41
Eran cerca de las diez de la mañana cuando Trez se dirigió al Restaurante de Sal. El recorrido desde el ático del Commodore hasta el fino restaurante de su hermano no era largo, solo diez minutos, y había varios sitios libres para aparcar cuando llegó allí.
Pero, claro, el lugar abría a la una de la tarde; esa era la hora de entrada incluso para el personal de la cocina.
Mientras caminaba por el sendero aplastando con la suela de sus botas la nieve apilada en pequeños montoncitos, Trez pensaba que quizás ya no funcionaría el código de seguridad que abría la puerta desde fuera: iAm no había ido a dormir a casa al final y, suponiendo que esos malditos del s’Hibe no se lo hubiesen llevado para presionarlo, solo había un lugar donde su hermano podía estar. Después de dos jarras de café y varias ojeadas a su reloj de pulsera, Trez se había dado cuenta de que, si quería hacer las paces con su hermano, tendría que ir a buscarlo.
Genial. El código seguía siendo el mismo.
Todavía.
Parecía un restaurante de la época dorada de los Rat Pack[4], una interpretación moderna de la era que dio origen a gente como Peter Lawford y «The chairman of the board». Un hall de entrada, cuyas paredes estaban empapeladas en un negro y rojo, conducían al recibidor, donde estaban el guardarropa, el escritorio del maître y la caja. A mano izquierda, y también a mano derecha, había dos comedores, los dos decorados con muebles de terciopelo y cuero en colores negro y rojo, pero no era ahí donde las celebridades, los políticos y millonarios solían reunirse. El lugar más cotizado era el bar que estaba al fondo: una habitación forrada con paneles de madera, que tenía bancos de cuero rojo contra las paredes y donde, durante las horas de funcionamiento, un camarero con esmoquin atendía tras un mostrador de roble de diez metros que solo servía lo mejor.
Al llegar al espacio del bar, Trez se dirigió al fondo de la estantería de cinco pisos llena de botellas y empujó la puerta giratoria. Cuando entró a la cocina, el aroma a albahaca y cebolla, orégano y vino rojo, le dio una idea de lo estresado que estaba iAm.
Desde luego, su hermano estaba frente a la cocina de dieciséis fuegos ubicada contra la pared del fondo, sobre la cual había cinco ollas enormes que hervían a fuego lento. A su alrededor, varias tablas para picar alineadas sobre las encimeras de acero inoxidable exhibían distintas clases de pimientos, al lado de los afilados cuchillos que habían sido usados para cortarlos.
«Seguro que sabía en quién estaba pensando su hermano mientras cortaba los pimientos», pensó Trez.
—¿Algún día vas a volver a hablarme? —le dijo Trez a la espalda de su hermano.
iAm se movió hacia la siguiente olla, levantó la tapa con un trapo blanco y removió lentamente el contenido con una cuchara grande de madera.
Trez se inclinó hacia un lado y acercó un taburete de acero inoxidable. Después de tomar asiento, se restregó las manos contra los muslos.
—¿Hola?
iAm pasó a la siguiente olla. Y luego a la siguiente. Cada una tenía una cuchara exclusiva y su hermano se cuidaba de no confundirlas.
—Mira, siento no haber estado ahí cuando pasaste por el club anoche. —Cada noche, después de que el restaurante cerraba, iAm pasaba por el Iron Mask para comprobar que todo iba bien—. Tenía cosas que hacer.
Mierda, sí, así era. La mujerzuela con el novio matón había tardado una eternidad en bajarse de su coche al llegar a casa y, por fin, después de un rato, Trez la había acompañado a la puerta, había abierto y prácticamente la había empujado por el umbral. Ya en su coche, había pisado el acelerador como si acabara de dejar un artefacto explosivo en el jardín y, mientras avanzaba a toda velocidad hacia el Iron Mask, lo único que oía en su cabeza era la voz de iAm.
«No puedes seguir así».
En ese momento iAm se volvió, cruzó los brazos sobre el pecho y se recostó contra la cocina. Sus bíceps ya eran bastante grandes, pero en esa postura parecían a punto de romper la tela de la camiseta negra que llevaba puesta.
