37

Blay le daba vueltas al anillo con el sello de su familia que llevaba en el dedo. El cigarrillo que había encendido se consumía lentamente y le dolía el trasero después de pasar tanto tiempo sentado… Y las puertas del vestíbulo permanecían cerradas porque aún no había vuelto nadie.

Llevaba horas sentado en el primer escalón de la gran escalera de la mansión. Había decidido no cumplir la promesa que le había hecho a su madre de ir a visitarla, al menos no esa noche. Después de la agitación de la noche anterior, con el aterrizaje de emergencia y el revuelo que se había organizado en toda la casa, Wrath había ordenado a la Hermandad y a los otros guerreros que se tomaran un día libre. Así que técnicamente debería haber llamado a sus padres para decirle a su madre que sacara del refrigerador la mozarela y la salsa de carne.

Pero no podía salir en esas circunstancias. No después de oír los gritos que salían del cuarto de Layla y luego ver cómo la bajaban por la gran escalera.

Naturalmente, Qhuinn estaba con ella.

Pero John Matthew no.

Así que había permitido a Qhuinn abandonar sus obligaciones ahstrux nohtrum, lo que significaba que… ella debía de estar perdiendo al bebé. Solo algo tan serio podía constituir una excepción.

Mientras permanecía allí sentado, solo acompañado por la preocupación, su mente, desde luego, decidió empeorar las cosas: mierda, ¿era cierto que se había acostado con Qhuinn?

Blay le dio una calada a su Dunhill y soltó una maldición.

¿De verdad había ocurrido?

Dios, esa pregunta había estado dando vueltas en su cabeza desde el momento en que despertó de un sueño increíblemente erótico, con una erección de campeonato.

Revivió la escena por centésima vez, preguntándose, también por centésima vez, cómo había podido fracasar su plan de forma tan estrepitosa. Después de rechazar a Qhuinn regresó a su habitación y comenzó a pasearse, mientras su cerebro se convertía en papilla gracias a un debate que no estaba interesado en tener consigo mismo. Pero tuvo ese debate y llegó a una conclusión. Deseaba a Qhuinn, pero no podía sucumbir ante él. Entonces recordó una ocasión en que su padre lo pilló robándole un paquete de cigarrillos a uno de los doggen de la familia. En esa época era un joven pretrans y, a manera de castigo, su padre lo obligó a sentarse fuera y fumarse todos y cada uno de aquellos Camel sin filtro. Después de aquello Blay se ponía enfermo cada vez que olía el humo de un cigarrillo y tardó más de dos años en superar su fobia.

Le pareció un plan perfecto, así que salió de su habitación para dirigirse a la de Qhuinn convencido de haber tomado la decisión correcta. De verdad. Sin ninguna duda.

El problema era que el plan no había surtido efecto.

Aunque había deseado mucho a Qhuinn y durante mucho tiempo, todo había sido siempre hipotético, segmentado en fantasías que él podía manejar. Pero nunca lo había tenido todo al mismo tiempo, el paquete completo, recargado, abrumador, y Blay sabía muy bien que, en la vida real, Qhuinn no se iba a contener ni se portaría con delicadeza. Así que el nuevo «plan» fue vivir la experiencia real para darse cuenta de que lo que realmente tendría con él sería solo sexo salvaje. O, joder, incluso podía descubrir que ni siquiera era buen sexo.

Se supone que si te fumas de golpe todos los cigarrillos de un paquete se te quitan las ganas de fumar por una temporada.

Pero, Dios santo y poderoso, había sido la primera vez que la realidad era mejor que la fantasía y aquello había sido, sin duda, la mejor experiencia erótica de su vida.

Sin embargo, la delicadeza que Qhuinn había demostrado después había sido insoportable.

De hecho, al recordar aquella tierna actitud, Blay se levantó de donde había estado sentado y comenzó a caminar sobre el mosaico con el dibujo del manzano, como si tuviera un sitio a donde ir.

En ese momento se abrieron unas puertas. Pero no las de la entrada.

Las de la biblioteca.

