23

Sola Morte estaba de pie en la oficina de su «jefe», lista para la batalla. Aunque, claro, ella siempre estaba preparada, esa era su manera de trabajar. No tenía nada que ver con el ambiente que la rodeaba, o el rumbo que estaba tomando la conversación.

Sin embargo, esto último ciertamente no mejoraba su estado de ánimo.

—Perdón, ¿cómo has dicho? —preguntó.

Ricardo Benloise sonrió con esa risa fría y tranquila que lo caracterizaba.

—Tu misión ha terminado. Gracias por tu tiempo.

—Ni siquiera te he dicho lo que encontré.

El hombre se recostó en su silla.

—Puedes recoger tus honorarios en la oficina de mi hermano.

—No lo entiendo. —Cuando él la llamó, no hacía más de cuarenta y ocho horas, el asunto parecía una prioridad—. Dijiste que…

—Ya no requerimos de tus servicios para ese propósito particular. Gracias.

¿Acaso habría contratado a otro? Pero ¿quién en Caldwell haría la clase de cosas que ella hacía?

—Ni siquiera quieres saber qué he averiguado.

—Tu misión ha terminado. —El hombre volvió a sonreír de una manera tan profesional que uno juraría que se trataba de un abogado o un juez. No de un delincuente a escala global—. Espero volver a trabajar contigo en el futuro.

Uno de los guardaespaldas que estaban al fondo dio un par de pasos hacia delante, como si se estuviera preparando para sacar la basura.

—En esa casa está sucediendo algo —dijo ella mientras daba media vuelta—. Quienquiera que sea, está escondiendo…

—No quiero que regreses ahí.

Sola se detuvo y miró por encima del hombro. La voz de Benloise sonaba tan suave como siempre, pero sus ojos mostraban gran determinación.

Bueno, el asunto se estaba poniendo interesante.

Y la única explicación posible y lógica era que el señor Misterioso de aquella gran casa de cristal le había advertido a Benloise que lo dejara en paz. ¿Acaso habían descubierto su pequeña visita? ¿O quizás su despido tenía algo que ver con el tipo de juego sucio que se practicaba cuando se trataba de tráfico de drogas?

—¿Acaso te preocupa mi bienestar? —dijo ella en voz baja. Después de todo, Benloise y ella tenían una larga historia.

—Eres una mercancía muy útil. —La sonrisa de Benloise le quitó todo el veneno a sus palabras—. Ahora vete y no te metas en líos, niña.

Ay, por Dios… no había razón para discutir con aquel hombre. Además, le iban a pagar, así que ¿para qué preocuparse?

Sola le dijo adiós con la mano, caminó hacia la puerta y procedió a bajar las escaleras. Al llegar al espacio de la galería, se dirigió al fondo de la casa, donde trabajaban los empleados contratados legalmente durante las horas de funcionamiento legítimas. Después de pasar frente a una fila de archivadores y escritorios que parecían diminutos gracias al altísimo techo de fábrica que se alzaba unos quince metros por encima de sus cabezas, Sola entró a un estrecho corredor ocupado únicamente por cámaras de seguridad.

Golpear a la puerta era inútil, pero ella lo hizo de todas maneras, aunque los sólidos paneles blindados absorbieron de inmediato el sonido de sus nudillos como si tuvieran mucha hambre. Para echarle una mano al hermano de Benloise, aunque Eduardo no lo necesitaba, Sola se acercó a la cámara que tenía más cerca para enseñarles su cara.

Un momento después, las cerraduras se abrieron y, a pesar de que era muy fuerte, tuvo que empujar con el hombro para abrir la puerta.

Aquello era como entrar a otro mundo. La oficina de Ricardo era minimalista al extremo, pero la de Eduardo era algo que incluso agobiaría a Donald Trump, abarrotada de objetos, la mayoría de los cuales hablaban de la debilidad de su dueño por los colores dorados. Más que debilidad era puro fetichismo.

Si hubiese más mármol y lamé en aquel espacio, uno pensaría que estaba en un prostíbulo.

