35
El corazón de Layla latía con fuerza y las piernas le temblaban mientras la conducían al interior de la clínica. Por fortuna, Phury y Qhuinn no tenían dificultad para sostenerla.
Sin embargo, su experiencia fue completamente diferente esta vez, gracias a la presencia del Gran Padre. Cuando el panel de la puerta exterior se deslizó para abrirse, una de las enfermeras estaba justo allí para recibirlos y de inmediato fueron llevados a una parte de la clínica distinta de la que ella había conocido la noche anterior.
Los condujeron a una sala de reconocimiento y, cuando entro, Layla se quedó sin habla. Miró a su alrededor y vaciló. ¿Qué… era eso? Las paredes estaban recubiertas por una seda de color rosa pálido y de ellas colgaban, a intervalos regulares, una serie de cuadros de marco dorado. No había ninguna camilla como aquella en la que se había acostado la noche anterior, aquí había solo una cama cubierta por un elegante edredón y unos mullidos almohadones. Y luego, en lugar de un lavabo de acero inoxidable y cajoncitos blancos, un biombo pintado y colocado discretamente en un rincón debía ocultar, suponía Layla, todos los instrumentos clínicos del oficio de Havers.
¿Los habrían llevado a las habitaciones privadas del médico?
—El doctor estará con ustedes en un minuto —dijo la enfermera, mientras le sonreía a Phury y le hacía una reverencia—. ¿Puedo traerle algo? ¿Un café o un té?
—Solo al doctor —respondió el Gran Padre.
—Enseguida, Su Excelencia.
La hembra volvió a inclinarse y salió rápidamente.
—Vamos a acomodarte ahí, ¿vale? —dijo Phury, señalando la cama.
Layla negó con la cabeza.
—¿Estás seguro de que no estamos en el lugar equivocado?
—Sí —dijo el Gran Padre y se acercó para ayudarla a cruzar la habitación—. Esta es una de las suites VIP.
Layla miró por encima del hombro. Qhuinn se había instalado en la pared que se encontraba frente al biombo y su cuerpo forrado de cuero negro parecía una sombra amenazante. Mostraba una extraordinaria quietud y respiraba con suma tranquilidad, con los ojos clavados en el suelo y las manos detrás de la espalda. Sin embargo no parecía calmado. No, parecía listo para matar y, por un momento, una punzada de pánico atravesó el corazón de Layla. Qhuinn nunca le había dado miedo, pero, claro, nunca lo había visto en un estado tan potencialmente agresivo.
Al menos la violencia contenida no parecía dirigida contra ella ni contra el Gran Padre. Y mucho menos hacia la doctora Jane, que se había sentado en un sillón forrado en seda.
—Vamos —dijo Phury con amabilidad—. Arriba.
Layla trató de subirse a la cama, pero el colchón estaba demasiado alto y sentía el tronco tan débil como las piernas.
—Te levantaré. —Phury deslizó con cuidado las manos alrededor de su cintura y bajó una hasta las rodillas. Luego la levantó con delicadeza—. Allá vamos.
Layla dejó escapar un gruñido, al tiempo que sentía una terrible contracción en la región pélvica. Al ver que todos los ojos estaban fijos en ella, trató de ocultar su mueca de dolor con una sonrisa. Pero no tuvo mucho éxito: aunque la hemorragia no había aumentado, las oleadas de dolor eran más intensas y cada vez duraban más, al tiempo que se presentaban a intervalos más cortos.
Pronto la agonía se volvería permanente.
—Estoy bien…
El golpe en la puerta interrumpió su frase.
—¿Puedo pasar?
El solo sonido de la voz de Havers fue suficiente para despertar sus deseos de escapar.
—Ay, querida Virgen Escribana —dijo, al tiempo que trataba de controlarse y reunir fuerzas.
—Sí —dijo Phury con severidad—. Pase…
Lo que sucedió enseguida fue tan rápido y brutal que la única manera de describirlo era una expresión coloquial que le había escuchado con frecuencia a Qhuinn:
Se desató un verdadero infierno.
Havers abrió la puerta, entró… y Qhuinn lo atacó enseguida, saltando desde aquel rincón con una daga en la mano.
Layla gritó con pánico, pero Qhuinn no lo mató.
