UNA NOCHE DE INVIERNO EN EL AEROPUERTO DE PARÍS

Todo un libro preparándonos para esta escena, y ahora resulta que no me atrevo a contársela. Uno se encariña con el lector, y termina queriendo ahorrarle aeropuertos tan tristes. Después reflexiona un poco, un poco más, reflexiona mucho, y piensa que a lo mejor nuestro deber es contar. Y no para terminar un libro. Qué demonios importa un libro que no se termina, si la vida está llena de ejemplos sin principio ni final y de historias que no tienen ni pies ni cabeza. No. Si me cuesta tanto contarles el final de esta historia es porque quisiera ahorrarles la pena de saber que Inés no estuvo a la altura de lo que yo soñé aquella noche en el aeropuerto. Le faltó algo enorme, y no logró comportarse como mi dulcísima paloma. Sé que le sobró bizquera, pero también sé que tres horas después de partido el avión, yo seguía creyendo que nuestro silencioso complot sería un éxito.

Los muchachos del Grupo me dijeron vamos ya, Martín. Pobres ignorantes, qué sabían ellos de lo que esa noche existía, con hondo de hondonada, entre Inés y yo. La complicidad. El amor vivido. Su Martín. Mi dulcísima paloma. Pobres imbéciles: vinieron a decirme que ya el avión se había ido y te acompañamos a tomar un trago, Martín. Comprendemos, hermano, pero hay que inclinarse siempre ante una causa noble, ante un ideal. Ignorantes. Ni siquiera sabían que el licor estaba contraindicado con el Anafranil y me estaban proponiendo un trago. ¿Qué querían? ¿Qué buscaban? ¿Que por una mala reacción al licor destruyera todo lo logrado aquella noche en un aeropuerto tan triste que debieron haberlo cerrado las autoridades? Escribiría en este sentido a las autoridades. Ignorantes. Mi plan no podía fallar. Era tan sincero, tan recordatorio, evocaba hasta tal punto el primer instante de mi dulcísima paloma, que no me podía fallar.

Inés recordaría, evocaría, captaría, se quedaría calladita porque me adoraba, se despediría, pasaría con los demás pasajeros a la puerta número 44, desaparecería rumbo a las pistas del aeropuerto, pero como en Lima, Inés, por favor como en el antiguo aeropuerto de Lima, Inés. Y nos volveríamos a encontrar afuera, como sucedió en una época en Lima, cuando la gente ya se había despedido llorando.

La historia del antiguo aeropuerto de Lima me encantó siempre y siempre se la conté y ahora tenía que venirle a la memoria del corazón. Es una historia que todo el mundo encuentra muy divertida y extravagante, por lo cual resulta eficaz contra la tristeza, como todo lo que es divertido y extravagante. Pero para mí, que viví bajo el terror de lo que me iba a ocurrir una noche de invierno, en un aeropuerto que las autoridades debieron haber cerrado por triste, esa historia era el arma más poderosa que se ha inventado contra la pérdida del ser amado.

A Inés le hacía gracia, pero no tanta como para que se la contara a cada rato, en los últimos tiempos.

—Eso me hace pensar en las despedidas del aeropuerto de Lima, el antiguo, el de Limatambo, cuando llegaron los primeros jets comerciales al Perú, Inés.

Y le soltaba la historia, y la pobrecita una vez bizqueó porque se la acababa de soltar media hora antes. Pensé que podía estar pensando que la memoria empezaba a fallarme prematuramente, por descender de una familia que era puro descendiente, pero aproveché del magnífico humor que siempre me producía su presencia en cualquier circunstancia y lugar, para abusar un poco de su capacidad de asimilación mientras leía a Kautsky.

—Fue genial lo del aeropuerto de Lima, Inés. ¿Te acuerdas? Los jets comerciales llegaban por primera vez al Perú, y no podían aterrizar en ese aeropuerto por el tamaño de las pistas. Había que construir otro, y mientras tanto se utilizaban las pistas de la Base Aérea de Las Palmas. Pero como en la Base no había aduanas, ni terminal, ni nada, porque no había sido prevista para pasajeros, primero acompañaba uno al ser querido que partía a Europa, por ejemplo, al aeropuerto civil, y después, a ese ser querido, y a todos los demás seres queridos que partían ese día se los llevaban en un ómnibus hasta Las Palmas, para que tomaran su jet, tras haber cumplido con todas las formalidades de embarque y despedida que en Las Palmas resultaban imposibles, porque además ese aeropuerto pertenecía a las Fuerzas Aéreas del Perú con secreto de Estado y Defensa Nacional.

Inés volteó la página de Kautsky, y yo pude seguir.

—Total, Inés, que a cada rato se encontraban, en el semáforo que había a la salida del aeropuerto, un montón de seres queridos que se acababan de despedir llorando a mares. Era una situación de lo más incómoda, porque uno ya había despedido llorando a mares, había puesto el motor de su automóvil en marcha, y estaba regresando a la ciudad, cuando de pronto, juácate, un ómnibus entero de seres queridos esperando en el semáforo. La gente se miraba de ventana a ventana sin saber qué decirse, como si no se hubiese querido jamás. Era una situación de lo más incómoda para los sentimientos, Inés.

Inés volteó la página de Kautsky, me miró ligeramente bizca, y yo aproveché la felicidad que me producía cada vez que me miraba de cualquier manera, para seguir.