Cuando Eduardo sonrió, Sola vio cómo sus dientes postizos tenían la forma y el color de las teclas de un piano y su bronceado era tan intenso y uniforme que parecía que lo habían coloreado con un rotulador. Como siempre, estaba vestido con un traje de tres piezas, un uniforme parecido al del señor Roarke de la Isla de la fantasía, solo que negro en lugar de blanco.

—¿Cómo te encuentras hoy? —Los ojos del hombre bajaron por el cuerpo de Sola—. Te veo muy bien.

—Ricardo me ha dicho que venga a verte para que me entregues mi dinero.

Al instante, Eduardo se puso muy serio y Sola recordó la razón por la cual a Ricardo le gustaba tener a su hermano cerca: los lazos de sangre y la competencia formaban una poderosa combinación.

—Sí, me dijo que vendrías. —Eduardo abrió un cajón del escritorio y sacó un sobre—. Aquí tienes.

El hombre extendió el brazo por encima del escritorio y ella tomó lo que le ofrecían y lo abrió de inmediato.

—Pero esto es la mitad. —Sola levantó la mirada—. Esto solo son dos mil quinientos.

Eduardo sonrió exactamente como lo hacía su hermano, solo con la cara pero sin involucrar a los ojos.

—La misión no se ha completado.

—Porque tu hermano la ha cancelado.

Eduardo levantó las manos.

—Eso es lo que recibirás en pago. Si no te parece bien, puedes marcharte y dejar el dinero aquí.

Sola entornó los ojos.

Luego cerró lentamente el sobre, le dio la vuelta en su mano, estiró el brazo y lo puso boca arriba sobre el escritorio. Pero mantuvo el dedo índice encima y asintió una sola vez.

—Como quieras.

Luego dio media vuelta y se dirigió a la puerta, esperando a que se abriera.

—Niña, no seas así —dijo Eduardo. Al ver que ella no respondía, el chirrido que hizo la silla le informó a Sola de que se estaba levantando y se dirigía hacia ella.

Y en segundos el olor de su colonia llegó hasta la nariz de Sola, al tiempo que sus manos aterrizaban sobre los hombros de la mujer.

—Escucha —dijo—. Tú eres muy importante para Ricardo y para mí. No queremos que te ofendas, te respetamos mucho.

Sola miró por encima del hombro.

—Déjame salir.

—Niña.

—Ya.

—Toma el dinero.

—No.

Eduardo suspiró.

—No tienes que ser así.

A Sola le encantaba el sentimiento de culpa que se traslucía en la voz del hombre. De hecho, esa era la reacción que buscaba. Como muchos hombres de su cultura, Eduardo y Ricardo Benloise habían sido educados por una madre tradicional… y eso significaba que el sentimiento de culpa era un reflejo automático.

Más efectivo que gritarles o darles un rodillazo en las pelotas.

—Quiero salir —dijo Sola—. Ya.

Eduardo volvió a suspirar, esta vez de manera más profunda y larga, un sonido que confirmaba que la manipulación de la mujer había tenido éxito.

Sin embargo, ella sabía que no iba a darle el dinero que le debían. A pesar de que la decoración de su despacho hablaba de un carácter exuberante, Eduardo era más agarrado que la caja de seguridad de un banco. Al menos había logrado arruinarle la noche, así que sentía un poco de satisfacción. Ya se encargaría más adelante de cobrar el dinero que Ricardo le debía.

Ella iba a cobrar y él podía elegir cómo pagaba: si cumplía su palabra, la cosa iría de buenas y no pasaría nada. Pero si no… A ese hombre no le convenía que ella se enfadara.

Eso implicaría un sobrecosto, claro.

Sí. Le habría salido mucho más barato darle lo pactado en el contrato, pero ella no era responsable de las decisiones de los demás.

—Ricardo se molestará —dijo Eduardo—. Y él detesta las contrariedades. Por favor acepta el dinero… Esto no está bien.

La parte lógica de su cerebro sugería que aprovechara la oportunidad para señalar la injusticia de que le quitaran lo que le debían. Pero si conocía bien a estos dos hermanos, el silencio… ay, el silencio…

Así como la naturaleza aborrece el vacío, lo mismo sucedía con la conciencia de los sudamericanos bien educados.

