19

Sentada en la camilla, con una frágil bata de papel cubriéndole el cuerpo y los pies descalzos colgando, Layla se sentía como si estuviera rodeada de instrumentos de tortura. Y suponía que así era. Toda clase de artilugios de acero inoxidable reposaban sobre la encimera del lavabo, envueltos en bolsas de plástico transparente que indicaban que habían sido esterilizados y estaban listos para ser usados.

Llevaba toda una eternidad en la clínica de Havers. O, al menos, eso le parecía.

En contraste con el veloz viaje a través del río, cuando el mayordomo la había llevado como si supiera que no tenían tiempo que perder, desde que había llegado a la clínica había habido una demora tras otra. Primero mientras hacían el papeleo, luego mientras esperaba en una habitación, luego mientras esperaba a una enfermera y ahora mientras esperaba a que Havers le comunicara los resultados del análisis de sangre.

Suficiente para volver loco a cualquiera.

En la pared que quedaba frente a ella había un cuadro enmarcado y protegido por un cristal; llevaba tanto esperando que ya había memorizado todos los trazos y colores de la imagen: un ramo de flores azules y amarillas, firmado en la parte de abajo con el nombre Van Gogh.

A estas alturas, Layla sentía que nunca querría volver a ver lirios como esos.

Mientras reacomodaba el peso de su cuerpo, hizo una mueca de dolor. La enfermera le había dado una compresa para contener la hemorragia, pero Layla se horrorizó al darse cuenta de que pronto iba a necesitar otra…

La puerta se abrió después de que se oyera un golpe rápido y su primer instinto fue correr, pero eso era ridículo. Ahí era donde tenía que estar.

Se trataba de la enfermera que la había dejado allí y le había tomado la muestra de sangre.

—Lo lamento mucho, ha habido una urgencia. Solo quería asegurarle que usted es la siguiente.

—Gracias —se oyó decir Layla.

La hembra se acercó y le puso una mano en el hombro.

—¿Cómo se siente?

La amabilidad de la enfermera la hizo parpadear rápidamente.

—Me temo que voy a necesitar otra… —dijo, al tiempo que se señalaba las caderas.

La enfermera asintió con la cabeza y le apretó delicadamente el hombro antes de dirigirse hacia un armarito del que sacó una bolsa de plástico.

—Aquí hay más. ¿Quiere que le ayude a ir al baño?

—Sí, por favor…

—Espere, todavía no se levante. Déjeme traerle algo que le abrigue un poquito más.

Layla bajó la mirada hacia sus manos, las cuales no podía tener quietas.

—Gracias.

—Listo. —Layla sintió que la envolvían en algo suave—. Muy bien, ahora sí puede ponerse de pie.

Layla se tambaleó un poco, pero la enfermera estaba justo ahí para agarrarla del codo y darle estabilidad.

—Vamos a ir lentamente.

Y eso hicieron. En el pasillo había mucha actividad: enfermeras que iban a toda prisa de habitación en habitación, pacientes que habían acudido a sus respectivas citas con su médico, miembros del personal que corrían de un lado a otro… y Layla no podía creer que hacía muy poco podía correr tan rápido como ellos. Para mantenerse a salvo del barullo y evitar que las aplastaran, ella y su amable acompañante se quedaron junto a la pared, pero hay que decir que los demás se portaron de manera realmente amable. Como si todos supieran que estaba sufriendo mucho.

—Voy a entrar con usted —dijo la enfermera cuando llegaron al baño—. Su tensión arterial está muy baja y me preocupa que se caiga, ¿está bien?

Al ver que Layla asentía, las dos hembras entraron al baño y cerraron la puerta. La enfermera le quitó la manta y ella se retiró la compresa con torpeza.

Pero al sentarse…

—Ay, querida Virgen Escribana.

—Sshhh, está bien, todo está bien. —La enfermera se agachó y le entregó una compresa nueva—. No se preocupe. Usted está bien… espere, no, lo mejor es que me la entregue. Tenemos que enviarla al laboratorio. Tal vez la puedan usar para determinar por qué le ha pasado esto, y usted querrá tener esa información por si vuelve a intentarlo.

Volver a intentarlo. Como si la pérdida ya se hubiese producido.

La enfermera se puso un par de guantes y sacó una bolsa de plástico de un cajón. Se ocupó de todo con discreción y diligencia, mientras Layla observaba cómo escribía en la bolsa con un marcador negro el nombre que ella había dado al ingresar.

—Ay, querida, todo está bien.

La enfermera se quitó los guantes, tomó una toalla de papel del distribuidor que colgaba de la pared y se arrodilló. Luego levantó con delicadeza el rostro de Layla tomándolo de la barbilla y le secó las mejillas, que estaban mojadas a causa de las lágrimas.

—Sé por lo que estás pasando. Yo también perdí un bebé. —El rostro de la enfermera se llenó de compasión—. ¿Estás segura de que no podemos llamar a tu hellren?

Layla solo negó con la cabeza.

