72

Trez no estaba acostumbrado a tener chófer. A él le gustaba conducir. Tener el control. Decidir si giraba a la izquierda o a la derecha.

Sin embargo, esa clase de autonomía no parecía estar en el menú de la noche.

Iba sentado, muy cómodo, en la parte trasera de un Mercedes del tamaño de una casa. En la parte delantera, Fritz, porque así era como se llamaba, iba conduciendo como un demonio salido de los infiernos; su forma de conducir no era exactamente la que uno esperaría de un mayordomo que parecía tener más de setecientos años.

Ahora bien, teniendo en cuenta que todavía tenía un poco de resaca después de la migraña de la noche anterior, Trez supuso que, en ese caso, probablemente era mejor ir de pasajero. Pero si él y iAm iban a vivir con la Hermandad, en algún momento necesitarían saber dónde estaba ubicada la maldita propiedad…

Qué. Diablos. Era. Eso.

Por alguna razón, sus sentidos estaban percibiendo un cambio en la atmósfera, una sensación hormigueante en los extremos de su conciencia, una advertencia. En el exterior, el paisaje iluminado por la luna empezó a volverse borroso, como si una especie de distorsión vital alterara su visión.

Trez miró el interior del Mercedes. Todo parecía estar en orden: el cuero negro de la tapicería, los paneles de madera de nogal, la partición que estaba cerrada; todo se veía exactamente como debía verse. Así que no era un problema de su nervio óptico.

Fijó de nuevo los ojos en el paisaje. No. Aquella distorsión no era producto de la neblina. Ni de un chubasco de aguanieve. No, esa mierda no era producto del clima, era otra cosa totalmente distinta… Como si una sensación de terror se hubiese cristalizado en las partículas mismas del aire e hiciera que el paisaje cambiara de forma.

¡Qué protección tan espléndida!, pensó.

¿Cómo había podido pensar alguna vez que su hermano y él eran los únicos que tenían trucos bajo la manga?

—Ya estamos cerca —dijo Trez.

—¿Qué es esa cosa? —murmuró iAm, mientras miraba por la ventanilla.

—No lo sé. Pero tenemos que conseguir un poco.

De pronto el coche comenzó subir por una carretera empinada, lo cual, teniendo en cuenta la velocidad que llevaban, era como el inicio de una montaña rusa. Sin embargo, ellos no llegaron a una cima para caer luego en picado, no. De repente se materializó frente a sus ojos una inmensa mansión de piedra que apareció de forma tan súbita que Trez se agarró del apoyabrazos y se preparó para una colisión.

Pero su conductor sabía exactamente dónde estaban y cuánta distancia había que recorrer antes de detener el Mercedes. Con la pericia de un piloto acrobático de Hollywood, el mayordomo giró el volante y pisó los frenos, para detenerse justo entre un GTO que Trez adoró desde que lo vio… y una Hummer que parecía más una escultura abstracta que un vehículo de transporte.

—Habrá aprendido a conducir en esta camioneta —dijo Trez a iAm con sarcasmo, señalando discretamente al mayordomo.

Los seguros automáticos se levantaron como por ensalmo y los hermanos se bajaron al mismo tiempo. Joder. Vaya casa, pensó Trez mientras echaba la cabeza hacia atrás y levantaba la vista hasta muy, muy arriba. En comparación con aquella pila gigante de roca, Trez se sintió como un pigmeo.

Como un bebé pigmeo.

El edificio de cuatro plantas se cernía sobre la noche helada, constantemente vigilado por las siniestras y enormes gárgolas que oteaban desde los aleros. Era exactamente como uno esperaba que fuera el hogar del rey de los vampiros: siniestro, aterrador, amenazante.

Parecía salido de un relato de terror. Pero esto era real. Y la gente que vivía allí mordía de verdad.

—Fantástico —dijo Trez, sintiéndose en casa de inmediato.

—Excelencias, ¿por qué no siguen a la casa? —dijo el mayordomo con entusiasmo—. Yo me encargaré de sus maletas.

—No —respondió Trez, al tiempo que se dirigía al maletero del coche—. Tenemos muchas cosas… Mierda.

Era un poco difícil maldecir en presencia de un tío con librea.

iAm asintió con la cabeza.

—Nosotros nos encargaremos de esto.

El mayordomo los miró sin dejar de sonreír.