—Sola…

Ella solo cruzó los brazos sobre el pecho y se quedó mirando hacia el frente. Momento para usar el español: Eduardo empezó a hablar en su lengua materna, como si la contrariedad lo hubiese despojado de sus habilidades para hablar en inglés.

Finalmente se dio por vencido y la dejó salir, cerca de diez minutos después.

Al día siguiente, a las nueve de la mañana, habría un ramo de rosas en su puerta. Sin embargo, Sola no estaría en casa.

Tenía trabajo que hacer.

‡ ‡ ‡

—¿Qué quieres decir con que no aparecieron? —preguntó Assail en Lengua Antigua.

Sentado al volante de su Range Rover, sostenía el móvil contra la oreja. El semáforo en rojo impedía que siguiera su camino.

Su primo fue tan concreto como siempre.

—Los distribuidores no llegaron a la hora acordada.

—¿Cuántos?

—Cuatro.

—¿Qué? —Pero no había razón para que el macho repitiera esa información—. ¿Y sin ninguna explicación?

—Ninguno de los otros siete dijeron nada, si eso es lo que quieres saber.

—¿Qué hiciste con la mercancía que sobró?

—La traje a casa conmigo.

Al ver la luz verde sobre su cabeza, Assail pisó el acelerador.

—Voy a hacerle el segundo pago a Benloise y luego nos veremos.

—Como digas.

Assail giró a la derecha y se alejó del río. Dos calles más allá, giró a la izquierda para regresar otra vez a la galería; otro giro a la izquierda y ya estaba.

Ya había un coche estacionado en la parte posterior de la galería, un Audi negro, y Assail aparcó detrás. Luego se agachó y miró debajo del asiento del pasajero, cogió un maletín metálico plateado con el asa negra y se bajó del coche.

En ese momento, la puerta trasera de la galería se abrió y alguien salió.

Una hembra humana, a juzgar por el olor.

Era alta y tenía las piernas muy largas. El pelo era negro y abundante, echado hacia atrás. Llevaba la barbilla en alto, como si estuviera lista para pelear… o acabara de salir de una pelea.

Pero nada de eso era importante para él. Lo que llamó su atención fue la parka, una parka blanca.

—Buenas noches —dijo Assail en voz baja, cuando se cruzaron en medio del callejón, él camino de la galería y ella saliendo de allí.

La mujer se detuvo y frunció el ceño, mientras metía la mano en el interior de su chaqueta. Repentinamente Assail se preguntó cómo serían sus senos.

—¿Nos conocemos? —preguntó.

—Nos estamos conociendo ahora. —Assail extendió la mano y deliberadamente moduló las palabras con gran lentitud—. ¿Cómo se encuentra?

La mujer se quedó mirando la mano extendida y luego se concentró en la cara.

—¿Alguien le ha dicho que habla igual que Drácula? ¿Será por el acento?

Assail sonrió sin abrir la boca para que no se vieran sus colmillos.

—Algunos me lo han dicho, sí. ¿No me va a estrechar la mano?

—No —dijo la mujer y luego hizo una seña con la cabeza hacia la puerta trasera de la galería—. ¿Es usted amigo de los Benloise?

—En efecto. ¿Y usted?

—No los conozco. Por cierto, bonito maletín.

Y con esas palabras, la mujer dio media vuelta y se dirigió al Audi. Después de quitar la alarma, se subió al coche mientras el viento jugaba con su pelo. Luego cerró la puerta y desapareció tras el volante.

Assail se quitó del camino cuando ella arrancó y se marchó.

Allí parado, mientras veía cómo se alejaba, se sorprendió pensando con desdén en su socio de negocios, Benloise.

¿Qué clase de hombre enviaba a una hembra a hacer ese tipo de trabajo?

En la lejanía, las luces de freno titilaron brevemente y luego el coche dobló en una esquina y desapareció. Assail deseó con todas sus fuerzas que la línea que había trazado hacía unas horas fuese respetada por Benloise. Sería una pena tener que matar a esa mujer.

Aunque no vacilaría ni un instante si tuviera que hacerlo.