—Bueno, avísame si cambias de opinión. Ya sé que es difícil verlos tristes y preocupados, pero ¿no crees que él querría estar aquí contigo?

Ay, ¿cómo iba a contárselo a Qhuinn? Él parecía tan seguro de todo, como si ya hubiese visto el futuro y se hubiese mirado en los ojos de su descendencia. Iba a ser un golpe terrible para él.

—¿Podré saber si he estado realmente embarazada? —murmuró Layla.

La enfermera vaciló.

—El análisis de sangre nos lo dirá, pero yo no sé…

Layla se volvió a mirar las manos. Tenía los nudillos blancos como el papel.

—Necesito saber si estoy perdiendo un bebé o esto solo es la hemorragia normal que tiene lugar cuando uno no concibe. Es importante.

—Me temo que no me corresponde a mí decirlo.

—Pero usted lo sabe —Layla levantó la vista y miró a la hembra directamente a los ojos—. ¿No es cierto?

—Te repito que no me corresponde a mí decirlo, pero… a juzgar por toda esta sangre…

—Estaba embarazada, ¿verdad?

La enfermera hizo un gesto con las manos y apretó los labios.

—No le digas a Havers que yo te lo he dicho… pero es probable. Y debes saber que no hay nada que puedas hacer para detener el proceso. No es culpa tuya, tú no has hecho nada malo. A veces, estas cosas simplemente ocurren.

Layla dejó caer la cabeza.

—Gracias por ser sincera conmigo. Y… de verdad, eso es lo que creo que está ocurriendo.

—Una hembra lo sabe. Ahora, vamos a llevarte de regreso.

—Sí, muchas gracias.

Layla tuvo dificultades para subirse las bragas mientras se levantaba. Y cuando quedó claro que le resultaría imposible hacerlo, la enfermera se acercó y la ayudó con envidiable facilidad. Se sentía muy avergonzada. Estar tan débil y a merced de los demás por algo tan sencillo.

—Tienes un acento fabuloso —dijo la enfermera, mientras se reincorporaban al tráfico del pasillo, otra vez pegadas a la pared—. Es tan del Viejo Continente que mi granmahmen seguro lo aprobaría. Ella odia el acento con el que hablamos ya todos aquí. Piensa que eso va a llevar a la especie a la ruina.

La conversación sobre cosas intrascendentes ayudó, dándole a Layla algo en que pensar distinto de cuánto tiempo sería capaz de aguantar antes de tener que volver al baño… y si las cosas empeoraban con el aborto… y cómo sería el momento en que tuviera que mirar a Qhuinn a los ojos y decirle que había fallado…

Por fin lograron regresar a la sala de reconocimiento.

—No creo que tarde mucho más. Lo prometo.

—Gracias.

La enfermera se detuvo junto a la puerta y se quedó inmóvil, unas sombras cruzaron por sus ojos, como si estuviera recreando episodios de su propio pasado. Y en el silencio que se entabló entre ellas en ese instante, se creó un momento de comunión que representó todo un alivio para Layla. Se sentía acompañada, aunque no era normal que tuviera algo en común con una hembra de este lado.

Hasta ahora se había sentido tan sola.

—Aquí hay gente con la que puedes hablar —dijo la enfermera—. Algunas veces hablar del asunto puede ser de gran ayuda.

—Gracias.

—Utiliza ese teléfono blanco si necesitas ayuda o te sientes mareada, ¿vale? No estaré lejos.

—Sí, eso haré.

Cuando la puerta se cerró, las lágrimas nublaron la visión de Layla; la aplastante sensación de pérdida que experimentaba le parecía desproporcionada frente a la realidad y, sin embargo, no podía evitarla. El embarazo solo estaba en las primerísimas etapas, así que, lógicamente, no había mucho que perder.

Y sin embargo para ella, este era su bebé.

Esta era la muerte de su hijo…

Se oyó un golpe suave en la puerta y luego una voz masculina.

—¿Puedo pasar?

Layla cerró los ojos con fuerza y tragó saliva.

—Sí, por favor.

El médico de la raza era alto y distinguido, llevaba gafas de marco de carey y pajarita. Con un estetoscopio alrededor del cuello y aquella larga bata blanca, parecía el sanador perfecto, sereno y competente.

Havers cerró la puerta y le sonrió por un momento.

—¿Cómo te sientes?

—Bien, gracias.

El médico la observó desde el otro lado del cuarto, como si la estuviera evaluando desde el punto de vista médico, aunque no la tocó ni usó ninguno de sus instrumentos.

—¿Puedo hablar con franqueza?

—Sí, por favor.

El médico asintió con la cabeza y acercó un taburete con ruedas. Se sentó y se puso sobre las piernas unos papeles, mientras la miraba a los ojos.

—Veo que no anotaste el nombre de tu hellren, ni el de tu padre.

—¿Es necesario?

El médico vaciló.

—¿Acaso no tienes familia, querida? —Al ver que ella negaba con la cabeza, sus ojos registraron un sentimiento de tristeza genuino—. Lo siento mucho. ¿Así que nadie te está acompañando aquí? ¿No?

