39
Assail llegó a casa cerca de media hora antes del amanecer. Metió su Range Rover en el garaje y espero a que la puerta cerrara totalmente antes de bajarse.
Siempre se había considerado a sí mismo como un intelectual, pero no en el sentido que la glymera le daba a esa palabra. Para ellos, un intelectual era alguien que se sentía completamente convencido de su importancia y pontificaba sobre literatura, filosofía o temas espirituales. Pero para Assail un intelectual era alguien que sabía razonar, que podía analizar hasta los más complicados problemas y entenderlos.
¿Qué demonios había hecho esa mujer en casa de Benloise?
Era evidente que se trataba de una profesional, que tenía no solo el equipo y el conocimiento adecuados, sino un enfoque práctico sobre la manera de allanar una morada. Assail también sospechaba que tenía planos de la casa o que ya había estado antes allí. Porque había sido muy eficaz. Muy decidida. Y él estaba cualificado para juzgar: la había seguido todo el tiempo mientras estaba dentro de la casa, pues había entrado por la misma ventana que ella, manteniéndose siempre entre las sombras.
Siguiéndola desde atrás.
Pero no entendía nada. ¿Qué clase de ladrón se toma el trabajo de entrar a una casa fuertemente protegida, encontrar una caja fuerte, abrirla con un soplete y descubrir cantidades de cosas valiosas que podría llevarse… para marcharse después sin llevarse nada? Porque él había visto muy bien las cosas a las que ella había tenido acceso. Cuando la mujer salió del estudio, Assail se quedó un momento para sacar de nuevo la sección de estantería, tal como había hecho ella, y echarle un vistazo a la caja fuerte.
Solo para ver qué había dejado ella, si es que había dejado algo.
Y luego la había visto detenerse en medio del salón, con las manos en las caderas, mirando atentamente a su alrededor como si estuviese estudiando sus opciones.
Después se había acercado a lo que debía de ser un Degas… y había girado la estatuilla solo unos centímetros hacia la izquierda.
Eso no tenía sentido.
Ahora bien, era posible que ella hubiese abierto la caja fuerte en busca de algo específico que no estaba allí. Un anillo, una chuchería, un collar. Un chip de ordenador, un pendrive, un testamento o una póliza de seguro. Pero aquella demora en el salón se contradecía con la rapidez con que se había movido antes… y luego ¿para qué había movido la estatuilla?
La única explicación era que tenía que ser una deliberada violación a la propiedad de Benloise.
El problema era que, si se trataba de una vendetta contra un objeto inanimado, era difícil encontrarle mucho significado a sus acciones. Porque, en ese caso, habría podido romper la estatua. O llevársela. O pintarla con un espray. O golpearla con una barra de acero para hacerla añicos. Pero ¿solo un minúsculo giro que apenas se notaba?
La única conclusión que Assail podía sacar era que se trataba de una especie de mensaje. Y eso no le gustaba en absoluto.
Eso sugería que la mujer quizás conocía personalmente a Benloise.
Assail abrió la puerta del conductor…
—Por Dios —siseó y retrocedió.
—Nos preguntábamos cuánto tiempo te ibas a quedar ahí dentro.
Al oír aquella voz seca, Assail terminó de bajarse del coche y miró alrededor del amplio garaje, mientras en su rostro se dibujaba una expresión de disgusto. El hedor parecía una mezcla entre un cadáver que llevara muerto más de tres días, mayonesa en mal estado y un perfume barato.
—¿Eso es lo que creo que es? —les preguntó a sus primos, que estaban parados en la puerta que llevaba hacia dentro.
Gracias a la Virgen Escribana, sus primos avanzaron un poco y cerraron la puerta que daba hacia la casa. De otra manera, ese horrible olor penetraría hacia el interior.
—Son tus distribuidores. Bueno, parte de ellos, en todo caso.
¿Qué demonios?
Assail dio varios pasos largos en dirección al lugar que Ehric estaba señalando: en el rincón había tres bolsas de plástico de color verde oscuro, apiladas cuidadosamente una sobre otra. Después de agacharse, Assail aflojó el cordón amarillo de una, la abrió y…
Se encontró con los ojos ciegos de un macho humano que reconoció.
La cabeza todavía viva había sido limpiamente cercenada del resto del cuerpo a la altura de la garganta y la habían colocado de manera que pudiera mirar hacia fuera desde su particular ataúd. El pelo negro y la piel colorada estaban manchados con sangre negra y brillante y, si el olor ya era asqueroso al bajarse del coche, a esa distancia Assail no pudo evitar que se le aguaran los ojos y se le cerrara la garganta.