Con los ojos almendrados a medio abrir, dijo:
—¿De verdad crees que estoy molesto porque no estabas en el club cuando pasé por allí anoche? Genial. ¿No crees que me molesta mucho más que me dejaras solo con AnsLai, permitiendo que sea yo quien se enfrente a todo ese lío?
Yyyyy ahí estaban otra vez…
—No puedo enfrentarme cara a cara con ninguno de ellos, tú lo sabes. —Trez levantó las manos con cara de ¿qué puedo hacer?— Tratarían de obligarme a volver y ¿qué opciones tengo? ¿Pelear? Terminaría matando a ese hijo de puta, y entonces ¿adónde iría a parar?
iAm se restregó los ojos como si tuviera dolor de cabeza.
—En este momento parece que solo están usando el enfoque diplomático. Al menos conmigo.
—¿Cuándo van a regresar?
—No lo sé… y eso es lo que me pone nervioso.
Trez se puso rígido. La idea de que su hermano, que siempre vivía fresco como una lechuga, estuviera nervioso hacía que se sintiera como si tuviera un cuchillo contra el cuello.
Pero, claro, él era muy consciente de lo peligrosa que podía ser su gente. El s’Hibe era un pueblo mayoritariamente pacífico, que vivía contento con mantenerse alejado de las batallas con la Sociedad Restrictiva y lejos de los molestos humanos. Muy educados, inteligentes y espirituales, eran, en general, un grupo de gente muy amable. Siempre y cuando no estuvieras en su lista negra.
Trez miró aquellas ollas y se preguntó de qué sería la carne con que estaban hechas esas salsas.
—Todavía estoy pagándole la deuda a Rehv —señaló—. Así que esa obligación tiene prioridad.
—No ante el s’Hibe. Ya no. AnsLai dijo, y cito sus palabras: «Ya es hora».
—No voy a regresar. —Trez clavó su mirada en los ojos de su hermano—. Eso no va a suceder.
iAm se volvió de nuevo hacia las ollas y comenzó a remover el contenido.
—Lo sé. Esa es la razón por la cual he estado cocinando. Porque estoy tratando de pensar en una salida.
Dios, Trez adoraba a su hermano. El tío trataba de ayudar incluso cuando estaba enfadado.
—Siento no haber aparecido y haberte dejado a ti con el problema. De verdad lo siento. Eso no es justo… Yo solo… Sí, en realidad pensé que no sería seguro para mí estar en la misma habitación que él. Lo siento mucho.
El pecho de iAm se infló y volvió a desinflarse.
—Sé que lo sientes.
—Yo podría desaparecer. Eso solucionaría el problema.
Aunque, joder, el hecho de tener que dejar a iAm lo mataría. La cosa era que si huía del s’Hibe, nunca más podría tener contacto con su hermano. Jamás.
—¿Y adónde irías? —preguntó iAm.
—Ni idea.
La buena noticia era que al s’Hibe no le gustaba tener ningún contacto con los InCognoscibles y, sin duda, el mero hecho de presentarse en el apartamento que iAm y Trez compartían debía de haber sido traumático, aunque el sumo sacerdote hubiese aparecido directamente en la terraza. Pero ¿tener tratos directos con humanos? ¿Y estar cerca de los humanos? AnsLai sentiría que su cabeza explotaba.
—Y entonces ¿qué era lo que tenías que hacer? —preguntó iAm.
Genial. Otro tema apasionante.
—Fui a ver esa bodega desocupada —dijo con tono casual. Porque, vamos, ¿de verdad pensaba iAm que Trez iba a mencionar voluntariamente el tema de la ramera y su novio?
—¿A la una de la mañana?
—Hice una oferta.
—¿Cuánto?
—Millón cuatrocientos. Están pidiendo dos millones y medio, pero no hay manera de que nadie les pague eso. El lugar lleva años desocupado y se nota. —Aunque… incluso mientras decía esas palabras, Trez tuvo que admitir para sus adentros que había sentido una presencia allí. Pero, claro, tal vez solo era el estrés, porque estaba muy estresado—. Mi apuesta es que me van a pedir dos. Entonces yo ofreceré millón seiscientos, para llegar a un acuerdo en millón setecientos.
