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Y hablando de empezar tarde…
Cuando se desmaterializó para salir de la mansión, Qhuinn no podía creer que ya fueran las diez de la noche y ellos apenas estuvieran comenzando la jornada. Pero, claro, la Hermandad se había quedado una eternidad encerrada en el estudio de Wrath y cuando por fin los dejaron entrar a él y a John, el anuncio que hizo V acerca de que la prueba en contra de la Pandilla de Bastardos era irrefutable había llevado a una buena media hora de insultos e improperios contra Xcor y sus amigos.
Muchos usos creativos de la palabra follar, así como excelentes sugerencias acerca de lugares en los cuales insertar objetos inanimados.
Por ejemplo, Qhuinn nunca había pensado en hacerlo con un rastrillo de jardín. Qué divertido.
Y Blay se había perdido todo eso.
Al volver a tomar forma en una zona boscosa al suroeste del complejo, Qhuinn se blindó contra la tentación de ponerse a especular acerca de los motivos que habrían podido entretener a su amigo; aunque lo cierto era que el guerrero se había dirigido a su habitación y no había vuelto. Y aunque el lugar donde más accidentes había era el hogar, seguramente Blay no se había caído en el baño.
A menos que Saxton hubiese estado jugando con la alfombrilla.
Sintiéndose como un idiota, Qhuinn inspeccionó el paisaje cubierto de nieve, mientras John, Rhage y Z tomaban forma junto a él. Las coordenadas del lugar habían aparecido en los teléfonos de los ladrones de coches de la víspera y la propiedad aparentemente abandonada estaba a unos quince o veinte kilómetros del lugar donde había encontrado su Hummer.
—¿Qué demonios es eso?
Al oír que alguien hablaba, Qhuinn miró por encima del hombro. Y resultó que el que había hablado tenía razón: tras ellos se erguía una construcción cuadrada, tan alta como la torre de una iglesia y tan austera como un contenedor de basura.
—Un hangar —dijo Zsadist, al tiempo que empezaba a caminar en dirección del edificio—. Tiene que ser eso.
Qhuinn lo siguió, protegiendo la retaguardia por si alguien decidiera acercarse a saludar…
De repente, Blay se materializó en medio de la nada, vestido por completo con ropa de cuero y tan armado como el resto de ellos. En respuesta a la nueva situación, Qhuinn disminuyó el paso y luego se detuvo en medio de la nieve, sobre todo porque no quería tropezar y quedar como un imbécil.
Dios, Blay tenía un aspecto terriblemente lúgubre, pensó Qhuinn al verlo. ¿Habría problemas en el paraíso?
Aunque no tenían contacto visual, Qhuinn se sintió impulsado a decir algo.
—¿Qué…?
Pero no terminó la frase. ¿Para qué molestarse? Blay pasó frente a él como si Qhuinn fuese invisible.
—Yo estoy genial —murmuró Qhuinn, al tiempo que retomaba el paso sobre el camino de nieve—. Me va muy bien, gracias por preguntar… Ah, ¿acaso tienes problemas con Saxton? ¿De veras? ¿Quieres que salgamos una noche de estas para que hablemos un poco del asunto? ¿Sí? Perfecto. Con mucho gusto yo…
Qhuinn interrumpió su fantasioso monólogo cuando la brisa cambió de dirección y su nariz captó un olorcillo dulzón y asqueroso.
Todo el mundo sacó las armas y se concentró en el hangar.
—Estamos contra el viento —dijo Rhage en voz baja—. Así que ahí dentro tiene que haber un verdadero desastre.
Los cinco se acercaron a la construcción con precaución, desplegándose alrededor del edificio y aguzando los ojos para captar cualquier cosa que se moviera bajo el tenue resplandor azul de la luna.
El hangar tenía dos entradas, una lo bastante grande para dejar pasar las alas de un avión y la otra más pequeña, seguramente destinada a la gente, que parecía hecha a la medida de una Barbie en comparación con la otra. Y Rhage tenía razón: a pesar de que las ráfagas de viento helado los golpeaban por detrás, el olor era suficiente para causar un cosquilleo en sus mucosas nasales, y no precisamente uno agradable.
Joder, el frío por lo general disminuía el hedor.
Después de comunicarse por señas, el grupo se dividió en dos: Qhuinn y John se dirigieron a las puertas grandes, y Rhage, Blay y Z, a la entrada más pequeña.
Rhage acercó la mano al picaporte, mientras todo el mundo se aprestaba a pelear. Si allí dentro había un montón de restrictores, tenía sentido enviar primero a Rhage, porque él tenía un respaldo con el que ciertamente no contaba nadie más: a su bestia le encantaban los asesinos, aunque no precisamente para hacer amigos.
Hollywood subió la mano por encima de la cabeza. Tres… dos… uno…
El hermano entró en completo silencio, empujando la puerta y deslizándose al interior del edificio. Lo siguió Z, y Blay también entró con ellos.
Qhuinn sintió un instante de pánico al ver cómo su amigo se internaba en lo desconocido con solo un par de cuarentas para protegerse. Dios, la idea de que Blay muriera esa noche, justo frente a sus ojos, realizando esa tarea tan anodina, lo impresionó tanto que le dieron ganas de cortar con toda esa mierda de defender a la raza y convertirse más bien en bibliotecario. O modelo. O peluquero…
El silbido que se oyó menos de sesenta segundos después fue todo un alivio. Y la señal de Z de que todo estaba despejado les dio luz verde para cambiar de posición y acercarse lateralmente a la puerta abierta y entrar a…
Joder.