Sin embargo, cerró la puerta con el cuerpo del médico, o tal vez con su cabeza… Y ninguno de los presentes hubiera podido saber a ciencia cierta si el estrépito que siguió fue producido por la puerta al cerrarse contra el marco, o por el cuerpo del doctor al estrellarse contra los paneles. Lo más probable es que fuera una combinación de los dos.
Con la daga terriblemente afilada apuntando hacia la pálida garganta de Havers, Qhuinn gruñó:
—¿Sabes qué es lo primero que vas a hacer, imbécil? Vas a pedir excusas por tratarla como si fuera una maldita incubadora.
Qhuinn zarandeó un poco más al macho hasta que las gafas de montura de carey de Havers se rompieron y uno de los lentes estalló formando una especie de curiosa telaraña sobre el ojo.
Layla miró a Phury. El Gran Padre no parecía demasiado incómodo con la escena: solo cruzó los brazos sobre el pecho y se recostó contra la pared que estaba junto a ella; era evidente que se sentía conforme con la actuación de Qhuinn. Al otro lado de la habitación, en el sillón, la doctora Jane contemplaba con tranquilidad el drama con su mirada verde bosque, sin alterarse en lo más mínimo.
—Mírala a los ojos —le espetó Qhuinn— y discúlpate.
Cuando el guerrero sacudió al médico como si Havers no fuese más que un muñeco de trapo, una retahíla de palabras brotó de la boca del doctor.
Genial. Layla suponía que debía portarse como una dama y no disfrutar del espectáculo, pero no pudo evitar sentir una cierta satisfacción al cobrar venganza.
Sin embargo, también sintió tristeza, pues las cosas nunca deberían haber llegado a ese punto.
—¿Aceptas sus disculpas? —le preguntó Qhuinn con voz cargada de violencia—. ¿O quieres que se arrastre ante ti? Porque estoy dispuesto a convertirlo en una alfombra para tus pies.
—Ha sido suficiente. Gracias.
—Ahora vas a decirle —añadió Qhuinn y volvió a zarandear a Havers como si fuera una marioneta cuya bata blanca se agitaba como una bandera— a ella, y solo a ella, qué diablos está pasando en su cuerpo.
—Necesito… ver la historia clínica…
Qhuinn enseñó sus colmillos y los puso justo al lado de la oreja de Havers, como si estuviera considerando la posibilidad de arrancársela de un mordisco.
—Mentira. Y si estás diciendo la verdad, ese pequeño olvido te va a causar la muerte. Ahora mismo.
Havers ya estaba bastante pálido, pero esa última amenaza hizo que se pusiera totalmente blanco.
—Empieza a hablar, doctor. Y si el Gran Padre, por quien pareces sentir tanta admiración, tiene la gentileza de avisarme si desvías la mirada en cualquier momento, será genial.
—Con mucho gusto —dijo Phury.
—No oigo nada, doc. Y te advierto que no soy un tío muy paciente.
—Estás… —dijo el macho, al tiempo que clavaba sus ojos en los de Layla desde detrás de sus gafas rotas—. Tú bebé está…
Layla casi deseaba que Qhuinn dejara de forzar aquel contacto visual. Ya era suficientemente duro oír eso como para, encima, tener que estar mirando al doctor que la había tratado tan mal.
Pero, claro, el que tenía que mirarla a ella era Havers, no al revés.
Así que Layla clavó sus ojos en los de Qhuinn mientras Havers decía:
—Estás teniendo un aborto espontáneo.
En ese momento todo se volvió borroso, seguramente porque sus ojos se llenaron de lágrimas. Sin embargo, no podía sentir nada. Fue como si su alma hubiese abandonado su cuerpo y todo lo que le daba vida y la conectaba con el mundo se hubiese evaporado.
Qhuinn no mostró ninguna reacción. No parpadeó. Ni modificó su posición, ni movió la mano con la que sostenía la daga.
—¿Hay algo que se pueda hacer desde el punto de vista médico? —preguntó la doctora Jane.
Havers comenzó a negar con la cabeza, pero se quedó paralizado cuando la punta de la daga cortó la piel de su cuello y el chorrito de sangre que brotó manchó el cuello almidonado de su camisa, haciendo juego con su corbatín.
