar era en lo mucho que deseaba convertirme en mahmen de algo que fuera totalmente mío.

Esos ojos pequeños volvieron a cerrarse y el guerrero se llevó una mano callosa a la cara. Y luego, ocultando con la mano su boca deforme, dijo:

—Ojalá yo…

—¿Qué?

—… yo fuese digno de haberte dado lo que deseabas.

Layla volvió a sentir una terrible necesidad de estirar el brazo y tocarlo, para consolarlo de alguna manera. La reacción del guerrero parecía totalmente espontánea y sincera y su sufrimiento se asemejaba al que ella experimentaba cada vez que pensaba en él.

—Dime que te están tratando bien, a pesar de haberme ayudado.

—Sí —susurró ella—. Muy bien.

El guerrero bajó la mano y dejó caer la cabeza hacia atrás, como si se sintiera aliviado.

—Eso está bien. Eso está… bien. Y debes perdonarme por venir aquí. Sentí tu presencia y me resultó imposible contenerme.

Como si se sintiera totalmente atraído hacia ella. Como si… la deseara.

Ay, querida Virgen Escribana, pensó Layla, mientras su cuerpo empezaba a calentarse desde las entrañas.

Los ojos del macho parecieron clavarse en aquel árbol que se elevaba a lo lejos.

—¿De vez en cuando piensas en esa noche? —preguntó él en voz baja.

Layla se miró las manos.

—Sí.

—Y eso te entristece, ¿no es cierto?

—Sí.

—A mí también. Tú siempre estás en mi mente, pero me atrevería a decir que por una razón distinta…

Layla respiró profundamente, mientras sentía en los oídos las palpitaciones de su corazón.

—No estoy segura… de que sea tan distinta.

Layla oyó cómo el guerrero volvía la cabeza enseguida.

—¿Qué has dicho? —dijo él casi sin voz.

—Creo… que me has oído perfectamente bien.

Al instante estalló entre ellos una tensión vital que redujo el espacio que habitaban, acercándolos a pesar de que ninguno se movió.

—¿De verdad tienes que ser enemigo de la Hermandad? —pensó Layla en voz alta.

Hubo un largo silencio.

—Ya es demasiado tarde. Hay de por medio acciones que no pueden deshacerse con palabras ni promesas.

—Quisiera que no fuera así.

—Esta noche, en este momento… yo quisiera lo mismo.

Ahora fue Layla la que giró la cabeza rápidamente.

—Quizás haya una manera de…

El guerrero estiró el brazo y puso su dedo sobre los labios de Layla para callarla, con el gesto más delicado.

Cuando sus ojos se clavaron en esos labios, un gruñido casi imperceptible brotó de su boca… pero él no lo dejó avanzar mucho, aniquilándolo de inmediato como si no quisiera apenarla o, quizás, asustarla.

—Tú siempre estás en mis sueños —murmuró él—. Todos los días estás conmigo. Tu aroma, tu voz, tus ojos… tu boca.

El guerrero movió la mano y rozó el labio inferior de Layla con su pulgar calloso.

Layla cerró los ojos y se entregó a esa sensación, a sabiendas de que eso era lo único que recibiría de él. Se encontraban en bandos opuestos en una guerra y aunque ella no conocía los detalles, había oído lo suficiente como para saber que él tenía razón:

Nunca podría deshacer lo que ya había hecho.

Y eso significaba que los hermanos iban a matarlo.

—No puedo creer que me hayas permitido tocarte —dijo él con voz ronca—. Esto es algo que recordaré por el resto de mis noches.

Los ojos de Layla se inundaron de lágrimas. Querida Virgen Escribana, había esperado un momento como este durante toda su vida…

—No llores —dijo él y le acarició las mejillas con el pulgar—. Hermosa y honorable hembra, no llores.

Si alguien le hubiese dicho que un ser tan tosco como él era capaz de semejante compasión, nunca lo habría creído. Pero ahí estaba. Con ella, él era un ser amoroso.

—Debo irme —dijo Xcor de repente.

Layla sintió el impulso de rogarle que tuviera cuidado… pero eso habría significado que le estaba deseando suerte al enemigo de Wrath.

—Adorable Elegida, debes saber esto. Si alguna vez me necesitas, yo acudiré enseguida en tu ayuda.

El guerrero se sacó algo del bolsillo… un teléfono móvil. Después de ponerlo frente a ella, encendió la pantalla con un botón.

—¿Puedes leer este número?

Layla parpadeó varias veces y obligó a sus ojos a concentrarse en la pantalla.

—Sí, sí puedo.

—Ese soy yo. Ya sabes cómo encontrarme. Y si tu conciencia te exige entregarle esta información a la Hermandad, lo entenderé.

Layla se dio cuenta de que él no conocía los números… y no precisamente por falta de agudeza visual.

Qué clase de vida habría llevado ese guerrero, se preguntó con tristeza.

—Qué estés bien, mi hermosa Elegida —dijo él, mientras la miraba con los ojos no solo de un amante, sino de un hellren.

Y luego se marchó sin decir más: se bajó del coche, recogió sus armas y volvió a ponérselas…

… antes de desmaterializarse hacia la noche.

Layla se tapó la cara con las manos y sus hombros empezaron a temblar. Dejó caer la cabeza y se entregó a un torbellino de emociones.

Atrapada en el centro, entre su mente y su alma, se sentía totalmente dividida a pesar de que seguía intacta.