¿Qué era esa cosa aceitosa? ¿Y ese olor?
Los tres que entraron primero ya habían sacado sus linternas y los rayos de luz atravesaban el enorme espacio interior, cortando la oscuridad e iluminando lo que a primera vista parecía una lámina de hielo negro. Solo que no era negro y la sustancia no estaba congelada. Era sangre humana coagulada, unos mil quinientos litros de sangre. Mezclada con una gran dosis de Omega.
El hangar había sido el escenario de una inducción masiva, una inducción a gran escala.
—Parece que los chicos que se llevaron tu coche se dirigían a una fiesta muy interesante —dijo Rhage.
—Sin duda —murmuró Z.
Cuando los rayos de luz iluminaron un viejo avión al fondo del edificio, y nada más que eso, Z sacudió la cabeza.
—Exploremos el exterior. Aquí dentro no hay nada.
‡ ‡ ‡
Considerando que la cabaña no parecía más que una choza desde el exterior, apenas un refugio de paso para pescadores o cazadores en medio del bosque, el señor C tuvo la tentación de pasar de largo. Sin embargo, la rigurosidad era una gran virtud y la ubicación de la cabaña, enclavada a unos tres kilómetros de la entrada de la propiedad, sugería que tal vez podría haber sido usada como cuartel general en algún momento.
Pensándolo bien, habría sido más prudente revisar la propiedad antes de usar aquel hangar para la mayor inducción que se había hecho en la historia de la Sociedad Restrictiva. Pero las prioridades mandaban: lo primero que tenía que hacer era tomar el control para justificar su promoción. Después tendría que ocuparse de todos aquellos nuevos asesinos.
Y esto significaba que necesitaba recursos. Y rápido.
Después de la grandiosa y asquerosa ceremonia del Omega, y del período de malestar y náuseas que había durado un buen número de horas después, el señor C había organizado a los nuevos reclutas en un autobús escolar que había robado de una venta de camiones viejos hacía una semana. Dado el cansancio y la incomodidad física, todos se habían portado como buenos chicos y se habían subido al autobús, sentándose de dos en dos como si fueran montados en una especie de perversa Arca de Noé.
Desde allí él mismo los había llevado, porque uno no le confía a nadie cosas tan valiosas, hasta la Escuela Brownswick para Chicas. La antigua escuela preparatoria estaba ubicada en los suburbios, en un terreno abandonado de treinta y cinco acres, y circulaban rumores de que estaba embrujada, lo cual mantenía alejados a los curiosos.
Por ahora la Sociedad Restrictiva ocuparía ilegalmente la escuela, pero el cartel de SE VENDE que había en la esquina que daba a la carretera significaba que eso era algo que tenía remedio, y se remediaría en cuanto la sociedad lograra reunir algún dinero.
Con los chicos nuevos terminando de recuperarse en la escuela y los restrictores antiguos en el centro cazando a la Hermandad, el señor C tenía tiempo para inspeccionar los pocos activos que le quedaban a la Sociedad, entre otros el terreno de bosque que tenía al norte de la ciudad.
Aunque empezaba a creer que estaba perdiendo el tiempo.
El señor C se acercó al pequeño porche de la cabaña y dirigió su linterna hacia la ventana más cercana. Una estufa de leña. Una mesa de madera burda con dos asientos. Tres camastros que carecían de colchón o mantas. Una cocina.
Al inspeccionar la parte de atrás encontró un generador eléctrico que se había quedado sin gasolina y un tanque de aceite oxidado, lo cual sugería que el lugar había tenido en alguna época alguna clase de calefacción.
Entonces regresó a la fachada principal y trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada.
En todo caso, no había mucho allí.
Luego sacó el mapa de un bolsillo interior de su chaqueta de bombero, lo desdobló e identificó su ubicación. Y después de localizar el pequeño cuadrado, sacó su brújula, ajustó la dirección y empezó a caminar hacia el noroeste.
Según el mapa que había encontrado en la casa del antiguo segundo al mando, esta propiedad tenía en total quinientos acres de extensión y había otras cabañas como esa ubicadas en varias partes a cierta distancia. El señor C suponía que el lugar debía de haber sido en otra época un sitio para acampar que compartían entre varias personas, una especie de coto de caza moderno que habían terminado perdiendo a manos del estado de Nueva York por el peso de los impuestos y que luego había sido comprado por la Sociedad en los años ochenta del pasado siglo.
Al menos eso era lo que decían las anotaciones manuscritas que había en el margen, aunque solo Dios sabía si la Sociedad todavía era la dueña del terreno. Considerando el estado de las finanzas de la organización, el buen estado de Nueva York bien podía haber embargado el terreno por impago de impuestos, o haberlo expropiado totalmente.
El señor C se detuvo y volvió a mirar la brújula. Joder, él era un hombre de ciudad y odiaba caminar por los bosques de noche, chapoteando entre la nieve, siguiendo un mapa como si fuese un guardabosques. Pero debía ver con sus propios ojos qué era lo que tenía para trabajar y eso solo podía hacerlo de una manera.
Al menos ya tenía lista una vía de ingresos.
Y en veinticuatro horas, cuando aquellos chicos volvieran a estar de pie, iba a empezar a llenar de nuevo las arcas de la Sociedad. Ese era el primer paso para la recuperación.
¿Y el paso dos?
Dominar el mundo.