—Hasta donde sé, no hay nada que se pueda hacer —dijo el médico con brusquedad—. Al menos aquí en la Tierra.
—Dile que no es culpa suya —exigió Qhuinn—. Dile que ella no ha hecho nada malo.
Layla cerró los ojos.
—Suponiendo que eso sea cierto…
—Eso es lo que suelen decirse los humanos en estos casos —intervino la doctora Jane.
—Díselo —gritó Qhuinn, al tiempo que su brazo empezaba a vibrar ligeramente, como si estuviera a un paso de liberar la violencia que con tanto esfuerzo estaba conteniendo.
—Eso es cierto —graznó Havers.
Layla miró al doctor, buscando su mirada a través de los cristales hechos pedazos.
—¿Nada?
Havers habló con rapidez.
—En aproximadamente uno de cada tres embarazos se presenta un aborto espontáneo. A veces no existe ningún motivo médico, y en otras ocasiones tiene que ver con factores externos.
—Pero definitivamente sí estoy embarazada —dijo ella con voz hueca.
—Sí. Eso es lo que muestran tus análisis de sangre.
—¿Existe algún riesgo para la salud de Layla mientras esto sigue su curso? —preguntó Qhuinn.
—¿Tú eres su whard? —preguntó Havers.
Ahí intervino Phury:
—Él es el padre del bebé. Así que debes tratarlo con igual respeto que el que me debes a mí.
Eso hizo que el médico abriera los ojos como si se le fueran a salir de las órbitas y levantara las cejas por encima de la montura de carey de sus gafas. Y fue gracioso. Ese fue el único momento en que Qhuinn mostró una pizca de reacción, apenas un tic en el rostro, antes de volverlo a cubrir con aquella máscara feroz.
—Contéstame —le espetó Qhuinn—. ¿Existe algún peligro para su salud?
—Yo… yo… —Havers tragó saliva con fuerza—. En medicina no hay nada seguro. Pero en términos generales, diría que no: por lo demás ella se encuentra en buen estado de salud y el aborto parece estar siguiendo el curso normal. Además…
El doctor seguía hablando, con aquella voz refinada y educada, aunque en un tono mucho más irregular que el de la noche anterior. Pero Layla ya no le oía.
De pronto, todo pareció alejarse de ella: ya no oía nada, ni percibía la temperatura de la habitación, ni la cama sobre la que yacía, ni los otros cuerpos que la rodeaban. Lo único que veía eran los ojos disparejos de Qhuinn.
Su único pensamiento, mientras Qhuinn sostenía aquella daga contra la garganta del médico era que…
… aunque ellos no estaban enamorados, Qhuinn era exactamente la clase de macho que habría deseado como padre de su hijo. Desde que había tomado la decisión de participar en el mundo real había aprendido lo difícil que era la vida, la manera en que los demás podían conspirar contra ti… y cómo, a veces, la fuerza al servicio de unos principios era lo único que tenías para ayudarte a sobrevivir.
Qhuinn tenía todo eso a manos llenas.
Era un protector temible y poderoso y eso era precisamente lo que necesitaba una hembra cuando estaba embarazada o criando a un hijo.
Eso y su innata amabilidad eran cosas que lo ennoblecían ante ella…
Sin importar de qué color tuviera los ojos.
‡ ‡ ‡
A unos ochenta kilómetros al sur de donde Havers se estaba orinando de pánico en su propia clínica, Assail se encontraba tras el volante de su Range Rover y sacudía la cabeza con incredulidad.
Las cosas se ponían cada vez más interesantes con esta mujer.
Gracias al GPS, había localizado su Audi; la mujer había dejado atrás su vecindario para tomar la Carretera del Norte. Assail esperaba verla girar en cada salida de la autopista, pero cuando dejaron Caldwell a sus espaldas, empezó a pensar que tal vez se dirigía a Manhattan.
Pero no.
