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Cuando por fin asimiló las palabras de Payne, Layla se quedó sin palabras.
—No —le dijo a la otra hembra—. No, Havers me dijo… que no hay nada que se pueda hacer.
—Tal vez eso sea cierto desde el punto de vista médico. Sin embargo, es posible que yo tenga algún otro recurso. No sé si funcionará, pero si me lo permites, me gustaría intentarlo.
Durante un momento Layla solo pudo respirar.
—Yo no… —dijo y puso la mano sobre su vientre plano—. ¿Qué vas a hacerme?
—Para serte sincera, no lo sé. —Payne se encogió de hombros—. De hecho, ni siquiera se me había ocurrido que podría ayudar en tu situación. Pero la verdad es que en varias ocasiones he curado lo que necesita curación. Te repito, no estoy segura de que vaya a funcionar contigo, pero podemos intentarlo… No voy a hacerte daño, eso sí puedo prometértelo.
Layla estudió la cara de la guerrera.
—¿Y por qué quieres hacer esto por mí?
Payne frunció el ceño y desvió la mirada.
—No necesitas conocer las razones.
—Sí, necesito saberlas.
Entonces aquel perfil adquirió la frialdad de la piedra.
—Tú y yo somos hermanas en la tiranía de mi madre; víctimas de su gran plan. Las dos fuimos sus prisioneras, aunque de distinta forma, tú como Elegida y yo como su hija. No hay nada que no esté dispuesta a hacer para ayudarte.
Layla se recostó de nuevo. Nunca se había considerado una víctima de la madre de la raza. Aunque… teniendo en cuenta su desesperada necesidad por tener una familia, su sensación de desarraigo y la falta de identidad más allá de su función como Elegida… no pudo dejar de ver la verdad que contenían las palabras de Payne. El libre albedrío la había llevado hasta el horrible lugar donde se encontraba ahora, pero al menos ella misma había elegido el camino y los medios. Como miembro de aquella clase especial de hembras de la Virgen Escribana, nunca había tenido esa opción. Nunca había podido elegir, en ningún aspecto de su vida.
Ahora bien, era evidente que estaba perdiendo a su hijo. Y si Payne pensaba que había una posibilidad de…
—Haz lo que quieras —dijo Layla con voz ronca—. Y cuenta con mi gratitud, independientemente del resultado.
Payne asintió con la cabeza una vez. Luego levantó las manos, las flexionó y abrió los dedos.
—¿Puedo tocarte el vientre?
Layla se bajó las mantas que tenía encima.
—¿Quieres que me quite la camisa también?
—No.
En realidad no hizo falta. Al apartar las mantas sufrió otra tanda de contracciones…
—Estás sufriendo tanto —murmuró la otra hembra.
Layla no respondió, simplemente se levantó la camisa para dejar expuesta la piel de su abdomen. Era evidente que su expresión lo había dicho todo.
—Relájate. No sentirás ninguna molestia…
Layla levantó la cabeza con el primer contacto. Las manos de la guerrera aterrizaron con increíble suavidad sobre la parte baja de su abdomen, tan tibias como el agua de una bañera. E igual de relajantes. En realidad, extrañamente relajantes.
—¿Te duele? —preguntó Payne.
—No. Es como… —Al percibir el comienzo de otra contracción, Layla agarró las sábanas y se preparó…
Solo que el dolor no fue tan fuerte como los anteriores.
Era el primer alivio que sentía desde que todo aquello comenzó.
Con un gruñido sumiso, Layla dejó que su cabeza cayera hacia atrás, mientras las almohadas amortiguaban una súbita sensación de agotamiento que mostraba el terrible estado de tensión en que se encontraba su cuerpo.
—Vamos.
De repente, la lámpara que estaba sobre la cómoda titiló… y se apagó.
Sin embargo, su luz fue rápidamente reemplazada por otra.
De las manos de Payne empezó a irradiar un suave resplandor, al tiempo que el calor del contacto se intensificaba y esa extraña sensación calmante parecía penetrar a través de la piel, los músculos y cualquier hueso que se encontrara en el camino… hasta llegar al útero.
Y luego sintió una extraña explosión.
Layla siseó cuando se entregó a aquella oleada de energía que penetró de golpe en su cuerpo, un calor que no quemaba pero que parecía evaporar el dolor y expulsar la agonía como si se tratara del vapor que sale de una olla.
Pero eso no fue todo. Una corriente de euforia se apoderó de su cuerpo, extendiendo sus tentáculos desde la zona pélvica hacia el torso, la cabeza y el alma misma, al tiempo que llegaba también a las piernas y los brazos.
Ay, era un alivio maravilloso…
Con un poder increíble…
Ay, gracias al cielo.
Sin embargo, la terapia aún no había terminado.
En medio de aquella vorágine, Layla sintió… ¿Qué? Un cambio en su útero. ¿Una especie de tensión, tal vez? No era como una de las contracciones que había experimentado en las últimas horas, no. Era como si algo, un impulso que hubiese estado sumido en el letargo, encontrara de repente la fuerza.
Poco a poco, Layla se dio cuenta de que estaba castañeteando los dientes.
Y al mirar su cuerpo, vio que todo él temblaba. Pero eso no era todo.
También estaba resplandeciendo. Cada centímetro de piel parecía como la pantalla de una lámpara que dejaba pasar la luz y su ropa actuaba como una frágil barrera ante el resplandor que irradiaba de su cuerpo.
Bajo esa luz, la cara de Payne tenía una expresión seria, como si le estuviese costando mucho la tarea de transferir esa maravillosa energía curativa. Y, de haber podido, Layla se habría alejado y le hubiese puesto fin a todo aquello, pues la otra hembra empezó a parecer realmente exhausta. Pero no había forma de romper aquella conexión; Layla había perdido el control sobre sus extremidades y ni siquiera podía hablar.
Eso pareció durar una eternidad, aquella comunión vital entre ellas.
Cuando Payne finalmente se retiró y rompió el vínculo, se cayó de la cama, aterrizando en el suelo como si se hubiese desmayado.
Layla abrió la boca para gritar. Trató de ayudar a su salvadora. Luchó contra el peso muerto de su cuerpo, que todavía resplandecía.
Pero sin ningún éxito.
Lo último que sintió antes de perder la conciencia fue una gran preocupación por la otra hembra. Y luego todo quedó a oscuras.