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—¿Hola? —Como su abuela no contestó, Sola se acercó a la escalera y se inclinó sobre la barandilla mirando hacia arriba—. ¿Estás despierta? Ya estoy aquí.
Entonces miró su reloj. Las diez de la noche.
Vaya semana. Había aceptado un trabajo como detective privado para uno de los más famosos abogados de divorcios de Manhattan, quien sospechaba que su propia esposa lo estaba traicionando. Y resultó que, en efecto, la mujer lo estaba traicionando… y con dos tíos distintos.
Había tenido que trabajar a destajo para reunir la información suficiente y por eso hacía seis noches que no iba a su casa a dormir.
Le había sentado bien salir de su casa unos días. Y su abuela, a la que llamaba todas las noches no le había dicho nada sobre más visitas extrañas.
—¿Estás dormida? —gritó, aunque pensó que era una estupidez. Si estuviera despierta, su abuela ya le habría contestado.
Se dirigió a la cocina y sus ojos se clavaron enseguida en la ventana. Había estado pensando en Assail todo el tiempo y sabía que, hasta cierto punto, la idea de aceptar ese pequeño trabajo en la Gran Manzana había sido motivada por el deseo de poner un poco de distancia entre ellos, más que por la necesidad urgente de ganar un poco de dinero o fortalecer su carrera como detective.
Después de tantos años de cuidarse a sí misma y a su abuela, aquella sensación de descontrol que experimentaba cuando estaba con él era algo que no le gustaba: ella no tenía a nadie más en el mundo. No había ido a la universidad, no tenía padres y tampoco tenía dinero a menos que trabajara. Además, tenía a su cargo a una anciana de ochenta años que empezaba a mostrar dificultades para moverse y cuyos gastos de salud eran cada vez más altos.
Cuando eres joven y provienes de una familia acomodada puedes darte el lujo de perder la cabeza por un romance alocado porque tienes una red de apoyo.
Pero en su caso no había red de apoyo.
Y Sola esperaba que, después de una semana sin mantener ningún contacto…
El golpe llegó desde atrás y la alcanzó en la parte posterior de la cabeza. Cuando el impacto llegó hasta sus rodillas, Sola se desplomó. Al caer sobre el suelo de linóleo, pudo ver con claridad los zapatos del tío que la había golpeado: unos mocasines baratos.
—Levántala —susurró una voz masculina.
—Primero tengo que registrarla.
Sola cerró los ojos y se quedó quieta, mientras unas manos bruscas la hacían rodar sobre la espalda y la registraban: primero la chaqueta; luego le quitaron la pistola, junto con el iPhone y el cuchillo…
—¿Sola?
Los hombres que la estaban registrando se quedaron paralizados y ella tuvo que resistir el impulso de aprovechar esa distracción para tratar de asumir el control de la situación. El problema era su abuela. Lo mejor en ese caso era echar a esos hombres de la casa antes de que pudieran hacerle daño a la anciana. Sola podría encargarse de ellos en cualquier otro sitio. Pero si su abuela se ponía en el medio…
Alguien a quien ella quería mucho podía morir.
—Saquémosla de aquí —susurró el que estaba a la izquierda.
Cuando la levantaron, Sola hizo un esfuerzo por mantener el cuerpo relajado, pero abrió un ojo. Los dos hombres llevaban verdugos sobre la cabeza y solo se les veían los ojos y la boca.
—¡Sola! ¿Qué estás haciendo?
Vamos, idiotas, pensó ella, mientras los tíos forcejeaban con sus brazos y sus piernas. Moveos…
Primero la golpearon contra la pared. Luego contra una lámpara. Además, maldecían en voz tan alta mientras intentaban sacarla por el salón que se les oía por toda la casa.
Justo cuando Sola estaba a punto de saltar y dar a uno de ellos un buen derechazo llegaron a la puerta principal.
—¿Sola? Voy a bajar…
Sola empezó a rezar mentalmente, mientras sentía cómo volvían a su memoria palabras que había conocido toda la vida. La diferencia en este caso era que no las repetía de memoria, sino que realmente necesitaba que su abuela se moviera más despacio por una vez. Que no alcanzara a bajar las escaleras antes de que esos hombres la sacaran de la casa.
