1
Época actual
—¡Esa nave[1] está de puta madre!
Jonsey miró al idiota que estaba acurrucado junto a él en la parada del autobús. Llevaban unas tres horas atrapados en aquella ratonera de plexiglás. Como mínimo. Aunque gracias a varios comentarios como ese, parecía toda una eternidad.
Una eternidad que justificaría un homicidio.
—Tú eres blanco, ¿lo sabías? —señaló Jonsey.
—¿De verdaaaad?
Bueno, en realidad llevaban como tres años esperando.
—Eres caucásico, idiota. Lo que significa que necesitas ponerte crema protectora en el verano. No como yo…
—Como digas, hermano, pero mira qué nave…
—¿Entonces por qué tienes que hablar como si fueras negro? Eres un imbécil.
En ese momento Jonsey solo deseaba que la noche llegara a su fin. Hacía frío, estaba nevando y no dejaba de preguntarse a quién habría disgustado tanto como para que lo enviaran ahí con Helado de Vainilla.
De hecho, estaba pensando en dejar todo ese rollo. Ahora sacaba buena pasta con sus negocios en Caldwell; había pasado una temporada a la sombra por esos asesinatos que había cometido cuando era menor, pero llevaba dos meses fuera y lo último que le interesaba era andar con un yonqui blanco decidido a ganar cierto reconocimiento a través del vocabulario.
Ah, y también estaba el vecindario de ricos en el que se encontraban. Según le habían dicho, en ese barrio no estaba permitido andar por la calle después de las diez de la noche.
¿Por qué demonios había aceptado ese trabajito?
—Tendrías. La. Bondad. De. Observar. Ese. Hermoso. Automóvil.
Solo para cerrarle la boca al estúpido ese, Jonsey volvió la cabeza y asomó la nariz al aire de la noche. La nieve, movida por el desagradable viento helado, se le metió en los ojos y el muchacho lanzó una maldición. Maldito estado de Nueva York en invierno. Hacía suficiente frío como para congelarte las pelotas…
Bueno, hola…
Al final de la calle, aparcada frente a una impecable tienda de veinticuatro horas, había una nave preciosa. La Hummer era totalmente negra, sin ningún detalle cromado ni en las ruedas ni en las ventanas ni siquiera en el parachoques. Era la más grande y, a juzgar por su tamaño, también debía de tener un poderoso motor dentro.
Ese coche era como los que solías ver en las calles de donde él venía, el vehículo de un traficante importante. Solo que ahora estaban lejos de esa zona de la ciudad, así que tenía que limitarse a ser un blanco tratando de presumir de que tenía pelotas.
El hombre Vainilla agarró su mochila, se la colgó y dijo:
—Voy a echarle una ojeada.
—Pero el autobús ya viene. —Jonsey miró su reloj y trató de convencerse de que eso era cierto—. En cinco, o tal vez diez minutos.
—Vamos…
—Adiós, imbécil.
—¿Acaso te da miedo? —El hijo de puta levantó las manos y comenzó a temblar como si tuviera convulsiones—. Ay, qué susto…
Jonsey sacó su arma y apuntó el cañón justo a la cabeza de aquel idiota.
—No tengo problema en matarte aquí. Ya lo he hecho antes. Y puedo hacerlo otra vez. Ahora lárgate y hazte un favor. Cierra el pico.
Jonsey pensó que en realidad no le interesaba nada de lo que le pasara a ese estúpido blanco. Matarlo. O no matarlo. A quién le importa.
—Está bien, fresco, fresco. —El Señor Conversador retrocedió y se alejó de la parada.
Gracias. A. Dios.
Jonsey guardó el arma, cruzó los brazos y fijó la vista en la dirección en que debía llegar el autobús… como si eso sirviera de algo.
Maldito imbécil.
Volvió a mirar el reloj. Joder, esta mierda ya estaba empezando a ser desesperante. Si aparecía primero un autobús que fuera hacia el centro lo tomaría y mandaría todo al infierno.
Cuando se reacomodó la mochila que le habían pedido que recogiera, el jarrón que llevaba dentro le golpeó en los riñones. Jonsey entendía el porqué de la mochila. Si iba a transportar mercancía desde la mitad de la nada hasta los suburbios, estaba claro que necesitaba guardarla en algún sitio. Pero ¿el jarrón? ¿Para qué diablos necesitaban eso?
A menos que fuera polvo suelto…
El hecho de que el mismo C-Rider lo hubiese elegido para esa misión había sido genial. Hasta que se encontró con el Chico Blanco y la idea de que era especial perdió algo de atractivo para él. Las instrucciones del jefe habían sido claras: espera con ese idiota en la parada de la Cuarta. Toma el último autobús a los suburbios y espera. Cuando el servicio se restablezca al amanecer, toma un autobús que te lleve hasta la parada del distrito Warren. Bájate y camina un kilómetro por la carretera hasta que veas una granja.