—Por favor, vayan a la casa para disfrutar de la celebración, excelencias. Nosotros nos haremos cargo de estas cosas mundanas.

—Ah, no, nosotros podemos…

—Sí, de verdad, no…

Fritz parecía primero confundido y después ligeramente aterrado.

—Pero por favor, excelencias, vayan con los demás. Yo me encargaré de esto. Esta es mi función en la casa.

Semejante reacción de angustia parecía un poco exagerada, pero seguir discutiendo solo agravaría la situación: era evidente que el mayordomo iba a sufrir un ataque si ellos insistían en entrar su equipaje.

Allá donde fueres… pensó Trez.

—Está bien, sí, gracias.

—Sí, muchas gracias.

Aquella amable sonrisa regresó de inmediato al rostro del mayordomo.

—Muy bien, excelencias. Eso está muy bien.

Cuando el mayordomo les mostró el camino a la puerta, como si el propósito de aquella gran entrada de catedral fuese un misterio, Trez se encogió de hombros y empezó a subir las escaleras.

—¿Crees que nos dejarán limpiarnos el trasero solos? —dijo entre dientes.

—Solo si logramos que no nos descubran cuando vayamos al baño.

Trez soltó una carcajada y miró a su hermano.

—¿Acabas de hacer una broma, iAm?

—¿Sí? Creo que sí.

Después de darle un codazo a su hermano y recibir un gruñido en respuesta, Trez estiró la mano y agarró el picaporte de aquella pesada puerta. Se sorprendió un poco al encontrarla abierta, pero, claro, con aquella… fuera lo que fuera… a todo alrededor, ¿para qué cerraduras? La puerta no chirrió cuando la abrieron y eso no lo sorprendió. Todo el lugar estaba en perfecto estado, no había ni una pizca de nieve en las escaleras, el estacionamiento estaba cubierto de sal y todo estaba en orden.

Pero, claro, con ese mayordomo a cargo de la casa, una pelusa probablemente representaba una emergencia nacional.

Trez se encontró en una pequeña antesala con suelo de mosaico y techo alto, frente a una caseta de seguridad con una cámara. Enseguida vio de qué se trataba y miró por la lente.

Un instante después la puerta interior, que podría haber pertenecido a la bóveda de un banco, cobró vida y se abrió de par en par.

—¡Hola! —dijo una hembra—. Ya estáis aquí.

Trez apenas vio a Ehlena, pues estaba muy concentrando contemplando lo que había detrás de ella.

—Hola… cómo estás…

Pero Trez no oyó la respuesta.

Vaya… rayos. Por Dios… qué color tan hermoso.

No fue consciente del momento en que empezó a caminar, pero un segundo después… se sorprendió en medio del espacio arquitectónico más asombroso que había visto en su vida. Grandes columnas de malaquita y mármol rosa que subían hasta un techo más alto que el firmamento. Candelabros de cristal y lámparas doradas que titilaban. Una escalera tan grande como un parque y cubierta con una alfombra roja que se elevaba desde un suelo de mosaico que parecía representar… un manzano florecido.

Así como el aspecto exterior era más bien lúgubre, el interior era absolutamente resplandeciente.

—Parece un palacio —dijo iAm con asombro—. Ah, Ehlena, hola, amiga.

Trez apenas registró el momento en que su hermano abrazó a la shellan de Rehvenge. También había otra gente alrededor, hembras, sobre todo, además de Blay y un macho rubio, junto con John Matthew y, desde luego, Rehv, quien se acercaba apoyándose en su bastón.

—Me temo que la fiesta no es para vosotros, pero podéis imaginaros que es vuestra fiesta de bienvenida si queréis.

iAm y Rehv se abrazaron, pero, de nuevo, Trez no estaba prestando atención.

De hecho, la expresión de admiración también había desaparecido por completo.

De pie, enmarcada por el arco de lo que parecía ser un comedor formal, la Elegida que habían visto en la casa de campo de Rehv estaba conversando con otra persona que también estaba vestida con una túnica blanca.

Todo cuanto lo rodeaba desapareció de repente de la vista de Trez. Sus ojos se clavaron en ella y ahí se quedaron.

Mírame, le ordenó mentalmente. Mírame.

En ese momento, como si hubiese recibido la orden, la Elegida se volvió a mirarlo.