Pero eso no le importó.
Enseguida abrió las otras dos bolsas y, usando el plástico a manera de guante, volteó las otras cabezas para colocarlas en la misma posición.
Luego se sentó y se quedó mirándolas, observando aquellas bocas que se abrían y cerraban con impotencia, tratando de respirar.
—Contadme qué pasó —dijo con voz severa.
—Fuimos al lugar de encuentro previsto.
—La pista de patinaje, el parque frente al río o bajo el puente.
—El puente. Llegamos a tiempo con la mercancía —dijo Ehric al tiempo que señalaba a su gemelo, que permanecía en silencio a su lado—. Cerca de cinco minutos después aparecieron estos tres.
—Como restrictores.
—Tenían el dinero. Y estaban dispuestos a hacer la transacción.
Assail giró la cabeza con brusquedad.
—¿Entonces no os atacaron?
—No, pero nosotros… —Ehric encogió los hombros—. Entiéndelo, nos parecieron asesinos que salían de la nada. No sabíamos cuántos más había y no íbamos a correr riesgos. Después, cuando los registramos y encontramos la cantidad de dinero exacta, nos dimos cuenta de que solo habían acudido allí a hacer negocios.
¿Restrictores en el comercio de la droga? Eso sí era una novedad.
—¿Los apuñalasteis?
—Les cortamos las cabezas y escondimos el resto. El dinero estaba en la mochila que llevaba el de la izquierda y, naturalmente, lo trajimos a casa.
—¿Móviles?
—Los tenemos.
Assail volvió a cerrar las bolsas y se puso de pie.
—¿Estáis seguros de que no estaban en actitud agresiva?
—No estaban bien equipados para defenderse.
—El hecho de estar mal armados no significa que no fueran a mataros.
—Entonces ¿por qué llevar el dinero?
—Podrían haber estado haciendo negocios en otro lado.
—Como ya te he dicho, era la suma exacta y ni un centavo más.
Assail les hizo señas para que lo siguieran hacia la casa y, ay, fue todo un alivio respirar aire limpio. Assail apretó el botón de las persianas, que descendieron lentamente aislándolos del amanecer, y se dirigió al bar. Sacó una botella de litro y medio de Bouchard Père el Fils, Montrachet, 2006 y la descorchó.
—¿Una copa?
—Por supuesto.
Luego se sentó frente a la mesa circular de la cocina, con tres copas y la botella. Después de servir el exquisito vino, lo compartió con sus dos socios.
Sin embargo, no les ofreció un puro a sus primos. Sus puros eran demasiado valiosos.
Por fortuna, ellos sacaron sus cigarrillos y luego todos se sentaron juntos, a fumar y a beber aquel elixir que entraba a su boca desde el fino borde de copas de cristal de baccarat.
—Entonces los asesinos no estaban en actitud de ataque —murmuró Assail, mientras echaba la cabeza hacia atrás y exhalaba el humo hacia arriba, dejando que se elevara sobre su cabeza.
—Y tenían la cantidad exacta.
Después de un largo momento, Assail volvió a bajar la cabeza.
—¿Será posible que la Sociedad Restrictiva esté buscando la manera de entrar en mi negocio?
‡ ‡ ‡
Xcor estaba solo, sentado a la luz de una vela.
La bodega estaba en silencio: sus soldados todavía no habían vuelto y no había humanos, ni Sombras, ni nada caminando sobre su cabeza. El aire estaba frío; igual que el suelo de cemento sobre el que se apoyaba. A su alrededor solo había oscuridad, excepto por el pozo de luz dorada junto al cual estaba sentado.
En el fondo de su mente, algo pareció señalar que el amanecer estaba peligrosamente cerca. También había algo más, algo que debería haber recordado.
Pero no había posibilidad de que ningún pensamiento lograra atravesar la bruma que llenaba su cabeza.
Con los ojos fijos en la llama que tenía delante, seguía recreando una y otra vez los sucesos de la noche.
Decir que había encontrado la ubicación de la Hermandad era, quizás, parte de la verdad… y no una falacia total. Había seguido al Mercedes hasta lo profundo de la campiña, sin tener un verdadero plan para el momento en que se detuviera… Cuando, de la nada, la señal que emitía la sangre de su Elegida en su cuerpo no solo se perdió, sino que comenzó a rebotar como una pelota que alguien arroja contra un muro.
