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A Trez le tocó la lotería hacia las diez y media de esa noche.

Les habían asignado dos habitaciones que daban a la parte delantera de la casa, en el tercer piso de la mansión, justo frente a la suite de acceso restringido que ocupaba la Primera Familia. Los cuartos eran estupendos, con baño privado y enormes camas suaves, y tantas antigüedades y detalles dignos de la realeza que cualquier museo se moriría de envidia.

Pero lo que hacía que esas habitaciones fueran realmente fabulosas era el magnífico techo que había sobre sus cabezas.

Se inclinó sobre el espejo que había sobre el lavabo y contempló su camisa de seda negra. Luego se pasó una mano por las mejillas para asegurarse de que se había afeitado con la suficiente meticulosidad y se acomodó los pantalones negros sobre la cintura.

Después de quedar relativamente satisfecho, prosiguió con su ritual de vestido. Lo siguiente era el arnés. Negro, para que no se notara. Así las dos armas del calibre cuarenta que llevaba debajo de los brazos quedaban bien escondidas.

Por lo general era un tío de chaqueta de cuero, pero durante la última semana había estado usando el abrigo de lana y doble botonadura que iAm le había regalado hacía años. Después de acomodárselo sobre los hombros, se tiró de las mangas y sacudió el tronco para que el paño quedara bien ajustado.

Un paso atrás para contemplarse en el espejo. Las armas no se veían. Y con esa ropa tan elegante era difícil adivinar que su negocio era el alcohol y las prostitutas.

Al contemplar el reflejo de sus ojos en el espejo, Trez deseó tener otra profesión. Algo menos sórdido, como… analista político o profesor universitario… o físico nuclear.

Desde luego, todas esas cosas eran mierdas humanas que no le importaban ni un bledo. Pero sin duda eran profesiones mejores que la suya, una forma de ganarse la vida más decente, por decirlo de alguna manera.

Después de revisar su reloj Piaget, que no era el que solía usar regularmente, vio que no podía esperar más y se apresuró a salir de aquella habitación con sus pesadas cortinas de terciopelo, sus paredes forradas en seda roja y su elegante alfombra Bukhara en el suelo.

Sip, teniendo en cuenta su más reciente… predilección… le gustaba como se sentía en medio de aquella decoración, vestido con esa ropa y llevando esa vida.

Desde luego, aquella ilusión se rompería en cuanto llegase a su club, pero donde le importaba mantenerla era allí, en la casa.

Es decir, donde podría ser importante mantenerla.

Por todos los diablos, esperaba que por fin valiera la pena mantenerla.

Su Elegida, la que había conocido en la casa de campo de Rehv y que había visto la primera noche que llegaron a la mansión, hacía días que no se dejaba ver. Así que, pensó Trez mientras avanzaba por el corredor, la verdad era que hasta ahora toda esa preocupación por la ropa y las apariencias no había sido más que una pérdida de tiempo.

No obstante, todavía mantenía el optimismo. A través de una serie de conversaciones cuidadosamente orquestadas con distintos miembros de la casa, había sabido que la Elegida Layla era quien solía satisfacer las necesidades de sangre de algunos machos de la casa, pero ya no podía seguir haciéndolo debido a su embarazo.

Bendito fuera ese embarazo.

Así que la Elegida Selena…

Selena, qué nombre tan hermoso…

… la Elegida Selena era la que se encargaba últimamente de esa tarea, lo que significaba que, tarde o temprano, tendría que volver. Vishous, Rhage, Blay, Qhuinn y Saxton, todos ellos tenían que alimentarse con regularidad de la vena y, teniendo en cuenta cómo habían peleado esos chicos durante las últimas noches, sin duda necesitarían pronto una vena.

Lo que significaba que ella tendría que venir.

Aunque… maldición. Realmente no podía decir que le gustara la razón de su visita. La idea de que otros se alimentaran de la vena de su Elegida despertaba en él unas terribles ganas de hacer picadillo a quien fuera.

Por otro lado, su obsesión con Selena era un poco triste, en particular en sus manifestaciones: cada noche de la semana pasada, se había quedado dando vueltas por ahí después de la Primera Comida, esperando, haciéndose el despistado, hablando con ese maldito Lassiter, que en realidad no era tan malo cuando llegabas a conocerlo. De hecho, ese ángel era una estupenda fuente de información sobre la casa, pues vivía tan absorto en la tele que no parecía notar la cantidad de preguntas que él le hacía, relacionadas con las hembras, con el Gran Padre o sobre si había relaciones indiscretas entre algunos miembros de la casa.

Al salir, Trez se detuvo un momento frente a su ordenador y apagó la radio, justo en la mitad de una ronda de bromas de Baba Booey, del Show de Howard Stern. Luego salió de la habitación, pasó frente a la pared que se retraía cada vez que Wrath o Beth salían o entraban de sus habitaciones, bajó las escaleras y llegó al corredor de las estatuas.

