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Assail terminó siguiendo a su presa desde detrás del volante de su Range Rover. Era mucho más cómodo de esta forma y, además, la ubicación de la mujer ya no era ningún problema: mientras esperaba junto al Audi a que ella saliera de su propiedad, había instalado un rastreador debajo de uno de los espejos laterales.

Así su iPhone era quien se encargaba del resto.

Después de abandonar a toda velocidad su vecindario, aterrorizada por la desaparición de Assail, para ella incomprensible, la mujer había cruzado el río y se había dirigido a la parte pobre de la ciudad, donde las casas eran pequeñas y se apiñaban unas junto a otras, separadas por revestimientos de aluminio.

Mientras la seguía, conservando al menos dos calles de distancia entre los vehículos, Assail iba observando las luces de colores que adornaban el vecindario, miles de bombillas que colgaban de los árboles y los tejados de las casas y relucían a través de los cristales de las ventanas y los marcos de las puertas. Pero eso no era todo. También había pesebres iluminados en los pequeños jardines y gordos muñecos de nieve con bufandas rojas y pantalones azules.

Cuando el vehículo de la mujer se detuvo y dejó de moverse, Assail se acercó y aparcó el suyo cuatro casas más abajo, al tiempo que apagaba las luces. La mujer no se bajó del coche enseguida y, cuando por fin lo hizo, no vestía la parka y los pantalones ajustados de esquí que llevaba cuando lo estaba espiando. En lugar de eso se había puesto un suéter rojo grueso y un par de vaqueros.

También se había soltado el pelo.

Y aquella pesada melena negra llegaba más abajo de sus hombros y se enroscaba en las puntas.

Assail gruñó en medio de la oscuridad.

Con pasos rápidos, la mujer subió los cuatro escalones que llevaban a la modesta entrada de una casa. Luego abrió la puerta de tela metálica y la sostuvo abierta con la cadera, mientras sacaba una llave, abría la puerta principal y entraba.

Se encendió una luz en el interior y Assail observó la figura de la mujer mientras atravesaba el salón, pero gracias a la frágil privacidad que ofrecían las cortinas, solo pudo percibir el movimiento, sin verla con claridad.

Pensó entonces en las cortinas de su casa. Le había tomado mucho tiempo perfeccionar esa invención y la casa sobre el Hudson había sido el lugar ideal para probarlas. Al parecer, las barreras funcionaban incluso mejor de lo que él había esperado.

Pero la mujer era lo bastante inteligente como para percibir las anomalías y Assail se preguntó qué sería lo que lo había delatado.

Se encendió una luz en el segundo piso, como si alguien que estuviese descansando se hubiera despertado al oírla llegar.

Assail sintió que sus colmillos palpitaban. La idea de que algún macho humano la estuviera esperando en su habitación matrimonial hizo que deseara establecer su dominio, aunque eso no tenía ningún sentido. Después de todo, la estaba siguiendo solo para protegerse y nada más.

Absolutamente nada más.

En el momento en que su mano agarraba la manija de la puerta del coche, se oyó el timbre de su móvil. Muy oportuno.

Cuando vio de quién se trataba, frunció el ceño y se llevó el móvil a la oreja.

—¿Dos llamadas en un lapso tan breve? ¿A qué debo este honor?

Rehvenge no pareció apreciar la broma.

—No me devolviste la llamada.

—¿Acaso debía hacerlo?

—Cuida tus palabras, chico.

Los ojos de Assail permanecieron fijos en la casita. Resultaba curioso, pero se sentía desesperado por saber qué estaba ocurriendo dentro. ¿Estaría ella subiendo las escaleras y desvistiéndose mientras lo hacía?

¿Quién era la persona a la que quería esconderle sus andanzas? Y Assail estaba seguro de que las estaba escondiendo, si no…, ¿por qué se habría cambiado de ropa en el coche antes de entrar a la casa?

—¿Hola?

—Agradezco la cordial invitación —se oyó decir Assail.