Blay miró por encima del hombro y vio que Saxton salía de la biblioteca. Tenía muy mala cara y no solo porque, a pesar de lo rápido que sanaba, todavía tenía hinchada la mandíbula, gracias al ataque de Qhuinn.

Esa sí que era buena, pensó. La mejor manera de expresar la decepción por el comportamiento de alguien: dejar que esa persona te folle como un loco, después de haber tratado de estrangular a tu ex.

¡Muy sofisticado!

—¿Cómo estás? —preguntó Blay y no solo para cumplir con la formalidad.

Fue un alivio ver que Saxton se le acercaba, lo miraba a los ojos y sonreía, como si estuviera decidido a hacer un esfuerzo.

—Estoy exhausto. Y hambriento. Y preocupado.

—¿Te gustaría acompañarme a comer? —le preguntó Blay de repente—. Yo me siento exactamente igual y lo único que puedo hacer es alimentarme.

Saxton asintió con la cabeza y se metió las manos en los bolsillos de los pantalones.

—Esa es una excelente idea.

Los dos terminaron en la vieja mesa de roble de la cocina, sentados uno junto al otro, mientras observaban el resto de la habitación. Con una sonrisa de felicidad, Fritz entró de inmediato en modo proveedor y, diez minutos después, el mayordomo le estaba sirviendo a cada uno un humeante plato de guiso de carne, junto con una crujiente baguette para compartir, una botella de vino rojo y un poco de mantequilla dulce en un platito aparte.

—Regresaré más tarde —dijo el mayordomo al tiempo que hacía una venia y luego procedió a sacar a todo el mundo de la cocina, desde los doggen que estaban cortando las verduras hasta los que estaban puliendo la plata, pasando por los que estaban limpiando las ventanas.

Cuando la puerta giratoria se cerró tras el último doggen, Saxton dijo:

—Lo único que necesitamos es una vela y esto sería una cita. —Luego el macho se inclinó hacia delante y comió con perfectos modales, antes de agregar—: Bueno, supongo que también necesitaríamos unas pocas cosas más, ¿no?

Blay lo miró de reojo mientras apagaba su cigarrillo. Aun con bolsas debajo de los ojos y esa magulladura en el cuello que ya estaba desapareciendo, el abogado era muy apuesto.

¿Por qué demonios no podría él…?

—Por favor no vuelvas a decir que lo sientes. —Saxton se limpió la boca y sonrió—. En realidad no es necesario ni apropiado.

Sentado junto a Saxton, Blay pensaba que el hecho de haber terminado su relación con él parecía tan extraño como el de haber estado con Qhuinn. ¿Realmente habían tenido lugar las últimas dos noches?

Bueno, claro. Lo que había ocurrido con Qhuinn nunca habría sucedido si él y Sax todavía estuvieran juntos. Eso lo tenía muy claro: una cosa era masturbarse en secreto, y eso ya era suficientemente malo. Pero ¿el sexo en vivo y en directo? De ninguna manera.

Mierda, a pesar de que Saxton y él habían terminado, Blay todavía se sentía como si debiera confesar su transgresión… Aunque, si Qhuinn tenía razón, Saxton ya había seguido su camino en muchos sentidos.

Mientras comían en silencio, Blay sacudió la cabeza, aunque nadie le había hecho ninguna pregunta ni estaban conversando. Sencillamente no sabía qué más hacer. A veces los cambios te llegaban tan rápido en la vida, y con tanta intensidad, que no había manera de mantenerle el paso a la realidad. Llevaba tiempo asimilar las cosas y el nuevo equilibrio solo se establecía por sí mismo después de un período en que tu cerebro se mecía de un lado a otro contra las paredes de tu cráneo.

Blay todavía estaba en el proceso de mecerse.

—¿Alguna vez has sentido que las horas deberían medirse mejor en años? —dijo Saxton.

—O tal vez en décadas. Sí. Lo he sentido. —Blay volvió a mirar a Saxton de reojo—. De hecho, estaba pensando precisamente en eso.