Por favor, Dios mío…
El golpe del aire helado fue como una bendición. Al igual que la velocidad que adquirieron aquellos hombres mientras la llevaban hasta un coche. También fue una bendición el hecho de que la metieran en el maletero sin atarle las manos ni los pies. Simplemente la arrojaron dentro, arrancaron y salieron pitando después de patinar unos segundos sobre el hielo.
No podía ver nada, pero sentía cómo el coche giraba a izquierda y derecha. Palpó en la oscuridad con la esperanza de encontrar algo que pudiera usar como arma.
Pero nada.
Y hacía frío, lo cual limitaría sus reacciones físicas y su fuerza si el viaje era muy largo. Gracias a Dios, todavía no se había quitado la chaqueta cuando la golpearon.
Apretó los dientes y se recordó que había estado en peores situaciones.
De verdad.
Mierda.
‡ ‡ ‡
—Prometo no estrellarlo.
Layla estaba de pie en la cocina de la mansión. Con el abrigo puesto, aguantaba con estoicismo a que Fritz terminara de protestar.
—Volveré enseguida.
—Pero yo puedo llevarla, madame —dijo el viejo doggen, al tiempo que se despabilaba y levantaba sus pobladas cejas blancas con expresión de optimismo—. Yo puedo llevarla a donde desee…
—Gracias, Fritz, pero solo voy a dar un paseo. No voy a ningún sitio en particular.
Era cierto. Layla estaba a punto de volverse loca, encerrada todo el día en la mansión. Y después de las buenas noticias que le había dado la doctora Jane tras hacerle los últimos análisis de sangre, había decidido que necesitaba salir de la casa. Desmaterializarse no era una opción posible, pero Qhuinn le había enseñado a conducir… y la idea de sentarse en un coche calentito y viajar sin destino fijo… de estar libre y a solas… le resultaba muy atractiva.
—Tal vez debería llamar a…
Layla interrumpió al mayordomo.
—Las llaves. Gracias.
Cuando extendió la mano, Layla clavó sus ojos en los del mayordomo y le sostuvo la mirada, para reforzar su solicitud con elegancia pero también con toda la firmeza posible. Curioso, hubo una época, antes del embarazo, en que habría desistido de su idea al ver la incomodidad del doggen. Pero ya no. Se estaba acostumbrando a defender su posición, por ella, por su hijo y por el padre de su hijo, muchas gracias.
El hecho de haber pasado por el infierno de estar a punto de perder lo que más deseaba la había fortalecido. Sí, ahora era una hembra mucho más fuerte y decidida.
—Las llaves —repitió Layla.
—Sí, claro. Enseguida. —Fritz fue hasta el escritorio—. Aquí están.
Cuando el mayordomo regresó y se las ofreció con una sonrisa nerviosa, Layla le puso una mano en el hombro, aunque sin duda eso le haría fruncir el ceño todavía más… y, de hecho, así fue.
—No te preocupes. No iré muy lejos.
—¿Lleva usted su teléfono?
—Sí, por supuesto. —Layla lo sacó del bolsillo central de su suéter térmico—. ¿Lo ves?
Después de despedirse con la mano, atravesó el comedor e inclinó levemente la cabeza para despedirse de los doggen que ya estaban poniendo la mesa para la Última Comida. Cuando cruzó el vestíbulo, se sorprendió caminando más rápido a medida que se acercaba a la puerta.
Y luego salió por completo de la casa.
Afuera, en las escaleras, el aire helado que entró en sus pulmones fue como una bendición, y cuando levantó la vista hacia el cielo estrellado se sintió llena de energía.
A pesar de lo mucho que le habría gustado bajar las escaleras a saltitos, tuvo mucho cuidado al hacerlo y también mientras avanzaba por el jardín. Después rodeó la fuente, oprimió el botón del llavero y los faros del inmenso coche negro la saludaron con un cambio de luces.
Querida Virgen Escribana, por favor no permitas que me estrelle.