O corredor de los tíos en bolas, como él decía.

Giró a la derecha, pasó frente al estudio del rey, que estaba cerrado, y empezó a bajar por la gran escalera hacia aquel magnífico vestíbulo. Mientras bajaba, maldijo por tener que irse tan temprano. Pero los negocios eran los negocios y…

Ya iba por la mitad de la escalera cuando la hembra que tanto quería ver salió de la sala de billar en dirección a la biblioteca.

—Selena —la llamó, al tiempo que se asomaba a la barandilla dorada.

Ella levantó la cabeza para mirarlo y sus ojos se cruzaron.

Bum. Bum. Bum.

Trez sintió que su corazón empezaba a palpitar con tanta fuerza que parecía un canto de guerra dentro de su pecho y de inmediato se llevó las manos al abrigo, para asegurarse de que estuviera cerrado. Ella era una hembra honorable, después de todo, y no quería asustarla con todas esas armas.

Ay, joder, qué guapa era.

Con ese pelo negro recogido en un moño en la parte alta de la cabeza y aquella túnica de color claro que envolvía su cuerpo, parecía demasiado preciosa y gentil como para estar cerca de algo violento.

O cerca de algo parecido a él.

—Hola —dijo ella con una sonrisa.

Esa voz. Querida Virgen Escribana, esa voz…

Trez se apresuró a terminar de bajar las escaleras.

—¿Cómo estás? —preguntó, al tiempo que se detenía frente a ella.

Ella hizo una ligera inclinación de cabeza.

—Muy bien.

—Me alegro. Me alegro mucho. Y… —Mierda—. ¿Vienes por aquí muy a menudo?

Trez quería darse un golpe en la cabeza. Como si estuvieran en un bar…

—Cuando me llaman, sí. —La Elegida volvió la cabeza hacia un lado y entornó los ojos—. Tú eres distinto, ¿verdad?

Trez parpadeó.

—No tanto.

Él también tenía colmillos, por ejemplo. Colmillos que querían morder. Y… otras cosas. Que casualmente se estaban excitando mucho con su presencia.

—¿Qué eres tú? —La Elegida lo observaba fijamente, como si lo estuviera evaluando a un nivel más profundo que el de las percepciones sensoriales—. No puedo… definirlo con claridad.

«Ella no es para ti».

Al oír en su mente las palabras de su hermano, Trez las hizo a un lado.

—Soy un amigo de la Hermandad.

—Y del rey, o no estarías aquí.

—Así es.

—¿Acaso peleas a su lado?

—Si me llaman, sí.

Ahora los ojos de la Elegida brillaron con una expresión de respeto.

—Eso es lo justo —dijo y volvió a inclinarse—. Tus servicios son muy loables.

Después de eso se quedaron en silencio y, mientras Trez se rompía la cabeza pensando en qué decir, recordó todas las aventuras sexuales que había tenido en los últimos tiempos. Cuando se trataba de seducir a una mujer, le sobraba imaginación. Pero cuando lo que deseaba era entablar una conversación respetable se sentía como si le hablaran en otro idioma.

Dios, detestaba pensar en eso mientras estaba en presencia de ella.

—¿Te encuentras bien? —preguntó la Elegida.

Y entonces lo tocó. Estiró la mano y la puso sobre el antebrazo de Trez… y aunque no hubo contacto de piel contra piel, él sintió la conexión con intensidad: sus brazos y sus piernas se pusieron rígidos, y su mente quedó en blanco, como si hubiese entrado en una especie de trance.

—Eres… increíblemente hermosa —se oyó decir.

La Elegida levantó las cejas.

—Solo te digo la verdad —murmuró Trez—. Y también tengo que decirte… que llevaba toda la semana esperando verte.

La Elegida retiró la mano y se levantó el cuello de su manto, cerrándose las solapas.

—Yo…

«Ella no es para ti».

Al notar la incomodidad que le había producido, Trez bajó los párpados, con una sensación de pero-en-qué-demonios-estás-pensando. Por lo que entendía acerca de las Elegidas de la Virgen Escribana, ellas eran las hembras más puras y virtuosas del planeta. El opuesto absoluto de sus últimas «compañeras».

¿Qué rayos pensaba que pasaría si se dedicaba a coquetear con ella? ¿Que ella iba a saltar sobre él y a enroscarle las piernas alrededor de las caderas?

—Lo siento —dijo ella.

—No, escucha, no tienes que disculparte. —Trez dio un paso atrás, porque aunque ella era bastante alta, él todavía le sacaba una cabeza y lo último que quería era que se sintiera intimidada—. Solo quería que lo supieras.

—Yo…

Genial. Cada vez que una hembra tenía que pensar en lo que iba a decir… Sabías que la habías cagado.

—Lo siento —volvió a decir ella.

—No, está bien. Está bien. —Trez levantó la mano—. No te preocupes por nada.