—¿Estás seguro de que quieres comenzar ese proyecto ahora? El tema con el s’Hibe se está poniendo cada vez peor.
—Si la cosa se pone fea, me enfrentaré a ellos.
—La cosa ya se ha puesto fea —lo corrigió iAm—. Y, para que lo sepas, sé lo que ocurrió en el estacionamiento anoche, Trez. Con ese tío y la mujer.
Peeeeero claro que lo sabía.
—¿Acaso viste las imágenes de la cámara de seguridad?
Malditas cámaras.
—Sí.
—Me ocupé del asunto.
—Sí, igual que te ocupaste del s’Hibe. Perfecto.
A punto de perder la paciencia, Trez se inclinó hacia delante.
—¿Te gustaría estar en mis zapatos, querido hermano? A mí me gustaría ver lo bien que manejarías tú ese asunto.
—Yo no andaría por ahí follando con putas, eso sí te lo puedo asegurar. Lo cual me hace preguntarme… ¿nuestra agente inmobiliaria no es una hembra?
—A la mierda contigo, iAm.
Trez se levantó del taburete y salió de la cocina. Ya tenía suficientes problemas, gracias, y lo último que necesitaba eran esos comentarios del Señor Superioridad con ínfulas de Julia Child[5].
—No puedes seguir dándole largas a este asunto —le gritó iAm—. Ni tratando de esconder el problema entre las piernas de incontables mujeres.
Trez se detuvo en seco, pero siguió mirando hacia la salida.
—Sencillamente no puedes —afirmó su hermano con contundencia.
Trez giró sobre sus talones. iAm estaba junto al bar y la puerta giratoria se movía a su lado, de modo que producía un efecto de luces similar al de un semáforo: luz brillante, oscuridad, luz, oscuridad. Y cada vez que la luz brillaba, parecía como si su hermano tuviera un halo alrededor del cuerpo.
Trez soltó una maldición.
—Solo necesito que me dejen en paz.
—Lo sé. —iAm se rascó la cabeza—. Y honestamente no sé qué hacer. No me puedo imaginar la vida sin ti, y yo tampoco quiero regresar a ese lugar. Sin embargo, no se me ocurre ninguna otra opción.
—Esas mujeres… ya sabes, aquellas a las que yo… —Trez vaciló—. ¿No crees que ellas podrían librarme de este asunto?
—¿Cómo? Sinceramente nunca he entendido qué es lo que ves en ellas —dijo iAm con voz seca.
Trez no pudo evitar sonreír.
—Verás, estoy tan lejos de ser virgen como no te imaginas. —Aunque al menos no se había rebajado al nivel de tener sexo con animales—. Y ¿sabes qué es lo peor? Que todas han sido InCognoscibles y humanas. Seguro que eso les parecerá repugnante. Estamos hablando de la hija de la reina.
Cuando iAm frunció el ceño como si todavía no terminara de considerar la idea, Trez sintió un rayo de esperanza.
—No lo sé —respondió iAm—. Podría funcionar. Pero eso no quita que le robaste a Su Majestad lo que ella quiere y necesita. Si te consideran demasiado contaminado es posible que decidan matarte como castigo.
En todo caso, tendrían que llevarlo allí primero.
—Si lo intentan, tendrán que pelear conmigo. Y te garantizo que a ellos no les iría muy bien.
‡ ‡ ‡
Mientras tanto, en la mansión de la Hermandad, Wrath supo que su reina estaba preocupada tan pronto como cruzó por las puertas de su estudio. Su delicioso aroma estaba contaminado por un olor ácido agudo: ansiedad.
—¿Qué sucede, leelan? —preguntó Wrath, abriendo los brazos.
Aunque no podía ver, sus recuerdos le proporcionaban una imagen mental de Beth caminando por la alfombra Aubusson, con ese cuerpo largo y atlético moviéndose con elegancia, el pelo negro sobre los hombros y ese hermoso rostro marcado por la tensión.
