63
Trez frunció el ceño, con la vista fija en la calculadora en la que estaba haciendo cuentas. Se concentró en el rollo de papel blanco que se iba desenrollando sobre el escritorio para ver la columna de números.
Parpadeó.
Se restregó los ojos. Volvió a abrirlos.
Nada. El círculo brillante que aparecía en el cuadrante superior derecho de su visión seguía ahí y no era producto del cansancio visual.
—A… la… mierda.
Hizo a un lado las facturas que estaba sumando y miró su reloj, pero ni siquiera pudo leer la hora. Entonces se agarró la cabeza con las manos y cerró los ojos con fuerza. Nada: aquel halo seguía en su lugar y brillaba ahora con todos los colores del arco iris.
Quedaban aproximadamente unos veinticinco minutos para que se desatara el infierno… y no iba a poder desmaterializarse.
Entonces buscó el teléfono que había sobre el escritorio y oprimió el botón del intercomunicador. Dos segundos después la voz de Xhex le llegó nítida, pero más tenue de lo normal. Lo que significaba que la sensibilidad al sonido ya había comenzado a afectarle.
—Hola, ¿qué sucede? —dijo ella.
—Estoy empezando a sentir otra de mis famosas migrañas. Tengo que irme.
—Ay, joder, qué rollo. ¿No tuviste otra la semana pasada?
Bueno, eso no importaba ahora.
—¿Puedes encargarte tú?
—¿Necesitas que te lleve a casa?
«Sí», pensó.
—No, yo puedo hacerlo —respondió Trez, al tiempo que empezaba a reunir sus cosas: la cartera, el móvil, las llaves—. Llámame si me necesitas, ¿vale?
—Claro.
Trez respiró hondo al terminar la llamada y se puso en pie con cuidado. Se sentía perfectamente bien… por el momento. Y la buena noticia era que estaba a no más de quince minutos de su apartamento, incluso suponiendo que agarrara todos los semáforos en rojo. Lo cual le daría unos diez minutos para ponerse algo más cómodo, agarrar una papelera y una toalla para dejarlas junto a su cama y prepararse para un colapso absoluto.
Solo unas seis o siete horas. Después mejoraría.
Desgraciadamente, hasta llegar a ese punto la cosa sería horrible.
Se dirigió a la puerta cerrada de su oficina; antes de abrirla se echó la chaqueta sobre los hombros y se preparó para sentir el golpe de la música al salir.
Pero cuando salió se estrelló contra la pared que formaba el inmenso pecho de iAm.
—Dame las llaves —fue todo lo que dijo su hermano.
—No tienes que…
—¿Acaso te he preguntado tu opinión?
—Maldita Xhex…
—Aquí estoy —dijo la hembra desde atrás—. Y ya sé que pretendía ser un comentario cariñoso.
—Estoy bien —dijo Trez, mientras trataba de cuadrar la cabeza de manera que su jefa de seguridad no quedara en aquel punto ciego.
—¿Cuántos minutos te quedan antes de que estalle el dolor? —dijo Xhex sonriendo y enseñando los colmillos—. ¿Realmente quieres desperdiciarlos discutiendo conmigo?
Trez salió apresuradamente de su club; en cuanto sintió el golpe del aire frío en la cara su estómago se sacudió, como si se estuviera preparando para la fiesta con un poco de anticipación.
Después de subirse al asiento del pasajero de su propio BMW, cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás. El aura se volvía más grande y el resplandor original se había dividido en dos círculos que se abrían hacia fuera, desplazándose lentamente hacia los límites de su campo visual.
Durante el viaje a casa, Trez se alegró de que iAm no fuera muy conversador.
Aunque él sabía perfectamente lo que iAm estaba pensando.
Demasiado estrés. Demasiados dolores de cabeza.
Era probable también que necesitara alimentarse, pero eso no pasaría de momento.
Mientras su hermano conducía con rapidez, Trez se dedicó a imaginarse los lugares de la ciudad por los que estarían atravesando, los semáforos que pasaban sin detenerse y aquellos en los que paraban, los giros que tomaban, el lugar donde estaba el Commodore y que el edificio parecía cada vez más alto a medida que se acercaban.
Una súbita bajada le anunció que estaban entrando al estacionamiento y que, evidentemente, se había quedado corto en su recorrido mental: según sus cálculos, aún les faltaban un par de calles.
Muchos cruces a la izquierda le indicaron que estaban bajando los tres sótanos hasta llegar a uno de los dos lugares que tenían asignados.
Cuando tomaron el ascensor y iAm oprimió el piso dieciocho, el aura ya se había salido de su campo de visión y había desaparecido del todo.
Era la calma previa a la tormenta.
—Gracias por traerme a casa —dijo Trez. Y así lo sentía. No le gustaba depender de nadie, pero resulta muy difícil no estrellarte contra algo cuando tienes un aviso de neón titilando detrás de tus globos oculares.
—Supuse que sería mejor así.
—Sí.
Trez y su hermano no habían vuelto a hablar sobre la visita del sumo sacerdote, pero la aparición de AnsLai todavía pesaba entre ellos.
La primera señal de que el dolor de cabeza estaba tomando fuerza fue el timbre del ascensor, que resonó en su cerebro como un disparo.