C-Rider se iba a reunir allí con ellos y otros cuantos imbéciles para hacer negocios. ¿Y después? Jonsey formaría parte de un nuevo equipo que estaba preparado para dominar el bajo mundo de Caldwell.
Eso le gustaba. Y sentía también mucho respeto por C-Rider. Ese desgraciado le caía bien: participaba en las grandes ligas y era un tío entero.
Pero si los demás eran como Vainilla…
El rugido de un motor le anunció que por fin se aproximaba un autobús, así que se puso de pie…
—¡Joder! —dijo entre dientes.
La Hummer negra estaba detenida justo frente a la parada y pudo verlo claramente pues tenía bajada la ventanilla. El Chico blanco estaba detrás del volante con los ojos desorbitados. Había puesto la radio y retumbaba a todo volumen la música de Cypress Hill.
—¡Súbete! ¡Vamos! ¡Súbete!
—¿Qué coño estás haciendo? —tartamudeó Jonsey, al mismo tiempo que corría a montarse en el asiento del pasajero.
Pensaba que el blanquito no era tan idiota, no para hacer algo así.
El blanco pisó el acelerador, el motor rugió y los dientes de las ruedas se agarraron a la nieve y los lanzaron a ochenta kilómetros por hora.
Jonsey se agarraba de lo que podía mientras pasaban como un rayo las intersecciones. Luego se subieron a la acera y terminaron en el aparcamiento de un supermercado. Cuando volvieron a acelerar, la música ocultó el pitido que indicaba que ninguno de los dos se había abrochado el cinturón de seguridad.
Jonsey empezó a sonreír.
—¡Esto es la hostia! ¡Menudo cabrón! ¡Estás más loco que una cabra, blanco!
‡ ‡ ‡
—Creo que ese es Justin Bieber.
Frente al escaparate donde se exhibían todas las variedades de patatas fritas de Lay, Qhuinn levantó la vista hacia el altavoz que colgaba del techo.
—Sip. Tengo razón y detesto saberlo.
Junto a él, John Matthew dijo con lenguaje de señas:
—¿Cómo lo sabes?
—Porque ese gilipollas está en todas partes. —Y para demostrarlo señaló una estantería llena de tarjetas que mostraban a un Bieber sonriente y de cuerpo entero—. Te juro que ese chico es la prueba de que el Anticristo ya viene.
—Tal vez ya está aquí.
—Eso explicaría la existencia de Miley Cyrus.
—Bien visto.
John se concentró nuevamente en su comida predilecta y Qhuinn volvió a revisar la tienda. Eran las cuatro de la mañana y el CVS estaba totalmente surtido aunque vacío, excepto por ellos dos y el tío que estaba en el mostrador, leyendo un National Enquirer y comiéndose una barra de Snickers.
Nada de restrictores. Tampoco la Pandilla de Bastardos.
Nadie a quien dispararle.
A menos que le disparara a la silueta de Bieber.
—¿Qué vas a querer? —preguntó John.
Qhuinn encogió los hombros y siguió mirando a su alrededor. Como el ahstrux nohtrum de John, tenía la responsabilidad de asegurarse de que su amigo regresara a la mansión de la Hermandad sano y salvo cada noche, y durante ese largo año todo le había ido bien…
¡Dios, cómo extrañaba a Blay!
Sacudió la cabeza y estiró el brazo para coger algo al azar. Cuando su brazo regresó tenía en la mano un paquete de patatas con sabor a cebolla y crema agria.
Al ver el logo de Lay en la bolsa le vino a la cabeza la época en que John, Blay y él pasaban el tiempo en casa de los padres de Blay, jugando a la Xbox, tomando cerveza y soñando con una vida mejor y más interesante después de la transición.
Por desgracia lo de mejor y más interesante se había limitado al tamaño y la fuerza de su cuerpo, aunque tal vez ese solo era su punto de vista. Después de todo, John estaba felizmente apareado. Y Blay estaba con…
Mierda, ni siquiera podía pronunciar mentalmente el nombre de su primo.
—¿Listo, hermano? —preguntó con voz ronca.
John Matthew agarró unos Doritos clásicos y asintió con la cabeza.
—Ahora vamos a por las bebidas —dijo por señas.
Mientras deambulaban por los corredores de la tienda, Qhuinn deseó estar en el centro, peleando en los callejones y enfrentándose con cualquiera de sus dos enemigos. Estaban invirtiendo demasiado tiempo en estas misiones suburbanas y eso significaba pensar demasiado en…
Qhuinn decidió interrumpir sus peligrosos pensamientos.
Lo que fuera. Además, odiaba tener cualquier clase de contacto con la glymera, y era un sentimiento mutuo. Desgraciadamente los miembros de la aristocracia estaban regresando de forma gradual a Caldwell y eso significaba que Wrath estaba recibiendo montones de llamadas sobre supuestos avistamientos de restrictores.