Naturalmente, el macho enamorado que llevaba dentro sintió deseos de salir a perseguir a quienquiera que la hubiese contrariado de esa forma.
—Hola, George —le dijo Beth al perro y, a juzgar por el golpeteo contra el suelo que siguió, el retriever recibió algunos cariños antes que él.
Pero luego fue el turno del amo.
Beth se sentó sobre las piernas de Wrath. No pesaba casi nada, pero su cuerpo se sentía tibio y vivo cuando él envolvió sus brazos alrededor de ella y la besó a cada lado del cuello y luego en la boca.
—Por Dios —gruñó Wrath, al sentir la rigidez del cuerpo de su reina—, de verdad estás tensa. ¿Qué diablos sucede?
Maldición, estaba temblando. Su reina estaba temblando.
—Háblame, leelan —dijo Wrath, mientras le acariciaba la espalda, listo para tomar sus armas y salir a plena luz del día si era necesario.
—Bueno, ¿ya sabes lo de Layla? —dijo ella con voz ronca.
Ahhhhh.
—Sí, lo sé. Phury me lo contó.
Al sentir que ella movía la cabeza sobre su hombro, Wrath la acomodó mejor, abrazándola contra su pecho… y se sintió bien al hacerlo. No con mucha frecuencia, pero sí de vez en cuando, había ocasiones en las que se sentía como un macho inferior debido a su ceguera: después de ser un guerrero, ahora estaba reducido a trabajar tras un escritorio. Después de vivir libre para poder ir a donde quisiera, ahora dependía de un perro para desplazarse. Después de ser totalmente autosuficiente, ahora necesitaba ayuda.
Nada de eso era bueno para el ego de un macho.
Pero en momentos como este, cuando esa increíble hembra estaba triste y lo buscaba a él y solo a él para recibir consuelo y protección, Wrath se sentía tan fuerte como una maldita montaña. Después de todo, los machos enamorados protegían a sus compañeras con todo lo que tenían. Y, a pesar de la carga de su linaje y el peso de ese trono en el que tenía que sentarse, en el fondo del corazón Wrath seguía siendo primordialmente el hellren de esa hembra.
Ella era su prioridad más importante, incluso por encima de las funciones de rey. Su Beth era el corazón que latía tras sus costillas, la médula de sus huesos, el alma de su cuerpo físico.
—Es tan triste —dijo ella—. Tan condenadamente triste.
—¿Has ido a verla?
—Acabo de salir. Está descansando. Pero la verdad es que no puedo creer que no haya nada que hacer.
—¿Has hablado con la doctora Jane?
—Cuando regresaron de la clínica.
Al oír que su shellan lloriqueaba un poco, Wrath pensó que el olor a lluvia de las lágrimas de su amada era como un cuchillo en su pecho. Pero no estaba sorprendido por la reacción de Beth. Había oído decir que a las hembras les costaba trabajo aceptar los abortos de otras hembras. Y era lógico, ¿cómo no iban a sentirse impresionadas? Él ciertamente podía ponerse en las botas de Qhuinn.
Y, ay, Dios, la idea de que Beth estuviese sufriendo de esa manera, o peor aún, que pudiera llevar su embarazo hasta el final…
Genial. Ahora Wrath también tenía escalofríos.
El rey metió la cara entre el pelo de Beth y respiró hondo para calmarse. La buena noticia era que ellos nunca iban a tener descendencia, así que él no tenía que preocuparse por eso.
—Lo siento —susurró Wrath.
—Yo también. Detesto lo que ocurre y lo siento por ambos.
Bueno, en realidad el rey se estaba disculpando por algo completamente distinto.
Wrath no les deseaba nada malo a Qhuinn, a Layla o a su bebé, por supuesto, pero quizás si Beth veía esa triste realidad recordaría todos los riesgos que se presentaban a cada paso del camino durante un embarazo.
Mierda. Eso era horrible. Horrible. Por Dios santo, él no le deseaba eso a Qhuinn y tampoco quería que su shellan estuviera triste. Por fortuna, sin embargo, la triste verdad era que él no tenía absolutamente ningún interés en plantar su semilla dentro de Beth de esa manera… jamás.