Trez gruñó cuando las puertas se abrieron.
—Esto va a ser horrible.
—¿No tuviste otra migraña la semana pasada?
Trez se preguntó cuántas personas más le irían a preguntar lo mismo.
iAm se encargó de la cerradura de la puerta y Trez se quitó la chaqueta al entrar. Luego arrojó al suelo el suéter de cachemir negro, mientras se desabotonaba la camisa de seda y entraba a su…
Trez se quedó inmóvil de repente y, entretanto, lo único que pasó por su cabeza fue aquella escena de la película Entre pillos anda el juego, en que Eddie Murphy entra a su habitación en aquella fabulosa mansión y una mujer medio desnuda que está sentada en su cama le dice: «Hola, Billy Ray».
La diferencia en este caso era que su acosadora, la novia del gorila ese al que le tuvo que dar una paliza, era rubia y no llevaba puestos unos pantalones ajustados. De hecho, estaba completamente desnuda.
El arma que apareció por encima del hombro de Trez no tembló ni un instante y llevaba un silenciador.
Así que iAm podría haberla matado sin problema.
—Pensé que te alegraría verme —dijo la ramera, mientras movía la cabeza entre la cara de Trez y el cañón de la pistola de su hermano.
Como si quisiera llamar más la atención, la mujerzuela levantó un brazo para arreglarse el pelo, probablemente con la esperanza de que sus senos se mecieran de manera provocativa. Pero no tuvo suerte: ese par de senos falsos, tan duros como la piedra, eran tan difíciles de mover como algo atornillado a la pared.
—¿Cómo diablos has entrado aquí? —preguntó Trez.
—¿No te alegra verme? —Al ver que nadie le respondía y el arma seguía apuntándola, la mujer hizo un puchero—. Me hice amiga del vigilante, ¿vale? Ay, vamos, está bien. Le hice una mamada, ¿vale?
Muy elegante.
Y ese maldito imbécil iba a perder su trabajo esa misma noche.
Trez se acercó a la montaña de ropa que había sobre la cama.
—Ponte esto y lárgate de aquí.
Dios, estaba muy cansado.
—Ay, vamos —aulló ella, mientras todas sus cosas volaban a su alrededor—. Solo quería sorprenderte cuando llegaras a casa del trabajo. Pensé que esto te pondría contento.
—Bueno, pues no es así. Tienes que largarte de aquí… —Al ver que ella abría la boca como si fuera a ponerse a lloriquear, Trez negó con la cabeza y la interrumpió—: Ni siquiera lo pienses. No estoy de humor para eso y a mi hermano realmente no le importa si sales de aquí por tus propios medios o en una bolsa de plástico. Vístete. Y lárgate.
La mujerzuela lo miró.
—Pero fuiste tan amable conmigo la otra noche.
Trez hizo una mueca al sentir cómo el dolor subía al escenario y empezaba a bailar en el lado derecho de su cabeza.
—Cariño, voy a ser muy honesto contigo. Ni siquiera sé tu nombre. Follamos un par de veces…
—Tres.
—Bueno, tres. No me importa cuántas fueron. Pero lo que sé es que vamos a terminar con esto hoy. Si vuelves a buscarme, o a meterte en mi casa, voy a… —La Sombra que vibraba en su interior deseaba ponerle un toque más sanguinario a la conversación, pero Trez se obligó a mantenerse en términos humanos que ella pudiera entender—… llamar a la policía. Y no querrás eso porque eres una drogadicta que vende cantidades pequeñas y si ellos registran tus cosas, tu coche, tu casa, van a encontrar más que pura parafernalia. Entonces te acusarán, a ti y al idiota con el que duermes, de posesión con intento de distribución y vas a ir a parar a la cárcel.
La mujerzuela solo parpadeó.
—No me presiones, lindura —dijo Trez con una voz que revelaba mucho cansancio—. No te auguro un futuro muy brillante si no me haces caso.
Uno podría decir lo que quisiera sobre la mujer, pero había que reconocer que era rápida para aprender cuando estaba debidamente motivada. Solo unos momentos después, tras adoptar unas cuantas posiciones de yoga para lograr encajar todo aquel plástico dentro de una «blusa» dos tallas más pequeña, la mujer salió por la puerta, con un bolso barato colgando del hombro y los zapatos de tacón colgando de las correas.
Trez no dijo ni una palabra más. Solo la siguió hasta la puerta, la abrió… y se la cerró en la cara cuando ella se volvió para decir algo.
Trez echó el pestillo manualmente.
iAm guardó su arma.
—Tenemos que mudarnos. Este lugar ya no es seguro.
Su hermano tenía razón. No es que ellos guardaran un gran secreto en su casa, pero la idea de vivir en el Commodore se basaba en que el guardia de seguridad nunca sería lo bastante estúpido como para dejar que una mujer entrara a ningún apartamento sin permiso de los dueños.
Si eso pasaba una vez, podría volver a suceder…
De pronto el dolor se hizo más intenso, como si alguien hubiese subido al máximo el volumen de su concierto craneal.
—Voy a vomitar durante un rato —murmuró Trez antes de dar media vuelta—. Haremos las maletas tan pronto como se me pase la migraña…
No sabía qué había respondido iAm, ni siquiera sabía si su hermano había dicho algo.
Mierda.