West Point, hogar de la venerable escuela militar de los humanos, estaba a medio camino entre la ciudad de Nueva York y Caldwell, y cuando Assail la vio tomar esa desviación se sintió aliviado. Muchas cosas sucedían en la tierra de los códigos postales que empezaban con el número 100 y él no quería alejarse mucho de su base por dos razones: en primer lugar, todavía no había tenido noticias de los gemelos, de modo que aún estaba esperando que le dijeran si esos distribuidores de poca monta habían aparecido o no y, en segundo lugar, el amanecer no estaba tan lejos y no le seducía la idea de tener que abandonar su Range Rover tuneado y reforzado en cualquier parte solo porque necesitaba desmaterializarse rápidamente hasta la seguridad de su casa.
Después de salir de la autopista, la mujer siguió circulando a ochenta kilómetros por hora a través de la zona de gasolineras, hoteles para turistas y establecimientos de comida rápida que constituían las afueras de la ciudad. Luego, al otro extremo de aquella parte barata y corriente, el escenario empezaba a volverse más lujoso. Grandes casas, de aquellas que se alzan en medio de jardines que parecen alfombras, comenzaron a aparecer en el panorama, mientras sus tapias bajas de piedra se desmoronaban pintorescamente a ambos lados de la carretera. Sin embargo, la mujer pasó de largo frente a todas esas propiedades hasta que al fin se detuvo en el estacionamiento de un pequeño parque con vistas al río.
Assail pasó frente a su coche y la miró con atención mientras se bajaba del Audi.
Unos cien metros después, cuando ya estaba fuera del alcance de la vista de la mujer, Assail detuvo su coche en el arcén, salió al viento helado y se abrochó los botones de su abrigo de doble botonadura. Los mocasines no eran el calzado ideal para caminar por la nieve, pero no le importó. Sus pies soportarían el frío y la humedad, y él tenía otra docena de pares iguales esperándolo en el armario de su casa.
Teniendo en cuenta que era el vehículo, y no ella, el que tenía el rastreador, Assail se aseguró de no perderla de vista. Desde luego, la mujer se estaba poniendo de nuevo sus esquís de travesía; también se caló una gorra blanca en la cabeza y, dado que llevaba ropa clara de camuflaje, prácticamente desapareció en medio del paisaje invernal.
Pero Assail no la perdió de vista en ningún momento.
Fue desmaterializándose a intervalos de quince a veinte metros, escondiéndose entre los pinos para que no lo viera, mientras ella avanzaba sobre el campo cubierto de nieve hacia las mansiones.
Assail pensó que seguramente iría hacia alguna de esas casas y, para divertirse, se dedicó a intentar adivinar la dirección que tomaría, acertando casi siempre.
Cada vez que ella pasaba junto a él sin saber que estaba ahí, Assail sentía que su cuerpo se moría de ganas de saltarle encima. Tumbarla en el suelo y morderla.
Por alguna razón, esa hembra humana le despertaba el apetito.
Y el juego del gato y el ratón era muy erótico, sobre todo porque solo el gato sabía que estaban jugando.
La propiedad a la que finalmente entró se encontraba a casi kilómetro y medio de distancia, pero a pesar de eso, la mujer no disminuyó ni un segundo el ritmo con el que caminaba sobre aquellos esquís. Cuando llegó frente al jardín, escaló el muro cubierto de musgo y siguió andando.
Eso no tenía sentido. Si la sorprendían colándose sin permiso, estaría mucho más lejos de su coche. Sin duda, sería mejor entrar por el otro lado. Después de todo, en cualquier caso ahora se encontraba totalmente expuesta, sin árboles que le ofrecieran sombra, sin defensa posible si la veían.
A menos que conociera al propietario. En cuyo caso, ¿para qué esconderse y escurrirse con sigilo en mitad de la noche?
El jardín de dos o tres hectáreas subía gradualmente hasta llegar a una casa de piedra de unos mil quinientos metros cuadrados rodeada de esculturas modernistas que se alzaban como ciegos centinelas. La mujer se mantuvo todo el tiempo cerca del muro y, al observarla desde una distancia de unos veinte metros, Assail se sorprendió sintiendo admiración por ella. Contra la nieve, la mujer se movía como una brisa leve, invisible y rápida, y su sombra quedaba oculta por la tapia de piedra gris de manera que parecía desaparecer…
Ahhh.
Por eso había escogido esa ruta.
En efecto, el ángulo de la luz de la luna proyectaba su sombra exactamente contra las piedras del muro, creando un camuflaje adicional.