Trez sintió que su polla se endurecía de inmediato, mientras su cuerpo se llenaba de la necesidad de acercarse a aquella hembra, tomarla entre sus brazos y llevarla a un lugar privado.

Donde podría marcarla.

La voz de iAm era lo último que quería oír en ese momento:

—Sigue sin ser para ti, hermano.

A la mierda con eso, pensó Trez, mientras su Elegida volvía a concentrarse en la hembra con la que estaba hablando.

Ella sería suya, aunque eso lo matara.

Y si ese era el caso, bueno, después de todo, la vida que llevaba tampoco era tan maravillosa…

‡ ‡ ‡

Cuando Qhuinn volvió en sí, estaba tendido encima del altar. La calavera se encontraba junto a su cabeza, como si el primer hermano estuviera velando su sueño mientras se recuperaba de lo que había tomado. Después de parpadear varias veces, Qhuinn se dio cuenta de que estaba contemplando una pared llena de nombres inscritos en ella: cada centímetro de la gran losa de mármol había sido grabado con nombres en Lengua Antigua.

Bueno, excepto por los dos sitios donde estaban incrustadas las clavijas.

Al incorporarse y bajar las piernas, su espalda crujió y la cabeza se hundió. Entonces se restregó la cara, se bajó de un salto y caminó hasta la losa… para tocar los nombres.

—El tuyo está al final —dijo Zsadist desde atrás.

Qhuinn giró sobre sus talones. La Hermandad se encontraba de nuevo allá abajo, sonriéndole como si estuvieran todos muy felices.

Entonces se escuchó el característico acento bostoniano de Butch:

—Es genial ver tu nombre grabado ahí. Tienes que verlo.

Qhuinn volvió a mirar la losa. Y en efecto, en el borde inferior izquierdo, encontró el nombre del policía… y luego el suyo.

Sintió que las piernas le temblaban y se dejó caer sobre las rodillas frente a aquella delicada línea de símbolos. Luego levantó la vista y vio cómo los nombres individuales parecían desaparecer para formar un único grabado sobre el mármol. Igual que la Hermandad. Allí no había individuos, lo que primaba era el grupo.

Y ahora él era parte de ese grupo.

Maldición… su nombre estaba ahí.

Qhuinn se preparó para una experiencia transformadora, algo como un gran campanazo que tocara You Belong en su pecho, o tal vez un agradable mareo… o, mierda, un letrero gigante que colgara de su cerebro diciendo «¡Felicidades!».

Pero nada de eso pasó. Y se sentía feliz, sí. Muy orgulloso, claro. Y listo para salir a luchar como un maldito bastardo.

Pero al ponerse en pie se dio cuenta de que, a pesar de esa recién adquirida sensación de plenitud, una parte de él permanecía ausente, aislada. Claro, habían sido unos días asombrosos. Como si el Destino hubiese metido su vida en la licuadora y la hubiese comprimido en esos dos intensos días.

¿Y si su incapacidad para enfrentarse con las emociones le jugaba una mala pasada?

De momento parecía que no. Al menos aún no estaba huyendo.

Cuando bajó a reunirse con los hermanos, recibió tantas palmadas en la espalda que supo lo que debía sentir un futbolista después de un buen partido.

Y luego se dio cuenta: iba a regresar a casa, a los brazos de Blay.

Puta Virgen, para usar una expresión del policía, tenía tantas ganas de poner sus ojos sobre su amigo. Quizás escaparse un rato y contarle cómo había sido todo, aunque probablemente no debería hacerlo. O tal vez subir a su habitación después de la fiesta y… sí… ah… durante un rato.

Muy bien, ahora sí estaba excitado.

Rhage le lanzó su manto negro.

—Bienvenido a este asilo de locos, cabrón. Ahora estás unido a nosotros de por vida.

Qhuinn frunció el ceño y pensó en John.

—¿Qué hay de mi posición como ahstrux nohtrum?

—Eso se acabó —dijo V, mientras se ponía su propio manto—. Ahora eres libre.

—¿Entonces John lo sabía?

—No, no sabía que obtendrías esta promoción. Pero se le informó de que ya no podrías seguir siendo su soldado privado. —Al ver que Qhuinn se tocaba el tatuaje que tenía bajo el ojo, V asintió—. Sí, tenemos que cambiar eso. Aunque será una baja honorable, no por muerte ni despido.

Ah, genial. Mejor que tener una bala en el pecho y una tumba poco profunda.