Al ver que ella solo se quedaba ahí, sin decir nada, el médico respiró profundamente.

—Bien…

—Pero puedo pagarle —se apresuró a decir Layla. No estaba segura de dónde sacaría el dinero, pero…

—Ay, querida, no te preocupes por eso. No necesito ninguna remuneración si no puedes pagarme. —El médico abrió la historia y sacó una hoja—. Ahora bien, entiendo que pasaste por tu período de fertilidad.

Layla solo asintió con la cabeza, pues era lo único que podía hacer para no gritarle: «¿Cuál es el resultado de los análisis?».

—Bien, he visto tus análisis y muestran algunas… cosas que no esperaba. Si das tu consentimiento, me gustaría que te tomaran otra muestra de sangre para analizarla cuanto antes. Con suerte, así podré entender todo lo que está pasando… y también me gustaría hacerte una ecografía, si no te importa. Es un examen muy sencillo que me dirá cómo están progresando las cosas.

—¿Para ver por qué se ha producido el aborto? —preguntó ella con tristeza.

El médico de la raza la tomó de la mano.

—Primero hagamos un examen, ¿vale?

Layla respiró profundamente y volvió a asentir.

—Sí.

Havers se dirigió a la puerta y llamó a una enfermera. Cuando la hembra entró al cuarto, llevaba con ella lo que parecía ser un ordenador de escritorio, montado sobre una mesita de ruedas: había un teclado, un monitor y unas palancas puestas al lado del aparato.

—Dejaré que la enfermera te tome la muestra de sangre, sus manos son mucho más competentes en ese aspecto que las mías —dijo el médico y sonrió—. Entretanto, voy a ver a otro paciente y regresaré enseguida.

El segundo pinchazo fue mucho más fácil que el primero, pues ahora Layla sabía qué esperar; luego se quedó un momento sola mientras la enfermera iba a entregar la muestra al laboratorio, donde fuera que estuviera eso. Los dos regresaron enseguida.

—¿Estamos listos? —preguntó Havers.

Cuando Layla asintió, él y la enfermera conversaron un segundo y luego colocaron el equipo cerca de donde ella estaba sentada. El médico se volvió a sentar en el taburete con ruedas y sacó dos extensiones de la mesa de examen parecidas a brazos. Tras sacar lo que parecían un par de estribos, le hizo una señal a la enfermera, quien bajó la luz y se acercó para poner su mano sobre el hombro de Layla.

—¿Tendrías la bondad de acostarte? —dijo Havers—. Y muévete hacia abajo para que quedes contra el extremo de la mesa. Quítate la ropa interior y pon los pies aquí, por favor.

Al ver que el médico señalaba los dos estribos, Layla abrió los ojos. No tenía idea de que el examen sería…

—¿Nunca te han hecho un examen interno? —preguntó Havers con tono de vacilación y, al ver que ella negaba con la cabeza, asintió—. Bueno, eso es muy usual, en especial si este ha sido tu primer período de fertilidad.

—Pero no me puedo quitar… —Layla dejó la frase sin terminar—. Estoy sangrando.

—Nosotros nos encargaremos de eso. —El médico parecía totalmente seguro—. ¿Empezamos?

Layla cerró los ojos. El papel que cubría la superficie de la camilla crujió bajo su peso cuando se tumbó. Luego levantó las caderas y, con un movimiento rápido, se quitó lo que la cubría.

—Yo me encargaré de eso —dijo la enfermera en voz baja.

Layla cerró las rodillas, mientras tanteaba con los pies en busca de esos condenados estribos.

—Eso es. —El taburete de las ruedecitas hizo un ligero ruidillo cuando el doctor se acercó—. Pero ahora muévete más hacia abajo.

Durante una fracción de segundo, Layla pensó que no podría hacerlo…

Entonces puso los brazos alrededor de la parte baja de su abdomen y entrelazó las manos con fuerza, como si de alguna manera pudiera mantener el bebé dentro de ella, al mismo tiempo que evitaba desmoronarse. Pero no había nada que pudiera hacer, ninguna conversación que pudiera tener con su cuerpo para calmarlo y pedirle que conservara lo que allí se había implantado, ninguna charla que pudiera darle a su bebé para que siguiera tratando de sobrevivir, ninguna combinación de palabras que pudiera quitarle el pánico que sentía.

Durante una fracción de segundo, añoró la vida conventual que antes le parecía tan sofocante. Allá, en el Santuario de la Virgen Escribana, la plácida naturaleza de su existencia era algo que ella daba por hecho. Y, en efecto, desde que había bajado a la Tierra para tratar de encontrar aquí un propósito había sido golpeada por un trauma tras otro.

Eso la hizo respetar a los machos y las hembras que siempre le habían dicho que estaban por debajo de ella.

Aquí abajo todo el mundo parecía estar a merced de fuerzas que escapaban a su control.

—¿Estás lista? —preguntó el doctor.

Las lágrimas se arremolinaban en sus ojos; Layla clavó la mirada en el techo y se agarró del borde de la mesa.

—Sí. Ya puede proceder.