Cuando se sentó tras el volante, tuvo que mover el asiento hacia atrás: evidentemente, el mayordomo debía de haber sido el último en usar el vehículo. Y luego, cuando arrancó, se detuvo un momento.
El motor rugía con un zumbido constante.
¿Realmente estaba haciendo esto? ¿Qué pasaría si…?
Layla decidió ponerle fin a esa espiral de dudas, dio marcha atrás y clavó los ojos en el retrovisor para asegurarse de que tenía el camino libre.
—Todo va a ir bien —se dijo.
Luego quitó el freno de mano y el coche se movió con suavidad hacia atrás, lo cual era perfecto. Lo malo fue que salió en la dirección opuesta a la que ella quería tomar y tuvo que girar el volante.
—Rayos.
Después de avanzar y dar marcha atrás varias veces, el automóvil quedó al fin orientado hacia el camino que bajaba la montaña.
Una última mirada a la mansión y arrancó a paso de tortuga, colina abajo y manteniéndose siempre a la derecha, tal como le habían enseñado. A su alrededor el paisaje se veía borroso, gracias al mhis, y Layla se preparó para dejarlo atrás. Estaba desesperada por tener plena visibilidad.
Cuando llegó a la carretera principal, giró a la izquierda. Y luego, sorpresa, sorpresa, empezó a deslizarse suavemente por la carretera: el Mercedes, así creía que lo llamaban, era tan firme y seguro que era como ir sentada en un sillón, contemplando el paisaje que se deslizaba a su lado como si estuviera viendo una película.
Desde luego, iba solo a diez kilómetros por hora.
Y el medidor de la velocidad llegaba hasta doscientos.
Esos estúpidos humanos y su velocidad. Pero, claro, si esa era la única manera que tenían de viajar, Layla podía entender que desearan hacerlo con rapidez.
Con cada kilómetro que avanzaba, se sentía más segura. Orientándose con la ayuda del mapa de la pantalla que había en el tablero, se mantuvo siempre lejos del centro y las autopistas, e incluso de los barrios periféricos de la ciudad. Era mejor dirigirse a la zona rural, allí había mucho espacio para detenerse y poca gente, aunque de vez en cuando se encontraba con un coche que la adelantaba rápidamente por la izquierda.
Pasó un rato antes de que se diera cuenta de hacia dónde se dirigía. Y cuando lo hizo, se dijo que debía dar media vuelta.
Pero no lo hizo.
De hecho, le sorprendió descubrir que sabía perfectamente hacia dónde iba. Layla pensó que con el paso de los días, pero más aún con todo lo que había sucedido desde entonces, su recuerdo del lugar que estaba buscando debería haberse desvanecido un poco. Pero no. Ni siquiera la extrañeza de ir en un coche y tener que limitarse a andar solo por las carreteras mitigó la nitidez de lo que veía en su mente… ese lugar al que la llevaban sus recuerdos.
Encontró la pradera que estaba buscando a varios kilómetros del complejo.
Cuando se detuvo, levantó la vista hacia la colina que subía suavemente. El tronco y las ramas del gran arce que señalaba el lugar donde había tenido lugar su encuentro, y que en ese momento formaba un colorido toldo, estaban ahora desnudos de hojas.
Un segundo después Layla recordó la imagen de aquel soldado herido, tendido en el suelo al pie de las raíces, y pudo recorrer cada detalle de él, desde sus pesados brazos y piernas hasta esos ojos azul marino y su empeño en negarse a que ella lo alimentara.
Entonces se echó hacia delante, apoyándose sobre el volante, y se dio un golpe en la cabeza y luego otro.
No solo era una estupidez el hecho de creer que esa negativa era un acto de galantería. Era absolutamente peligroso.
Además, simpatizar con un traidor era una grave violación a todas las normas por las que siempre se había regido.
Y sin embargo… sola en aquel coche, enfrentada únicamente a sus propios pensamientos, Layla sintió que su corazón todavía estaba a favor de un macho que, según todo lo que era correcto y ético, debería haber odiado con pasión.
Ese era el triste estado de las cosas.