—No es una invitación. Tú eres un maldito miembro del Consejo ahora que estás en el Nuevo Mundo.

—No.

—¿Perdón?

Assail recordó la reunión en casa de Elan a comienzos del invierno, aquella de la cual no se enteró Rehvenge y en la que se presentaron los miembros de la Pandilla de Bastardos a exhibir su fuerza. También pensó en el atentado contra Wrath, el rey ciego…, que había tenido lugar en su propia casa, por Dios santo.

Demasiado drama para su gusto.

Con forzada amabilidad, Assail le echó a Rehvenge el mismo discurso que les había echado a Xcor y a sus amigos.

—Yo soy un hombre de negocios por predilección y vocación. Y aunque respeto tanto la soberanía actual como la base de poder del Consejo, no puedo privar a mi empresa de mi energía ni de mi tiempo. Ni ahora ni en el futuro.

Hubo un momento de silencio y luego aquella voz ronca y diabólica se oyó desde el otro lado de la línea.

—He oído algunas cosas sobre tu negocio.

—¿De veras?

—Yo también estuve en ese negocio durante varios años.

—Eso es lo que me han dicho.

—Y logré hacer las dos cosas.

Assail sonrió en medio de la oscuridad.

—Tal vez yo no sea tan inteligente como tú.

—Te voy a dejar una cosa muy clara. Si no asistes a esta reunión, supondré que estás jugando para el equipo equivocado.

—A juzgar por esa declaración, sabes que hay dos equipos y que están en bandos opuestos.

—Tómalo como quieras. Pero si no estás conmigo y el rey, eres mi enemigo al igual que enemigo del rey.

Y eso era precisamente lo que había dicho Xcor. Pero, claro, ¿acaso había otra opción en esta creciente guerra?

—Al rey le dispararon en tu casa, Assail.

—Lo recuerdo —murmuró Assail secamente.

—Y supongo que te gustaría borrar cualquier sospecha sobre tu posible participación.

—Ya lo hice. Esa misma noche les dije a los hermanos que no tenía nada que ver con eso. Les facilité el vehículo en el cual escaparon con el rey. ¿Por qué haría algo así si fuera un traidor?

—Para salvar tu pellejo.

—Te aseguro que eso es algo que sé hacer muy bien sin necesidad de conversar.

—Entonces ¿de qué tiempo dispones?

En ese momento se apagó la luz del segundo piso y Assail tuvo que preguntarse qué estaría haciendo la mujer en la oscuridad… y con quién.

Sus colmillos asomaron por voluntad propia.

—Assail. Te juro que me estás aburriendo terriblemente con esa actitud.

Assail puso en marcha la camioneta. No se iba a quedar toda la noche ahí plantado, mientras dentro sucedía… lo que fuera que estuviera sucediendo. Era evidente que la mujer estaba en su casa y se iba a quedar allí. Además, su teléfono lo avisaría en caso de que el coche volviera a moverse.

Pisó el acelerador.

—Renuncio en este mismo instante a mi posición en el Consejo —dijo—. Mi neutralidad en esta batalla por la corona no será cuestionada por ningún bando…

—Y tú sabes quiénes son los participantes, ¿no?

—Trataré de decirlo con tanta franqueza como me sea posible: no voy a tomar ningún partido, Rehvenge. No sé cómo expresarlo más claramente. Y no dejaré que nadie me involucre en la guerra: ni tú ni tu rey ni nadie. No trates de presionarme y ten presente que la neutralidad que te ofrezco a ti es exactamente la misma que les ofrezco a ellos.

Assail recordó entonces que les había prometido a Elan y a Xcor no revelar sus identidades y estaba dispuesto a cumplir esa promesa. Pero no porque creyera que ellos le iban a devolver el favor, sino por el simple hecho de que, dependiendo de quién ganara esa batalla, un soplón sería visto por cualquier lado como un peligro que había que erradicar o un héroe que había que honrar, dependiendo del punto de vista. El problema era que el ganador no se conocería hasta el final, y él no estaba interesado en hacer esa apuesta.