Confundido, Xcor había buscado por todas partes, desmaterializándose hacia un lado y otro, mientras una extraña sensación de pavor se apoderaba de él, como si su piel fuera una antena contra el peligro y le estuviera advirtiendo de un riesgo inminente. Retrocedió y se encontró al pie de una montaña cuyos contornos se veían borrosos, vagos, brumosos, aun bajo la brillante luz de la luna.
Ese tenía que ser el lugar donde ellos vivían.
Quizás en la cima. O al fondo del camino.
No había ninguna otra explicación; después de todo, la Hermandad vivía con el rey para protegerlo… así que, sin duda, tomarían mayores precauciones que cualquiera y seguramente tendrían a su alcance tecnologías y estrategias mágicas de las que no disponía nadie más.
Frenético, había recorrido los alrededores de la montaña varias veces, mientras solo percibía la refracción de la señal y esa extraña sensación de pánico. Su conclusión última era que ella tenía que estar en algún lugar de ese vasto territorio: él la habría sentido si hubiese seguido viajando más allá, en cualquier dirección, o si hubiese salido por otro lado, y parecía razonable suponer que aquella resonancia que sentía en su interior simplemente habría desaparecido si ella hubiese regresado a su templo sagrado, ubicado en un plano alterno de la existencia, o si, la Virgen no lo permitiera, se hubiera muerto.
Su Elegida estaba ahí, en alguna parte.
Cuando regresó a la bodega, al presente, donde se encontraba ahora, Xcor se restregó con lentitud las palmas de las manos, cuyas callosidades producían un sonido ronco en medio del silencio. A su izquierda, en el borde del pozo de luz, sus armas yacían una junto a la otra: las dagas, las pistolas y su amada guadaña, cuidadosamente dispuestas al lado de la ropa que se había quitado de forma desordenada.
Xcor se concentró en su guadaña y esperó a que le hablara. La guadaña le hablaba con frecuencia, pues su gusto por la sangre se hallaba en perfecta sincronía con la maldad que corría por las venas de su dueño y que definía todos sus pensamientos y motivaba sus acciones.
Xcor esperó a que ella le dijera que atacara a la Hermandad justo donde dormían. Donde se hallaban sus hembras. Donde vivían sus hijos.
Pero el silencio era preocupante.
En efecto, su llegada al Nuevo Mundo había sido motivada por un deseo de obtener poder, y como la expresión máxima de ese deseo era derrocar al rey, naturalmente, ese era el camino que él había elegido. Además, ya empezaba a hacer algunos progresos en ese sentido. El intento de asesinato que había tenido lugar en el otoño y que, sin duda, había puesto una sentencia de muerte sobre él y sus soldados, fue un movimiento táctico que casi termina con toda la guerra, incluso antes de que empezara. Y sus constantes esfuerzos por llevarse bien con Elan y la glymera le estaban ayudando a ganar adeptos entre la aristocracia.
Pero esa noche había descubierto…
Rayos, casi un año de trabajo, sacrificios, estrategias y combates no significaban nada si lo comparaba con lo que había descubierto esta noche.
Si su presentimiento era acertado —y ¿cómo podría no serlo?—, lo único que tenía que hacer era llamar a sus soldados y empezar un asedio tan pronto como cayera la noche. La batalla sería épica y el hogar de la Hermandad y la Primera Familia quedaría expuesto para siempre, sin importar el desenlace.
Sería interesante para los historiadores. La última vez que la casa real había sido atacada fue cuando el padre y la mahmen de Wrath fueron asesinados, antes de que él pasara por la transición.
Así se repetiría la historia.
Y él y sus soldados contaban ahora con una importante ventaja que no habían tenido los asesinos de entonces: la Hermandad tenía ahora varios miembros apareados. De hecho, Xcor creía que todos tenían pareja y eso, más que ninguna otra cosa, iba a dividir la atención de esos machos, así como su lealtad. Aunque su directriz primordial como guardia personal del rey era proteger a Wrath, su corazón quedaría dividido e incluso el guerrero más fuerte y mejor equipado podía debilitarse si sus prioridades estaban repartidas en dos lugares distintos.
Más aún, si Xcor o uno de sus soldados podía atrapar a una sola de esas shellans, la Hermandad se replegaría, porque una de las características de los hermanos era que el dolor de cualquiera de ellos era como una agonía propia para todos los demás.
La hembra de alguno de ellos sería lo único que necesitarían, el arma suprema.
Xcor lo sabía muy bien.
Sentado a la luz de la vela, siguió restregándose las manos una contra la otra.
Una hembra.
Eso era lo único que necesitaba.
Y podría reclamar no solo a su propia compañera… sino el trono.