—¡Qué par de pesimistas estamos hechos!

—Sí, tal vez deberíamos usar más ropa negra.

—O tal vez ponernos un brazalete negro —sugirió Saxton.

—No, usar solo ropa negra, de la cabeza a los pies.

—Pero entonces ¿cómo iba a satisfacer mi gusto por los colores? —dijo Saxton y le dio un golpecito a su pañuelo Hermès de color naranja—. Aunque, claro, uno siempre se puede poner accesorios.

—Ciertamente, de ahí la existencia de todos los productos de Hello Kitty. A la gente le gustan los accesorios.

Los dos soltaron una carcajada al mismo tiempo. No es que fuera tan gracioso, pero el propósito más importante de la conversación tampoco era el humor. Era romper el hielo. Regresar a una clase de normalidad. Aprender a relacionarse de una manera diferente.

Cuando las carcajadas disminuyeron, Blay puso su brazo sobre los hombros del macho y le dio un abrazo rápido. Y fue agradable sentir que Saxton se recostaba contra él por un segundo en señal de que aceptaba lo que le estaban ofreciendo. No es que Blay pensara que solo porque se habían sentado juntos y habían compartido una comida y una broma todo iba a suavizarse de repente. No. Era raro pensar que Saxton había estado con otro, y casi increíble saber que él había hecho lo mismo, en especial tratándose de quien se trataba.

Uno no se convierte en el mejor amigo de su amante de la noche a la mañana.

Pero sí puede empezar a abrir un nuevo camino.

E ir poniendo un pie delante del otro.

Saxton siempre tendría un lugar en su corazón. La relación que habían compartido había sido la primera relación de verdad de su vida, no solo con un macho sino con cualquier persona. Y había habido muchos buenos momentos, cosas que recordaría siempre y a las que valía la pena reservarles espacio en la memoria.

—¿Has visto ya cómo ha quedado el jardín trasero? —preguntó Saxton, al tiempo que le ofrecía a Blay el pan.

Blay partió un trozo y luego le pasó la mantequilla a Saxton, que acababa de partirse un trozo para él.

—Horrible, la verdad.

—Eso me recuerda que nunca debo podar el jardín con un Cessna.

—Pero a ti no te gusta la jardinería.

—Bueno, en todo caso lo tendré en cuenta si algún día tengo un jardín. —Saxton se sirvió vino en su copa—. ¿Vino?

—Sí, por favor.

Y así fue como se desarrolló la cena. Desde el guiso de carne hasta la tarta de pera que apareció por arte de magia frente a ellos gracias a las oportunas manos de Fritz. Cuando le dieron el último bocado a la tarta y se limpiaron la boca con la servilleta, Blay se recostó contra el respaldo de su silla y respiró profundamente.

—Bueno —dijo Saxton, al tiempo que ponía la servilleta junto al plato del postre—, creo que por fin voy a tomar ese baño del que llevo hablando hace varias noches.

Blay abrió la boca para señalar que las sales que más le gustaban todavía estaban en su baño. Las había visto en el armarito al sacar la crema de afeitar al anochecer.

Solo que… no estaba seguro de si era buena idea mencionarlo. ¿Qué pasaría si Saxton lo entendía como una insinuación para que subiera a tomar ese baño en su habitación? ¿No podría resultar una observación incómoda? ¿Qué pasaría si…?

—Tengo un nuevo aceite que me muero por probar —dijo Saxton, al tiempo que se ponía en pie—. Por fin llegó hoy con el correo. Llevo años esperándolo.

—Suena genial.

—Me hace mucha ilusión probarlo. —Saxton se acomodó la chaqueta sobre los hombros, le dio un tirón a los puños de la camisa y luego se despidió con un gesto de la mano, al tiempo que comenzaba a caminar sin mostrar ninguna señal de estrés o tristeza.

Lo cual fue de gran ayuda, en realidad.

Blay dobló la servilleta, la puso junto al plato y, cuando se levantó de la mesa, estiró los brazos por encima de la cabeza y se inclinó hacia atrás, mientras su columna dejaba escapar un buen crujido.