—Así que te buscaron —afirmó Rehv.

—Recibí una copia de la carta que enviaron en la primavera, sí.

—¿Ese es el único contacto que has tenido?

—Sí.

—Me estás mintiendo.

Assail se detuvo en un semáforo.

—No hay nada que puedas decir o hacer para involucrarme en esto, querido leahdyre.

El macho que estaba al otro lado de la línea gruñó con un tono suficientemente amenazante.

—No cuentes con eso, Assail.

Y con esas palabras, Rehvenge colgó.

Maldiciendo, Assail lanzó el teléfono sobre el asiento del pasajero. Luego cerró los puños y los estrelló contra el volante.

Si había una cosa que no podía soportar era que lo obligaran a participar en las peleas de otros. A él le importaba un bledo quién se sentara en el trono, o quién estuviera a cargo de la glymera. Él solo quería que lo dejaran en paz, para ganar dinero a costa de las ratas sin cola.

¿Acaso era tan difícil de entender?

Cuando el semáforo cambió, Assail pisó el acelerador, aunque no tenía ningún destino en mente. Tan solo condujo sin dirección y, unos quince minutos después, se sorprendió cruzando el río por uno de los puentes.

Ah, así que su Range Rover había decidido llevarlo a casa.

Al llegar a la orilla opuesta, su teléfono dejó escapar un pitido y él se sintió tentado a ignorarlo. Pero los gemelos habían salido a mover el último cargamento de Benloise y él quería saber si esos malditos distribuidores habían aparecido por fin con sus cuotas.

Pero no era ninguna llamada ni ningún mensaje de texto.

El Audi negro estaba otra vez en movimiento.

Assail pisó el freno justo frente a un semirremolque que le pitó enseguida a manera de insulto, giró el volante y atravesó la mediana cubierta de nieve.

Así regresó casi volando por el otro carril del puente.

‡ ‡ ‡

Desde su punto de observación en la lejana periferia, Xcor necesitó utilizar los prismáticos para ver bien a su Elegida.

El coche en el que viajaba, ese enorme sedán negro, había seguido unos ocho o nueve kilómetros más allá del puente, antes de tomar una carretera rural que llevaba al norte. Después de unos cuantos kilómetros más de recorrido había tomado un camino de tierra rodeado a ambos lados por espesa vegetación. Por último se había detenido frente a un edificio alargado que carecía no solo de cualquier pretensión, sino también de ventanas y, al parecer, de una puerta.

Xcor ajustó el foco cuando dos machos se bajaron de la parte de adelante. Enseguida reconoció a uno, el pelo lo delataba de manera inconfundible. Era Phury, hijo de Ahgony, quien, según decían, había sido convertido en Gran Padre de las Elegidas.

El corazón negro de Xcor empezó a latir con fuerza.

En especial cuando reconoció a la segunda figura: era el guerrero de los ojos disparejos con el que se había enfrentado en casa de Assail, mientras huían con el rey.

Los dos machos sacaron sus armas y escudriñaron el paisaje.

Como Xcor se encontraba en la dirección del viento, y no parecía haber más gente alrededor, se imaginó que, a menos de que su posición fuese revelada por su Elegida, muy probablemente los dos machos seguirían adelante con lo que fuera que tenían planeado hacerle a la hembra.

De hecho, parecía como si la estuvieran llevando a una prisión.

Sobre. Su. Cadáver.

Ella era una inocente en esa guerra, una inocente que había sido usada con ruines propósitos, cierto, pero sin ella saberlo. No tenía culpa de nada. Sin embargo, era evidente que iba a ser ejecutada o encerrada en una celda por el resto de su vida sobre la Tierra.

O no.

Xcor sacó una de sus armas.