Como si los muertos vivientes del Omega no tuvieran nada mejor que hacer que deambular por jardines de árboles frutales y piscinas congeladas.
Sin embargo, el rey no estaba en posición de mandar a la mierda a todos esos gilipollas. No desde que Xcor y su Pandilla de Bastardos le metieron una bala en la garganta.
Traidores. Malditos. Con suerte, Vishous demostraría sin ninguna sombra de duda de dónde había salido esa bala de rifle y luego todos ellos podrían destripar a esos soldados, ponerles la cabeza en un palo y prenderles fuego a sus cuerpos.
Y también podrían descubrir exactamente quién estaba conspirando con su nuevo enemigo en el Consejo.
Sip, pero por ahora el nombre del juego era ser serviciales con la comunidad, así que una noche por semana, cada uno de los equipos terminaba aquí, en el vecindario en el que él había crecido, llamando a todas las puertas y mirando debajo de las camas.
En casas parecidas a museos, que le producían más escalofríos que cualquier pasadizo subterráneo del centro.
Un golpecito en el brazo hizo que Qhuinn volviera la cabeza.
—¿Qué?
—Yo iba a preguntarte lo mismo —dijo John por señas.
—¿Ah?
—Te has detenido aquí. Y llevas un rato contemplando… Bueno, ya sabes.
Qhuinn frunció el ceño y miró el surtido de productos que tenía enfrente. Luego perdió el hilo de sus pensamientos.
—Ah, sí… Ah…
Mierda, ¿acaso alguien había puesto la calefacción?
—Mmmm.
Biberones. Leche en polvo para bebés. Pañales, toallitas húmedas y bolitas de algodón. Chupetes. Una especie de aparato para…
Ay, Dios, una bomba para extraer leche materna.
Qhuinn dio media vuelta con tanta rapidez que se estrelló contra una pila de pañales Pampers de dos metros, rebotó contra el reino de los productos NUK y al final aterrizó en la parte de la estantería que exhibía las cremas para bebés.
Bebés. Bebés. Bebés…
Ay, Dios. Finalmente llegó a la caja.
Qhuinn metió la mano entre el bolsillo de su chupa de motero, sacó su cartera y estiró la otra mano hacia atrás para coger los paquetes de John.
—Dame tus cosas.
John empezó a protestar, modulando las palabras con la boca porque tenía las manos llenas. Qhuinn agarró la botella de Mountain Dew[2] y el paquete de Doritos que estaban impidiendo la comunicación.
—Listo. Ahora grita todo lo que quieras.
Y entonces las manos de John empezaron a moverse con rapidez, formando toda clase de obscenidades en lenguaje de señas.
—¿Es sordo? —preguntó el tío que estaba detrás de la caja registradora en un tono casi inaudible. Como si alguien que usara lenguaje de señas fuera una especie de fenómeno.
—No, ciego.
—Ah.
El hombre seguía mirando fijamente a John y Qhuinn sintió deseos de matarlo.
—Nos va a cobrar estas cosas ¿sí o no?
—Ah… sí. Oiga, usted tiene un tatuaje en la cara. —El señor Observador se movía muy despacio, como si los códigos de barras de esos productos estuvieran presentando algún tipo de resistencia al lector láser—. ¿Lo sabía?
Bueno…
—No, no lo sabía.
—¿Usted también es ciego?
Este tío parecía idiota.
—Sí, soy ciego.
—Ah, entonces esa es la razón de que sus ojos sean tan raros.
—Sí. Así es.
Qhuinn sacó un billete de veinte y no esperó el cambio… Matar a ese pobre desgraciado se había vuelto demasiaaaado tentador. Después de hacerle un gesto con la cabeza a John, que también parecía estar calculando el largo de la mortaja que necesitaría el cajero, Qhuinn salió.
—¿Y su cambio? —gritó el hombre.
—También soy sordo. No lo oigo.
El hombre gritó con más fuerza.
—¿Entonces me lo puedo quedar?
—Sí —gritó Qhuinn por encima del hombro.
Ese idiota era un caso perdido. Nada que hacer.
Qhuinn se dijo que era un milagro que humanos como ese lograran sobrevivir día tras día. Y el muy imbécil también había logrado ponerse bien los pantalones, e incluso sabía manejar la caja registradora.
Los milagros nunca se detenían.
Al salir al aire libre, el frío le golpeó la cara, el viento comenzó a jugar con su pelo y los copos de nieve se le metieron por la nariz…
Pero Qhuinn se detuvo de repente.
Miró a la izquierda. Y luego a la derecha.
—Pero… ¿dónde está mi Hummer?
Las manos de John empezaron a moverse como si él se estuviera preguntando lo mismo. Luego John señaló las huellas que se veían en la nieve… y los profundos rastros de cuatro ruedas gigantescas que formaban un gran círculo y salían del estacionamiento.
—¡Maldita sea! —dijo Qhuinn entre dientes.
Y él había pensado que el señor Observador era un estúpido…