—La mejor de todas, luz del alma mía, fue la de la muchacha que empezó a mirar a su marido o a su novio, en fin qué importa, y de repente pegó un grito: ¡Espera, tonto!, y se bajó del ómnibus, y al día siguiente salió retratada en el periódico diciendo que hay momentos culminantes en la vida que son más fuertes que uno, y que hay que estar preparados para darle a esos momentos su debida altura, que es toda, dulcísima paloma.

Inés me sonrió feliz cada vez que terminé de contarle esa historia. Y así la quise yo, y nunca me importó jactarme en calles y plazas de que me hubiese acariciado con diminutivos y de que me hubiese besado con pasión en aumento, a medida que se desarrollaron nuestras infinitas posibilidades de felicidad y de goce en el hondo de la hondonada, porque yo me jactaba de lo mismo al revés hasta cuando la gente me decía ya basta, Martín, te vas a volver loco de amor.

Eso no se olvida. Ni se olvida tampoco que en Lima, conquisté el amor del ser que adoraba recurriendo a un test psicológico, a una pequeña astucia, si se quiere, de la que les he hablado ya en este libro. Sometí a Inés a una prueba, el primer día que fui a verla a su casa de adolescente limeña. La sometí a una prueba perfectamente justificable puesto que mi amor era ya un amor a toda prueba. Me presenté ante ella con el nudo de la corbata caído sobre el pecho. No sé si lo recuerdan. Inés me cerró bien el cuello de la camisa, primero, luego tomó el nudo entre sus manos, y lo puso en su lugar, convirtiéndose ipso facto en mi dulcísima paloma, pues había mostrado cierta debilidad por el estado de mi persona, con tan sólo tocarme la ropa. El hecho contenía un grandioso valor simbólico, y nos casamos en París, literalmente.

O sea que los muchachos del Grupo me dijeron que ya se iban y los dejé irse. Ignorantes. Inés estaba evocando, recordando. Astucia no había esta noche, de mi parte, puesto que mil veces le había contado besándola la escena del nudo de la corbata de su adolescencia, combinándola incluso, con fines perfectamente confesables, con escenas de la historia del antiguo aeropuerto de Lima. Lo que ahora había entre nosotros era la complicidad máxima, el triunfo final del amor, del respeto, de la ternura, de la hondonada, de todas aquellas cosas que iban a hacerle recordar que dos seres se podían encontrar afuera del aeropuerto, aun después de la despedida. Inés no subiría al avión. Ya debía estar escondida por ahí, esperando a que desapareciera el peligro de los muchachos del Grupo merodeando sospechosos de la grandiosa fuerza de nuestro amor en feroz silencio envidiable.

Pero resulta que yo no fui visto en el aeropuerto. La verdad, andaba tan jodido que no logro recordar grandes sectores de detalles de aquella despedida. Veo, por ejemplo, a los muchachos del Grupo, y noto que Inés les bizquea un instante, aunque está sonriendo. ¿Qué era? ¿Bizquera hacia mí, tan enorme, que todavía le quedaba un poco cuando volteó a mirarlos a ellos? Ya antes había visto a Inés bizquear un poco al mirar a los muchachos del Grupo. Sí, tenía que venir de la enorme bizquera a mí. Tan enorme que ni siquiera fui visto en el aeropuerto.

Porque ni exagerando en todo logré comunicarle mi mensaje profundo. Me había sido imposible intentarlo los días anteriores, porque Inés andaba demasiado harta de todo, demasiado impaciente, demasiado irritable conmigo, por el dolor y la incomodidad que le causaba verme así y tener que dejarme así, sin duda. No era el mejor momento pero qué se le iba a hacer, tenía que jugarme el todo por el todo la noche del aeropuerto, y en el taxi en que íbamos con sus maletas no cesaba de contarle lo del antiguo aeropuerto de Lima. Y como no lograba que prestara atención y se fastidiaba tanto y me decía basta, y suéltame, por favor, Martín, cuando trataba de besarla, para poder recordarle luego lo de la corbata tuve que dejar caer también mi orgullo por los suelos en esta escena del aeropuerto.

Maldita noche de invierno. Debieron cerrarla y cerrar el aeropuerto y cerrarme a mí el cuello de la camisa para luego subirme el nudo de la corbata, tras habernos despedido, pero Inés se fue sin verme. No se enteró nunca de que nos habríamos podido fugar con nuestro amor a cualquier parte, y por más que le hice un verdadero show recordatorio, yendo y viniendo como loco y claramente para ella por todo el aeropuerto con la corbata más roja, más ancha, más larga, y con el nudo rojo más caído del mundo, no me vio. En cambio yo veía un cuello: de pie, ante un mostrador. Está disimulando a causa de los muchachos, me dije un millón de veces, caminando de un lado a otro un millón de veces más. Pero pasaron tres horas y ya no quedaban muchachos del Grupo por ninguna parte y yo seguía con la monumental corbata roja y el nudo y el orgullo navegando a la deriva por mares de llanto mío, una noche de invierno en que debieron cerrar París.

La verdad es que ya les he contado demasiado y no quisiera abatirlos más con lo que vino enseguida en aquel detestable aeropuerto, la detestable y misteriosa noche en que Inés fue la última muchacha que emigró de Cabreada.