Era una buena noche para encargarse de ese asunto. De hecho, esa era su oportunidad de tenerla para él, de salvarla de cualquier castigo que le hubiese sido impuesto por haber ayudado sin querer al enemigo y haberse convertido en su cómplice. Y tal vez las circunstancias que rodeaban su injusta condena harían que ella tuviera una disposición favorable hacia su enemigo y salvador.

Xcor cerró los ojos por un momento y se la imaginó en su cama.

Cuando volvió a abrir los párpados, Phury estaba abriendo la puerta trasera del sedán y extendía los brazos hacia dentro. Cuando el hermano se enderezó, la Elegida salió del vehículo y después los dos guerreros la agarraron cada uno de un codo y la condujeron hacia el edificio.

Entonces Xcor se preparó para atacar. Después de tanto tiempo, toda una vida, por fin la tenía cerca una vez más y no iba a desaprovechar la oportunidad que le estaba dando el destino. Y menos en un momento así, cuando la vida de la hembra parecía estar al borde del abismo. Y estaba seguro de poder ganar esa batalla: la amenaza contra la vida de la hembra le confería a su cuerpo un inimaginable poder y su mente estaba tan alerta que aunque cuerpo y mente calculaban apresuradamente las posibilidades del ataque, las dos permanecían en total calma.

De hecho, solo la estaban vigilando esos dos machos; había otra hembra con ellos, pero no parecía ir armada, ni inspeccionaba el entorno como lo habría hecho alguien entrenado, un soldado preparado para la lucha.

Él era más que capaz de vencer a los captores de la hembra.

Pero justo cuando se preparaba para abalanzarse sobre ellos, el olor de su Elegida llegó hasta su nariz con la brisa helada, ese seductor perfume que era exclusivo de ella hizo que se tambaleara y…

Xcor reconoció de inmediato aquel aroma.

Sangre.

Ella estaba sangrando. Y había algo más…

Sin pensarlo conscientemente, su cuerpo se acercó más, tomando forma a una distancia no mayor de tres metros, detrás de un cobertizo que se alzaba frente al edificio principal.

Entonces Xcor se dio cuenta de que ella no era una prisionera a la que estuvieran llevando a la celda o al cadalso.

Su Elegida tenía dificultad para caminar. Y aquellos guerreros la sostenían con cuidado; incluso con las armas desenfundadas y los ojos pendientes de cualquier señal de ataque, la trataban con tanta delicadeza como habrían tratado al más frágil de los retoños.

No había ninguna señal de maltrato. Ella no parecía tener ninguna marca ni magulladura. A mitad de recorrido, la Elegida levantó la vista hacia uno de los machos, lo miró, luego miró al otro y dijo algo. Xcor no pudo oírlo, pero le pareció que trataba de tranquilizarlos. Porque realmente no parecía ser la violencia lo que mantenía fruncido el ceño de aquellos guerreros.

De hecho, era el mismo terror que él había sentido al oler la sangre de la hembra.

Xcor sintió cómo el corazón latía con más fuerza en su pecho, mientras su mente trataba de entender lo que sucedía.

Y luego recordó algo de su pasado.

Después de que su madre biológica lo rechazara, él fue llevado a un orfanato en el Viejo Continente y abandonado a su suerte. Y allí, en medio de los raros y los indeseados, la mayoría de los cuales poseían deformidades físicas como la suya, permaneció durante casi una década, el tiempo suficiente como para tener recuerdos permanentes de lo que ocurría en ese triste y solitario lugar.

Suficiente tiempo como para que Xcor pudiera entender lo que sucedía cuando una hembra solitaria aparecía frente a la reja, la dejaban entrar y luego gritaba durante horas, y a veces días, antes de dar a luz a un bebé muerto, en la mayoría de los casos, o tener un aborto espontáneo.

El olor de la sangre de aquellas escenas era muy específico. Y era el mismo olor que le había traído la brisa helada esa noche.

Lo que sentía en su nariz ahora era el olor de una hembra embarazada.

Y por primera vez en su vida, Xcor se oyó decir con agonía:

—Querida Virgen del Ocaso…