Y esa clase de desesperada determinación hacía que un tío pensara cosas imperdonables.
En un ataque de paranoia, Wrath calculó mentalmente el número de años que habían pasado desde la transición de Beth: apenas dos. Por lo que entendía, las vampiras solían tener su primer período de fertilidad a los cinco años del cambio, y luego cada diez años. Así que todavía les quedaba algún tiempo antes de tener que preocuparse por todo eso…
Pero, claro, al ser mestiza, realmente no había manera de estar seguros en el caso de Beth. Cuando los humanos y los vampiros se mezclaban, cualquier cosa podía pasar y él tenía razones para estar preocupado. Después de todo ella ya había mencionado el deseo de tener hijos una o dos veces.
Pero seguramente hablaba en sentido hipotético.
—Entonces ¿vas a suspender la inducción de Qhuinn? —preguntó Beth.
—Sí. Saxton ya ha terminado de actualizar las leyes, pero con Layla en ese estado no creo que sea el momento adecuado para recibirlo en la Hermandad.
—Eso pensaba yo.
Los dos se quedaron callados. Wrath no podía imaginarse la vida sin ella.
—¿Sabes una cosa? —le preguntó Wrath.
—¿Qué? —contestó ella. Había una especie de sonrisa en su voz, una sonrisa que mostraba que ya sabía lo que iba a decir.
—Te quiero más que a nada en el mundo.
Su reina se rio y le acarició la cara.
—Nunca lo habría adivinado.
Demonios, hasta él podía sentir la sobrecarga en el olor que distinguía a los machos enamorados.
En respuesta a eso, Wrath tomó la cara de su reina entre sus manos y se acercó para darle un delicado beso en los labios, que después no siguió siendo tan delicado. Joder, siempre era así con ella. Después de cualquier contacto, por pequeño que fuera, Wrath terminaba excitado.
Dios, Wrath no entendía cómo controlarían los humanos ese aspecto de la relación. Según le habían dicho, cuando tenían sexo no sabían si sus compañeras estarían en un momento de fertilidad; evidentemente, ellos no percibían los cambios sutiles en el olor de sus hembras.
Él se volvería loco. Al menos cuando una vampira estaba en su período de fertilidad, todo el mundo lo sabía.
Beth se movió sobre sus piernas, presionando sobre su erección y haciéndolo gruñir. Por lo general, esa era la señal para que George fuese llevado hasta la puerta y relevado de sus responsabilidades por un rato, pero no esta noche. A pesar de lo mucho que Wrath deseaba a Beth, el humor sombrío que reinaba en la casa le ponía freno incluso a su libido.
Y luego estaba el período de fertilidad de Otoño. Y ahora el de Layla.
Wrath no iba a mentir, todo ese asunto lo estaba poniendo muy nervioso. Se sabía que las hormonas que circulaban en el aire tenían un efecto contagioso en una casa llena de hembras, y que podían influenciar a una y luego a otra y otra para que entraran en su período de fertilidad, siempre y cuando, claro, fuera el momento apropiado.
Wrath acarició el pelo de Beth y reacomodó la cabeza de su reina en su hombro.
—¿No quieres…?
Cuando Beth dejó la frase sin terminar, Wrath tomó su mano y la levantó para tocar con los dedos el gran rubí saturnino que siempre usaba la reina de la raza.
—Solo quiero abrazarte —dijo—. Eso es suficiente para mí ahora.
Acurrucándose contra él, Beth se acercó todavía más.
—Bueno, esto también es delicioso.
Sí. Así era.
Pero también era curiosamente aterrador.
—¿Wrath?
—¿Sí?
—¿Estás bien?
Pasó un momento antes de que él pudiera responder. Tuvo que esperar a que su voz recuperara la serenidad habitual.
—Ah, sí, estoy bien. Muy bien.
Mientras acariciaba el brazo de su reina, Wrath rezaba para que ella le creyera… y elevaba una plegaria para pedir que lo que estaba ocurriendo en la puerta de al lado nunca, jamás, les ocurriera a ellos.
No. Ellos no tendrían que enfrentarse a una crisis como esa.
Gracias a la Virgen Escribana.