Pero la tensión regresó a su cuerpo tan pronto salió de nuevo al vestíbulo.

¿Qué demonios estaría ocurriendo con Layla?

Estaba preocupado, pero no podía llamar a Qhuinn para preguntarle. Él no tenía nada que ver con ese drama ni se trataba de algo que fuera de su incumbencia: por lo que se refería a ese embarazo, Blay no se distinguía de cualquier otro miembro de la casa que también hubiese visto y oído el espectáculo y que, sin duda, se preocupara por lo que podía ocurrir. Él no tenía derecho a preguntar, y no lo haría.

Lástima que su barriga, que ahora estaba llena, no pensara lo mismo. La idea de que Qhuinn perdiera a su hijo era suficiente para ponerlo a pensar seriamente en cuál era el baño que tenía más cerca por si a su garganta le daba por hacer una evacuación de emergencia.

Al final se sorprendió subiendo las escaleras e instalándose en el saloncito del segundo piso. Desde ese punto de vista privilegiado no tendría dificultad para oír la puerta del vestíbulo, pero tampoco estaría esperando en un lugar tan abierto…

En ese momento las puertas dobles del estudio de Wrath se abrieron de par en par y John Matthew salió del refugio privado del rey.

Blay atravesó de inmediato el saloncito, listo para ver si John tal vez tenía alguna noticia, pero se detuvo al echarle un vistazo a la expresión de su amigo.

Estaba totalmente sumido en sus pensamientos, como si hubiese recibido una noticia personal perturbadora.

Blay se detuvo entonces en seco, mientras John tomaba la dirección opuesta y se dirigía con toda seguridad hacia su habitación por el corredor de las estatuas.

No era solo él. Las vidas de los demás también estaban en pleno movimiento.

Genial.

Blay soltó entonces una maldición en voz baja y dejó en paz a su amigo, mientras volvía a pasearse inútilmente… y seguía esperando.

‡ ‡ ‡

Al sur del complejo de la Hermandad, en la ciudad de West Point, Sola estaba lista para penetrar en la casa de Ricardo Benloise desde el segundo piso a través de una ventana ubicada al fondo del corredor principal. Hacía meses que no entraba en esa casa, pero confiaba en que el contacto de seguridad que había manipulado con tanto cuidado todavía fuera su amigo.

Había dos elementos clave para penetrar con éxito en cualquier casa, edificio, hotel o instalación: la planificación y la velocidad.

Y ella contaba con los dos.

Colgando del cable que había enganchado en el techo, metió la mano en el bolsillo interior de la parka, sacó un aparato pequeño y lo acercó al borde derecho de la ventana. Activó la señal y esperó, sin dejar de observar la lucecita roja que brillaba en la pantalla. Si por alguna razón la lucecita no pasaba del rojo al verde tendría que entrar a través de una de las claraboyas que daban sobre el jardín lateral, lo cual sería un problema…

La lucecita cambió a verde con un pitido suave y ella sonrió, al tiempo que sacaba más herramientas.

Lo primero fue una ventosa que colocó en el centro del cristal, debajo de la manija. Cuando la ventosa estuvo asegurada, trazó con un cortador de vidrio un pequeño círculo alrededor y con un rápido empujón hacia adentro abrió el espacio necesario para meter el brazo.

Después de dejar caer suavemente el círculo de cristal sobre la alfombra oriental del pasillo, Sola metió la mano, abrió la ventana y dejó caer la mochila.

Una bocanada de aire caliente la golpeó enseguida, como si la casa estuviera encantada de tenerla otra vez de vuelta.

Antes de entrar, Sola miró hacia abajo. Le echó un vistazo a la entrada y luego se inclinó hacia fuera para inspeccionar los jardines de atrás.

Tenía una sensación extraña, como si alguien la estuviera observando… y la tenía justo desde el instante en que salió del coche y se puso los esquís. Sin embargo, no había nadie alrededor; al menos nadie que hubiese podido verla y, aunque en este trabajo nunca podías descuidarte, la paranoia era una peligrosa pérdida de tiempo.