Antes de salir Qhuinn le echó una última mirada a la cueva. Era tan extraño; sí, ahora era parte de la historia, pero al mismo tiempo sentía que todo aquello era la culminación de tantas noches luchando al lado de los hermanos; como si una cierta lógica interna hiciera que esa extraordinaria culminación fuera… inevitable.

Regresaron por el mismo camino por el que habían llegado. Tras unos minutos de marcha Qhuinn se encontró en un pasillo bordeado a ambos lados por estanterías que se alzaban del suelo al techo.

—Por… Dios —exclamó, al ver todos esos recipientes de restrictores.

Todos se detuvieron.

—¿Qué, los botes? —preguntó Wrath.

—Sí —dijo Tohr con un chasquido—. Nuestro chico parece impresionado.

—Pues debe estarlo —murmuró Rhage, al tiempo que se arreglaba el cinturón de su manto—. Porque nosotros somos asombrosos.

En ese momento se oyeron varios gruñidos. Y muchos entornaron los ojos.

—Por lo menos no ha dicho que somos «superhéroes» —murmuró alguien.

—Ese es Lassiter —dijo alguien.

—Joder, ese hijo de puta tiene que dejar de ver Nickelodeon.

—Entre otras cosas.

—Silencio, señores —dijo Rhage—. ¿Podemos tener un momento de seriedad aquí?

Entonces se escucharon unos gruñidos que se perdieron en medio de los recuerdos de sus enemigos muertos.

—Piensa que ahora podrás poner a los tuyos ahí —dijo Tohr, al tiempo que pasaba un brazo alrededor de los hombros de Qhuinn.

—Fantástico —murmuró Qhuinn, mientras observaba las distintas vasijas—. Genial.

Después salieron a través de unas rejas que parecían antiguas, tan resistentes que uno podía pasarse la vida tratando de cortarlas con un soplete sin conseguirlo. Luego había otro obstáculo que empujaron hacia un lado y que parecía una pared más de la cueva… y salieron a un pequeño escondrijo camuflado entre la vegetación. Allí estaba el Escalade. El viaje a través del bosque se le hizo eterno. Cuando aparecieron frente a ellos las luces de la mansión, Qhuinn empezó a sentirse ansioso, con el cuerpo echado hacia delante, mientras su mano buscaba afanosamente la manija de la puerta.

Qhuinn abrió la puerta antes de que el vehículo se hubiera detenido del todo y se bajó. Los hermanos soltaron una carcajada y también se bajaron, aunque más despacio que su nuevo compañero. Lo siguieron escaleras arriba. Al llegar a la gran puerta, Qhuinn la abrió de un golpe y corrió al vestíbulo, donde puso la cara frente a la cámara.

Detrás de él se oían las voces de los hermanos…

Sus hermanos.

Estaban conversando entre ellos, cuando Fritz abrió la puerta interior.

Qhuinn a punto estuvo de tirarlo al entrar. Muchas caras sonrientes, las shellans de la casa, la reina, doggens por todas partes… iAm, Trez y Rehv con Ehlena…

Qhuinn estaba buscando un pelo rojo. Primero registró el comedor, luego la sala de billar. ¿Dónde estaba?

De repente se quedó helado.

Detrás de la mesa de billar, en el sofá que estaba frente a la televisión que colgaba sobre la chimenea, Blay y Saxton estaban sentados uno junto al otro. Con un par de gin tonics en la mano, parecían sumidos en una profunda conversación.

De repente Blay empezó a reírse y echó la cabeza hacia atrás…

En ese momento vio a Qhuinn.

Y su expresión cambió enseguida.

—¡Felicidades!

El sonido de la voz de Layla lo hizo reaccionar y Qhuinn se volvió hacia ella sin verla, mientras su cabeza daba vueltas aunque no debería: él siempre había sabido que Saxton iba a regresar algún día de sus vacaciones.

—¡Estoy tan contenta por ti! —Cuando Layla lo abrazó, Qhuinn la rodeó con sus brazos de forma automática.

—Gracias. —Luego se echó hacia atrás y se pasó una mano por el pelo—. Y… ¿cómo estás?

—Con náuseas, pero me siento genial.

Qhuinn se sentía fatal, pero trató de disimular y logró sobreponerse, al menos para responder con educación a la Elegida.

—Me alegro. De verdad… me alegro.