—Es solo que yo…

«Estoy enamorada de alguien más. Estoy comprometida. No estoy interesada en absoluto en ti». Seguro que iba a decir algo parecido y Trez prefirió que no lo hiciera.

—No sigas —la interrumpió, pues no quería oír los detalles. Solo eran una forma de expresar lo inevitable—. Está bien. Entiendo…

—¿Selena?

Rhage la estaba llamando. Mierda.

Cuando la Elegida giró la cabeza en esa dirección, la luz del techo cayó sobre sus mejillas y sus labios. Era perfecta, la más hermosa que hubiera visto nunca. Hubiera podido quedarse contemplándola allí para siempre…

Hollywood se asomó desde el arco que llevaba a la biblioteca.

—Estamos listos para ti… Ah, hola, hermano.

—Hola —respondió Trez—. ¿Cómo estás?

—Bien. Listo para cierto asuntillo.

Maldito. Cabrón. Bas…

Trez se restregó la cara. Bueno. No había ni la más mínima justificación para adoptar esa clase de agresividad, en particular tratándose de una hembra a la que había visto solo dos veces en la vida y que no quería tener nada que ver con él.

—Yo voy a salir —le dijo Trez al hermano—. Te veo antes del amanecer.

—Entendido, amigo.

Trez le hizo una inclinación de cabeza a Selena y se marchó. Cuando llegó al vestíbulo se desmaterializó para reaparecer en el centro… el lugar al que pertenecía.

No podía creer que hubiese esperado una semana para eso. Y desde el comienzo debía haberse imaginado cómo iba a ser aquello. Era un idiota. Un verdadero idiota.

Tomó forma detrás del Iron Mask, entre las sombras del aparcamiento. Incluso desde allí se podía oír el estruendo de la música. Antes de atravesar la puerta trasera, con su pintura desconchada y el picaporte oxidado, Trez se dijo que tendría que controlar su mal genio durante las siguientes seis u ocho horas.

Porque la combinación de humanos + alcohol x deseos de matar = un cadáver.

Y eso no sería bueno para él ni para su negocio.

Fue directamente a su oficina y se quitó ese maldito disfraz de legitimidad para quedarse solo con una camiseta negra y esos finos pantalones.

Xhex no estaba en su oficina, así que saludó con un gesto de la mano a las chicas y salió a la tierra del gran populacho.

El club ya tenía el cupo casi lleno y todo el mundo estaba vestido de negro, llevaba ropa deshilachada y exhibía una expresión de estudiado aburrimiento, dos cosas que desaparecerían para muchos de ellos a medida que pasara el tiempo y sus hígados colapsaran debido a la combinación del alcohol que estaban bebiendo y las drogas que estaban consumiendo.

—Hola, papi —le dijo alguien.

Se volvió y sus ojos se encontraron con una mujer bajita y voluptuosa que lo observaba atentamente. Con los ojos tan embadurnados de negro que parecía que llevaba gafas oscuras y un corpiño tan apretado como un puño, parecía un personaje salido de un dibujo animado.

Qué aburrimiento.

—Me llamo bla-bla-bla-bla. ¿Vienes por aquí con frecuencia? —La mujer le dio un sorbo a la pajita roja que sobresalía del vaso que tenía en la mano—. Bla-bla-bla-bla estudiante universitaria, bla-bla-bla psicología. ¿Bla-bla-bla?

De pronto, Trez vio que la gente se estaba separando en dos grupos, como si le estuvieran abriendo paso a un gorila o quizás a un mazo de demolición.

Era Qhuinn.

Y parecía tan feliz como se sentía Trez.

Trez lo saludó y el guerrero hizo un gesto con la cabeza y siguió hacia el bar.

—Guau, ¿lo conoces? —preguntó la estudiante universitaria—. ¿Quién es? ¿Bla-bla quizás un trío bla-bla?

La mujer se reía ruidosamente como si fuera una niña muy traviesa, pero Trez no la oía, pendiente del macho que acababa de entrar en el club.

Bla-bla-blablablabla. —Una risita. Y un golpe con la cadera—. ¿Bla?

Trez apenas se dio cuenta de que asentía con la cabeza y luego se acercaba con la mujer a un rincón oscuro. Con cada paso que daba, una parte de él se iba cerrando, apagándose, lista para hibernar. Pero no podía contenerse. Era como el yonqui que espera que el próximo chute sea tan bueno como el primero… para poder aliviar así la desesperación.

Aunque Trez sabía que eso no iba a pasar.

No esta noche. No con esta mujer.

Nunca en esta vida.

Y probablemente nunca más.

Pero a veces solo tienes que hacer algo… o de lo contrario te vuelves loco.

—Dime que me quieres —le dijo la mujer, mientras se apretaba contra él—. Por favooooooor.

—Sí —dijo Trez inconscientemente—. Claro. Lo que quieras.

Como quieras.