Así que necesitaba tranquilizarse.

Volviendo a concentrarse en lo suyo, Sola se agarró de la parte superior de la ventana con las manos enguantadas, para deslizar las piernas y el trasero hacia dentro. Al mismo tiempo, aflojó la tensión del cable para facilitar la transición de su cuerpo al interior. Aterrizó sin hacer ruido gracias a la alfombra que cubría el pasillo y a sus zapatos de suela blanda.

El silencio era otro aspecto importante cuando querías hacer un buen trabajo.

Se quedó inmóvil donde estaba unos instantes. No se oía ningún ruido en la casa, pero eso no necesariamente significaba que su presencia no hubiese sido detectada. Estaba bastante segura de que la alarma de Benloise era silenciosa y tenía claro que tampoco alertaba a la policía local. A él le gustaba manejar sus asuntos en privado y Dios sabía que, con todos los gorilas de seguridad que empleaba, tenía suficientes hombres para defenderse por su cuenta.

Sin embargo, por suerte ella era muy buena en lo que hacía y Benloise y sus matones no regresarían a casa hasta el amanecer; después de todo, ese hombre llevaba la vida de un vampiro.

Por alguna razón la palabra «vampiro» la hizo recordar a aquel hombre que había aparecido junto a su coche y luego había desaparecido como por arte de magia.

Era una locura. Ella nunca se asustaba, pero lo que ese hombre había hecho… Bueno, le había afectado tanto que incluso estaba pensando seriamente en no volver a la casa de cristal, y no porque pensara que podía salir malparada, eso no la preocupaba pues Dios sabía que ella era capaz de defenderse. No. Lo que de verdad le preocupaba era lo extraño de ese asunto. Todo era muy raro y lo más perturbador era…

Era la atracción.

En su opinión, la atracción podía ser más peligrosa que cualquier arma, cuchillo o puño.

Sola caminó sobre la alfombra con pasos ligeros en dirección a la habitación principal, que daba al jardín de atrás. La casa olía exactamente como ella lo recordaba: a madera vieja y limpiador de muebles y Sola sabía que debía mantenerse al lado izquierdo de la alfombra pues así las tablas no crujirían.

Cuando llegó a la habitación principal, encontró cerrada la pesada puerta de madera y sacó su ganzúa, aun antes de tratar de abrirla. Benloise vivía obsesionado con dos cosas: la limpieza y la seguridad. Sin embargo, Sola tenía la impresión de que le preocupaba más la seguridad de la galería que la de su casa. Después de todo, bajo este techo Benloise solo guardaba objetos de arte que estaban asegurados en millones y aunque él permanecía ahí durante el día, en esas horas contaba con cientos de guardaespaldas armados.

De hecho, probablemente por eso se quedaba por las noches en el centro, porque así siempre había gente en la galería: él estaba allí por la noche y el personal que atendía su negocio legítimo permanecía en la galería durante el día.

En su condición de ladrona de viviendas, Sola prefería colarse en lugares que estaban vacíos.

Cuando logró abrir la cerradura, se deslizó en la habitación. Respiró hondo al entrar y pudo percibir un ligero olor a humo de tabaco y el aroma de la colonia que usaba Benloise.

La combinación de los dos la hizo pensar por alguna razón en las películas en blanco y negro de Clark Gable. Con las cortinas cerradas y las luces apagadas, todo estaba oscuro, pero ella había tomado fotografías de la disposición de la habitación cuando había asistido a aquella fiesta y Benloise no era la clase de hombre al que le gustaba cambiar los muebles de sitio. Joder, cada vez que colgaban una nueva exposición en la galería, Sola prácticamente podía sentir lo mucho que el cambio lo contrariaba.

El temor al cambio era una debilidad, como decía siempre su abuela.

Aunque ciertamente le facilitaba las cosas a ella.