Assail sintió que un extraño cosquilleo lo recorría de arriba abajo.
Muy inteligente.
Se desmaterializó y reapareció entre las jardineras al pie de la casa, un lugar que le proporcionaría un buen escondite. Desde esa corta distancia pudo ver que la gran mansión no era nueva, aunque tampoco se podía decir que fuera antigua. Pero, claro, en el Nuevo Mundo era raro encontrar algo construido antes del siglo XVIII. Muchos ventanales. Y porches. Y terrazas.
En general, la casa proyectaba riqueza y distinción.
Y, sin duda, debía de estar protegida por cientos de alarmas.
Parecía poco probable que fuera solo a espiar, tal como había hecho en su propiedad. En primer lugar, había un anillo de bosque al otro lado de aquella tapia de piedra, pero no se había ocultado allí sino que lo había atravesado. Si se hubiera quitado los esquís, podría haberse abierto paso entre los arbustos y habría tenido una fantástica vista de la casa. Pero no lo había hecho, lo que sugería que no era su intención espiar lo que había en aquella mansión. En segundo lugar, si fuera a espiar no llevaría una mochila como la que cargaba sobre los hombros. Una mochila lo bastante grande como para meter en ella un cuerpo. Y estaba llena.
Como si hubiese sentido su presencia, la mujer se detuvo, sacó sus prismáticos e inspeccionó la propiedad, tan quieta como una estatua y moviendo solo la cabeza con sutileza. Luego empezó a atravesar el jardín mismo, moviéndose incluso más rápido que antes, hasta el punto de que iba literalmente corriendo hacia la casa.
Hacia él.
En efecto, la mujer se dirigió directamente a donde estaba Assail, hacia esa unión entre los arbustos que enmarcaban la parte delantera de la mansión y el seto que rodeaba el jardín posterior.
Era evidente que conocía la propiedad.
También era evidente que había elegido el lugar perfecto.
Cuando vio que ella se acercaba Assail dio un paso atrás porque… la verdad, no deseaba que lo sorprendieran espiando.
La mujer se detuvo justo a metro y medio de donde él estaba y se acercó tanto que Assail pudo captar su olor no solo a través de la nariz, sino con la garganta.
Tenía que dejar de temblar.
Después del esfuerzo que había hecho para recorrer tan deprisa ese trecho de césped, la mujer respiraba pesadamente, pero su sistema cardiovascular se recuperó pronto, señal de su buen estado de salud y su fuerza. Y la velocidad con la que se movía ahora era igual de erótica. Se quitó los esquís. Se quitó la mochila. Abrió la mochila. Extrajo…
Va a escalar al tejado, pensó Assail al ver que ella armaba lo que parecía ser un arpón de pesca, apuntaba hacia lo alto y tiraba del gatillo para lanzar un gancho. Un momento después se oyó un lejano ruido metálico que venía de arriba.
Miró hacia allí y vio que ella había elegido uno de los pocos trechos de piedra que no tenía ventanas… y que estaba protegido por una pared muy larga de arbustos altos que obstruían también su vista.
La mujer iba a entrar en la casa.
En ese punto, Assail frunció el ceño… y desapareció del lugar desde donde había estado observándola.
Volvió a tomar forma en la parte posterior de la casa, al nivel del suelo, y se asomó por varias ventanas, apoyando las manos contra el frío cristal para tener mejor vista. El interior estaba casi en penumbra, pero no totalmente: había lámparas encendidas aquí y allá, las cuales arrojaban luz sobre los muebles, una combinación de antigüedades y arte moderno. Todo muy elegante. En medio de su plácido sueño, el lugar parecía un museo o una casa salida de una revista, todo arreglado con tanta precisión que uno se preguntaba si no habrían usado reglas para acomodar los muebles y los objetos de arte.
No había desorden por ninguna parte, ni periódicos, ni facturas, ni cartas, ni recibos casualmente tirados sobre una mesa. No había ningún abrigo que colgara del respaldo de una silla, ni ningún par de zapatos descansando al lado de un sofá.
Todos y cada uno de los ceniceros estaban limpios.
Y, entonces, Assail solo pudo pensar en una persona.
—Benloise —susurró para sus adentros.