Dio diez pasos hasta lo que, según sus cálculos, era el centro de la habitación. La cama estaría a la izquierda, contra la pared más larga, así como el arco que llevaba al baño y las puertas del enorme vestidor. Frente a ella estaban las ventanas que daban al jardín. A la derecha había una cómoda, un escritorio, unas sillas y la chimenea, que nunca se usaba porque Benloise odiaba el olor a humo.

El panel de la alarma estaba localizado entre la entrada al baño y el cabecero de la cama, junto a una lámpara muy grande que estaba colocada sobre la mesilla.

Sola giró sobre los talones y dio cuatro pasos. Tanteó con las manos hasta tocar los pies de la cama… y confirmó su posición.

Luego dio un paso a un lado, dos, tres. Ahora hacia delante, rozando el costado del colchón. Otro paso a un lado para evitar la mesilla y la lámpara.

Sola extendió la mano izquierda…

Y ahí estaba el panel de seguridad, justo donde tenía que estar.

Abrió la tapa y sacó su linterna de bolsillo que sostuvo entre los dientes para iluminar los circuitos. Luego sacó otro aparato de la mochila, conectó varios cables para interceptar las señales y, con la ayuda de un pequeño ordenador portátil y un programa diseñado por un amigo suyo, creó un circuito cerrado dentro del sistema de alarma para que, siempre y cuando el router se mantuviera en su lugar, no se encendieran los detectores de movimiento que ella estaba a punto de activar.

Dejó el ordenador conectado y salió de la habitación. Bajó por la escalera hasta el primer piso.

El lugar estaba estupendamente decorado, siempre listo para una fotografía de revista, aunque, desde luego, Benloise protegía demasiado su intimidad como para permitir que alguien fotografiara su refugio para exponerlo al público. Con pies rápidos atravesó la antesala, pasando frente al saloncito auxiliar que estaba a la izquierda y entró al estudio.

Sola habría preferido quitarse la parka blanca y los pantalones de nieve para moverse con más soltura vestida solo con el traje negro ajustado que llevaba debajo, que resultaba mucho más práctico. Pero no tenía tiempo, y le preocupaba más que la vieran allá afuera en el campo que ahí dentro, en esa casa desierta.

El estudio privado de Benloise, al igual que todo lo demás bajo ese techo, daba la impresión de ser más una escenografía que un lugar funcional. De hecho, nunca usaba aquel gran escritorio, ni se sentaba en el lujoso asiento, ni leía ninguno de los libros encuadernados en cuero que reposaban en las estanterías.

Sin embargo, sí caminaba por aquel espacio. Una vez al día.

En un momento de intimidad, una vez le había dicho que, cada noche, antes de salir al trabajo, recorría toda la casa mirando cada una de sus cosas para acordarse de la belleza que lo rodeaba.

Como resultado de esa confesión, y por algunos indicios más, Sola había concluido que el hombre debía de haber crecido en la pobreza. En primer lugar, cuando hablaba español o portugués su acento presentaba una ligera pronunciación de clase baja. En segundo lugar, la gente rica no apreciaba las cosas como él lo hacía.

Para los ricos nada era extraordinario y eso significaba que daban por hecho todas las cosas materiales.

La caja de seguridad estaba escondida detrás del escritorio, en una sección de la biblioteca que se abría con un interruptor localizado en el último cajón de la derecha.

Sola lo había descubierto gracias a una pequeña cámara que había escondido en un rincón durante aquella fiesta.

Cuando activó el interruptor una enorme estantería llena de libros se proyectó hacia delante y luego se deslizó hacia un lado. Y ahí estaba: una caja de acero no muy alta, cuyo fabricante reconoció Sola enseguida.

Pero, claro, cuando te has colado en más de cien casas llegas a conocer íntimamente a los fabricantes de cajas fuertes. Y Sola aprobó la elección de Benloise. Si ella necesitara una caja fuerte, se compraría una de esas… y, sí, la aseguraría al suelo.

El soplete que sacó de la mochila era pequeño pero potente y, cuando lo encendió, la llama brotó con un siseo sostenido y un brillo blanco azulado.

Eso iba a llevarle tiempo.

El humo que salía del metal ardiente le irritó los ojos, la nariz y la garganta, pero ella mantuvo la mano firme mientras cortaba un cuadrado de cerca de treinta centímetros de alto por sesenta de ancho en el panel frontal. Aunque se podía volar totalmente la tapa de algunas cajas de seguridad, la única manera de penetrar en estas era a la manera antigua.

Eso le llevó una eternidad.

Pero lo logró.

Después de poner a un lado el cuadrado que cortó, volvió a ponerse la linterna entre los dientes y se inclinó hacia delante. Un compartimento abierto contenía joyas, certificados de acciones y algunos relojes de oro que Benloise había dejado bastante a mano. También había una pistola que Sola estaba segura de que debía estar cargada. Pero nada de dinero.

Desde luego, Benloise tenía tanto dinero en efectivo por todas partes que era lógico que no se molestara en guardarlo en la caja de seguridad.

Maldición. No había nada allí que costara menos de cinco mil dólares.

Después de todo, ella solo estaba buscando lo que le debían.

Lanzó una maldición y se sentó sobre los talones. De hecho, no había un solo objeto en aquella caja que costara menos de veinticinco mil. Y tampoco podía llevarse la mitad de la correa de un reloj, porque ¿cómo demonios podría convertir eso en dinero en efectivo?

Pasó un minuto en aquella posición.

Y después otro.

Al diablo con esto, pensó, mientras recostaba el panel que había cortado contra un lado de la caja y deslizaba la sección de la estantería hacia atrás, para dejarla de nuevo en su sitio. Luego se levantó y miró a su alrededor con la linterna. Todos los libros eran primeras ediciones o libros de coleccionista. Los objetos de arte que colgaban de las paredes y que reposaban sobre las mesas no solo eran muy caros sino que sería difícil convertirlos en dinero en efectivo sin recurrir al mercado negro… toda gente con la que Benloise estaba íntimamente conectado.

Pero Sola no estaba dispuesta a marcharse sin su dinero, maldición…

Sonrió cuando la solución tomó forma definitiva en su cabeza.

Durante muchos siglos en el curso de la civilización humana, se había practicado el comercio mediante el sistema de trueque. Es decir, cuando un individuo cambiaba bienes o servicios por otros de valor similar.

En todos los trabajos que ella había hecho nunca había tenido en cuenta los costos adicionales que tenían que asumir después sus víctimas: nuevas cajas de seguridad, nuevos sistemas de alarma, más protocolos. Y Sola estaba segura de que todo eso era muy caro, aunque no tanto como lo que ella solía llevarse. Al entrar allí, Sola había asumido que esos costos adicionales serían absorbidos por Benloise, quien tendría que pagar todos los daños que ella había hecho.

Así que esa sería su compensación por lo que él le había robado.

Al salir del estudio de regreso a las escaleras, Sola miró a su alrededor en busca de otras posibilidades… y al final se acercó a una escultura de Degas que representaba una pequeña bailarina y reposaba junto a un nicho. Era la clase de escultura que le habría encantado a su abuela y tal vez esa fue la razón por la cual, de todos los objetos de arte que había en la casa, se decidió por ese.

La luz que habían colocado sobre la estatua estaba apagada, pero aun así la obra de arte parecía brillar. A Sola le gustó especialmente el tutú, cuya rígida explosión de tul delineada por un minucioso encaje captaba perfectamente la naturaleza de algo maleable.

Se acercó a la base de la estatua, envolvió sus brazos alrededor y aplicó toda su fuerza a la tarea de girarla aunque solo fuera unos pocos centímetros.

Luego subió corriendo las escaleras, retiró el router y el ordenador del panel de seguridad ubicado en la habitación principal, volvió a cerrar la puerta y salió por la ventana por la que había entrado.

No más de cuatro minutos después estaba de nuevo sobre sus esquís, atravesando el paisaje nevado.

A pesar de que no llevaba nada en los bolsillos, iba sonriendo al salir de la propiedad.